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Edmundo Paz Soldán

 

 

Desencuentros

 

 

 

 

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Edmundo Paz Soldán, Desencuentros

Primera edición digital: mayo de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-630-6

 

© Edmundo Paz Soldán, 2018

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

 

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Colección Voces / Literatura 259

 

 

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A la mayor parte de mi todo: mis padres, Raúl y Lucy;
mis hermanos, Patzy, Marcelo y Roxana





«I’m a writer», Wade said.
«I’m supposed to understand what makes people tick.
I don’t understand one damn thing about anybody».

 

Raymond Chandler, The Long Goodbye

Las máscaras de la nada

Primera parte

La madre

 

Allá están ellos: desde aquí no puedo distinguir con claridad sus facciones. Tal vez alguno esté dibujando una sonrisa, tal vez alguno tenga su mirada fija en mi mirada. Nunca sabré qué están pensando ahora, por donde divaga su imaginación en este instante sin prisa.

La tarde se apaga en el horizonte, el cielo sin el azul que conocí en otros días. Recuerdo a mi madre y sus consejos, tan distantes y a la vez tan cercanos; recuerdo también sus presagios, de los cuales siempre me burlé: entonces yo no era el que soy ahora. Ella, quizá adivinaba al que yo sería.

Alguien profiere una orden y ellos disparan. Siento finos dardos clavándose en mi pecho, dilacerando mis carnes, disipando mi vida. Mis manos amarradas se crispan, mi cuerpo resbala exánime junto al poste.

El día sigue su curso y poco a poco me olvida.

La fuga

 

El 8 de junio de 1987, a las cuatro y cuarto de la tarde, en el penal de San Sebastián, Cochabamba, Bolivia, se produjo la fuga de Remigio Pedraza, oficial de guardia.

Veintisiete de abril

 

Era el cumpleaños de Pablo Andrés y decidí obsequiarle la cabeza de Daniel, perfumada y envuelta con elegancia en lustroso papel café. Supuse que le agradaría porque, como casi todo buen hermano menor, odiaba a Daniel y no soportaba ni sus ínfulas ni sus cotidianos reproches.

Sin embargo, apenas tuvo entre sus manos mi regalo, Pablo Andrés se sobresaltó, comenzó a temblar y a sollozar preso de un ataque de histeria. La fiesta se suspendió, los invitados nos quedamos sin probar la torta, alguien dijo son cosas de niños, y yo pasé la tarde encerrado en mi dormitorio, castigado y sintiéndome incomprendido.

Un domingo perfecto

 

Tres autos bomba estallaron en Madrid, dejando un saldo de catorce personas muertas y nueve heridas.

En Perú, el grupo terrorista «Sendero Luminoso» intensificó sus acciones de violencia, que ya han provocado 16 000 muertos desde su aparición en 1980.

Ante la perspectiva de un acuerdo este-oeste para retirar de Europa los misiles de corto y mediano alcance, los ministros de defensa de la OTAN acordaron perfeccionar e incrementar las fuerzas y armamentos convencionales.

Tropas de Sri Lanka irrumpieron en los bastiones separatistas tamiles de Jaffna y Uduppiddy, provocando más de mil bajas en la población.

Una multitud asistió a las exequias del premier libanés asesinado, Rashid Karami. La OMS informó que el SIDA ya ha alcanzado proporciones pandémicas, que son 50 571 los casos oficialmente registrados y que la enfermedad se ha detectado en ciento once países, siendo Estados Unidos el poseedor del 69.5% del total mundial.

Las potencias industrializadas de Occidente y Japón anunciaron, al término de la Cumbre de Venecia, menores perspectivas de crecimiento para las naciones endeudadas del sur, precios en baja de sus materias primas y mermas en sus posibilidades de hacer frente a la deuda que las acosa, pero les ofrecieron solo una reiteración del plan Baker y algunas medidas adicionales de escasa importancia.

Gustavo Urquidi dejó el periódico a un lado de la cama y deslizó su mirada por los amplios ventanales de su habitación. El cielo estaba completamente despejado. Era un domingo perfecto. Sonrió: podría ir al fútbol con su abuelo y luego, al anochecer, visitaría a Cecilia. Pasaría un agradable momento con ella, conversando y escuchando música.

