minibian125.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Secreto amargo, n.º 5534 - febrero 2017

Título original: Di Sione’s Innocent Conquest

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas porHarlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9322-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Matteo di Sione conocía muy bien sus defectos, no necesitaba que nadie se los recordara… otra vez.

Lo había llamado su abuelo Giovanni y conducía con cierto miedo hacia la magnífica residencia de los Di Sione en la Costa Dorada de Long Island. Giovanni, a la muerte de los padres de Matteo, se había hecho cargo de los siete huérfanos que habían dejado su hijo Benito y Anna, la esposa de este. Para él, que entonces solo tenía cinco años, ese lugar se había convertido en su hogar. En ese momento, tenía un ático en Manhattan con unas vistas impresionantes de la ciudad, pero aquel era su hogar. Para bien o para mal, allí era donde, de vez en cuando, se reunía su familia dispersa. En ese momento, daba por supuesto que lo habían llamado para echarle un sermón, otro sermón.

El fin de semana anterior había sido especialmente desenfrenado incluso para su propio criterio, que ya era bastante laxo. La prensa, que esperaba con avidez su caída, había estado atenta. Estaba deseando que un Di Sione se hundiera en el fango y había informado, con regocijo, que el sábado había perdido un millón de dólares en Las Vegas. Naturalmente, lo que no había dicho era que al amanecer ya lo había recuperado y había ganado otros dos. Sin embargo, lo que más le dolía era que un periódico prestigioso había escrito un artículo muy ácido. Esa mañana, cuando llegó a Manhattan en su avión, se montó en el coche que lo esperaba y el titular que había visto había sido el que más podía haber temido.

 

¡La historia se repite!

 

Había una foto suya saliendo del casino sin afeitar y con el pelo cayéndole por encima de los ojos. Estaba evidentemente… bebido y llevaba a una rubia del brazo. Al lado de esa foto había otra tomada hacía unos treinta años, el mismo año de su nacimiento. Benito di Sione salía de un casino sin afeitar, con el mismo pelo moreno cayéndole por encima de los mismo ojos azul oscuro, evidentemente bebido y con la rubia de rigor del brazo, y no era su madre. Él dudaba que su padre hubiese recordado quién era aquella mujer, mientras que él siempre recordaba a sus amantes. La del sábado por la noche se llamaba Lacey y era impresionante.

Adoraba a las mujeres. A las delgadas, a las rollizas y a las intermedias. Tenía cierta debilidad por las recién divorciadas porque había comprobado que estaban deseosas de reavivar la llama apagada del deseo. Siempre dejaba muy claro que solo quería pasarlo bien y nunca estaba con ninguna el tiempo suficiente como para engañarla.

El artículo había repasado los parecidos entre el padre y su hijo menor, los riesgos que corrían, la vida disoluta que llevaban, y había advertido de que él se dirigía hacia el mismo final que su padre, la muerte, el coche estrellado contra una farola y su esposa muerta al lado.

No, no tenía ganas de hablar con su abuelo. Al fin y al cabo, Giovanni le había dicho lo mismo muchas veces. Sin embargo, entró en la finca y miró hacia delante, no se recreó con los espléndidos alrededores porque tenían pocos recuerdos felices. Aun así, era su hogar y, mientras aparcaba el coche y se dirigía hacia la mansión donde se habían criado los hermanos Di Sione, se preguntaba cómo lo recibirían. Llamó con los nudillos a la puerta por mera cortesía, pero, acto seguido, entró con su llave.

—¡Soy Matteo! —exclamó mientras abría la puerta.

Entonces, sonrió cuando vio a Alma, el ama de llaves, subida a una escalera de mano.

—¡Señor Matteo!

Alma no debía de haber oído que había llamado a la puerta porque se sobresaltó un poco. Estaba trabajando en un arreglo floral en el vestíbulo y fue a bajarse de la escalera, pero él le hizo un gesto para que siguiera.

—¿Dónde está él? —le preguntó Matteo.

—En su despacho. ¿Quiere que anuncie al señor Giovanni que está aquí?

—No, iré directamente —Matteo puso los ojos en blanco—. Creo que está esperándome.

Alma le sonrió levemente y a él le pareció una sonrisa de compasión. Naturalmente, ella tenía que haber visto el periódico cuando le llevó el desayuno a Giovanni esa mañana.

—¿Qué tal está? —le preguntó Matteo, como hacía casi siempre.

—Quiere hablar personalmente con usted.

Matteo frunció el ceño por la ambigua respuesta, recorrió el largo pasillo, se detuvo delante de la compacta puerta de caoba, tomó aliento y llamó a la puerta. Su abuelo le dijo que entrara.

