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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Carol Marinelli

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El precio del orgullo, n.º 121 - octubre 2016

Título original: The Price of His Redemption

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8988-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

HOLA, Shishka.

Daniil Zverev se puso tenso cuando entró en el dormitorio y oyó cómo lo había llamado su amigo Sev. Al parecer, Shishka era su nombre nuevo. El argot ruso podía golpear donde más daño hacía y esa noche lo había conseguido. Pez gordo. Mandamás. Perdonavidas. Daniil miró a Sev mientras este dejaba el libro que estaba leyendo.

–Estábamos hablando de cómo te irá con esa familia tan rica de Inglaterra, Shishka.

–No vuelvas a llamarme eso.

Daniil tomó el libro y lo levantó por encima de la cabeza como si fuese a arrancar las páginas, pero vio que Sev tragaba saliva y lo tiró en la cama. No lo habría roto, Sev podía leer muy pocos libros, pero esperaba que hiciese caso a su advertencia.

–¿Has encontrado cerillas?

Nikolai levantó la mirada del barco que estaba construyendo trabajosamente y Daniil sacó del bolsillo unas cuantas que había encontrado después de buscar por todos lados.

–Toma.

–Gracias, Shishka.

Lo haría, destrozaría el barco de Nikolai. Daniil estaba furioso, le costaba respirar y miró fijamente a su amigo. En realidad, los cuatro muchachos eran mucho más que amigos. Nikolai y Sev no tenían ningún parentesco y Daniil y Roman eran gemelos idénticos, pero se habían criado juntos. Los cuatro eran morenos y muy blancos de piel y, además, eran los más pobres de entre los pobres. En la casa de acogida ya se llamaban los unos a los otros desde sus cunas. Daniil y Roman habían compartido la misma cuna y Nikolai y Sevastyan habían tenido una cada uno a los lados de los gemelos. Cuando crecieron, los mandaron al orfanato y los metieron en el mismo dormitorio común. En ese momento, ya adolescentes, compartían una habitación con cuatro camas. La mayoría los consideraba problemáticos, pero no tenían problemas de verdad entre ellos. Solo se tenían los unos a los otros.

–Como toques el barco… –le amenazó Nikolai.

–Entonces, no me llames Shishka. Además, no hay ningún motivo porque he decidido que no voy a ir a vivir a Inglaterra –Daniil miró a Roman, su gemelo, que estaba tumbado en la cama mirando al techo–. Voy a decir que no quiero ir y no pueden obligarme.

–¿Por qué? –le preguntó Roman mirándolo con esos gélidos ojos grises que tenían los dos.

–Porque no necesito que ninguna familia rica me ayude. Vamos a salir adelante por nuestra cuenta, Roman.

–Sí, claro.

–Claro que sí –insistió Daniil–. Sergio dijo…

–Qué sabrá él. Es el encargado de mantenimiento.

–Pero fue boxeador.

–Eso dice él.

–¡Los gemelos Zverev! –exclamó Daniil–. Dice que vamos a conseguirlo y…

–Vete con la familia rica –le interrumpió Roman–. Aquí no vamos a hacernos ricos y famosos, nunca saldremos de este agujero.

–Si nos entrenamos mucho nos irá bien.

Daniil tomó la foto que Roman tenía al lado de la cama. Un día, hacía un par de años, Sergio había llevado su cámara y había sacado una foto de los gemelos y luego, como los demás se habían empeñado, había sacado otra de los cuatro. Sin embargo, Daniil había tomado la de ellos dos para hablar con su hermano.

–Dijiste que lo conseguiríamos.

–Bueno, pues mentí –replicó Roman.

–Eh… –Sev estaba leyendo otra vez, pero aunque acababa de provocar a Daniil, lo quería y sabía a dónde llevaba todo eso–. Déjalo, Roman. Déjale que tome sus decisiones.

–No.

Roman se levantó con rabia. Las cosas llevaban meses fraguándose, desde que les dijeron que había una familia que quería recibir a un niño de doce años en una buena casa.

