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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Catherine Schield

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juegos del amor, n.º 161 - 17.1.19

Título original: Upstairs Downstairs Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-527-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Everly Briggs hizo todo lo que pudo para parecer que escuchaba atentamente las desdichas amorosas de London McCaffrey. Estaban asistiendo a un acto que se llamaba «Las mujeres hermosas toman las riendas» y que había presentado Poppy Hart, una conferenciante muy persuasiva y dueña de Hart Success Counseling, una… asesoría muy afamada.

–¿No te dio ningún motivo para romper el compromiso?

Everly lo dijo como si estuviese horrorizada, pero la verdad era que ya lo sabía todo sobre el fallido idilio de London con el jugador de béisbol profesional Linc Thurston. Por eso se las había ingeniado para encontrarse con ella esa noche.

London apretó los labios y sacudió la cabeza.

–Dice que no está preparado para casarse, pero hemos estado prometidos durante dos años.

London era una hermosa mujer, con el pelo rubio y liso y ropa cara, era de Connecticut y eso hacía que fuese una forastera en Charleston.

–¿Crees que te engañaba? –preguntó Zoe Crosby con un brillo de rabia en los ojos marrones.

–Linc… ¿engañarme? –London jugó con su collar de perlas Mikimoto pensativa–. Sí, supongo que es una posibilidad. Viaja medio año con el equipo y vive en Texas durante la temporada.

–Y ya sabes cuánto les gustan a las mujeres los deportistas profesionales –añadió Zoe.

–Esos hombres no tienen derecho a tratarnos tan mal –intervino Everly. Un hombre rico y poderoso había maltratado a cada una de esas mujeres–. Tenemos que desquitarnos de Linc, Tristan y Ryan. Los tres necesitan una lección.

–Aunque la idea me atrae muchísimo –comentó London–, no sé cómo podría vengarme de Linc sin que saliera escaldada.

–¿Qué sacaríamos nosotras? Hagamos lo que hagamos, acabaríamos pareciendo las malas –añadió Zoe.

–No si cada una de nosotras… persigue al hombre de otra –Everly dominó una sonrisa jactanciosa mientras observaba la expresión de curiosidad de sus compañeras–. Pensadlo. Somos desconocidas en un cóctel. ¿Quién iba a relacionarnos? Yo persigo a Linc, London persigue a Tristan y Zoe persigue a Ryan.

–Cuándo dices «perseguir», ¿en qué estás pensando? –preguntó Zoe en tono dubitativo.

–No vamos a hacerles daño físico –contestó Everly con una sonrisa radiante–, pero no hay ningún motivo para que no podamos estropearles una operación financiera o enredar su actual relación sentimental. Cada una de nosotras ha sido víctima de un hombre despiadado. Sin embargo, somos mujeres fuertes y empoderadas, ¿no creéis que ya va siendo hora de que actuemos como tales?

London y Zoe empezaron a asentir con la cabeza.

–Me gusta la idea de pagar a Linc con la misma moneda. Se merece sentir algo del dolor y humillación que he soportado desde que terminó nuestro compromiso.

–Cuenta conmigo también –añadió Zoe inclinándose hacia delante.

–Fantástico. Ahora, os contaré lo que creo que tenemos que hacer…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Tenía que despedir a Claire.

Lincoln Thurston abrió la boca para hacer precisamente eso cuando ella dejó el zumo de kale, proteínas en polvo y arándanos en la mesa del desayuno, al lado de la bolsa de deporte. Luego, le sonrió con tanta dulzura que él solo pudo sonreírle también.

Le desesperaba desprenderse de su empleada. Estaba obsesionado con esa joven encantadora que le cocinaba y le limpiaba la casa. La había contratado hacía doce meses y cada vez le costaba más no pensar en ella de cierta manera… carnal.

