Benito Pérez Galdós

Electra

e-artnow, 2020
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EAN 4064066060589

Índice


PERSONAJES
ELECTRA
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
ESCENA II
ESCENA III
ESCENA IV
ESCENA V
ESCENA VI
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA IX
ESCENA X
ESCENA XI
ESCENA XII
ESCENA XIII
ESCENA XIV
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
ESCENA II
ESCENA III
ESCENA IV
ESCENA V
ESCENA VI
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA IX
ESCENA X
ESCENA XI
ESCENA XII
ESCENA XIII
ESCENA XIV
ESCENA XV
ESCENA XVI
ESCENA XVII
ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
ESCENA II
ESCENA III
ESCENA IV
ESCENA V
ESCENA VI
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA IX
ESCENA X
ESCENA XI
ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
ESCENA II
ESCENA III
ESCENA IV
ESCENA V
ESCENA VI
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA IX
ESCENA X
ESCENA XI
ESCENA XII
ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
ESCENA II
ESCENA III
ESCENA IV
ESCENA V
ESCENA VI
ESCENA VII
ESCENA VIII
ESCENA IX
ESCENA ULTIMA
VOCABULARY
ABBREVIATIONS
NOTES

PERSONAJES

Índice

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  • Electra (18 años)
  • Evarista (50 años), esposa de Don Urbano
  • Máximo (35 años)
  • Don Salvador Pantoja (50 años)
  • El Marqués de Ronda (58 años)
  • Don Leonardo Cuesta, agente de Bolsa (50 años)
  • Don Urbano García Yuste (55 años)
  • Mariano, auxiliar de laboratorio
  • Gil, calculista
  • Balbina, criada vieja
  • Patros, criada joven
  • José, criado viejo
  • Sor Dorotea
  • Un Operario
  • La Sombra de Eleuteria

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La acción en Madrid, rigurosamente contemporánea.

ELECTRA

Índice

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ACTO PRIMERO

Índice

Sala lujosa en el palacio de los señores de García Yuste. A la derecha, paso al jardín. Al fondo, comunicación con otras salas del edificio. A la derecha primer término, puerta de la habitación de Electra. (Izquierda y derecha se entiende del espectador.)

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ESCENA PRIMERA

Índice

El Marqués; José, por el foro.

José. Están en el jardín. Pasaré recado.

Marqués. Aguarda. Quiero dar un vistazo a esta sala. No he visitado a los señores de García Yuste desde que habitan su nuevo palacio... ¡Qué lujo!... Hacen bien. Dios les da para todo, y esto no es nada en comparación de lo que consagran a obras benéficas. ¡Siempre tan generosos...!

José. ¡Oh, sí, señor!

Marqués. Y siempre tan retraídos... aunque hay en la familia, según creo, una novedad muy interesante...

José. ¿Novedad? ¡Ah! sí...¿lo dice por...?

Marqués. Oye, José: ¿harás lo que yo te diga?

José. Ya sabe el señor Marqués que nunca olvido los catorce años que le serví... Mande Vuecencia.

Marqués. Pues bien: hoy vengo exclusivamente por conocer a esa señorita que tus amos han traído poco ha de un colegio de Francia.

José. La señorita Electra.

Marqués. ¿Podrás decirme si sus tíos están contentos de ella, si la niña se muestra cariñosa, agradecida?

José. ¡Oh! sí... Los señores la quieren... Sólo que...

Marqués. ¿Qué?

José. Que la niña es algo traviesa.

Marqués. La edad...

José. Juguetona, muy juguetona, señor.

Marqués. Es monísima; según dicen, un ángel...

José. Un ángel, si es que hay ángeles parecidos a los diablos. A todos nos trae locos.

Marqués. ¡Cuánto deseo conocerla!

José. En el jardín la tiene Vuecencia. Allí se pasa toda la mañana enredando y haciendo travesuras.

Marqués (mirando al jardín). Hermoso jardín, parque más bien: arbolado viejo, del antiguo palacio de Gravelinas...

José. Sí, señor.

Marqués. La magnífica casa de vecindad que veo allá ¿no es también de tus amos?