–Quiere rechazar esta oportunidad porque tiene ese sueño estúpido de que puede salir adelante en el ring, pero no puede.

–Los dos podemos –añadió Daniil.

–Yo puedo –le corrigió Roman–. Mejor dicho, podría si no fueses una carga para mí.

Roman le quitó la foto de las manos y la tiró al suelo. No tenía cristal, pero algo se rompió y Daniil sintió que algo se rompía también dentro de él.

–Vamos –siguió Roman–. Te enseñaré quién puede pelear de verdad.

Se levantó de la cama y se oyó un murmullo en el dormitorio común mientras los gemelos se miraban fijamente. Lucharían por fin. Los gemelos Zverev se entrenaban todo el día. Sergio los sometía a todo tipo de pruebas y ellos iban pasándolas. La única queja que tenían era que querían pelear. Sergio se había negado hasta hacía unos meses y, además, lo consintió bajo su estricta vigilancia. Como exboxeador, sabía que los chicos no podían empezar demasiado pronto. Eran unos chicos con unos cuerpos formidables. Eran altos y con extremidades largas, eran rápidos, se movían con ligereza y tenían voracidad. Él sabía que los gemelos llegarían lejos con un entrenamiento acertado. Eran como dos gotas de agua, dos jóvenes airados y de ideas fijas. Lo único que tenía que hacer él, por el momento, era contenerlos, pero él no estaba allí esa noche y la habitación empezó a llenarse, se apartaron las camas para hacer sitio y los espectadores se arrodillaron encima.

–Demuéstrame lo que sabes –dijo Roman en tono jactancioso mientras salía a pelear.

Ya tenía a Daniil a la defensiva, encajando golpes y reculando sin protector en la cabeza, sin guantes y sin dinero por medio, todavía. Roman no le daba respiro y Daniil, que tenía que demostrarlo todo, se resistía como podía. Los otros chicos vitoreaban, aunque intentaban no hacerlo para no llamar la atención de los empleados.

Roman golpeaba con todas sus fuerzas y aunque Daniil hacía lo que podía para estar a su altura, fue quien se cansó primero y se agarró a su hermano. Necesitaba respirar un poco, pero Roman se lo quitó de encima. Aun así, Daniil volvió a agarrarse a él para que no pudiera golpearlo.

Cuando se separó empezaron a luchar otra vez, paraban algunos golpes y encajaban otros, pero Daniil creyó que estaba ganando terreno. Era rápido y Roman era resistente, pero esa vez fue Roman quien se agarró y se apoyó en su gemelo. Daniil podía oír su respiración entrecortada, pero, cuando lo soltó, Roman, en vez de darle el segundo que necesitaba para colocarse, le alcanzó en la mejilla con un gancho y lo tumbó. No supo cuánto tiempo quedó fuera de combate, pero fue lo bastante como para que todos se preocuparan. Todos menos Roman.

–¿Lo ves? Me apañó mejor sin ti, Shishka.

Los empleados ya se habían dado cuenta de que algunos dormitorios estaban vacíos y, alertados por los vítores, habían empezado a acudir mientras Daniil intentaba reponerse. Katya, la cocinera, se lo llevó a la cocina y le dijo a su hija Anya que llevara la caja de esparadrapos. Anya estaba en la cocina practicando pases de baile. Tenía doce años e iba a una escuela de danza, pero estaba pasando unas vacaciones allí. Algunas veces, para meterse con los gemelos, les decía que estaba más en forma que ellos. Anya todavía soñaba que alguna vez podría ser bailarina y salir de allí. Daniil ya no tenía sueños.

–¿Puede saberse qué estabais haciendo? –le riñó Katya mientras le daba un té y le ponía un esparadrapo en la cara–. Esa familia rica no quiere chicos feos…

 

 

Unos días más tarde, Daniil estaba sentado en una cama y se sentía a millones de kilómetros de su tierra. Había visto las casitas y las tiendas desde el coche y cuando doblaron un recodo, vio una imponente residencia de ladrillos rojos a lo lejos. Recorrieron el camino de entrada flanqueado de césped, fuentes y estatuas que rodeaban la inmensa casa. No había querido bajarse del coche, pero acabó haciéndolo en silencio.