Sin embargo, se sentía responsable de ella. Claire estaba a casi cinco mil kilómetros de su familia y su marido había muerto en Afganistán hacia dos años. Además, ¿qué excusa podía darle? Cocinaba como los ángeles y tenía su casa de Charleston perfectamente ordenada. Se ocupaba de él, de Linc Thurston el hombre normal y corriente, no del jugador de béisbol, multimillonario, sin pareja desde hacía poco y un soltero muy codiciado.

Sacudió la cabeza con fuerza. Tenía que dejar de pensar en Claire. Ya le había resultado perjudicial para su vida amorosa y había hecho que rompiera su compromiso. Aunque tampoco era justo echarle la culpa a Claire. Jamás le había provocado y ni siquiera se había comportado como si fuera un hombre atractivo y adinerado que pudiera sacarla de ese trabajo tan poco estimulante. Le agradaba que no quisiera sacar nada de él, pero, por otro lado, le encantaría que quisiera seducirlo. No le habría importado ser el centro de una trama siniestra para atraparlo. Al menos, podría acostarse con ella y no se arrepentiría lo más mínimo.

Ganaba quince millones de dólares al año como jugador de los Texas Barons y estaba acostumbrado a que las mujeres se le abalanzaran. No se habían contenido ni por su compromiso. A los veintiséis años, cuando estaba empezando un contrato multimillonario por ocho años, había sido un vividor. En ese momento, a los treinta y tres años, cuando solo le quedaba un año de contrato, quería sentar la cabeza, tener una esposa e hijos. Al menos, eso era lo que había pensado hasta que se había replanteado lo que sentía por London McCaffrey y se había dado cuenta de que no estaba enamorado de ella.

Entonces, ¿qué era lo que le preocupaba de Claire?

–Mamá…

Sería el mayor majadero de todos los tiempos si despedía a Claire. Y el motivo de ello entró en la cocina como Dios la trajo al mundo.

–¿Dónde está tu ropa? –exclamó Claire mientras su hija pasaba de largo.

Claire tenía un pelo castaño y liso que le llegaba a los hombros y una nariz pecosa, tenía un aire natural que algunas veces hacía que pareciera demasiado joven para ser madre.

Honey Robbins, de dos años, fue directa hacia Linc, quien la tomó en brazos y le dio unas vueltas en el aire. Tenía los ojos brillantes y le había conquistado desde la primera vez que la había visto. Honey se rio estridentemente y él sonrió. La madre y la hija lo habían cautivado de tal modo que no tenerlas cerca sería mucho peor que tener que luchar todo el rato contra la atracción.

Tendría que aguantarse.

–No sé qué le pasa a esta niña que no puede estar vestida –comentó Claire sin apartar los ojos marrones de las rollizas mejillas de su hija.

–Es posible que se parezca a su madre…

¿Lo había dicho? Esas palabras irreflexivas habían hecho que Claire se sonrojara y que él pensara en lo que no tenía que pensar.

–Quería decir que los niños se parecen a sus padres.

–Es un alivio –replicó Claire–. Creía que las cámaras de seguridad me habían pillado bañándome desnuda la semana pasada.

La verdad era que no había cámaras de seguridad y que jamás se bañaría desnuda en su piscina. Por eso bromeaba. A pesar del tono provocativo, Claire era una viuda de veintisiete años muy recatada que todavía llevaba el anillo de boda. Evidentemente, no había olvidado a su marido, muerto hacía dos años cuando un suicida hizo estallar un explosivo al paso del convoy militar.

–Será mejor que revise el vídeo –comentó él en un tono burlón–. ¿Qué día fue más o menos?

–No pienso decírtelo. Así tendrás algo que hacer mientras paso la aspiradora en el piso de arriba.

Ella no tenía pelos en la lengua y lo trataba como si fuera su hermano mayor. Él tenía la culpa. Hacía un año, cuando la contrató, él marcó el tono de la relación y quería, no, necesitaba, alguien con quien pudiese ser él mismo. Por eso, en parte, ella le había cautivado. No tenía que reprimirse, era la única persona que había oído hasta sus pensamientos más sombríos, sus dudas y sus secretos.

Menos una cosa: lo que había llegado a sentir por ella.