José. Con entrada por el jardín y por la calle. En el piso bajo tiene su laboratorio el sobrino de los señores: el señorito Máximo, primer punto de España en las matemáticas y en la... en la...

Marqués. Sí: el que llaman el Mágico prodigioso...[1] Le conocí en Londres... no recuerdo la fecha... Aún vivía su mujer.

José. El pobrecito quedó viudo en Febrero del año pasado... Tiene dos niños lindísimos.

Marqués. No hace mucho he renovado con Máximo mi antiguo conocimiento, y aunque no frecuento su casa, por razones que yo me sé, somos grandes amigos, los mejores amigos del mundo.

José. Yo también le quiero. ¡Es tan bueno...!

Marqués. Y dime ahora: ¿no se arrepienten los señores de haber traído ese diablillo?

José. (recelando que venga alguien). Diré a Vuecencia... Yo he notado... (Ve venir a Don Urbano por el jardín.) El señor viene.

Marqués. Retírate...

ESCENA II

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El Marqués, Don Urbano.

Marqués (dándole los brazos). Mi querido Urbano...

Don Urbano. ¡Marqués! ¡Dichosos los ojos...![2]

Marqués. ¿Y Evarista?

Don Urbano. Bien. Extrañando mucho las ausencias del ilustre Marqués de Ronda.

Marqués. ¡Ay, no sabe usted qué invierno hemos pasado!

Don Urbano. ¿Y Virginia?

Marqués. No está mal. La pobre, siempre luchando con sus achaques. Vive por el vigor tenaz, testarudo digo yo, de su grande espíritu.

Don Urbano. Vaya, vaya...¿Con que...? (Señalando al jardín.) ¿Quiere usted que bajemos?

Marqués. Luego. Descansaré un instante. (Se sienta.) Hábleme usted, querido Urbano, de esa niña encantadora, de esa Electra, a quien han sacado ustedes del colegio.

Don Urbano. No estaba ya en el colegio. Vivía en Hendaya[3] con unos parientes de su madre. Yo nunca fui partidario de traerla a vivir con nosotros; pero Evarista se encariñó hace tiempo con esa idea; su objeto no es otro que tantear el carácter de la chiquilla, ver si podremos obtener de ella una buena mujer, o si nos reserva Dios el oprobio de que herede las mañas de su madre. Ya sabe usted que era prima hermana de mi esposa, y no necesito recordarle los escándalos de Eleuteria, del 80 al 85.

Marqués. Ya, ya.

Don Urbano. Fueron tales, que la familia, dolorida y avergonzada, rompió con ella toda relación. Esta niña, cuyo padre se ignora, se crió junto a su madre hasta los cinco años. Después la llevaron a las Ursulinas[4] de Bayona.[5] Allí, ya fuese por abreviar, ya por embellecer el nombre, dieron en llamarla Electra,[6] que es grande novedad.

Marqués. Perdone usted, novedad no es; a su desdichada madre, Eleuteria Díaz, los íntimos la llamábamos también Electra, no sólo por abreviar, sino porque a su padre, militar muy valiente, desgraciadísimo en su vida conyugal, le pusieron Agamenón.[7]

Don Urbano. No sabía... Yo jamás me traté con esa gente. Eleuteria, por la fama de sus desórdenes, se me representaba como un ser repugnante...

Marqués. Por Dios, mi querido Urbano, no extreme usted su severidad. Recuerde que Eleuteria, a quien llamaremos Electra I, cambió de vida... Ello debió de ser hacia el 88...

Don Urbano. Por ahí... Su arrepentimiento dio mucho que hablar. En San José de la Penitencia[8] murió el 95 regenerada, abominando de su pasado...

Marqués (como reprendiéndole por su severidad). Dios la perdonó...

Don Urbano. Sí, sí... perdón, olvido...

Marqués. Y ustedes, ahora, tantean a Electra II para saber si sale derecha o torcida. ¿Y qué resultado van dando las pruebas?

Don Urbano. Resultados obscuros, contradictorios, variables cada día, cada hora. Momentos hay en que la chiquilla nos revela excelsas cualidades, mal escondidas en su inocencia; momentos en que nos parece la criatura más loca que Dios ha echado al mundo. Tan pronto le encanta a usted por su candor angelical, como le asusta por las agudezas diabólicas que saca de su propia ignorancia.