La transformación

 

Empuñó el instrumento con precisión, observó nuevamente aquel temeroso semblante, apretó los labios y, poco a poco, su brazo trazó un arco en el aire hasta que la hoja afilada rasgó aquella piel morena, blanda como un jabón. Observó la hendidura, la sangre escurriéndose en hilillos viscosos, y contuvo una exclamación. «Me estoy volviendo hombre –pensó–. Me estoy volviendo hombre».

Después de algunos segundos de duda, repitió la operación: el brazo volvió a describir en el aire una línea curvada, la hoja de acero volvió a hendir con violencia aquella carne irritada, ardorosa como una lengua de fuego. Observó aquellas facciones laceradas por el dolor, aquella mirada incolora y nerviosa, y sintió que lo peor había pasado. «Por fin lo hice –pensó–. Me estoy volviendo hombre».

Escuchó un rumor de bisagras enmohecidas, dirigió la mirada hacia la puerta y encontró la delgada y furiosa silueta de su padre, las palabras que sumergían su cuerpo en un pozo sin fondo; entonces, olvidando el dolor y con la vergüenza adherida a su piel como un emplasto humillante, dejó caer la máquina de afeitar.

La familia

 

–¡Soy inocente, yo no maté a mi padre! –exclamó mi hermano, desesperado, apenas escuchó la sentencia. Me acerqué a él, intenté infundirle ánimo, le dije que yo le creía (y era verdad: tenía la certeza de que no mentía), pero mis palabras eran vanas: su nuevo destino estaba sellado. Apoyó su cabeza en mi pecho, lloró.

Fui a visitarlo todos los sábados por la tarde, durante veintisiete años, hasta que falleció. En el velorio, al mirar su precario ataúd desprovisto de coronas y recordatorios, sentí por primera vez el peso amargo del remordimiento.

El encargo

 

Solicitaron sus servicios para eliminar a una persona por quien sentía un aprecio particular. Enfundado en su vasto silencio y esbozando un leve gesto de duda, recibió el adelanto convenido. Como siempre, no preguntó los porqués, aunque esta vez le hubiera gustado hacerlo.

Por la noche, fue a un sórdido bar a tres cuadras de su departamento. Allá se encontró con Carlos, un amigo lo suficientemente lejano como para desconocer su oficio. Bebió, conversó, cantó con él hasta rayar el alba; antes de despedirse brindó por la salud de su víctima, y luego, sin explicaciones para Carlos, lloró.

Despertó al mediodía en la penumbra de su habitación, sumergido en su camastro con las ropas aún puestas y el crepitar de un incendio en la cabeza. Una ducha con agua helada lo reanimó por completo. Se despidió de Mariel, su esposa, y fue a cumplir el encargo.

Trató de disipar los vestigios de escrúpulo que aún le sobrevenían; luego, los ojos entrecerrados por la angustia, disparó. Al ver el rostro desencajado de su víctima, las comisuras de sus labios se contrajeron en desgarrada mueca de impotencia: yacía frente al espejo del baño, exánime. Mariel se había convertido en una hermosa y joven viuda.

Las líneas

 

Cuando las primeras luces del día comienzan a atravesar las ventanas de su atelier, Federico, sin sueño aún, constata que solo le faltan tres líneas para finalizar. Tres líneas blancas y luego podrá dormir en el camastro plagado de cuadros y botellas vacías. Una línea blanca sobre la mesa gris, una línea blanca en diagonal sobre uno de los mosaicos azules, y la última, la más difícil, dividiendo en dos la mancha negra del veneno para ratas.

Federico piensa que, después de todo, ha sido una noche provechosa: Karina se había ido a las tres y media, luego de posar cinco horas para él; quiso quedarse a dormir pero él resistió a la tentación: necesitaba, antes de la llegada del día, algunas horas en soledad. Y piensa que esas horas no han sido vanas: como todas las madrugadas en el atelier, se ha encontrado a sí mismo.

Antes de iniciar el final, Federico toma un vaso de vodka y recuerda a Van Gogh: Ah, Van Gogh. Algún día. Luego, se sube a la mesa gris, se inclina sobre ella y comienza a aspirar la primera línea blanca.

Desapariciones

 

Cuando llegó a su departamento, una nota lo enteró de que su mujer se había marchado con sus dos hijos. Pensó: por ella no me preocupo, no faltará quién la ayude. Y por ellos, tampoco: ya saben todo lo que tienen que saber.

Después, cuando no halló sus ahorros acumulados en veintinueve tenaces, pacientes años, pensó en suicidarse. No encontró su revólver. Ella lo necesitará más que yo, pensó. Decidió arrojarse del balcón. Pero el balcón había, también, desaparecido, y con él la calle y los autos que iban y venían, la gente que cruzaba las aceras y los otros edificios y el cielo que a veces era de un azul vibrante y otras de tormenta.

