Asesinato en la catedral

Edmund Crispin

 

 

Traducción del inglés a cargo de

Magdalena Palmer

 

 

 

019

 

 

Crispin, Edmund

El verdadero nombre de Edmund Crispin era Bruce Montgomery. Nació en 1921 en Chesham Bois, Buckinghamshire y asistió al St. John's College en Oxford. Cuando se le preguntaba por sus aficiones, Crispin solía decir que lo que más le gustaba en el mundo era nadar, fumar, leer a Shakespeare, escuchar óperas de Wagner y Strauss, vaguear y mirar a los gatos. Por el contrario, sentía gran antipatía por los perros, las películas francesas, las películas inglesas modernas, el psicoanálisis, las novelas policíacas psicológicas y realistas, y el teatro contemporáneo. Publicó nueve novelas así como dos colecciones de cuentos, todas protagonizadas por el profesor de Oxford y detective aficionado, Gervase Fen, excéntrico docente afincado en el ficticio St. Christopher's College.

 

 

 

Título original: Holy Disorders

 

Edición en ebook: abril de 2018

 

Copyright © Rights Limited (a Chorion Company) 1946

All rights reserved

Copyright © Rights Limited, 2016

Translation copyright © 2016, by Magdalena Palmer

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2018

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Cristina Martínez

Corrección: Susana Rodríguez

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 9788416542680

 

 

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A mis padres

 

 

 

 

 

Un nuevo y sangriento misterio para el quisquilloso e inteligente profesor de Oxford y detective aficionado Gervase Fen («La juguetería errante»).

 

 

 

 

 

Vi, en primer lugar, la negra figura
de la maldad y todas sus astucias;
la ira cruel, roja como candente hierro;
el latrocinio y el macilento miedo;
el que ríe con un cuchillo bajo la capa;
el negro humo del establo envuelto en llamas;
el traicionero asesinato en una cama;
la guerra abierta de sangrantes llagas...
El clavo hendido en la cabeza durmiente;
y, con la boca abierta, la fría muerte…

CHAUCER

 

Asesinato en la catedral

 

 

CubiertaMuchos sospechan que en Tolnbridge se siguen celebrando los aquelarres que acabaron desencadenando las quemas de brujas en el siglo XVII. Y hasta esa pequeña localidad ha acudido el excéntrico profesor de Oxford Gervase Fen para dedicarse a la última de sus obsesivas pasiones: la entomología. Pero sus planes de pasar unos días tranquilos se ven truncados cuando el organista de la catedral, un tipo aparentemente inofensivo, es misteriosamente asesinado. Fen encontrará entonces la oportunidad de demostrar sus dotes para la investigación y acabará sumiéndose en una oscura trama que pondrá en peligro su vida y la de los que le rodean. Sus pesquisas le llevarán a descubrir que la maldad que antaño representaban las brujas se ha transformado en nuestros días en algo mucho más aterrador.

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Índice

 

 

Portada

Asesinato en la catedral

1. Invitación y advertencia

2. Jamás viajes por placer

3. El moribundo balbuceante

4. Los dientes de una trampa

5. Conjeturas

6. Asesinato en la catedral

7. El móvil

8. Dos canónigos

9. Tres sospechosos y una bruja

10. Meditaciones nocturnas

11. El Whale and Coffin

12. El laúd del amor

13. Otro muerto

14. El análisis final

15. Aclaración y despedida

Índice

Sobre este libro

Sobre Edmund Crispín

Créditos

1

INVITACIÓN Y ADVERTENCIA

En la cabecera de la cama

un coche fúnebre me recuerda

que quizá haya muerto antes del alba.

Southwell

Mientras su taxi se abría camino entre el tráfico de la estación de Waterloo cual abeja entusiasta entre un enjambre indolente, Geoffrey Vintner releyó la carta y el telegrama que había encontrado sobre su mesa del desayuno aquella misma mañana.