Marqués. Exceso de imaginación quizás, desequilibrio. ¿Es viva?

Don Urbano. Tan viva como la misma electricidad, misteriosa, repentina, de mucho cuidado. Destruye, trastorna, ilumina.

Marqués (levantándose). La curiosidad me abrasa ya. Vamos a verla.

ESCENA III

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El Marqués, Don Urbano; Cuesta, por el fondo.

Cuesta (entra con muestras de cansancio, saca su cartera de negocios y se dirige a la mesa). Marqués... ¿tanto bueno por aquí...?

Marqués. Hola, gran Cuesta. ¿Qué nos dice nuestro incansable agente...?

Cuesta (sentándose. Revela padecimiento del corazón). El incansable...¡ay! se cansa ya.

Don Urbano. Hombre, ¿qué me dices del alza de ayer en el Amortizable?[9]

Cuesta. Vino de París con dos enteros.

Don Urbano. ¿Has hecho nuestra liquidación?

Marqués. ¿Y la mía?

Cuesta. En ellas estoy... (Saca papeles de su cartera y escribe con lápiz.) Luego sabrán ustedes las cifras exactas. He sacado[10] todo el partido posible de la conversión.

Marqués. Naturalmente... siendo el tipo de emisión de los nuevos valores 79.50... habiendo adquirido nosotros a precio muy bajo el papel recogido...

Don Urbano. Naturalmente...

Cuesta. Naturalmente, el resultado ha sido espléndido.

Marqués. La facilidad con que nos enriquecemos, querido Urbano, enciende en nosotros el amor de la vida y el entusiasmo por la belleza humana. Vámonos al jardín.

Don Urbano (a Cuesta). ¿Vienes?

Cuesta. Necesito diez minutos de silencio para ordenar mis apuntes.

Don Urbano. Pues te dejamos solo. ¿Quieres algo?

Cuesta (abstraído en sus apuntes). No... Sí: un vaso de agua. Estoy abrasado.

Don Urbano. Al momento. (Sale con el Marqués hacia el jardín.)

ESCENA IV

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Cuesta, Patros.

Cuesta (corrigiendo los apuntes). ¡Ah! sí, había un error. A los[11] de Yuste corresponden... un millón seiscientas mil pesetas. Al Marqués de Ronda, doscientas veintidós mil. Hay que descontar las doce mil y pico, equivalentes a los nueve mil francos...

(Entra Patros con vasos de agua, azucarillos, coñac. Aguarda un momento a que Cuesta termine sus cálculos.)

Patros. ¿Lo dejo aquí, Don Leonardo?

Cuesta. Déjalo y aguarda un instante... Un millón ochocientos... con los seiscientos diez... hacen... Ya está claro. Bueno, bueno... Con que, Patros... (Echa mano al bolsillo, saca dinero y se lo da.)

Patros. Señor, muchas gracias.

Cuesta. Con esto te digo que espero de ti un favor.

Patros. Usted dirá, Don Leonardo.

Cuesta. Pues... (revolviendo el azucarillo). Verás...

Patros. ¿No pone coñac? Si viene sofocado, el agua sola puede hacerle daño.

Cuesta. Sí: pon un poquito... Pues quisiera yo... no vayas a tomarlo a mala parte... quisiera yo hablar un ratito a solas con la señorita Electra. Conociéndome como me conoces, comprenderás que mi objeto es de los más puros, de los más honrados. Digo esto para quitarte todo escrúpulo... (Recoge sus papeles.) Antes que alguien venga, ¿puedes decirme qué ocasión, qué sitio son los más apropiados...?

Patros. ¿Para decir cuatro palabritas a la señorita Electra? (Meditando.) Ello ha de ser cuando los señores despachan con el apoderado... Yo estaré a la mira...

Cuesta. Si pudiera ser hoy, mejor.

Patros. El señor ¿vuelve luego?

Cuesta. Volveré, y con disimulo me adviertes...

Patros. Sí, Sí... Pierda cuidado. (Recoge el servicio y se retira.)