Claire, a cambio, le había contado que se había criado en San Francisco y cómo conoció a su marido. Los ojos le brillaron al hablar de él y se le empañaron de lágrimas al decir que Honey se criaría sin conocer a su padre.

¿Cómo iba a aprovecharse de alguien así? De una madre soltera que no podía recurrir a nadie si perdía el empleo y el sitio donde vivía. Era posible que él no fuese la mejor persona del mundo, London podría certificarlo, pero sí tenía algunos límites que no iba a superar, y seducir a Claire era uno de ellos.

 

 

Se le encogió el corazón al ver a Linc con Honey. Ese hombre era demasiado guapo para su tranquilidad de espíritu. Desde que rompió el compromiso con London, cada vez le había costado más no fantasear con la posibilidad de que Honey y ella formasen parte de la familia de Linc. Cuando empezaba a soñar despierta, se ponía los guantes de goma y le limpiaba el cuarto de baño, y volvía a poner los pies en la tierra. Al fin y al cabo, Bettina Thruston, la madre de Linc, no había llegado a aceptar del todo a London, y eso que tenía belleza, dinero y éxito.

Miró los bíceps de Linc cuando levantó a Honey en el aire y le dio vueltas hasta que gritó de emoción. Era imposible negar el atractivo de ese hombre cuando hacía feliz a su hija, esa mandíbula firme, esos ojos azules con un brillo burlón y ese labio inferior tan sensual.

–¿Qué vas a hacer hoy? –le preguntó él mientras estrechaba a Honey contra su pecho.

Él bebé le dio una palmada en la mejilla con la manita regordeta. No podía permitir que le siguiera atrayendo, tenía que haber alguna manera de frenarlo o, al menos, de que la atracción hacia él no siguiera creciendo.

Se imaginó la reacción de la madre de él, Bettina, una auténtica belleza sureña de rancio abolengo. Sería impensable que la considerara una pareja aceptable para su hijo.

–Claire… –la voz grave de Linc la sacó de su ensimismamiento.

–Perdona. Estaba pensando en todo lo que tenía que hacer hoy.

–¿Qué te parece que me ocupe de ella para que puedas hacerlo todo más deprisa?

Linc le hizo unas cosquillas a Honey, que se rio de placer.

Ella sacudió la cabeza. No era profesional dejar que su jefe hiciera de niñera, pero también era verdad que la línea entre jefe y amigo había ido difuminándose.

–No –contestó ella–. Puedo hacerlo todo.

Sin embargo, se llevaban tan bien que era tentador dejar a Honey a cargo de Linc. Además, le preocupaba otra cosa. Honey iba a criarse sin un padre y podría encariñarse. ¿Qué pasaría cuando Linc se casara y tuviera hijos? Honey se quedaría desconcertada cuando él le dedicara toda su atención a sus hijos y no tuviera tiempo para ella.

–Me vendría bien su compañía…

Maldito fuese por ser tan insistente. Abrió la boca para negarse otra vez, pero vio algo en él que la detuvo. Su actitud había cambiado desde que rompió el compromiso con la increíblemente hermosa y triunfadora London. Era como si hubiese perdido algo de su arrogancia.

London ya se había repuesto, ya había saltado a las páginas de sociedad después de que la vieran del brazo de Harrison Crosby, el playboy millonario y piloto de coches. A ella no le sorprendería que Linc estuviera un poco celoso por lo deprisa que se había buscado un sustituto.

–No puedes cuidar a Honey.

Claire le quitó a su hija de los brazos y Honey se quejó, pero Claire hizo un esfuerzo para mantener una expresión seria. Era como intentar no sonreír cuando un cachorrillo gruñía mientras jugaba. Había heredado el carisma de su padre, quien podía engatusar a cualquiera.

–Si no recuerdo mal –siguió Claire–, hoy deberías almorzar con tu madre.

–No me he olvidado –replicó él con una mueca.