Un hombre vestido de negro abrió la puerta. A Daniil le pareció que estaba vestido para ir a una boda o a un entierro, pero le sonrió con amabilidad. Una vez dentro, se quedó de pie mientras los adultos hablaban de él, hasta que la mujer que había ido un par de veces al orfanato, y que ya era su madre, lo llevó al piso de arriba. En un rincón de la escalera había un retrato de sus nuevos padres con las manos en los hombros de un sonriente niño moreno. Le habían dicho que no tenían hijos. El dormitorio era grande, solo tenía una cama y la ventana daba al campo.

–¡Báñate!

No entendió nada hasta que ella señaló hacia otro cuarto y se marchó. Se bañó y se puso una toalla alrededor de la cintura justo a tiempo porque llamaron a la puerta, se abrió y ella entró con una sonrisa nerviosa. Empezó a revisar sus cosas mientras no dejaba de llamarlo con un nombre muy raro. Él quería corregirla y decirle que su nombre se pronunciaba «Daniil», no «Daniel», como ella se empeñaba en decir, pero entonces se acordó de que el traductor le había explicado que tenía un nombre nuevo: Daniel Thomas.

La mujer llevaba guantes de goma y metía todas sus cosas en una bolsa de basura que sujetaba el hombre vestido con traje. Ella seguía hablando en un idioma que él no entendía. Señalaba hacia la ventana y luego le indicaba la mejilla como si estuviese cosiendo. Después de repetirlo varias veces, él entendió que iba a llevarlo para que le curaran la mejilla mejor de lo que lo había hecho Katya. Miró la maleta mientras ella se deshacía de su vida y vio dos fotos, que él sabía que no había metido. Tenía que haber sido Roman.

Nyet!

Fue la primera palabra que dijo desde que salieron de Rusia y la mujer dejó escapar un leve grito mientras Daniil se abalanzaba sobre las fotos. No podía tirarlas ni tocarlas.

Su madre se marchó y el hombre se quedó y se sentó en la cama con él para mirar las fotos.

–¿Tú? –le preguntó el hombre señalándolo a él y uno de los chicos de la foto.

–Roman –contestó Daniil.

El hombre mayor de ojos amables se señaló el pecho.

–Marcus.

Daniil asintió con la cabeza y volvió a mirar la foto. Entonces, empezó a entender que Roman no lo odiaba, que había intentado salvarlo. Él, sin embargo, no había querido que lo salvara, había querido salir adelante con su hermano, no solo.

Capítulo 1

 

EN realidad, Libby Tennent mintió.

Había entrado por las puertas giratorias de latón y cristal, había cruzado el impresionante vestíbulo con suelo de mármol y ya estaba delante de los ascensores cuando un guardia de seguridad la preguntó a dónde iba.

–Tengo una cita con el señor Zverev –contestó Libby.

–Es posible, pero tiene que firmar en recepción antes de que tome el ascensor.

–¡Claro! –exclamó ella con desenfado, como si se hubiese olvidado del trámite.

Todo era impresionante en ese sitio. Era un lujoso edificio en Mayfair y ya antes, mientras iba en el taxi, ella se había dado cuenta de que ver a Daniil Zverev podría no ser tan fácil como le había asegurado su padre. Aun así, fue al mostrador de recepción y le repitió la historia a una recepcionista muy guapa. Le dijo que tenía una cita con el señor Zverev y esperó que la mujer no se diese cuenta de que, en realidad, la cita era con su padre, Lindsey Tennent.

–¿Cómo se llama?

–Señorita Tennent.

Libby la observó mientras tecleaba y vio que entrecerraba ligeramente los ojos mientras miraba la pantalla del ordenador.

–Un momento, por favor.

Descolgó un teléfono y empezó a dar la información.