ESCENA V

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Cuesta; Pantoja, enteramente vestido de negro. Entra en escena meditabundo, abstraído.

Cuesta. Amigo Pantoja, Dios le guarde. ¿Vamos bien?

Pantoja (suspira). Viviendo, amigo, que es como decir: esperando.

Cuesta. Esperando mejor vida...

Pantoja. Padeciendo en ésta todo lo que el Señor disponga para hacernos dignos de la otra.

Cuesta. ¿Y de salud?

Pantoja. Mal y bien. Mal, porque me afligen desazones y achaques; bien, porque me agrada el dolor, y el sufrimiento me regocija. (Inquieto y como dominado de una idea fija, mira hacia el jardín.)

Cuesta. Ascético estáis.

Pantoja. ¡Pero esa loquilla...! Véala usted correteando con los chicos del portero, con los niños de Máximo y con otros de la vecindad. Cuando la dejan explayarse en las travesuras infantiles, está Electra en sus glorias.

Cuesta. ¡Adorable muñeca! Quiera Dios hacer de ella una mujer de mérito.

Pantoja. De la muñeca graciosa, de la niña voluble, podrá salir un ángel más fácilmente que saldría de la mujer.

Cuesta. No le entiendo a usted, amigo Pantoja.

Pantoja. Me entiendo yo... Mire, mire como juegan. (Alarmado.) ¡Jesús me valga![12] ¿A quién veo allí? ¿Es el Marqués de Ronda?

Cuesta. Él mismo.

Pantoja. Ese corrumpido corruptor. Tenorio[13] de la generación pasada, no se decide a jubilarse por no dar un disgusto a Satanás.[14]

Cuesta. Para que pueda decirse una vez más que no hay paraíso sin serpiente.

Pantoja. ¡Oh, no! ¡Serpiente ya teníamos! (Nervioso y displicente, se pasea por la escena.)

Cuesta. Otra cosa: ¿no se ha enterado usted de la millonada que les traigo?

Pantoja (sin prestar gran atención al asunto, fijándose en otra idea que no manifiesta). Sí, ya sé... ya... Hemos ganado una enormidad.

Cuesta. Evarista completará su magna obra de piedad...

Pantoja (maquinalmente). Sí.

Cuesta. Y usted dedicará mayores recursos a San José[15] de la Penitencia.

Pantoja. Sí... (Repitiendo una idea fija.) Serpiente ya teníamos. (Alto.) ¿Qué me decía usted, amigo Cuesta?

Cuesta. Que...

Pantoja. Perdone usted... ¿Es cierto que el vecino de enfrente, nuestro maravilloso sabio, inventor y casi taumaturgo, piensa mudar de residencia?

Cuesta. ¿Quién? ¿Máximo? Creo que sí. Parece que en Bilbao[16] y en Barcelona[17] acogen con entusiasmo sus admirables estudios para nuevas aplicaciones de la electricidad; y le ofrecen cuantos capitales necesite para plantear estas novedades.

Pantoja (meditabundo). ¡Oh!... Capital, dentro de mis medios, yo se lo daría, con tal que...

ESCENA VI

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Pantoja, Cuesta; Evarista, Don Urbano, El Marqués, que vienen del jardín.

Evarista (soltando el brazo del Marqués). Felices, Cuesta. Pantoja, ¡cuánto me alegro de verle hoy!... (Cuesta y Pantoja se inclinan y le besan la mano respetuosamente. Siéntase la señora a la derecha; el Marqués, en pie, a su lado. Los otros tres forman grupo a la izquierda hablando de negocios.)

Marqués (reanudando con Evarista una conversación interrumpida). Por ese camino, no sólo pasará usted a la Historia, sino al Año Cristiano.[18]

Evarista. No alabe usted, Marqués, lo que en absoluto carece de mérito. No tenemos hijos: Dios arroja sobre nosotros caudales y más caudales. Cada año nos cae una herencia. Sin molestarnos en lo más mínimo ni discurrir cosa alguna, el exceso de nuestras rentas, manejado en operaciones muy hábiles por el amigo Cuesta, nos crea sin sentirlo nuevos capitales. Compramos una finca, y al año la subida de los productos triplica su valor; adquirimos un erial, y resulta que el subsuelo es un inmenso almacén de carbón, de hierro, de plomo... ¿Qué quiere decir esto, Marqués?