Decidió no hacerse de tantos problemas y encendió el televisor.

Lógica

 

Alguien ha disparado: el eco del pistoletazo aún resuena en mis oídos: alguien ha recibido un disparo: los gritos de sorpresa y dolor aún perduran en mí.

Yo no he sido el que ha disparado. Yo no he sido el que ha recibido el disparo.

Ergo: no ha sucedido nada.

La fe y las montañas

 

El domingo por la tarde, el Tunari se desplazó algunos kilómetros hacia el sur y el San Pedro se acercó, lenta pero perceptiblemente, hacia el centro de la ciudad, ambos levantando inmensas cortinas de polvo que impidieron la visibilidad por el resto del día. De nada sirvió. El lunes a la madrugada, mi madre murió.

Historia de Adolfo

 

De los casos más extravagantes de desdoblamiento de la personalidad que conozco, citaré el de Adolfo Molinari, citado a su vez por Antonio Paredes Candia en su décimo tomo de Tradiciones y Leyendas de Bolivia, página 426. Sucedió en Cochabamba, a fines del siglo pasado.

Adolfo se casó a los veintisiete años. Un año después, simultáneamente, se convirtió en viudo y padre de un niño de penetrantes ojos claros. Hasta los cincuenta y ocho años llevó una tediosa vida de funcionario público (se especula que esa habría sido la causa que originó su mal) y luego, de improviso, renunció a su trabajo y no se lo vio más: trancó las puertas y ventanas de su casa y no volvió a salir de ella. Aunque muchos dudaban, otros lo sabían recluido entre aquellas cuatro paredes, silencioso, presente de algún modo en la vida sin matices de fin de siglo.

Tres años después, su hijo, que había llevado una vida errante, apareció muerto en la colina más alta de la ciudad, crucificado. Los buscadores del culpable llegaron a su casa y, ante la ausencia de respuesta, forzaron la puerta. No lo hallaron (y no lo hallarían, y nadie más volvería a verlo, aunque algunos dicen que no ha muerto, que está aquí todavía); encontraron, en cambio, algunos objetos extraños, y guiándose por anotaciones en un papel arrugado que quizá servía de ayudamemoria, descifraron sus usos: una brújula desvencijada para «agitarla tres veces y producir tormentas, cuatro veces para terremotos», un martillo para «introducirlo en un balde y lograr sequías, colocarlo bajo la cama para iniciar guerras, ponerlo sobre un armario para finalizar guerras», un dardo de hierro oxidado para «arrojarlo a la pared y conseguir hambrunas, al techo para deponer presidentes, dormir con él para iniciar democracias», un vaso de porcelana para «tomar agua de él y hacer aumentar la burocracia, alcohol puro para la creación de fascismos, ron para impedir intervenciones norteamericanas y soviéticas, whisky para aumentar el deseo de los hombres por las mujeres de sus prójimos», y así, sucesivamente, con sesenta y siete objetos más.

Encontraron, también, un evangelio inconcluso del cual, casi un siglo después, las comisiones encargadas de la verificación de su autenticidad o falsedad no han emitido opinión alguna.

La partida

 

Febriles, ardorosos, los ajedrecistas se obstinan en una batalla sin tregua, plagada de estallidos de sangre y, a veces, de sutilezas. El que lleva las fichas blancas posee la iniciativa, domina el centro y las columnas claves, manipula los hilos del enfrentamiento. El otro, el de las fichas negras, sabe desde la tercera o cuarta jugada la inexorable derrota; sin embargo, juega con visible placer: faltan muchas horas para la inclinación de su rey. Acaso en el tiempo que le resta descubra, viva algunas jugadas hermosas, acaso algunas combinaciones lo exalten, acaso descifre alguna de las infinitas, imprevisibles claves del juego.

Último deseo

 

–¿Cuál es tu último deseo? –preguntó el oficial.

–No quiero morir.

–Concedido –dijo el oficial–. Suelten al prisionero.

Las cartas perdidas

 

Soy el encargado de correos del país de las cartas perdidas. Aquí llegan cartas de Bangkok, Ulan Bator, Tarija, Morazán, Nairobi. Antes, las leía casi todas. Me entretenían, me ayudaban a vencer el hastío.