—¡Hola! —le saludó Matteo mientras abría la puerta.

No miró a su abuelo, sino al periódico doblado que había encima del escritorio, y dejó las cosas claras mientras cerraba la puerta.

—Ya lo he visto y no necesito un sermón.

—¿Qué sermón te he echado, Matteo? —replicó Giovanni.

Matteo lo miró al oír la voz cansada de su abuelo y se le cayó el alma a los pies. Giovanni no solo estaba pálido, parecía increíblemente frágil. Tenía el pelo blanco como la nieve y sus ojos, siempre azules y resplandecientes, parecían apagados. Entonces, cambió de opinión, ¡sí quería que le echara un sermón! Quería que su abuelo lo hubiese llamado para cantarle las cuarenta, para decirle que tenía que madurar, que tenía que sentar cabeza y olvidarse de una vez de esa vida licenciosa. Sin embargo, tenía la terrible sensación de que le esperaba otra cosa.

—Te he pedido que vinieras para decirte…

Giovanni empezó a hablar, pero Matteo no quería oírlo y, como dominaba el arte de cambiar de conversación, tomo el periódico del escritorio y lo desplegó.

—Se han olvidado de un dato esencial entre todas esas comparaciones. Él tenía responsabilidades.

—Lo sé —replicó Giovanni—, pero tú también tienes responsabilidades. Contigo mismo, Matteo. Estás buscándote problemas. Las compañías que tienes, los riesgos que corres…

—Los corro yo solo —le interrumpió Matteo mientras golpeaba la foto con un dedo—. Mi padre estaba casado y tenía siete hijos cuando murió. Bueno, ¡siete que hubiese reconocido!

—¡Matteo! —exclamó Giovanni. Aquello no estaba saliendo como él quería—. Siéntate.

—¡No! —él no rebatió a su abuelo, sino a sí mismo—. Cuando me comparan con él, omiten intencionadamente que yo no tengo esposa e hijos. Nunca haría que nadie pasase por ese infierno.

Era una decisión que había tomado hacía mucho tiempo. Estaba soltero e iba a quedarse así.

Giovanni miró a su nieto con preocupación. Matteo, carismático y amante de la diversión, no solo se comportaba como su padre algunas veces, también se parecía a él. Tenían los mismos ojos azul marino, la misma nariz recta y hasta el pelo les caía hacia delante de la misma manera. Él, Giovanni, nunca había estado muy unido a su hijo. Tenía sus motivos personales, que no se los había dicho a nadie y que pensaba llevárselos a la tumba. Tras la muerte de Benito y Anna, Matteo, que tenía cinco años y era un calco de su padre, había sido un recuerdo visual absoluto y, en vez de aprender de sus errores, los había repetido. Él había mantenido la distancia con su nieto. Matteo se había desenfrenado y su personalidad incorregible se había descontrolado. Cuando abandonó la universidad, solo después de un año, tuvieron una pelea espantosa. Matteo había dicho que no necesitaba que le enseñaran nada sobre el mundo empresarial, que invertir en el mercado de valores era algo que llevaba en la sangre y que quería crear un fondo de inversión en vez estar en clase. Él le había dicho que era como su padre y que le daba miedo que llevara el mismo camino. Unas acusaciones que Matteo no necesitaba oír, y menos de su abuelo. La había gritado que ya era demasiado tarde para encauzarlo y Matteo se había revuelto.

—¡Jamás lo intentaste! —aquella había sido la única vez que había permitido que alguien vislumbrara el dolor que acarreaba—. ¡Jamás luchaste por mí! Me dejaste que deambulara por esta casa y que hiciese lo que me daba la gana. No hagas ahora como si te importara.

Efectivamente, se habían dicho palabras amargas y la relación todavía tenía aquellas cicatrices.

—Siéntate, Matteo —repitió Giovanni.

Él, alterado por el aspecto de su abuelo y lo que se avecinaba, no se sentó y fue hasta la ventana. Miró la finca que había sido su patio de recreo. Su abuela había muerto antes de que él naciera y Allegra, su hermana mayor, se había ocupado de sus hermanas menores mientras todos sus hermanos mayores estaban en un internado. Él había hecho lo que había querido.

—¿Te acuerdas de cuando vuestros padres todavía vivían y me visitabais de pequeños? —le preguntó Giovanni.

—No pienso en aquellos tiempos —contestó Matteo.

Hacía todo lo que podía para no mirar atrás.

—Eras muy pequeño, claro, y es posible que no te acuerdes.