Marqués. Quiere decir, mi venerable amiga, que cuando Dios acumula tantas riquezas sobre quien no las desea ni las estima, indica muy claramente que las concede para que sean destinadas a su servicio.

Evarista. Exactamente. Interpretándolo yo del mismo modo, me apresuro a cumplir la divina voluntad. Lo que hoy me trae Cuesta, no hará más que pasar por mis manos, y con esto habré consagrado al Patrocinio[19] siete millones largos, y aún haré más, para que la casa y colegio de Madrid tengan todo el decoro y la magnificencia que corresponden a tan grande instituto... Impulsaremos las obras de los colegios de Valencia[20] y Cádiz...[21]

Pantoja (pasando al grupo de la derecha). Sin olvidar, amiga mía, la casa de enseñanzas superiores, que ha de ser santuario de la verdadera ciencia...

Evarista. Bien sabe el amigo Pantoja que no ceso de pensar en ello.

Don Urbano (pasando también a la derecha). En ello pensamos noche y día.

Marqués. Admirable, admirable. (Se levanta.)

Evarista (a Cuesta, que también pasa a la derecha). Y ahora, Leonardo, ¿qué hacemos?

Cuesta (sentándose al lado de Evarista, propone a la señora nuevas operaciones). Nos limitaremos por hoy a emplear[22] alguna cantidad en dobles...

Pantoja (en pie a la izquierda de Evarista). O a prima...[23]

Marqués (paseando por la escena con Don Urbano). Me permitirá usted, querido Urbano, que proclamando a gritos los méritos de su esposa, no eche en saco roto los míos, los nuestros: hablo por mi mujer y por mí. Virginia ya lleva dado a Las Esclavas[24] un tercio de nuestra fortuna.

Don Urbano. De las más saneadas de Andalucía.[25]

Marqués. Y en nuestro testamento se lo dejamos todo, menos la parte que destinamos a ciertas obligaciones y a la parentela pobre...

Don Urbano. Muy bien... Pero, según mis noticias, no estuvo usted muy conforme, años ha, con que Virginia tuviera piedad tan dispendiosa.

Marqués. Es cierto. Pero al fin me catequizó. Suyo soy en cuerpo y alma. Me ha convertido, me ha regenerado.

Don Urbano. Como a mí mi Evarista.

Marqués. Por conservar la paz del matrimonio, empecé a contemporizar, a ceder, y cediendo y contemporizando, he llegado a esta situación. No me pesa, no. Hoy vivo en una placidez beatífica, curado de mis antiguas mañas. He llegado a convencerme de que Virginia no sólo salvará su alma, sino también la mía.

Don Urbano. Como yo... Que me salve.

Marqués. Cierto que no tenemos iniciativa para nada.

Don Urbano. Para nada, querido Marqués.

Marqués. Que a las veces, hasta el respirar nos está vedado.

Don Urbano. Vedada la respiración...

Marqués. Pero vivimos tranquilamente.

Don Urbano. Servimos a Dios sin ningún esfuerzo...

Marqués. Nuestras benditas esposas van delante de nosotros por el camino de la gloriosa eternidad y... Descuide usted, que no nos dejarán atrás.

Don Urbano. Cierto.

Evarista. ¿Urbano?

Don Urbano (acudiendo presuroso). ¿Qué?

Evarista. Ponte a las órdenes de Cuesta para la liquidación, y para la entrega a los Padres...

Don Urbano. Hoy mismo. (Se levanta Cuesta.)

Evarista. Otra cosa: bajas un momento y le dices a Electra que ya van tres horas de juego...

Pantoja (imperioso). Que suba. Ya es demasiado retozar.

Don Urbano. Voy. (Viendo venir a Electra.) Ya está aquí.

ESCENA VII

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Los mismos; Electra, tras ella Máximo.

Electra (entra corriendo y riendo, perseguida por Máximo, a quien lleva ventaja en la carrera. Su risa es de miedo infantil). Que no me coges... Bruto, fastídiate.