–Ha venido una… señorita Tennent. Dice que tiene una cita con el señor Zverev –hizo una pausa y miró a Libby–. ¿Su nombre de pila?

–Libby –entonces se dio cuenta de que, a juzgar por la actitud del guardia de seguridad, podrían pedirle un documento de identidad–. Es un diminutivo de Elizabeth.

Libby intentó parecer tranquila y evitó enrollarse un mechón en el dedo o tamborilear con los pies como hacía cuando estaba nerviosa. Sin embargo, estaba nerviosa. Bueno, no muy nerviosa, pero incómoda por haberse prestado a hacer eso. Aunque quizá hubiese podido ahorrárselo porque la recepcionista sacudió la cabeza mientras colgaba el teléfono.

–El señor Zverev no puede recibirla.

–¿Cómo dice? –Libby parpadeó tanto por la negativa como por la falta de una explicación o una disculpa–. ¿Qué quiere decir? Tengo…

–El señor Zverev solo recibe con cita previa y usted no la tiene, señorita Tennent.

–Sí la tengo…

–Hay un señor Tennent que tiene cita a las seis. Si él no puede acudir, debería haber llamado para consultar si podía enviar a un sustituto. El señor Zverev no recibe a cualquiera.

Libby sabía cuándo estaba derrotada. Había esperado que no se diesen cuenta de la diferencia, como habría pasado en casi todos los sitios. Estaba tentada a disculparse por el error y a marcharse, pero su padre había derramado unas lágrimas cuando le pidió que hiciese eso por él. Sabía cuánto había en juego en esa cita e hizo un esfuerzo para mantenerse firme. Se puso todo lo recta que le permitió su metro y medio, un poco largo, y miró a la recepcionista a los ojos.

–Mi padre ha tenido un accidente de coche esta mañana. Por eso no ha podido venir y me ha enviado a mí. Ahora, por favor, dígale al señor Zverev que estoy aquí para reunirme con él. Sabe muy bien el motivo de mi visita. ¿Acaso prefiere que se lo explique a usted?

La recepcionista miró a alguien que estaba detrás de ella y a alguien a su izquierda. Al parecer, tenían público y la recepcionista debió de decidir que el vestíbulo no era el sitio indicado para hablar de los asuntos del gran jefe porque se encogió de hombros con cierta tensión.

–Un momento.

Hizo otra llamada, lejos de Libby, y acabó volviendo para darle un pase. Por fin, le habían permitido traspasar la barrera que protegía a Daniil Zverev. Se abrió la puerta del ascensor y entró. Hasta el ascensor era lujoso. Tenía una mullida moqueta, aire acondicionado y una luz tenue, algo que agradecía después de haber pasado toda una calurosa tarde de verano corriendo por Londres para llegar allí. No debería haber permitido que su padre la convenciera. En realidad, cuando aceptó intentar convencer a ese hombre para que fuera a la celebración del cuadragésimo aniversario de la boda de sus padres, ella había esperado encontrarse con un tal Daniel Thomas. Sin embargo, su padre volvió a llamarla cuando estaba a punto de marcharse.

–Por cierto, se me había olvidado decirte algo.

Su padre, quien había llegado a rogárselo con lágrimas en los ojos, tenía un tono algo tenso y esquivo.

–Ahora emplea un nombre distinto.

–¿Cómo dices? –le preguntó ella, que no entendía de qué estaba hablando.

–Mejor dicho, al parecer, Daniel Thomas ha recuperado su nombre de verdad, Daniil Zverev. Fue adoptado.

–Vaya, si ha recuperado su nombre, tiene que haber un conflicto grave y no voy a meterme en medio…

–Libby, por favor… –le rogó su padre–. Lo único que tiene que hacer Zverev es presentarse y decir unas palabras.

¿Unas palabras? La lista de peticiones había aumentado. Tenía que presentarse, ser sociable, bailar con las tías y, además, ¡tenía que pedirle que pronunciara un discurso! No, no se sentía cómoda. Ella vivía en su burbuja de sueños donde no entraba el papel de negociadora. Era muy directa, tenía una cara expresiva y la tendencia a decir todo lo que pensaba. Además, para inquietud de sus padres, siempre se había negado a obedecer ciegamente.