Se sentía tan infeliz como lo habría estado cualquier hombre de escaso espíritu aventurero que acabara de recibir una carta intimidatoria en la que hubiera encontrado suficientes indicios para creer que las amenazas que suscribía probablemente se llevarían a cabo. No era la primera vez aquella mañana que se arrepentía de haber emprendido un incómodo viaje que implicaba abandonar su casita en Surrey, sus gatos, su jardín —cuya disposición cambiaba a diario, en función de algún antojo nuevo y casi nunca factible— y a su inestimable y sufrida ama de llaves, la señora Body. A él no se le daban bien —y esta idea se repetiría con lúgubre frecuencia en el transcurso de la serie de aventuras en las que estaba a punto de embarcarse— los asuntos de violencia física. Una vez pasada la barrera de los cuarenta no resulta posible, ni siquiera en los momentos de mayor entusiasmo, arrojarse sin más a batallas anónimas y mortales contra hombres sin escrúpulos. Y si además uno es un solterón maniático y moderadamente acomodado que se ha criado en una apartada rectoría rural, y tiene una mentalidad muy alejada de preocupaciones sórdidas y de pasiones arrebatadoras, la cosa no solo se antoja imposible, sino francamente absurda. No le consolaba nada pensar que hombres como él habían encontrado el valor y el tesón necesarios para luchar en las playas de Dunquerque; ellos, al menos, sabían a qué se enfrentaban.

Amenazas.

Se sacó un gran revólver antiguo del bolsillo de la americana y lo contempló con la misma mezcla de alarma y afecto que los amantes de los perros suelen dedicar a un ejemplar particularmente feroz. El taxista observó la maniobra por el retrovisor mientras entraban en el amplio puente de Waterloo. Su expresión se ensombreció. Al ver aquella mirada reprobatoria, Geoffrey Vintner guardó apresuradamente el arma. Y entonces se le pasó por la cabeza un extraño pensamiento: tenía constancia de que se habían dado casos de secuestros a manos de taxistas. Al parecer, se dedicaban a merodear ante la casa de su víctima y cuando esta salía se la llevaban por la fuerza a un lugar miserable del puerto y se la entregaban a bandas de malhechores armados. Mientras rodeaban hábilmente la rotonda septentrional del puente, Geoffrey observó con desconfianza la pequeña y recia figura que ocupaba con inmovilidad marmórea el asiento delantero. Aquella mañana solo uno de los trenes que partía desde Surrey llegaba a tiempo para enlazar con el que salía de Paddington, así que, con el simple hecho de saber que él tenía que tomar ese tren, sus enemigos, quienesquiera que fuesen, habrían podido adivinar la hora de su llegada. Sin embargo, encontrar taxi no había resultado nada fácil, y de hecho todos, sin excepción, se habían mostrado más dispuestos a ignorarle que a intentar atraer su atención. Por consiguiente, concluyó que todo iba bien.

Se volvió y miró con disgusto el tráfico que los perseguía con los erráticos movimientos de unos borrachos que siguen a su líder de pub en pub. Cómo llegaba a saber la gente si alguien la seguía era todo un misterio para él. Además, Geoffrey tampoco tenía madera de observador: el mundo exterior dejaba en él la misma huella que una sucesión imprecisa y nada memorable de fantasmas. Un piel roja podría haber caminado a su lado por todo Londres sin que él hubiese notado nada extraño. Durante unos instantes, se planteó pedirle al taxista que diese un rodeo para despistar a sus posibles perseguidores, pero sospechaba que su propuesta no sería muy bien recibida. Y, en cualquier caso, aquel asunto era ridículo de principio a fin: seguir a alguien a plena luz del día por todo Londres llamaría demasiado la atención.

En eso, resultó que se equivocaba.

Si va a Tolnbridge, se arrepentirá.

Nada explícito, desde luego, pero tenía un aire expeditivo que le inspiraba una profunda desconfianza. Advirtió, con la mortificante irritación que sentimos cuando se trunca una ilusión banal, que tanto el papel como el sobre eran peculiares y caros, y que la máquina de escribir, a juzgar por sus numerosas excentricidades tipográficas, sería fácilmente identificable, siempre y cuando se supiera por dónde empezar a buscar. Se abandonó a la sensación de agravio. Los criminales debían, al menos, intentar mantener cierta pretensión de anonimato y no exhibir pistas fáciles, que, para colmo, eran irresolubles para sus víctimas. Además, en el matasellos —gracias a la diligencia de algún empleado de correos— se podía leer «Tolnbridge» con bastante claridad, lo que, a fin de cuentas, tenía su lógica.