Ahora, ya no. Todas, en el fondo, dicen lo mismo, disfrazan con palabras diferentes, nombres diferentes, lugares diferentes, las mismas situaciones, los mismos hechos. Aburren.

La fiesta

 

Llegaste a tu casa a las tres de la madrugada y te encontraste con una fiesta de disfraces. Tú no la habías organizado y no sabías quién podía haberlo hecho porque vivías solo, así que te apoderaste de un sentimiento de extrañeza y con él te dirigiste, sucesivamente, a un arlequín, a una prostituta de maquillaje excesivo, a un pirata con un loro en el hombro derecho. Nadie te dio razones, nadie parecía conocerte. Creíste que lo mejor era dormir para así poder despertar y comenzar de nuevo, pero en tu cama dos payasos hacían el amor. El cuarto de invitados estaba cerrado por dentro, del baño salían febriles gemidos, en la sala de estar parejas semidesnudas se emborrachaban: no tenías dónde ir. Abriste una botella de cerveza y decidiste participar en la fiesta. Bailaste, besaste, te besaron.

Se fueron aproximadamente a las seis. Ninguno se despidió de ti. Te dirigiste a tu cama pero no pudiste llegar a ella: exhausto, te desplomaste en el pasillo y te quedaste a dormir allí, enredado en serpentinas, un vaso vacío en la mano.

Retrato de mujer mirando a la bandera

 

Ella estaba sentada, cruzando el pasillo, en la misma fila en la que yo me hallaba, con el rostro hacia la ventana, la mirada fija en una descolorida bandera de Bolivia, un trapo sucio y viejo azotado tenazmente por el viento. Dudé antes de hacerlo, pero el viaje prometía aburrimiento de modo que me acerqué a ella y me senté en el asiento de al lado. Ella percibió mi presencia pero no dejó de mirar a la bandera.

–Interesante vista –dije.

–Me recuerda a mi esposo –dijo–. Murió en la guerra del Pacífico, defendiendo a la patria.

La guerra del Pacífico ocurrió hace ciento nueve años, y ella no aparentaba más de veinte. Es muy probable que no quiera conversar conmigo, pensé.

–Las guerras son trágicas –dije; ¿qué más podía decirle? Todas las frases que me cercaban eran diferentes versiones de la misma falta de originalidad.

–Lo sé. También en una de ellas perdí a mi hermano. En la guerra del Chaco.

Sonreí y me di por vencido. La guerra del Chaco había finalizado hace cuarenta y tres años.

–Bueno –dije, incorporándome–. Me llamo Rodolfo. Soy su compañero de viaje y estoy sentado al otro lado del pasillo.

Ella me miró por primera vez.

–Rodolfo… –susurró, sorprendida–; el nombre de mi esposo. Rodolfo…

Su voz poseía todas las cualidades de la tristeza, su rostro carecía de mentiras; enfrenté su mirada por un momento, sin saber qué decirle, y luego hice un gesto que denunciaba comprensión y volví a mi asiento.

Cuando el tren comenzó a moverse, mis ojos la buscaron y encontraron su cuello pálido girando desesperadamente en la fría mañana de invierno. Adiviné su mirada aún no desprendida de la bandera, del trapo sucio y viejo azotado tenazmente por el viento.

Mi hermano y yo

 

Hace más de tres horas que estamos esperando que el semáforo cambie de rojo a verde y nos permita el paso. Entretanto, una fila sinfín se ha ido formando detrás de nosotros. Yo ya he perdido la paciencia pero evito comentarios o sugerencias: sé que no me va a escuchar, que su ridículo apego a la ley le va a impedir cruzar el semáforo por más que le diga que lo más probable es que se haya arruinado. Y sé que no querrá dejar su auto aquí, su más valiosa posesión.

Podría irme y abandonarlo, pero no conozco esta ciudad y me perdería sin demora. Podría llamar al servicio de reparaciones desde el teléfono público de la esquina, y así obtener una posibilidad de acortar la espera, pero por alguna extraña razón prefiero que a alguno de la fila se le ocurra la misma idea y lo haga.

Los dos nos hallamos en silencio: yo no sé de qué hablarle, imagino que a él le sucede lo mismo. Siempre ha sido así. El casete de U2 ya lo he escuchado cuatro veces.

Trato de distraerme pensando en Cira. Qué estará haciendo, qué estará soñando, si se acordará de mí.