–No me habías dicho nada de que tuviese que pronunciar un discurso.

–Libby, ¿no puedes hablar con él de mi parte? ¡Por favor!

¿Podía saberse por qué había dicho que sí? Naturalmente, se había informado sobre Daniil durante el viaje en taxi. Su padre le había dicho que, una vez cara a cara, ella podría apelar a su conciencia, pero, a juzgar por los artículos que había leído, el afamado financiero antes llamado Daniel Thomas no tenía conciencia. Según un artículo, él consideraba a todo el mundo un contrincante y pasaría por encima de cualquiera para conseguir su objetivo. En cuanto a las mujeres… se necesitaría un viaje en taxi de mucho más de media hora para leer esa parte de su historia. Se empleaba mucho la palabra «rompecorazones». Según lo que pudo vislumbrar, su relación más larga, por llamarlo de alguna manera, había sido una aventura de dos semanas con una supermodelo alemana, quien se quedó devastada después de la repentina ruptura. ¿Qué esperaban esas mujeres?, se había preguntado a sí misma cuando algunas decían que la ruptura había sido despiadada. ¿Por qué iba a salir alguien con él? A ella nunca le habían gustado las aventuras de una noche, pero, al parecer, Daniil Zverev era un maestro en la materia. Libby era muy prudente con las relaciones y nunca acababa de creer a los hombres que le decían que la danza no sería un obstáculo y que no les importaba las horas que tuviera que dedicarle a su arte. Siempre había acertado. El motivo de sus rupturas siempre había sido el mismo; que estaba obsesionada con el ballet, que no pensaba en otra cosa y que casi nunca tenía tiempo para salir. Era verdad y ella siempre lo había avisado desde el principio.

Dejó de pensar en su desastrosa vida amorosa e intentó desentrañar a Daniil. Sorprendentemente, se había hablado muy poco de su cambio de nombre, como si hasta la prensa tuviese cuidado de no sacar a relucir ciertos asuntos. Ella, desde luego, tampoco tenía la más mínima intención de pedirle que hablase de sus familias.

Salió del ascensor y, naturalmente, se sintió como David dirigiéndose a enfrentarse con Goliat mientras recorría un pasillo con otra mujer guapa y seria al fondo que la miró de arriba abajo cuando se acercó a la mesa.

–He venido a ver al señor Zverev –dijo Libby con una sonrisa.

–A lo mejor quiere… arreglarse un poco antes de entrar –replicó la mujer sin sonreír.

–Estoy bien, gracias.

Libby sacudió la cabeza. Solo quería acabar de una vez con todo eso.

–Encontrará el cuarto de baño al fondo del pasillo, a la derecha.

Para su bochorno, Libby comprendió que estaban diciéndole, con mucha firmeza, que necesitaba asearse. ¿Acaso el gran Daniil Zverev solo podía ver personas perfectas? ¿Acaso solo podía recibir pleitesía de mujeres impecablemente arregladas? Sin embargo, se contuvo y se dirigió hacia el cuarto de baño. Cuando entró y se vio en el espejo de cuerpo entero, agradeció el consejo de que se arreglara un poco antes de ver a Daniil, aunque jamás lo reconocería. Era un día de agosto caluroso y ventoso y su pelo era la mejor demostración.

Estaba en casa para practicar y mantenerse en forma sin la deliciosa rutina de las clases de baile y los ensayos cuando se enteró de que su padre se había visto implicado en un accidente de coche. Naturalmente, se puso algo encima de la malla de ballet, tomó la bolsa de ropa y salió corriendo a Urgencias. Daba vueltas en la cabeza a lo que su padre le había contado esa tarde. La empresa familiar estaba en apuros y necesitaban esa fiesta de aniversario para salir adelante el mes siguiente. Sin embargo, también necesitaban que Daniil aceptara la invitación de sus padres.