El telegrama que sujetaba en la mano izquierda se cayó al suelo. Vintner lo recogió, le sacudió el polvo con sumo cuidado y lo leyó de forma automática, quizá esperando extraer de las enmarañadas e insustanciales mayúsculas del sistema de telégrafos británico algún detalle de importancia que antes se le hubiera pasado por alto. Aquel tono de cruel alegría, pensó con amargura, solo podía proceder del emisor:

Estoy en Tolnbridge alojado en la rectoría curas curas curas todo infestado de curas venga a tocar en la catedral han acribillado a todos los organistas una lástima la música tampoco era tan mala como para ponerse así venga cuanto antes tráigame un cazamariposas lo necesito responda por telegrama si viene o no prepárese para una larga estancia Gervase Fen.

El telegrama había llegado acompañado de un formulario de respuesta con franqueo pagado que tenía una capacidad de cincuenta palabras. No sin cierta satisfacción, Geoffrey lo había rellenado con un sucinto Iré Vintner. No obstante, la sospecha de que Fen ni siquiera repararía en el sarcasmo, hizo que su placer inicial se atemperase un poco. Su amigo era así.

Ahora ni siquiera sabía por qué había contestado. Puede que solo lo hubiera hecho porque el mozo de correos se había quedado esperando en la puerta y él había preferido ahorrarse un posible viaje a la estafeta. La pereza nos impone casi todas nuestras decisiones, reflexionó. Y, claro está, a la sazón todavía no había abierto las cartas… En cualquier caso, el viaje tendría sus compensaciones. El coro de Tolnbridge era excelente, y el órgano, un Willis de cuatro teclados, estaba considerado uno de los mejores del país. Recordaba que tenía un registro de corneta que sonaba de verdad como una corneta, un tapadillo encantador, una noble tuba y un pedalero de treinta y dos pies que en su registro más bajo emitía un vibrante latido rítmico que resonaba por todo el edificio intimidando a los fieles… Pero ¿acaso eran estos detalles suficiente compensación?

Fuera como fuese —su homilía mental se prolongó mientras el taxi cruzaba Trafalgar Square—, aquí estaba, involucrado contra su voluntad en un sórdido conflicto del desorden público que suponía un considerable peligro personal. La carta y el telegrama eran buena prueba de ello. Pero quedaba por saber en qué consistía todo aquel asunto en realidad. El telegrama, con la puntuación pertinente, sugería que algún enemigo se había propuesto abolir, mediante una guerra de desgaste, cualquier tipo de música sacra en Tolnbridge, lo que probablemente implicaba que su inminente llegada no sería bien recibida. Pero aquello parecía harto improbable, por no decir una pura fantasía. Los organistas habían sido «acribillados». ¿Qué demonios significaba eso? La palabra insinuaba, alarmantemente, metralletas… Pero ya sabía que Fen tendía a la exageración y que en las pequeñas ciudades episcopales del oeste de Inglaterra no abundaban las bandas armadas. Geoffrey suspiró. Era inútil especular. Él se había implicado: había quemado la mayor parte de sus naves y las que le quedaban no eran aptas para la navegación. Lo único que podía hacer ahora era quedarse sentadito y, si ocurría algo, confiar en el destino y en su propio ingenio, aunque ni el uno ni el otro le hubiesen prestado el menor servicio en el pasado. ¿Y qué era eso del cazamariposas…?

¡El cazamariposas! No lo había comprado.

El taxi rodeaba Cambridge Circus para entrar en Charing Cross Road. Miró apresuradamente el reloj y golpeó el cristal.

—Regent Street —dijo.

El coche dio un giro completo y enfiló por Shaftesbury Avenue.

El taxi que los seguía también alteró su curso.

