bian1460.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Helen Brooks

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atrapada en Navidad, n.º 1460 - marzo 2018

Título original: Christmas at His Command

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-741-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Oh, no, por favor, no me hagas esto! –Marigold cerró los ojos y los volvió a abrir, frente a los mandos del coche–. ¿Qué me haces, Myrtle? ¡Estamos a kilómetros de cualquier sitio y el tiempo está horrible! ¡No puedes tener un berrinche ahora! ¡No te enfades porque te haya llamado gruñona!

El viejo coche ni siquiera tosió como respuesta. Al contrario, sus ruedas parecieron hundirse más en la nieve que cubría la carretera. El viejo motor llevaba media hora renqueando y acababa de pararse por completo.

Marigold miró la nieve de la luna delantera. Se haría de noche en una hora. ¡y allí estaba ella, atrapada en un lugar desconocido! No se podía quedar en el coche. Se congelaría si no aparecía nadie, y desde hacía un rato no veía ni una casa, ni ningún otro sitio que indicase vida humana.

Extendió la mano y agarró del salpicadero el papel con las indicaciones para llegar a Sugar Cottage, preguntándose si habría tomado mal alguna desviación. Pero no, no era así. Emma le había advertido que la cabaña estaba apartada, algo que había sido un atractivo para ella, que quería aislarse del mundo.

Volvió a mirar las indicaciones. Frunció el ceño al ver cuánto trayecto le quedaba aún por recorrer por el campo. El último edificio que había visto había sido aquel viejo bar que había pasado a unos quince kilómetros de allí. Luego había conducido unos tres kilómetros más antes de salirse de la carretera principal y adentrarse en el campo, y unos kilómetros por aquel camino rural tan malo. ¿Estaría muy lejos de Sugar Cottage? Fuese como fuese, no le quedaba más remedio que empezar a caminar.

Suspiró y miró el asiento de atrás. Sus botas de agua y su chubasquero casi hasta los pies, estaban en su vieja mochila de la universidad. También había puesto una linterna cuando Emma le había dicho lo aislada y alejada que estaba la cabaña del camino. Emma había mostrado preocupación por los problemas del suministro eléctrico, algo frecuente en invierno, al parecer. Y además, podría hacerle falta para llegar al coche desde la casa, había pensado. Pero ambas habían supuesto que encontraría la cabaña.

Había una mansión al otro lado del valle, le había dicho Emma, pero básicamente, la pequeña cabaña de Shropshire, que en la última primavera había heredado de su abuela , estaba lo suficientemente apartada como para sentirse aislada del mundo. Y eso, se dijo poniéndose el abrigo y el chubasquero, valía una tormenta de nieve. La cabaña no tenía teléfono ni televisión, le había dicho Emma cuando se la había ofrecido para navidad. ¡Su abuela se había opuesto a que entrasen en su casa esos inventos modernos! La mujer había criado pollos, y había horneado su pan, y después de morir su marido, se había quedado sola en la casa hasta que había muerto, durmiendo pacíficamente, a los noventa y un años de edad.

Con las botas de lluvia puestas y el chubasquero, Marigold vació la mochila y volvió a llenarla con unas pocas provisiones. Tendría que dejar la maleta y todo lo demás por el momento, se lamentó. Si era capaz de llegar a la cabaña esa noche, al día siguiente se ocuparía de todo lo demás. Era una pena que se hubiera dejado olvidado su teléfono móvil en su apartamento de Londres, pero se había dado cuenta de ello cuando ya había hecho tres cuartas partes del camino.

Antes de salir del coche, se metió en el bolsillo el papel de las indicaciones para llegar a la cabaña. Salió del vehículo y cerró la puerta con llave.

Encontrar la cabaña en medio de una tormenta de nieve no era nada comparado con lo que había vivido en los últimos meses, pensó. Y, al menos, sería una navidad distinta, muy diferente de la que había planeado con Dean. Seguramente, Tamara y él se estarían bronceando en las playas del Caribe en aquel momento, un viaje que ella misma había elegido con Dean, cuando todavía estaban juntos. Todavía no podía creer que Dean estuviera haciendo con Tamara el viaje que tendría que haber sido la luna de miel de ambos. Además de todas las mentiras y engaños, esa había sido su última traición.