Máximo (trae en una mano varios objetos que indicará, y en la otra una ramita larga de chopo, que esgrime como un azote). ¡Pícara, si te cojo...!

Electra (sin hacer caso de los que están en escena recorre ésta con infantil ligereza, y va a refugiarse en las faldas de Doña Evarista, arrodillándose a sus pies y echándole los brazos a la cintura). Estoy en salvo... tía; mándele usted que se vaya.

Máximo. ¿Dónde está esa loca? (Con amenaza jocosa.) ¡Ah! Ya sabe donde se pone.

Evarista. ¿Pero, hija, cuándo tendrás formalidad? Máximo, eres tú tan chiquillo como ella.

Máximo (mostrando lo que trae). Miren lo que me ha hecho. Me rompió estos dos tubos de ensayo... Y luego... vean estos papeles en que yo tenía cálculos que representan un trabajo enorme. (Muestra los papeles suspendiéndolos en alto.) Éste lo convirtió en pajarita;[26] éste lo entregó a los chiquillos para que pintaran burros, elefantes... y un acorazado disparando contra un castillo.

Pantoja. ¿Pero se metió en el laboratorio?

Máximo. Y me indisciplinó a los niños, y todo me lo han revuelto.

Pantoja (con severidad). Pero, señorita...

Evarista. ¡Electra!

Marqués. ¡Deliciosa infancia! (Entusiasmado.) Electra, niña grande, benditas sean sus travesuras. Conserve usted mientras pueda su preciosa alegría.

Electra. Yo no rompí los cilindros. Fue Pepito... Los papeles llenos de garabatos, sí los cogí yo, creyendo que no servían para nada.

Cuesta. Vamos, haya paces.

Máximo. Paces. (A Electra.) Vaya, te perdono la vida, te concedo el indulto por esta vez... Toma. (Le da la vara. Electra la coge pegándole suavemente.)

Electra. Esto por lo que me has dicho. (Pegándole con fuerza.) Esto por lo que callas.

Máximo. ¡Si no he callado nada!

Pantoja. Formalidad, juicio.

Evarista. ¿Qué te ha dicho?

Máximo. Verdades que han de serle muy útiles... Que aprenda por sí misma lo mucho que aún ignora; que abra bien sus ojitos y los extienda por la vida humana, para que vea que no es todo alegrías, que hay también deberes, tristezas, sacrificios...

Electra. ¡Jesús, qué miedo! (En el centro de la escena la rodean todos, menos Pantoja, que acude al lado de Evarista.)

Cuesta. Conviene no estimular con el aplauso sus travesuras.

Don Urbano. Y mostrarle un poquito de severidad.

Máximo. A severidad nadie me gana... ¿Verdad, niña, que soy muy severo y que tú me lo agradeces? Di que me lo agradeces.

Electra (azotándole ligeramente). ¡Sabio cargante! Si esto fuera un azote de verdad, con más gana te pegaría.

Marqués (risueño y embobado). ¡Adorable! Pégueme usted a mí, Electra.

Electra (pegándole con mucha suavidad). A usted no, porque no tengo confianza... Un poquito no más... así... (Pegando a los demás.) Y a usted... a usted... un poquito.

Evarista. ¿Por qué no vas a tocar el piano para que te oigan estos señores?

Máximo. ¡Si no estudia una nota! Su desidia es tan grande como su disposición para todas las artes.

Cuesta. Que nos enseñe sus acuarelas y dibujos. Verá usted, Marqués. (Se agrupan todos junto a la mesa, menos Evarista y Pantoja que hablan aparte.)

Electra. ¡Ay, sí! (Buscando su cartera de dibujos entre los libros y revistas que hay en la mesa.) Verán ustedes. Soy una gran artista.

Máximo. Alábate, pandero.

Electra (desatando las cintas de la cartera). Tú a deprimirme, yo a darme bombo, veremos quién puede más... Ea (mostrando dibujos), quédense pasmados. ¿Qué tienen que decir de estos magníficos apuntes de paisajes, de animales que parecen personas, de personas que parecen animales? (Todos se embelesan examinando los dibujos, que pasan de mano en mano.)