Los grandes almacenes de Regent Street que Geoffrey Vintner creyó con más probabilidades de contar con un cazamariposas entre sus existencias estaban sorprendentemente vacíos. Tanto los dependientes como los clientes, sumidos en un letargo matinal, pululaban por un edificio que parecía expresamente concebido para eludir cualquier admisión explícita de su función. Había cuadros en las paredes, muebles inútiles y gordos querubines dorados, y unas figuras vagamente simbólicas, tiesas como granaderos pomeranos, sostenían los extremos de las barandillas sobre sus nucas con increíble desenfado. Antes de entrar, Geoffrey se detuvo para comprar un periódico, pues pensó que a esas alturas los indicios de una guerra de bandas armadas en Tolnbridge habrían llegado ya a oídos de la prensa. Pero la Batalla de Inglaterra ocupaba los titulares y, tras chocar con dos personas mientras indagaba entre las noticias menores, decidió posponer la investigación para más adelante.

Un cartel gigante que señalaba la localización de los diferentes departamentos demostró ser del todo inútil para ubicar las redes cazamariposas, por lo que finalmente tuvo que recurrir al mostrador de información. Para qué querría Fen semejante artilugio era un misterio. Tras una fugaz visión en la que él y Fen perseguían insectos por los páramos de Devon, Geoffrey volvió a leer, más inseguro si cabe, el telegrama. Pero no, el mensaje no dejaba el menor margen de error. Y cualquier cosa podía llegar a convertirse en una obsesión para Fen, por qué no los lepidópteros.

Le explicaron que encontraría redes cazamariposas o bien en el departamento de niños, o bien en el de deportes; afortunadamente, ambos ocupaban la misma planta. Geoffrey escrutó a la ascensorista con cierto aire de desconfianza cuando esta cerró las puertas, y fue recompensado con una exagerada mirada de indignación —«Lo examiné de arriba abajo», le confió la ascensorista a una amiga— que le hizo retirarse de nuevo apresuradamente a su periódico. Mientras ascendía a lo alto del edificio, Vintner descubrió la siguiente noticia:

Agresión a un músico

La policía desconoce la identidad del agresor del Dr. Denis Brooks, organista de la catedral de Tolnbridge, que sigue inconsciente tras el ataque que sufrió hace dos noches, cuando se dirigía a su casa.

Geoffrey maldijo los periódicos por no dar más detalles, a Fen por su exageración y a sí mismo por haberse involucrado en aquel asunto. Una vez concluido este ritual privado de conminación, se rascó la nariz, apenado. Fuera lo que fuese, algo extraño pasaba. Pero ¿qué le habría ocurrido al segundo organista? Probablemente también le habrían golpeado en la cabeza.

El ascensor se detuvo bruscamente y, sin más, Geoffrey se vio arrojado a un vasto revoltijo de material deportivo a cargo de un único dependiente joven, rechoncho y sonrosado que lo observó con la resignación desesperada de Príamo entre las ruinas de Troya.

—¿Se ha fijado usted en que el material deportivo nunca tiene una forma decente y simétrica? —preguntó el joven, abatido, en cuanto Geoffrey se le acercó—. No se puede almacenar ordenadamente, como las cajas o los libros… Siempre asoma algún extremo por aquí o por allá. Lo peor son los patines. —Su voz se volvió más grave; un indicio más de su particular aborrecimiento por esos artilugios tan poco prácticos—. Los balones se caen del estante en cuanto los colocas, siempre acabas tropezando con los esquíes y, nada más apoyar un bate de críquet en la pared, resbala de nuevo al suelo. —El joven miró compungido a Geoffrey—. ¿Desea algo? Casi todo el mundo —siguió, sin darle tiempo a responder— ha abandonado el deporte por la guerra. Creo que, a largo plazo, les compensará. El desarrollo muscular no es más que un asidero para la grasa.

—Yo quería un cazamariposas —dijo Geoffrey, ausente. Seguía dándole vueltas al asunto de los organistas.