Recordaba perfectamente la vida antes de que los hermanos Di Sione hubiesen ido a vivir allí. Todavía podía recordar, con una claridad dolorosa, las peleas que podían surgir en cualquier momento y el caos absoluto de aquella existencia. Naturalmente, entonces, no había entendido que había drogas por medio, solo había sabido que su familia vivía en el filo de la navaja, de una navaja muy lujosa.

—Matteo —su abuelo irrumpió en sus pensamientos sombríos—, ¿te acuerdas de cuando te contaba la historia de Las Amantes Perdidas?

—No.

Él se encogió de hombros y desdeñó la conversación. Miró hacia el lago y se fijó en un árbol que era tan alto que se le encogió el estómago solo de acordarse de que trepó por él y se cayó. Una rama amortiguó la caída, si no, probablemente se hubiera matado. Nadie lo había visto ni se había enterado. Alma, el ama de llaves, le había reñido por las manchas de hierba en la ropa y le había preguntado qué había pasado.

—Me tropecé cerca del lago —había contestado él.

Le dolían las costillas y la cabeza y todavía tenía el corazón acelerado, pero no se lo había dicho a Alma, había sido más fácil mentir.

La sensación de la caída todavía lo despertaba, pero no era lo único que recordaba mientras miraba por la ventana. Había otro recuerdo más sombrío que no había contado a nadie y que todavía le producía sudores fríos; cuando suplicaba a su padre que parara, que fuese más despacio, que, por favor, lo llevara a casa. Desde entonces, no había vuelto a demostrar miedo. No llevaba a ninguna parte, si acaso, azuzaba a los demás.

—Tienes que acordarte —insistió Giovanni—. Las Amantes Perdidas…

—No —replicó Matteo sacudiendo la cabeza.

—Entonces, te lo recordaré.

¡Como si quisiera volver a oírlo! Sin embargo, no dijo nada y dejó que el anciano hablara.

—No me preguntes cómo las conseguí porque un anciano tiene que tener secretos —Matteo se quedó de pie e impasible mientras su abuelo empezaba a contar la historia—, pero cuando llegué a América tenía unas alhajas, mis amantes perdidas. No puedes ni siquiera imaginarte lo que significaban para mí, pero tuve que venderlas para sobrevivir. Mis amantes perdidas, el amor de mi vida, les debemos todo… —Giovanni dejó de hablar y miró la tez pálida de su nieto y las mandíbulas apretadas y sin afeitar—. Sí te acuerdas.

—No —Matteo estaba empezando a sentirse molesto—. Te he dicho que no —no soportaba escarbar en el pasado y no estaba dispuesto a hacerlo—. ¿Quieres salir? Podría llevarte de paseo, podríamos ir a tu club y…

—Matteo —le interrumpió Giovanni.

Sabía que estaba intentando cambiar de conversación. Quería mucho a su nieto. Aunque habían tenido diferencias, Matteo seguía yendo mucho por allí y lo sacaba a dar un paseo. Él sabía que, sencillamente, no dejaba que nadie entrara en su caparazón. Sin embargo, tenía que enderezar las cosas mientras pudiera.

—Tengo que decirte algo.

—Vamos, daremos un paseo en coche —insistió Matteo.

No quería estar allí y tampoco quería oír lo que sabía que su abuelo estaba a punto de contarle.

—Estoy muriéndome, Matteo.

Miró a su nieto para ver su reacción, pero Matteo nunca dejaba entrever sus verdaderos sentimientos.

—Todos estamos muriéndonos.

Matteo intentó quitarle hierro a la noticia mientras tenía el corazón desbocado y la cabeza intentaba negar la realidad. No quería mantener esa conversación. No podía soportar la idea de que su abuelo falleciera y que toda la familia se reuniera en otro entierro. Las imágenes de los ataúdes de sus padres seguidos por sus hijos todavía aparecían de vez en cuando en las revistas y estaban siempre presentes en su cabeza. No quería que su abuelo muriera.

—La leucemia ha vuelto.

—¿Y qué pasa con el tratamiento que recibiste? —le preguntó Matteo.

Habían estado a punto de perder a Giovanni hacía diecisiete años. Se había necesitado un donante de médula, pero ninguno de sus nietos era compatible. Entonces, Alessandro, el mayor, había confesado que él sabía que su padre había tenido otro hijo. Habían buscado a Nate y había resultado que sí era compatible.

—No podría Nate…

—Un trasplante es imposible y no estoy seguro de que el tratamiento sirva de algo en esta fase. Según los médicos, podemos esperar que remita un poco, pero la realidad es que me queda un año en el mejor de los casos.

—Ya sabes cuánto desprecio la realidad —replicó Matteo.

—Lo sé —reconoció el anciano con una sonrisa.