Sacó una chaqueta de color marfil de la bolsa, se la puso encima de la malla y también se puso una falda de tubo gris. Se cepilló el pelo rubio y se lo recogió en lo alto de la cabeza. No llevaba maquillaje y parecía mucho más joven que los veinticinco años que tenía. Creía que la cara lavada no gustaría a un hombre tan sofisticado, pero tampoco tenía gran cosa en su bolsa de cosméticos. Un poco de máscara hizo que los ojos parecieran más grandes y también se pintó un poco los labios. Sabía que no tenía muchas esperanzas, que un hombre que había cortado los lazos con su familia hasta el punto de cambiarse de nombre no iba a hacer lo que ella le dijera. Además, jamás se le ocurría decir a alguien lo que tenía que hacer. A ella tampoco le gustaba que se lo dijeran y por eso no trabajaba en la empresa familiar. La resignación a que la despidieran antes de que pudiera decir la primera frase hizo que casi perdiera todo el miedo por la reunión. Diría lo que tuviera que decir y se marcharía, no permitiría que la intimidaran.

La cursi de la recepción debió de considerar que ya estaba presentable porque descolgó el teléfono y comunicó que la cita de las seis ya había llegado.

–Sin embargo, como ya dije…. –debieron de interrumpirla porque no terminó de explicar que era Libby y no Lindsey–. Le diré que pase.

Cuando se dirigió hacia la puerta debió de parecer que había salido corriendo.

–Puede dejar aquí la bolsa.

Estuvo a punto de declinar la oferta, pero volvió a darse cuenta de que no era una oferta y dejó la bolsa antes de llegar a la puerta. Ya iba a levantar el brazo cuando la detuvieron.

–No llame, le molesta mucho. Entre directamente.

Ella quiso llamar una y otra vez solo para fastidiarle y eso hizo que sonriera de oreja a oreja.

Así fue como él la vio. Sonreía por algún chiste privado. Daniil sabía que su secretaria personal no podía haber dicho nada que le hiciera gracia. Además, era bailarina. Él lo supo no solo por su vestimenta, sino por su postura cuando cerró la puerta y porque intentaba contener el paso de bailarina mientras se dirigía hacia él antes de pararse.

Libby entró y parpadeó. Era como si estuviese en una postal de Londres, como si estuviese montada en London Eye, esa noria gigantesca, aunque jamás se habría encontrado a alguien tan impresionante sentado enfrente de ella. Tenía el pelo oscuro, los ojos grises y una piel muy blanca con una cicatriz en el pómulo izquierdo. Estaba sentado detrás de una mesa muy grande y la miraba con cierto interés. Aunque el despacho era inmenso, él parecía tan imponente que llenaba hasta el último centímetro.

–Gracias por recibirme, señor Zverev –dijo ella, aunque quería salir corriendo por la impresión que había recibido.

–Vaya, vaya, señor Tennent, qué voz tan aguda tiene.

Su voz era grave y tenía un acento ruso aterciopelado. Cuando ella se dio cuenta de que estaba refiriéndose a que la cita era con su padre, sonrió más todavía y perdió el miedo.

–Vaya, señor Tennent –siguió Daniil mirándole las piernas–, qué piel tan suave tiene.

Ella estaba delante de él y no tenía ningún miedo. Seguía sonriendo.

–Creo que los dos sabemos, señor Zverev…

Ella no pudo seguir cuando miró detenidamente esos gélidos ojos grises que la atravesaban. Pidió disculpas para sus adentros a todas esas mujeres que ella había despreciado alegremente por haber salido con él. Nunca había entendido a las mujeres que podían meterse en la cama con un hombre sin más, pero le costaba atenerse a sus principios en ese momento. Él era tan bello y su mirada era tan intensa y sexy que también habría podido tenerla a ella.

Tuvo que aclararse la garganta para seguir y tuvo que recordar lo que habían dicho para recuperar el hilo.

–Creo que los dos sabemos, señor Zverev, que usted es el lobo feroz.