—Un cazamariposas… —repitió el joven con tristeza, como si aquella información le resultase de lo más desalentadora—. Con esos pasa lo mismo, ¿sabe? —Señaló una hilera de redes apoyadas contra la pared—. Si las pongo cabeza abajo, la parte de la red sobresale y es muy fácil tropezar, y si las dejo como están ahora, transmiten cierta sensación de inestabilidad y resultan bastante molestas a la vista.

—¿No son muy largas? —preguntó Geoffrey, observando sin demasiado entusiasmo el bambú de dos metros que tenía delante.

—Tienen que ser así, o nunca atraparía ninguna mariposa —respondió el joven, sin que se apreciara en él la menor animación—. Aunque tampoco es que se atrapen muchas… Lo normal es ir zarandeando la red sin ton ni son. ¿Desea también una caja entomológica?

—Creo que no.

—No me extraña, son objetos incomodísimos, y muy pesados. —El joven volvió a escrutar la red—. Esta vale diecisiete con seis. Aunque, entre usted y yo, es tirar el dinero. Le quitaré el precio.

La etiqueta del precio estaba atada a la red con una cuerda que se demostró inmune a los tirones.

—¿Y no sería mejor hacerla resbalar a lo largo del palo?—preguntó Geoffrey, solícito, y al ver que no resultaba posible dijo—: Bueno, no me importa llevármela con el precio.

—Pero si no es ninguna molestia… Además, tengo unas tijeras. —El joven sonrosado se palpó los bolsillos—. Las habré dejado en el cuartito. Siempre me las olvido, y cuando no, me agujerean los bolsillos. Espere un momentito.

Y desapareció antes de que Geoffrey pudiese detenerlo.

El hombre del sombrero de fieltro negro se levantó de su incómoda posición detrás de un mostrador atiborrado de guantes de boxeo próximo a la escalera y se acercó a Geoffrey con una rapidez y un sigilo considerables. Llevaba una cachiporra en la mano y tenía la misma expresión concentrada de alguien que intenta cazar un mosquito. No obstante, el joven dependiente no tardó tanto en salir como aquel hombre había esperado. Nada más verles, comprendió de inmediato lo que sucedía y, actuando con una notable presencia de ánimo, encasquetó el cazamariposas en la cabeza del agresor y a continuación tiró de él. La cachiporra describió un arco en el aire y cayó sobre un montón de patinetes produciendo un ruido ensordecedor. Geoffrey se volvió justo a tiempo de ver cómo su presunto agresor se inclinaba hacia atrás y se desplomaba sobre un revoltijo de material deportivo que corroboró su carácter asimétrico dispersándose por el suelo. Varios balones de fútbol rodaron hasta la escalera y se precipitaron con creciente impulso hacia la planta inferior. El Enemigo se liberó de la red maldiciendo sonoramente, se levantó y corrió hacia la escalera. Entonces el joven sonrosado volvió a derribarlo, asestándole un contundente porrazo en la nuca con el extremo de un esquí. Entretanto, Geoffrey forcejeaba con el revólver, que se le había enredado inextricablemente en el forro de su bolsillo.

La batalla se reanudó de inmediato. El Enemigo, que mostraba una capacidad de recuperación considerable, inició un ataque frontal contra Geoffrey. El joven sonrosado le arrojó una pelota de críquet, pero falló y le dio a Geoffrey, que se desplomó encima de un montón de patines de hielo sobre el que también cayó el asaltante. El joven sonrosado intentó volver a atraparlo con el cazamariposas, pero esta vez no acertó y acabó perdiendo el equilibrio. El Enemigo se incorporó y arrojó un patín que le dio en el estómago a Geoffrey, que todavía estaba intentando sacar su revólver, y lo dejó sin respiración. En cuanto recuperó el equilibrio, el joven sonrosado fulminó con un certero golpe de un bate de críquet al Enemigo. Este se desplomó, y el joven aprovechó para atizarle burdamente en la cabeza con un palo de hockey hasta dejarlo fuera de combate. Con un siniestro ruido de tela rasgada, Geoffrey consiguió por fin sacar el revólver y empezó a zarandearlo sin ton ni son.