Hubiera querido ir a estrangularlo al enterarse, pero se había reprimido. Desde que habían tenido aquella acalorada discusión en que ella se había enterado de la existencia de la otra mujer, le había dicho lo que pensaba de él y le había tirado el anillo de compromiso a la cara, había mantenido una actitud fría y digna.

Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordarlo. Pero decidió no volver a llorar. Lo había decidido hacía un par de semanas y no lo haría.

No quería saber nada del sexo opuesto, y si Emma ponía a la venta la cabaña en el nuevo año, tal vez le hiciera una oferta.

Marigold empezó a caminar, perdida en sus pensamientos, apenas consciente de los copos de nieve que caían. Desde la ruptura con Dean, al final del verano, estaba pensando que necesitaba un cambio de vida.

Había nacido y crecido en Londres. Allí había ido a la universidad, donde había conocido a Dean, en su último año de Arte y Diseño. Cuando había terminado la carrera, había encontrado un buen trabajo en una pequeña empresa que se especializaba en diseño gráfico. Al principio se había dedicado a los pósters, sobre todo, y a trabajos similares. Luego, cuando la empresa había diversificado su negocio con todo tipo de tarjetas de felicitaciones, le habían encargado a ella la nueva aventura. Dean le había propuesto casarse hacía un año, por lo que ella había pensado que su futuro estaba completamente decidido. Hasta que Tamara Jaimeson había aparecido en escena.

Ahora fantaseaba con poner un pequeño estudio en algún sitio, donde pudiera trabajar como freelance para su actual empresa. Lo hablado con ellos, y estaban de acuerdo. Luego intentaría trabajar para otras empresas.

–¡Ay! –exclamó Marigold.

Como si el pensamiento en la otra mujer hubiera conjurado al demonio, Marigold se resbaló en un bache, y se cayó. Cuando intentó levantarse, se torció el tobillo, olvidándose por completo de lo que estaba pensando.

Había caminado con dolor durante diez minutos cuando oyó el ruido del motor de un coche. Todavía había luz, pero no obstante buscó su linterna, y se hizo a un lado en la carretera. No podía dejar escapar aquel coche.

El todoterreno cortaba la nieve con la nobleza que le correspondía, contrastando con su pobre Myrtle. Su conductor la vio y empezó a frenar incluso antes de que ella agitase la mano y encendiera la linterna.

–¡Oh, gracias, gracias! –exclamó Marigold; casi se volvió a caer mientras caminaba torpemente hacia la ventanilla abierta del conductor–. Se me ha roto el coche, y no sé cuánto camino me queda… Además, me he caído y me he torcido un tobillo…

–De acuerdo. ¡Cálmese!

No fue el tono frío de su voz lo que detuvo a Marigold, sino la imagen de aquel enorme hombre moreno sentado detrás del volante. Era apuesto, aunque con un estilo duro y desaliñado, pero fueron sus ojos grises los que la dejaron sin habla.

–Supongo que ese es su coche, así que no puede ir más que a Sugar Cottage…

–¿Sí? –Marigold lo miró, sorprendida–. ¿Por qué?

–Porque es la única otra casa en el valle, aparte de la mía –contestó él–. Así que debe de ser Emma Jones, la nieta de Maggie…

–Yo… –intentó hablar Marigold.

–Me dijeron que vino una vez a ver la cabaña, cuando yo estaba fuera. Lamento no haberla visto entonces.

Sus palabras parecían amistosas, pero el tono de voz, hostil. Siguió hablando:

–Yo me prometí después de aquella ocasión que si alguna vez tenía la oportunidad de…

–Mire, ¿señor…?

–Moreau –contestó con voz de hielo.

–Mire, señor Moreau, creo que tengo que explicarle…

–¿Explicar? ¿Explicar qué? ¿La razón por la que a ninguno de su familia, incluida usted, le pareció apropiado visitar a una anciana en los últimos meses antes de su muerte? ¿Se suponía que le alcanzaba con una o dos cartas al año, y una llamada a la tienda del pueblo que le suministraba comestibles todas las semanas? Los mensajes nunca pueden compararse con las visitas, señorita Jones. ¡Oh! Sé que Maggie podía llegar a ser una persona difícil, recalcitrante y obstinada a veces, pero, ¿es que ninguno de ustedes fue capaz de darse cuenta que detrás de esos rasgos se escondía un espíritu independiente y orgulloso? Era una anciana. ¡Noventa y dos años! ¿Ninguno de ustedes tuvo la sensibilidad suficiente como para darse cuenta de que detrás de su terquedad pedía a gritos que la quisieran?