Linc agarró la bolsa de lona y se dio la vuelta para salir de la cocina. Claire se aclaró la garganta antes de que hubiera dado dos pasos. Volvió a darse la vuelta y ella levantó el zumo. Una mueca de fastidio le deformó los atractivos rasgos, pero tomó la bebida.

–Quiero que te lo bebas antes de que te marches –le ordenó ella.

Él levantó el vaso y lo olió. Dio un sorbo.

–¡Caray! –exclamó–. Esto está muy bueno.

El corazón de ella dio un vuelco de alegría y asintió con la cabeza para disimular la reacción a su halago.

–Le he puesto un poco de sirope de agave porque sé que eres goloso.

–Eres la mejor.

Claire, emocionada por sus palabras, se quedó mirándolo mientras se alejaba, hasta que sacudió la cabeza para salir del embrujo.

Se llevó a Honey a su habitación. Estaba llena de libros y juguetes para que la niña estuviese entretenida mientras su madre trabajaba. Una vez vestida, la sentó en una silla que colgaba de la mesa de la cocina. Con Linc en el gimnasio, la casa recuperaba la tranquilidad habitual.

Hizo la lista de la compra mientras su hija comía trozos de plátano y de galletas de arándano que había hecho ella. Linc había decidido que iba a dar una cena el sábado. Era la primera vez que recibía desde que había roto formalmente con London. Cuando estaban juntos, ella prefería celebrar todos los actos sociales en su mansión. London siempre había dudado de que ella, Claire, tuviera la experiencia y sofisticación necesarias para un acto digno de Charleston. Sin embargo, cocinaba como un ángel. Lo decía todo el mundo que había probado su comida. En realidad, su destreza culinaria le había permitido suplantar a la empleada doméstica de Bettina durante un almuerzo de mujeres y había acabado siendo la empleada de Linc.

En cuanto Honey terminó de desayunar, la vistió con una ropa preciosa que había comprado en una tienda de segunda mano y fue a la tienda gourmet con la lista de la compra. El menú exigía algunos ingredientes especiales y sabía que allí podría encontrar todo lo que necesitaba.

Mientras hacía la compra, entretenía a Honey practicando los colores.

–¿Qué color es este? –le preguntó Claire.

–Verde –contestó Honey mientras aplaudía encantada consigo misma.

–Muy bien –le felicitó ella a la vez que le daba un beso en la mejilla que hizo reír a su hija.

–Vaya, vaya, que niña tan lista.

Claire se dio la vuelta y vio a una mujer impresionante de treinta y pocos años con ojos verdes y pelo rubio oscuro con destellos dorados. Tenía un cutis perfecto y unos labios carnosos y llevaba una camiseta amarilla con una falda floreada.

–Gracias, aprende muy deprisa –explicó ella con una sonrisa de orgullo–. Ya sabe contar hasta cincuenta y también sabe el abecedario.

–Caray… ¿Cuántos años tiene?

–Cumplió dos el mes pasado.

La mujer se quedó claramente impresionada.

–Deberá de trabajar mucho con ella…

–Paso todo el día con ella en casa y eso es importante.

La mujer le miró el sencillo anillo de oro que llevaba en la mano izquierda. Su primer impulso fue taparlo por su delatora falta de refinamiento, pero se molestó un poco consigo misma por eso. En esa parte de la ciudad el refinamiento lo era todo, y ya estaba cansada de que la desdeñaran tan deprisa. Sin embargo, la expresión de esa mujer solo transmitía interés sincero.

–Seguro que está leyéndole todo el rato.

–Es verdad. Le encantan los libros.

Claire sonrió a Honey, y se dio cuenta de todos los recuerdos que tenía de su madre leyéndole desde el butacón de la sala.

–¿Tiene hijos? –añadió Claire.

–No, no estoy casada –la mujer suspiró–. Me encantan los niños, pero no sé si estoy hecha para ser madre.

–No siempre es fácil.

La mujer sonrió para mostrar comprensión.

–Me llamo Everly Briggs.

–Encantada de conocerte, Everly. Yo me llamo Claire Robbins y ella es mi hija Honey.