—Tenga cuidado con eso —le advirtió el joven sonrosado.

—¿Qué ha pasado?

—Ataque malintencionado —dijo el joven, pensativo, mientras cogía la cachiporra y la lanzaba al aire. Acto seguido recuperó su anterior melancolía—: Me parece que la red se ha roto. Se la cambiaré por otra. —Fue a buscar una nueva—. Diecisiete con seis, creo que habíamos dicho.

Geoffrey sacó el dinero de forma mecánica.

Las estridentes muestras de estupefacción y de enfado que les llegaron desde las plantas inferiores les indicaron que los balones habían alcanzado su destino.

—¡Fielding! —gritó una voz—. ¿Qué demonios está pasando ahí arriba?

—Creo que será mejor que nos larguemos… ¡enseguida!

—Pero… ¿y su trabajo? —preguntó Geoffrey, sin saber qué hacer.

—Creo que esta ha sido la gota que colmaba el vaso. Es la historia de mi vida… En mi último empleo, una dependienta enloqueció y se quitó toda la ropa. ¿No me estoy dejando nada? —Se dio unos golpecitos en los bolsillos, como si buscase unas cerillas—. Siempre se me olvida algo. Pierdo al menos tres pares de guantes al año solo en los trenes.

—Vamos —dijo Geoffrey, apremiándole. Le invadía un sentimiento de euforia antinatural pero también le obsesionaba el deseo primitivo de huir de la escena del altercado cuanto antes. Oyeron unos pasos que subían por la escalera. En ese preciso instante, la ascensorista abrió apocalípticamente las puertas del ascensor y declamó, como si estuviera anunciando el Juicio Final:

—Deportes, niños, libros, señoras…

Al ver el caos que se había montado, soltó un grito y cerró de nuevo las puertas. Ella y sus pasajeros se quedaron mirando afuera cual conejos ansiosos a la espera de su ración de verdura. Un botón pulsado por accidente envió el ascensor de nuevo a la planta baja a toda velocidad. Hasta ellos llegó el sonido de unos gritos agitados que se fueron atenuando gradualmente.

Geoffrey y el joven sonrosado corrieron en dirección a la escalera.

Al bajar, se cruzaron con un vigilante y dos dependientes que subían con expresión sombría.

—¡Ahí arriba hay un loco que está destrozando el almacén! —dijo el joven con una intensidad súbita y espeluznante, que, comparada con su tono habitual, sonaba terriblemente convincente—. ¡Vayan a ver qué se puede hacer! Yo, mientras tanto, llamaré a la policía…

El vigilante le arrebató a Geoffrey el arma que seguía blandiendo y corrió escaleras arriba. Geoffrey comenzó a protestar sin mucha convicción.

—No se entretenga —dijo el joven, tirándole de la manga.

Y continuaron su precipitado descenso hacia la calle.

—¿Y bien? ¿De qué iba todo este asunto? —preguntó el joven, apoyándose en un rincón del taxi y estirando las piernas.

Geoffrey tardó unos instantes en responder. Estaba sometiendo al taxista a un minucioso escrutinio, aunque era muy consciente de que no sabía a ciencia cierta qué sacaría en claro de aquella actividad. Sin embargo, a la vista de lo sucedido en la tienda, no podía permitirse el lujo de dejar ningún cabo suelto. Luego sus sospechas se centraron en el joven y decidió investigar si se trataba de alguien de fiar, pero entonces cayó en la cuenta de que quizá aquello podría interpretarse como la descortesía que, en efecto, era.

—Pues no lo sé —dijo Geoffrey sin demasiada convicción.

El joven pareció encantado con la respuesta.

—Entonces debemos analizar el caso desde el principio. Ese tipo casi acaba con usted, ¿sabe? Y eso no se puede consentir de ningún modo. —Aquella declaración en defensa de la ley tenía algo de absurdo—. ¿Adónde se dirige ahora?

—A Paddington —dijo Geoffrey, que añadió rápidamente—: Es decir, a lo mejor.

La conversación no iba bien y su fugaz sensación de euforia se había esfumado.