–Señor Moreau…

–Pero era más sencillo y más fácil tacharla de inaguantable –dijo el hombre, furioso–. De ese modo todos ustedes podían seguir con su cómoda vida, con la conciencia tranquila.

Marigold empezó a enfadarse, no solo porque aquel hombre arrogante no le dejaba decir una sola palabra, sino porque no la dejaba explicarle quién era.

–No comprende. Yo no soy…

–¿Responsable? –la interrumpió mirándola implacablemente–. Es una buena excusa para no hacerse cargo de la situación, señorita Jones. Ahora puede venir con ese aire de mujer indefensa en esta situación, pero no me engaña. Mientras, se está planteando cuánto puede sacar por la venta de la casa de su abuela, una casa por la que la pobre mujer luchó con uñas y dientes. Podría pensar en la sangre, el sudor y las lágrimas que supuso para su abuela quedarse aquí toda su vida. Porque hubo lágrimas, se lo puedo asegurar. Causadas por usted y por el resto de su familia.

–¡No tiene ningún derecho a hablarme así! –exclamó Marigold, a punto de pegarle ya.

–¿No? –preguntó él con una voz más suave, pero con un tono más profundo y turbador que el de dureza que había empleado antes–. ¿Entonces no quiere vender el orgullo y la alegría de Maggie? ¿El hogar por el que luchó tanto?

Marigold abrió la boca para contestar, pero entonces se dio cuenta de que eso era exactamente lo que Emma estaba planeando hacer.

–¿Cómo puede alguien como usted tener la misma sangre que esa valiente mujer? Le diré una cosa: usted y el resto de su familia no le llegan ni a la suela de los zapatos.

Marigold lo miró por entre los copos de nieve. Estaba a punto de decirle que no tenía la misma sangre, que de hecho, no tenía ningún parentesco con la abuela de Emma, pero entonces decidió que pensara lo que quisiera. ¡Era un tipo arrogante! Prefería pasar toda la noche a la intemperie que aceptar la ayuda de aquel hombre o explicarle que era todo un malentendido. El individuo era un chulo, fueran cuales fueran los hechos que había detrás de lo que decía. Él sabía que ella había tenido que abandonar su coche y que se había hecho daño en el tobillo, no obstante, estaba decidido a soltarle un sermón. Bueno, no pensaba explicarle nada. Podía marcharse en su estupendo coche si quería.

–¿Se ha quedado sin palabras, señorita Jones? –le preguntó él.

–En absoluto –Marigold se irguió–. Lo que me estaba preguntando era si valía la pena gastar saliva en contestar a un individuo tan desagradable como usted, simplemente.

–¿De verdad? –sonrió el hombre afectadamente–. ¿Y qué ha decidido?

Ella lo miró un momento con los ojos encendidos de rabia, y luego se dio la vuelta y siguió caminando por la carretera, tratando de no cojear, a pesar del dolor de su tobillo, que parecía haber aumentado después de haberlo dejado descansar un momento.

Oyó el motor del coche, y pensó que el extraño saldría a toda prisa salpicando nieve en todas direcciones, y al ver que el vehículo avanzaba a su lado, manteniendo su paso, Marigold se mordió el labio, pero no quitó sus ojos del paisaje que tenía frente a ella.

–Dice que se ha caído y se ha torcido el tobillo… –dijo el hombre.

Ella lo ignoró y reprimió sus lágrimas de autocompasión.

–Suba –siguió el extraño.

Marigold no le hizo caso.

–Señorita Jones, le diré que tiene usted mucha suerte de que justamente hoy tuviera una cita y me viese obligado a salir esta mañana. No hay ninguna posibilidad de que aparezca otra persona por esta carretera y la cabaña está al menos a un kilómetro y medio de aquí. ¿Necesita que le diga algo más?

–Piérdase –dijo ella entre dientes.