Matteo eludía la realidad muchas veces, en casinos, en clubs, en aventuras temerarias. Llevaba su cuerpo, y el fondo de inversiones que había creado, hasta el límite. Cuánto le gustaría retirar todas esas palabras tan hirientes que había dicho y encauzar mejor a ese hombre tan complejo. Si bien había parecidos entre Matteo y su padre, también había diferencias. Matteo tenía una bondad innata que no había tenido Benito, una bondad de la que él, Giovanni, estaba enormemente orgulloso. Además, aunque Matteo era inquieto por naturaleza, en otro sentido era el hombre más paciente que había conocido. Cuando su salud fue deteriorándose y fue perdiendo la fuerza, Matteo fue quien se pasaba por allí y lo sacaba, Matteo era quien se adaptaba a él y dejaba que divagara como acababa de hacer.

—Matteo, quiero que hagas algo por mí. Necesito que hagas algo para que pueda irme contento a la tumba.

Matteo tomó aliento y se preparó para lo inevitable, para el sermón. Estaba seguro de que iba a decirle que sentara la cabeza y que se apaciguara. Por eso, frunció el ceño cuando el anciano habló.

—Quiero que me traigas una de mis amantes perdidas.

Matteo se dio la vuelta, miró a su abuelo y se preguntó si ya habría perdido la cabeza.

—¿Puede saberse de qué estás hablando?

—¡Mi amantes perdidas!

Giovanni abrió uno de los cajones del escritorio y Matteo vio un brillo de emoción en los ojos de su abuelo mientras sacaba una foto y se la daba con una mano temblorosa.

—Este collar es una de mis amantes perdidas.

Matteo miró la foto. Era un collar con esmeraldas y era, sencillamente, precioso.

—¿Es de oro blanco?

—No, de platino.

Las esmeraldas eran increíbles, eran del tamaño de huevos de petirrojo, eran tan preciosas que Matteo pasó los dedos por la imagen de las piedras.

—Creíamos que era un cuento que nos contabas, que eran unas monedas antiguas o algo así.

—Entonces, ¡sí te acuerdas!

Matteo esbozó media sonrisa.

—Sí, me acuerdo de que nos contabas esa historia —dejó escapar un silbido mientras miraba el collar otra vez—. Debe de valer… —normalmente, él lo sabría a simple vista, pero esa vez no tenía ni idea— millones.

—Unos cuantos.

—¿Qué joyero lo hizo?

—Desconocido.

Matteo frunció el ceño porque una joya tan refinada como esa tenía que tener una historia fascinante.

—¿Así fue como empezaste?

Ya podía entenderlo un poco mejor. Di Sione había empezado como un emporio marítimo, pero, en ese momento, su nombre se extendía por todos los sectores. Si Giovanni había vendido piezas como esa, él podía entender cómo había ocurrido, pero ¿cómo era posible que un joven siciliano hubiese llegado a tenerlas? Sin embargo, Giovanni no era muy explicíto a la hora de dar respuestas.

—Solo quiero que me lo encuentres. No sé por dónde empezar. Se lo vendí a un hombre que se llamaba Roche hará unos sesenta años y se ha vendido más veces desde entonces.

Matteo notó que su abuelo estaba alterándose y supo que ese collar significaba algo de verdad para él.

—¿Cómo llegaste a poseerlo?

—No me preguntes como las conseguí porque un anciano tiene que tener secretos —contestó Giovanni.

Matteo esbozó otra media sonrisa y, entonces, aquella historia de otros tiempos tuvo algo más de sentido.

—Matteo, quiero el collar cueste lo que cueste. ¿Puedes encontrarlo y traérmelo?

Él miró a su abuelo. Le encantaría poder abrirse y decirle que significaba algo para él, que entendía lo complicado que habían sido todos esos años para él. Sin embargo, lo único que podía darle a alguien era esa sonrisa esbozada. Su cabeza era una puerta cerrada. Por eso, se limitó a asentir con la cabeza. Podía hacer lo que le pedía.

—Sabes que lo haré.

Giovanni se levantó, fue hasta Matteo y lo abrazó, algo que le gustaría haber hecho más veces hacía años. Su nieto dejó que lo abrazara un momento y se apartó.

—Ahora, vámonos.

—¿Adónde?

—A tu club —contestó Matteo sacando las llaves.

Entonces, cambió de opinión. Su abuelo estaba muriéndose y él no podría conducir. Giovanni llamó a su chófer.

Capítulo 1

 

A Matteo no le gustaba él, aunque tampoco se reflejaba en su expresión. Se sentó en el despacho de Ellison, miró los trofeos de caza que colgaban de las paredes y volvió a mirar a ese hombre.