Evarista (que apartando su atención del grupo del centro, entabla una conversación íntima con Pantoja). Tiene usted razón, Salvador. Siempre la tiene, y ahora, en el caso de Electra, su razón es como un astro de luz tan espléndida, que a todos nos obscurece.

Pantoja. Esa luz que usted cree inteligencia, no lo es. Es tan sólo el resplandor de un fuego intensísimo que está dentro: la voluntad. Con esta fuerza, que debo a Dios, he sabido enmendar mis errores.

Evarista. Después de la confidencia que me hizo usted anoche, veo muy claro su derecho a intervenir en la educación de esta loquilla...

Pantoja. A marcarle sus caminos, a señalarle fines elevados...

Evarista. Derecho que implica deberes inexcusables...

Pantoja. ¡Oh! ¡Cuánto agradezco a usted que así lo reconozca, amiga del alma! ¡Yo temía que mi confidencia de anoche, historia funesta que ennegrece los mejores años de mi vida, me haría perder su estimación!

Evarista. No, amigo mío. Como hombre, ha estado usted sujeto a las debilidades humanas. Pero el pecador se ha regenerado, castigando su vida con las mortificaciones que trae el arrepentimiento, y enderezándola con la práctica de la virtud.

Pantoja. La tristeza, el amor a la soledad, el desprecio de las vanidades, fueron mi salvación. Pues bien: no sería completa mi enmienda si ahora no cuidara yo de dirigir a esta niña, para apartarla del peligro. Si nos descuidamos, fácilmente se nos irá por los caminos de su madre.

Evarista. Mi parecer es que hable usted con ella...

Pantoja. A solas.

Evarista. Eso pensaba yo: a solas. Hágale comprender de una manera delicada la autoridad que tiene usted sobre ella...

Pantoja. Sí, sí... No es otro mi deseo. (Siguen en voz baja.)

Electra (en el grupo del centro, disputando con Máximo). Quita, quita. ¿Tú qué sabes? (Mostrando un dibujo.) Dice este bruto que el pájaro parece un viejo pensativo, y la mujer una langosta desmayada.

Marqués. ¡Oh! no... que está muy bien.

Máximo. A veces, cuando menos cuidado pone, tiene aciertos prodigiosos.

Cuesta. La verdad es que este paisajito, con el mar lejano, y estos troncos...

Electra. Mi especialidad ¿no saben ustedes cuál es? Pues los troncos viejos, las paredes en ruínas. Pinto bien lo que desconozco: la tristeza, lo pasado, lo muerto. La alegría presente, la juventud, no me salen. (Con pena y asombro.) Soy una gran artista para todo lo que no se parece a mí.

Don Urbano. ¡Qué gracia!

Cuesta. ¡Deliciosa!

Marqués. ¡Cómo chispea! Me encanta oírla.

Máximo. Ya vendrá la reflexión, las responsabilidades...

Electra (burlándose de Máximo). ¡La razón, la seriedad! Miren el sabio... fúnebre. Yo tengo todo eso el día que me dé la gana... y más que tú.

Máximo. Ya lo veremos, ya lo veremos.

Pantoja (que ha prestado atención a lo que hablan en el grupo del centro). No puedo ocultar a usted que me desagrada la familiaridad de la niña con el sobrino de Urbano.

Evarista. Ya la corregiremos. Pero tenga usted presente que Máximo es un hombre honradísimo, juicioso...

Pantoja. Sí, sí; pero... Amiga mía, en los senderos de la confianza tropiezan y resbalan los más fuertes: me lo ha enseñado una triste experiencia.

Electra (en el grupo del centro). Yo sentaré la cabeza cuando me acomode. Nadie se pone serio hasta que Dios lo manda. Nadie dice ¡ay! ¡ay! hasta que le duele algo.

Marqués. Justo.

Cuesta. Y ya, ya aprenderá cosas prácticas.

Electra. Cierto: cuando venga Dios y me diga: «niña: ahí tienes el dolor, los deberes, la duda...»

Máximo. Que lo dirá... y pronto.

Evarista. Electra, hija mía, no tontees...

Electra. Tía, es Máximo que... (Pasa al lado de su tía.)

Don Urbano. Máximo tiene razón...