La espera

 

Como todos los domingos, mi padre me dijo que iría a pescar y regresaría al atardecer y yo le creí; mi madre me dijo que iría a visitar a mi abuela y yo le creí; mi hermana habló de una excursión al Tunari con su novio y tampoco dudé.

Han pasado cuatro años y empiezo a sospechar que no volverán. Me he quedado sin teléfono y sin electricidad, imagino que por falta de pago, y no me gusta leer. Mis provisiones se han agotado y cada vez me es más difícil encontrar ratones o gusanos. Y tampoco puedo salir de esta casa: me es intolerable la idea de que en el momento en que lo haga ellos regresen y volvamos a desencontrarnos. Así que me dedico a esperar sin hacer nada de la mejor manera posible.

Un pasatiempo sin sentido

 

Es curioso que después de vivir juntos durante más de seis años él siga preguntándome mi nombre con inusitada frecuencia. Puedo buscar razones, pensar en la versión opuesta de Ireneo Funes, sospechar un atroz descuido hacia mis respuestas, hacia todo lo que yo le digo (porque, lo he comprendido, no solo olvida mi nombre) cuando nos encontramos en el almuerzo, en la cena, a veces en el desayuno: nada de eso evitará la molestia, el pertinaz desdén con que le responderé.

A veces razono que lo mejor es acabar con esta farsa, liberarme de su desinterés. Pero luego recuerdo que es mi único amigo y me resigno a no perderlo. Al menos me he prometido, para no hastiarme de mis respuestas, a manera de secreta venganza, de pasatiempo sin sentido, no responderle dos veces con el mismo nombre.

Sé, sin embargo, que esta situación es temporal: algún día agotaré los nombres que conozco y deberé elegir entre romper mi promesa o perder su amistad. Sé, también, que preferiré la soledad a ser infiel a mí mismo. Todo lo sé, lo sé muy bien, pero no puedo eludir el miedo a la llegada de aquel día. Por eso, como desesperado recurso, como solución tampoco definitiva, he dejado mi trabajo para dedicarme por completo a la búsqueda, a la recolección de nuevos nombres que me permitan atrasar el ineludible final.

Apogeo y decadencia del teatro

 

En esa época el teatro se había vuelto tan popular que todos actuaban en todas partes, sin importarles la ausencia de un argumento coherente, de disfraces adecuados, sin importarles nada de nada. Los actores profesionales, que veían, consternados, la invasión de su territorio, decidieron hacer una huelga de hambre hasta las últimas consecuencias si no cesaba ese atropello. El presidente fue a hablar con ellos, les dijo que tenían razón y les aseguró que dictaría un decreto prohibiendo, bajo pena de muerte, la actuación sin permiso oficial. Cuando lo hizo, nadie le creyó (era obvio, él también estaba actuando), pero todos comenzaron a actuar como si le hubieran creído, y este nuevo papel, el de ciudadanos sumisos a la ley, le dio a él la idea de un papel original, el de presidente fiel a sus decretos. Y, uno por uno, los hizo arrestar y los condenó a la horca o a la guillotina o al paredón de fusilamiento. Los soldados que cumplieron sus órdenes gracias a un audaz papel de fieles defensores de la ley, sufrieron remordimientos en masa (o acaso haya sido otra actuación) al darse cuenta del exterminio cometido, y decidieron el éxodo, el abandono del escenario de sus atrocidades.

Los actores profesionales recuperaron la dignidad de su trabajo, pero su felicidad se trocó en tristeza al descubrir que se habían quedado sin público. Sin embargo, siguieron actuando todos los viernes y sábados y domingos en la noche ante el teatro vacío; de vez en cuando, percibían en la platea la figura solitaria y taciturna del presidente, que no gustaba de sus obras pero actuaba como si le gustaran.

Anaheim, California

 

La nueva, polémica atracción de Disneylandia, inaugurada hace tres meses, se ha convertido ya en el eje, la principal fascinación de la diaria, interminable concurrencia. Se trata de un laberinto gigante que promete perder a todos los que se aventuren a entrar por sus pasadizos de un metro de ancho, de paredes grisáceas de tres metros de altura, en las que se encuentra una profusión de espejos de diversos tamaños, de diversos reflejos, de trampas diversas. Los osados no son escasos: el promedio alcanza a 1123 por día.

41 personas han encontrado la salida en sus 91 días de actividad; 102 152 se hallan todavía perdidas, de las cuales, se conjetura, los muertos son más. El perfume de frutilla diseminado en derredor del laberinto no alcanza a esconder el olor de la carne en descomposición.