—¿Acaso parece que necesito el dinero? —preguntó Ellison con una sonrisa arrogante.

Matteo se encogió de hombros porque no quería que el otro hombre se diese cuenta de que le había sorprendido su reacción ante una oferta tan generosa.

No había podido encontrar de qué joyería había salido el collar, pero sí había averiguado que Roche se lo había vendido hacía unos veinte años a Hugo Ellison. Conocía vagamente a Ellison de algunas galas benéficas y sabía que estaba loco por el dinero y el poder. Había estado seguro de que bastaría una generosa donación a su fundación política para conseguir el collar y había acudido a la reunión convencido de que saldría con lo que quería. En ese momento, no estaba tan seguro.

—Fue un regalo para mi difunta esposa —añadió Ellison.

Matteo sabía lo bastante de ese matrimonio como para estar seguro de que Ellison no lloraba todas las noches por su pérdida, pero le siguió el juego.

—Lo siento —Matteo se levantó y le tendió la mano—. He sido muy insensible al preguntarlo, pero gracias por recibirme.

Ellison no le estrechó la mano y, al no dar por terminada la reunión, Matteo supo que tenía la sartén por el mango, que era cuestión de tiempo.

—En realidad, sería una pena tenerlo guardado —Ellison miró a Matteo—. Siéntate, hijo.

Matteo no soportaba que la gente dijese eso. Solo era un intento de ganar la posición dominante, pero él sabía que tenía un as en la manga y se sentó. Ellison sirvió unas bebidas y Matteo pensó que, efectivamente, ese hombre no le gustaba nada.

—¿Por qué te interesa el collar?

—Aprecio la belleza —contestó él.

—Y yo —replicó Ellison con una sonrisa jactanciosa.

Naturalmente, Ellison sabía quién era Matteo. Todo el mundo conocía a los Di Sione y sabía la reputación que tenía Matteo con las mujeres. Efectivamente, Matteo apreciaba la belleza.

—¿No saliste con la princesa…?

—No salgo con nadie —le interrumpió Matteo entre las risas de Ellison.

—Bien dicho. Entonces, ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar?

—¿Cuánto quieres?

—No he dicho cuánto, sino hasta dónde —le corrigió Ellison—. Creo que te gustan los retos.

—Me gustan.

—Además, según lo que he leído de ti, los retos imposibles no te amilanan.

—En absoluto —confirmó Matteo.

En realidad, le apasionaban.

—Mira esto.

Ellison le pidió que se levantara y él se acercó para mirar un retrato de Ellison con su difunta esposa, Anette, y sus dos hijas.

—La tomaron en nuestra gala benéfica hace doce años.

—Tu esposa era una mujer muy hermosa.

Y muy rica, pensó Matteo. Gran parte de la fortuna de Ellison había llegado de la familia de ella y él se preguntó hasta dónde habría llegado la carrera política de Ellison sin los millones de Anette.

—Anette sabía guardar las apariencias —comentó Ellison—. Aquel día, antes de que sacaran la foto, habíamos tenido una pelea tremenda. Ella se había enterado de que me acostaba con mi secretaria, pero nadie lo diría por la foto.

—Es verdad —Matteo miró la cara sonriente de Anette, quien estaba al lado de su esposo—. Nadie lo diría.

La revelación de Ellison no le había sorprendido, le había molestado. Miró a las hijas de Ellison. Las dos eran impecables. Una llevaba un vestido gris y la otra uno beige y, además, ambas llevaban las perlas de rigor. Una llevaba un el pelo perfectamente recogido en un moño alto y la otra… Matteo sonrió levemente mientras miraba con más detenimiento a la hija menor de Ellison. El pelo oscuro y ondulado se rebelaba a pesar de la cinta de terciopelo y su mirada reflejaba rabia. Tenía una sonrisa forzada y parecía como si la mano que tenía su padre sobre uno de sus hombros no fuese una muestra de orgullo, sino un intento de mantenerla en su sitio.

—Esa es Abby.

El suspiro que había dejado escapar Ellison al decir su nombre le había indicado que Abby le amargaba la existencia.

—Mira esta —Ellison pasó a la siguiente foto—. Tuvo que ser… —Ellison rememoró—. Creo que Abby tenía unos cinco años, hace unos veinte años.

Matteo se dio cuenta de que Abby tenía los ojos rojos. En realidad, eran de un verde resplandeciente, pero, evidentemente, había estado llorando.

—No conseguimos que se pusiera un vestido para la foto hasta que le regalamos un coche de juguete. Ya entonces estaba obsesionada con los coches.