—Ya sé qué ocurre. No se fía de mí, y bien que hace. Un hombre en su situación no debería confiar en nadie. Aunque yo soy de fiar, ¿sabe? Le acabo de ahorrar un chichón del tamaño de un huevo de Pascua. —Se enjugó la frente y se aflojó el cuello de la camisa—. Me llamo Fielding, Henry Fielding.

Geoffrey no pudo evitar hacer, aunque con escaso entusiasmo, una gracia de segunda categoría.

—No será el autor de Tom Jones, ¿verdad? —Se arrepintió nada más decirlo.

—¿Tom Jones? Es la primera vez que lo oigo. Es un libro, ¿verdad? No tengo mucho tiempo para leer, ¿y usted?

—¿Disculpe?

—Me he presentado y por tanto creía que…

—¡Ah, sí, desde luego…! Geoffrey Vintner. Le agradezco que haya reaccionado con tanta rapidez. A saber qué habría sido de mí si usted no hubiese intervenido.

—Lo mismo digo.

—¿Qué quiere dec…? Ah, comprendo. Pero quizá tendríamos que habernos quedado y haber hablado con la policía. Está muy bien eso de salir corriendo como unos colegiales a los que han sorprendido robando peras de un huerto, pero hay ciertas convenciones que deben mantenerse. —De pronto, a Geoffrey le aburrió soberanamente tener que dar todas aquellas explicaciones—. En cualquier caso, tengo que coger un tren.

—Y nuestro amigo seguramente intentaba impedir que lo hiciera. Lo que nos lleva de vuelta a la pregunta inicial: ¿de qué va todo este asunto?

Pero Geoffrey estaba distraído, pensando en el pasacalle y fuga que le habían encargado para Año Nuevo. La partitura no avanzaba como habría sido deseable y no parecía que la interrupción provocada por aquella misión fuese a mejorar sustancialmente las cosas. No obstante, ni siquiera la perspectiva del futuro olvido impide que un compositor reflexione de forma obsesiva sobre sus obras. Geoffrey se enfrascó en una interpretación mental: ta-ta; ta-ta-ta-ti-ta-ti.

—Me pregunto si habrán previsto el fracaso de la primera ofensiva y si tendrán abierta una segunda línea de defensa —añadió Fielding.

Esta inesperada confusión de metáforas militares desconcertó por completo a Geoffrey. Los espectrales tarareos cesaron de inmediato.

—Supongo que eso lo habrá dicho para asustarme.

—Cuénteme qué está ocurriendo. Si soy un enemigo, ya estoy al corriente de…

—Yo no he dicho…

—Y, si no lo soy, quizá pueda ayudar.

Así que, al final, Geoffrey se lo contó todo. Si bien era cierto que no disponía de muchos detalles concretos sobre el tema.

—No veo que eso nos vaya a ser de mucha ayuda —objetó Fielding en cuanto Geoffrey hubo terminado. Examinó el telegrama y la carta—. ¿Y quién es ese tal Fen?

—Es profesor de Literatura Inglesa en Oxford. Nos conocimos allí. No lo he visto mucho desde entonces, aunque sí sabía que pretendía pasar las vacaciones en Tolnbridge. La razón de que me haya mandado llamar… —Geoffrey hizo un gesto de cómica resignación y derribó sin querer el cazamariposas, que estaba apoyado precariamente en el taxi, en posición transversal. Lo devolvió a su sitio, no sin cierta virulencia—. No sé por qué Fen insiste en que le lleve este trasto —continuó Geoffrey tras meditar unos instantes si debía acabar la frase anterior y decidir que no.

—Qué extraño, ¿verdad? ¿Es coleccionista?

—Con Fen, nunca se sabe. En cualquier otra persona, desde luego, resultaría extraño.

—Parece que Fen está informado de ese asunto de Brooks.

—Bueno, para empezar él está allí, y además —Geoffrey añadió a modo de coletilla— es una especie de detective.

Fielding pareció desconcertado. Se había reservado ese papel para él y le disgustaba la competencia. Con cierto malhumor, preguntó:

—No será un detective oficial, ¿verdad?