Hubo un momento de silencio, y luego él siguió diciendo:

–De los dos, me parece que es usted quien tiene más posibilidades de perderse, diría yo –agregó con un tono algo divertido–. Suba al coche, señorita Jones. Supongo que es desagradable que le digan la verdad toda de golpe, pero creo que es lo suficientemente mayor y fuerte como para soportarla.

–Preferiría morirme congelada que aceptar que usted me lleve –Marigold giró la cara un segundo y se encontró con sus ojos de plata.

–No sea ridícula.

–Bueno, ya tiene algo más que agregar a su lista de insultos, ¿no?

–Suba al coche.

Marigold estaba indignada. Al parecer, aquel desgraciado se creía que podía ordenarle cosas. Le daba igual que la hubiera confundido con Emma, que ella no supiera los detalles del asunto familiar del que él le hablaba, pero había visto que ella necesitaba ayuda, y la había dejado allí, de pie en la nieve, aguantando un sermón.

No pensaba aceptar su ayuda bajo ningún concepto.

–No me obligue a que la haga entrar al coche.

–¿Y cree que podría hacerlo?

–¡Oh, sí!

Marigold estaba furiosa.

–Su abuela era una mujer extraordinaria.

Marigold lo ignoró por completo.

–Es por ella por lo que no dejaré que se muera congelada, aunque se lo merezca. Usted es la nieta de su único hijo…

–¿Cómo se atreve? –ella lo miró con ojos asesinos.

Él la miró un momento. Luego suspiró, irritado, antes de salir del vehículo bruscamente.

La tomó por sorpresa, y en un segundo la alzó en brazos como si no pesara nada.

–¿A qué está jugando? ¡Bájeme inmediatamente! –exclamó ella, furiosa, tratando de soltarse.

–Quédese quieta –respondió él, impacientemente.

Rodeó el vehículo y la dejó en el asiento de atrás del coche. Ella intentó salir inmediatamente, haciéndose daño en el pie herido, por lo que gritó de dolor.

–Señorita Jones. Tengo una soga en la parte de atrás del coche, y le aseguro que no me importará atarla para que se quede quieta, ¿de acuerdo? –dijo él, tensamente–. Se quedará sentada ahí hasta que lleguemos a la cabaña de Maggie. Entonces, en lo que a mí respecta, habré cumplido con mi deber, y me habré deshecho de usted al mismo tiempo.

–¡Es usted despreciable! –fue lo único que Marigold atinó a contestar.

Aquel hombre debía de medir un metro noventa, y su complexión fuerte y musculosa la había convencido de que no podría oponerse a él. Además, tenía algo que lo hacía agresivamente atractivo.

Tenía la cara bronceada, las cejas oscuras, el cabello negro cayéndole sobre la frente. Era… Bueno, era realmente impresionante, pensó Marigold, después de que él hubiera cerrado la puerta.

Marigold lo observó caminar rodeando el coche, antes de sentarse al volante.

–¿Ha pedido que le lleven la comida y la gasolina a la cabaña?

No, porque Emma no le había dicho nada cuando le había ofrecido la cabaña después de oírle decir que no le apetecía nada pasar las navidades con la familia. Solía haber mucha gente en su casa para esas fechas. Pero en vista de su compromiso roto y la cancelación de su boda, la idea no le gustaba. Seguramente, a hurtadillas, se compadecerían de ella.

–¿Por qué no les dices que tienes la oportunidad de ir a una cabaña donde hay chimenea y esas cosas típicas de navidad? –le había sugerido Emma, después de ofrecerle la cabaña, cuando ella le había dicho que sus padres esperaban que pasara las Navidades con ellos–. Comprendo que no les guste la idea de que estés sola en tu piso, pero si les dices que vas a estar fuera con una amiga… De todos modos, yo pienso ir un par de días para hacer una lista de muebles y otras cosas de la casa. Así que no será totalmente una mentira –había agregado Emma.

–No, no he pedido nada de eso –respondió Marigold a Moreau.

–¿Y cuánto hace que se utilizó la cabaña por última vez?

–Recientemente.

–¿Recientemente se refiere a meses o semanas? –insistió él.

Ella le habría dicho que se metiera en sus asuntos, pero en vista de las actuales circunstancias, le pareció inapropiado. Recordaba que Emma había dicho que la cabaña podría estar un poco fría y húmeda en invierno, porque solo había estado en los meses más cálidos.

–Meses.