Cuesta. Seguramente. (Cuesta y Don Urbano pasan también al lado de Evarista, quedando solos a la izquierda Máximo y el Marqués.)

Máximo. ¿Puedo saber ya, señor Marqués, el resultado de su primera observación?

Marqués. Me ha encantado la chiquilla. Ya veo que no había exageración en lo que usted me contaba.

Máximo. ¿Y la penetración de usted no descubre bajo esos donaires algo que...?

Marqués. Ya entiendo... belleza moral, sentido común... No hay tiempo aún para tales descubrimientos. Seguiré observando.

Máximo. Porque yo, la verdad, consagrado a la ciencia desde edad muy temprana, conozco poco el mundo, y los caracteres humanos son para mí una escritura que apenas puedo deletrear.

Marqués. Pues en esa escritura y en otras sé yo leer de corrido.

Máximo. ¿Viene usted a mi casa?

Marqués. Iremos un rato. Es posible que mi mujer me riña si sabe que visito el taller de Electrotecnia y la fábrica de luz. Pero Virginia no ha de ser muy severa. Puedo aventurarme... Después volveré aquí, y con el pretexto de admirar a la niña en el piano, hablaré con ella y continuaré mis estudios.

Máximo (alto). ¿Viene usted, Marqués?

Don Urbano. ¿Pero nos dejan?

Marqués. Me voy un rato con este amigo.

Evarista. Marqués, estoy muy enojada por sus largas ausencias, pero muy enojada. No podrá usted desagraviarme más que almorzando hoy con nosotros. Es castigo, Don Juan;[27] es penitencia.

Marqués. Yo la acepto en descargo de mi culpa, bendiciendo la mano que me castiga.

Evarista. Tú, Máximo, vendrás también.

Máximo. Si me dejan libre a esa hora, vendré.

Electra. No vengas, hombre... por Dios, no vengas. (Con alegría que no puede disimular.) ¿Vas a venir? Di que sí. (Corrigiéndose.) No, no: di que no.

Máximo. ¡Ah! No te libras de mí. Chiquilla loca, tú tendrás juicio.

Electra. Y tú lo perderás, sabio tonto, viejo... (Le sigue con la mirada hasta que sale. Salen Máximo y el Marqués por el jardín. José entra por el foro.)

ESCENA VIII

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Electra, Evarista, Don Urbano, Pantoja, Cuesta, José.

José (anunciando). La señora Superiora de San José[28] de la Penitencia.

Pantoja. ¡Oh, mi buena Sor Bárbara de la Cruz...!

Evarista. Que pase aquí. (Se levanta.) No: al salón. Vamos.

Pantoja. ¡Qué feliz oportunidad! Así me evita el ir al convento.

Evarista. Hija, que estudies. (Señalándole la estancia próxima.)

Cuesta (despidiéndose). Yo me retiro. Volveré luego.

Evarista. Adiós.

Cuesta (aparte, por Electra). ¿La dejarán sola?

Pantoja (acudiendo a Electra). Cultive usted, Electra, con discernimiento ese arte sublime. Consagre usted todo su talento al gran Bach...[29] para que se vaya asimilando el estilo religioso. (Vanse todos menos Electra.)

ESCENA IX

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Electra; al poco rato Cuesta.

Electra (entonando una salmodia de Iglesia, recoge los dibujos y los ordena). Bach... para que me asimile... ¡qué gracia! el estilo religioso. (Canta.)

Cuesta (entra por el foro recatándose). ¡Sola...!

Electra (canta algunas notas litúrgicas. Ve avanzar a Cuesta). ¿Pero no se había marchado usted, Don Leonardo?

Cuesta (con timidez). Sí; pero he vuelto, hija mía. Tengo que hablar con usted.

Electra (un poquito asustada). ¡Conmigo!

Cuesta. El asunto es delicado, muy delicado... (Con fatiga y dificultad de respiración.) Perdone usted... padezco del corazón... no puedo estar en pie. (Electra le aproxima una silla. Se sienta.) Sí: tan delicado es el asunto que no sé por donde empezar.

Electra. Por Dios, ¿qué es?

Cuesta (animándose). Electra, yo conocí a su madre de usted.