—No, no. Aficionado. Pero tiene mucho éxito.

—Gervase Fen… Pues no me suena. —Y, tras pensarlo un momento, exclamó—: ¡Qué nombre tan tonto! ¿Colabora con la policía?

Lo dijo como si estuviera acusando a Fen de pertenencia a algún tipo de organización orgiástica e ignominiosa.

—No lo sé, la verdad. Solo sé lo que ha llegado a mis oídos.

—Me pregunto si le importaría que le acompañase a Tolnbridge. Estoy harto de los grandes almacenes. Y en plena guerra, parece un sitio tan alejado de todo…

—¿No puede alistarse?

—No, no me quieren. Intenté alistarme en noviembre, pero me clasificaron como «cuatro», no apto. Soy voluntario de protección civil antiaérea, desde luego, y tenía previsto unirme a la Guardia Nacional, pero ¡por mí como si se van al cuerno!

—Yo a usted lo veo bastante sano.

—Y lo estoy. Me encuentro perfectamente, salvo por la visión borrosa. Aunque no te clasifican «cuatro» solo por eso, ¿verdad?

—No. Quizá sufra usted una enfermedad rara y fatal de la que nadie le ha informado —sugirió Geoffrey para animarlo.

Fielding hizo caso omiso.

—Me encantaría hacer algo real por la guerra, algo romántico. —Volvió a enjugarse la frente, lo que no resultó nada romántico—. Intenté unirme al Servicio Secreto, pero no hubo manera. En este país no resulta nada fácil unirse al Servicio Secreto. Al menos no así, sin más.

Y dio una palmada, para ilustrar sus palabras.

Geoffrey pensaba. A la vista de lo sucedido, probablemente sería útil que Fielding le acompañase en el viaje, y no había motivos para desconfiar de segundas intenciones.

—… A fin de cuentas, la guerra no se ha convertido en algo tan mecanizado para que las iniciativas solitarias, individuales, dejen de tenerse en consideración —decía Fielding, transportado a una especie de Valhalla de agentes del Servicio Secreto—. Se reirá de mí, supongo —Geoffrey lo negó con una rápida sonrisa—, pero a largo plazo son los que sueñan con convertirse en hombres de acción los que acaban siendo hombres de acción. Reconozco que don Quijote hizo el ridículo con los molinos, aunque no me extrañaría nada que algún gigante hubiese estado implicado en todo ese asunto.

Suspiró levemente mientras el taxi se adentraba en Marylebone Road.

—Me gustaría que me acompañase, pero ¿y su trabajo? Supongo que necesita el dinero.

—No pasa nada. No me falta el dinero. —Fielding mostró una falsa expresión de sorpresa—. ¡Ay, tendría que haberlo mencionado antes…! Debrett, Who’s Who y otras publicaciones me atribuyen el título de conde.

Geoffrey estuvo a punto de echarse a reír, pero algo en la actitud de Fielding se lo impidió.

—Un conde bastante insignificante, desde luego —se apresuró a añadir Fielding—. Y no lo soy por méritos propios, en absoluto: el título es heredado.

—Y, entonces, ¿qué demonios hacía en esa tienda?

—Grandes almacenes —corrigió Fielding con solemnidad—. Bueno, oí que faltaba personal en los comercios por la llamada a filas, y se me ocurrió que ese podría ser un buen modo de ayudar. Solo temporalmente, por supuesto —añadió con cautela—. Un poco en broma —concluyó débilmente.

A Geoffrey no le resultó fácil contener la risa. Pero fue Fielding el que, de pronto, se echó a reír.

—Supongo que, bien mirado, suena ridículo. Por cierto, ¿no será usted Geoffrey Vintner, el compositor?

—Un compositor bastante insignificante, desde luego.

Se observaron como es debido por primera vez y a ambos les agradó lo que vieron. El taxi traqueteó a través de la penumbra de Paddington. De repente, un ruido los sobresaltó.

—¡Maldita sea! —dijo Fielding—. El condenado cazamariposas se ha vuelto a caer.