–Bueno, Claire, llevas una serie de ingredientes muy interesante… –comentó Everly mirando con detenimiento el contenido del carrito de Claire–. ¿Qué vas a hacer?

Claire sonrió y desgranó el menú que había estado pensando durante casi toda la semana.

–Vieiras sobre tortitas de patata con salsa de caviar, pierna de cordero a fuego lento con puré de verduras y rúcula con remolacha asada y pacana tostada. De postre haré una tarta de granada y chocolate.

Los ojos de la mujer iban abriéndose más con cada elemento del menú.

–Vaya, es muy impresionante. ¿Qué se celebra?

–Mi jefe da una cena.

–¿Quién es? Tengo que conseguir una invitación, parece delicioso.

Everly lo preguntó con tanta despreocupación que ella contestó antes de pararse a pensar si debería hacerlo.

–Lincoln Thurston.

La mujer perdió algo de simpatía cuando oyó el nombre de Linc. Dejó la conversación de cortesía y pareció fascinada.

–Ah… –su sonrisa tuvo algo de ávida–. Ahora sí que quiero ir a la cena. He oído decir que ya no tiene pareja…

–Sí…

Claire deseó mantener la boca cerrada y tomó aliento para despedirse con amabilidad, pero la desconocida se agarró al carrito de la compra para evitar que se fuera a algún lado.

–La semana que viene voy a recibir a algunos amigos y me encantaría contratarte para que te ocupes de la comida.

–A mí también me encantaría, pero no puedo. Cuando he dicho que trabajo para Linc… –Claire maldijo el desliz de antes. Por un instante, había captado admiración en los ojos de esa mujer y había sido increíble–. No soy su cáterin, soy su empleada.

–¿La interna…? –preguntó Everly con una delicadeza que solo quería disimular la curiosidad.

–Sí –contestó Claire con el ceño fruncido.

¿Qué buscaba esa mujer?

–Ah… –Everly lo dijo en un tono que podía entenderse de cualquier manera–. Entonces, eres la mujer de la que está cotilleando todo Charleston.

 

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Cuando Linc volvió del gimnasio, el coche de Claire no estaba en el camino de entrada. La noche anterior había elaborado el menú de la cena y lo más probable era que estuviese comprando los ingredientes. Estaba emocionado de tenerla de cocinera para sus amigos. Su destreza en la cocina era increíble y le extrañaba que no se hubiese ido a trabajar en un restaurante cuando se mudó a Charleston. Se lo preguntó una vez y ella le habló de las interminables jornadas laborales y de que tendría que buscar a alguien que se ocupara de su hija. Él le había escuchado hablar de sus complicaciones por ser madre soltera y le había gustado que antepusiera las necesidades de Honey. Aun así, le daba la sensación de que había algo más. Parecía como si no tuviese confianza en su capacidad, lo cual, era un disparate, porque cocinaba como un ángel.

Dejó la bolsa de deporte en un taburete de la cocina y rebuscó en la nevera algo que le quitara el apetito que le daba el ejercicio. Claire siempre tenía algún tentempié preparado para él, y ese día no fue una excepción. Miró el reloj por el rabillo del ojo y vio que solo le quedaba una hora. Su madre lo esperaba para almorzar y se había retrasado por culpa de unas compras improvisadas que había hecho de camino al gimnasio. Había caído en la cuenta de que Claire llevaba un año trabajando en su casa. Se le había pasado celebrarlo la semana anterior y había decidido enmendar el error. Cerca del gimnasio estaba la boutique de Theresa Owens, una amiga del instituto de su hermana Sawyer, y había entrado para comprarle un pequeño regalo.

Después de zamparse un sándwich de pavo y queso y un cuenco con frutos rojos, buscó un bolígrafo para firmar la tarjeta que acompañaba a los pendientes de plata con turquesas, turmalinas y ópalos. Los había elegido porque se había fijado en que los únicos accesorios que llevaba Claire eran unos pendientes, aparte del sencillo anillo de boda.

Dejó el estuche y la tarjeta en la mesa de desayuno, donde Claire los encontraría, y subió a ducharse y a cambiarse. Su madre esperaba que llegara a su casa a mediodía con unos pantalones planchados, una camisa inmaculada y una chaqueta. Era posible que no hubiesen tenido mucho dinero cuando su madre era pequeña, pero la habían criado dentro de las más estrictas costumbres sureñas.

Su abuela se había aferrado a los recuerdos de los tiempos de riqueza y poder hasta mucho después de que su marido hubiese vendido la casa de South of Broad a un hombre adinerado de fuera que no era conocido en la ciudad. A muchas familias antiguas de Charleston les había costado mantener la enseñanza en centros privados, la presión social y los gastos que conllevaban las enormes casas históricas.

Sin embargo, a pesar de las dificultades económicas, su abuelo había conservado un estatus suficiente como para que su familia se mantuviera a flote entre lo más granado de la sociedad. Su madre nunca había renunciado al sueño de devolver a su familia el esplendor que tuvo, ni siquiera cuando resultó que su marido era tan poco astuto para los negocios como lo había sido su padre y su empresa fraudulenta solo había conseguido que la Administración les embargara los bienes y las cuentas bancarias.

Por eso, lo primero que hizo en cuanto firmó un contrato como jugador profesional fue instalar a su madre en una casa que le ofrecería la comodidad que había conocido cuando era pequeña. La casa Mills–Forrest estaba en la calle King, en South of Broad. Fue construida en 1790 y Knox Smith la reformó a conciencia para ofrecerle a Bettina la mezcla perfecta de encanto tradicional y funcionalidad moderna.

Knox era su mejor amigo. También era un promotor inmobiliario que había trabajado mucho para que Charleston recuperara el brillo de otros tiempos. Cuando tenían veintitantos años y eran solteros, los dos habían pasado mucho tiempo quemando la ciudad y rompiendo corazones.

Veinte minutos después, mientras entraba en la sala de su madre, volvió a sentir una punzada de alegría por haber podido hacer aquello. Ella estaba en su salsa y recibía a todo el mundo sentada junto a la chimenea en una cómoda butaca tapizada con cretona.

–Buenos días, madre. Tienes un aspecto fantástico.

Linc cruzó la habitación y se inclinó para besar la delicada mejilla de Bettina. Se quedó así un instante para inhalar el perfume de rosas y sonrió al recordar el tiempo que pasaba en su regazo cuando era pequeño. Bettina siempre le daba un abrazo antes de que se acostara, incluso cuando llegó su hermana y acaparó todo el tiempo de su madre.

–Naturalmente –replicó su madre en un tono algo seco y con un brillo en los ojos–. Ayer me hicieron un tratamiento facial que me quitó diez años de encima.

Luego, le apretó la mano y le señaló otra butaca que tenía al lado. Tomó una campanilla de plata que había en la mesilla y la agitó con fuerza. Una mujer delgada y con pelo rubio entrecano apareció en la puerta de la sala.

Dolly llevaba diez años con su madre y habían establecido una relación despectiva y beligerante que les daba muy buenos resultados.

–Linc quiere un martini –aseguró su madre.

–No, gracias. Solo quiero un poco de agua con gas con una rodaja de lima.

–Yo tomaré un bourbon con hielo.

–Háblame de la cena que vas a dar mañana –siguió Bettina, mirándolo con sus penetrantes ojos azules–. ¿Quiénes están invitados?

–Los sospechosos habituales. Knox, Sawyer, Austin, Roy, Grady y algunos más. Somos doce en total.

Su madre se dejó caer sobre el respaldo con desaliento.

–¿Has invitado a alguna chica aparte de tu hermana?

A Bettina no le hizo ninguna gracia que empezara a salir con London. Él sabía que esa vez estaba dispuesta a encauzarlo hacia una elección más adecuada. A ser posible, con una joven que tuviera unas raíces en Charleston tan profundas como las de él.