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SOBRE LA AUTORA

La doctora en Psicología Susan David, ha sido galardonada por la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard. Es cofundadora y codirectora del Instituto de Coaching del Hospital de McLean y dirige la empresa Evidence Based Psychology, una pequeña y exclusiva consultora de negocios.

Su libro, que ha sido superventas del Wall Street Journal, se basa en la idea de la «Agilidad Emocional», concepto que fue considerado como «Idea de gestión del año» por la Harvard Business Review y ha sido destacado por numerosas publicaciones como el New York Times, el Washintong Post o la revista Time.

Susan David ofrece conferencias y asesoramiento en numerosas organizaciones de alto nivel como la ONU o el Foro Mundial Económico.

Para más información: susandavid.com

Los nombres y las características identificativas de las personas a las que se hace referencia se han modificado, y en algunos casos se han semielaborado, con el fin de proteger su privacidad.

Ni el editor ni el autor tienen el compromiso de prestar asesoramiento o servicios profesionales al lector. Las ideas, los procedimientos y las sugerencias contenidas en este volumen no tienen la intención de sustituir la consulta con el médico. Todos los asuntos relacionados con la salud del lector requieren supervisión médica. Ni el autor ni el editor serán responsables de cualquier pérdida o perjuicio que supuestamente derive de cualquier información o sugerencia presente en este libro.

Título original: EMOTIONAL AGILITY: GET UNSTUCK, EMBRACE CHANGE, AND THRIVE IN WORK AND LIFE

Traducido del inglés por Francesc Prims Terradas

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Maquetación y diseño de interior: Natalia Arnedo

© de la edición original

2016, Susan David

Publicado con autorización de Avery, un sello de Penguin Publishing Group,
filial de Penguin Random House LLC.

© de la presente edición

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C/ Rosa de los Vientos, 64

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29006-Málaga

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Capítulo 1

DE LA RIGIDEZ A LA AGILIDAD

Hace años, a principios del siglo XX, un prestigioso capitán estaba de pie en el puente de mando de un acorazado británico, mirando cómo el sol se ponía en el horizonte. Según se cuenta, el capitán estaba a punto de irse a cenar cuando un vigía anunció de repente:

–¡Luz, señor! Justo delante, a dos millas.

El capitán se volvió hacia el timonel.

–¿Está fija o en movimiento? –preguntó. Los radares aún no existían.

–Fija, capitán.

–Entonces, haga señales a ese barco –ordenó el capitán, bruscamente– Dígales: «Están en rumbo de colisión. Modifiquen el rumbo veinte grados».

La respuesta, desde la fuente de la luz, llegó momentos después:

–Es aconsejable que ustedes modifiquen su rumbo veinte grados.

El capitán se sintió insultado. ¡No solo habían desafiado su autoridad sino que, además, lo había presenciado un marinero novel!

–Mande otro mensaje –gruñó–: somos el buque de Su Majestad Defiant, un acorazado de treinta y cinco mil toneladas de peso. Modifiquen el rumbo veinte grados.

–Fantástico, señor –fue la respuesta–. Soy el grumete O’Reilly. Modifiquen su rumbo inmediatamente.

Furioso, rojo de ira, el capitán gritó:

–¡Somos el buque insignia del almirante Sir William Atkinson-Willes! ¡Cambien su rumbo veinte grados!

Se produjo un momento de silencio antes de que el grumete O’Reilly respondiera:

–Somos un faro, señor.

* * *

A medida que transcurren nuestras vidas, los seres humanos contamos con pocas maneras de saber qué rumbo tomar o qué nos aguarda. No tenemos faros que nos mantengan alejados de las relaciones tormentosas. No tenemos vigías en la proa o un radar en la torre que nos alerten de las amenazas sumergidas que podrían hundir nuestros planes profesionales. En lugar de ello, disponemos de nuestras emociones –sensaciones como el miedo, la ansiedad, la alegría y la euforia–, un sistema neuroquímico que evolucionó para ayudarnos a navegar por las complejas corrientes de la vida.

Las emociones, desde la ira que nos ciega hasta el amor que nos hace tener los ojos bien abiertos, son las respuestas físicas inmediatas que da el cuerpo a señales importantes procedentes del mundo exterior. Cuando nuestros sentidos recogen información (señales de peligro, indicios de interés romántico, signos de que estamos siendo aceptados o excluidos por nuestros semejantes), nos adaptamos físicamente a estos mensajes que nos llegan. Nuestros corazones laten más deprisa o más despacio, nuestros músculos se contraen o se relajan, nuestro enfoque mental no se aparta de cierta amenaza o bien se calma entre la calidez de una compañía de confianza.

Estas respuestas físicas, corporales, mantienen nuestro estado interno y nuestro comportamiento externo en sintonía con la situación del momento y pueden ayudarnos no solamente a sobrevivir, sino también a prosperar. Al igual que el faro del grumete O’Reilly, nuestro sistema de orientación natural, que se desarrolló a través de ensayos y errores evolutivos a lo largo de millones de años, es mucho más útil cuando no tratamos de combatirlo.

Pero no siempre es fácil lograrlo, porque nuestras emociones no son siempre de fiar. En algunas situaciones, nos ayudan a ver más allá de los fingimientos y las poses; funcionan como una especie de radar interno que nos da una lectura más exacta y perspicaz de lo que realmente está ocurriendo en una situación dada. ¿Quién no ha experimentado esas sensaciones viscerales que nos advierten que «este tipo está mintiendo» o «algo está inquietando a mi amiga a pesar de que dice que está bien»? Sin embargo, en otras situaciones, las emociones desentierran viejos asuntos y distorsionan nuestra percepción de lo que está sucediendo al hacernos entrar en contacto con dolorosas experiencias del pasado. Estas potentes sensaciones pueden imponerse completamente; pueden nublar nuestro juicio y conducirnos directamente contra las rocas. En estos casos, tal vez perdamos los estribos y, por ejemplo, tiremos una bebida en la cara del hombre mentiroso.

Por supuesto, la mayoría de los adultos raramente cedemos el control a nuestras emociones hasta el punto de tener comportamientos públicos inapropiados que tardan años en olvidarse. Lo más probable es que actuemos de una forma menos teatral pero más insidiosa. Muchas personas, la mayor parte del tiempo, operan en un piloto automático emocional; reaccionan a las situaciones sin verdadera conciencia o incluso sin ejercer su voluntad. Otros individuos son muy conscientes de que gastan demasiada energía tratando de contener o reprimir sus emociones; en el mejor de los casos, las tratan como niños indisciplinados y, en el peor, como amenazas a su bienestar. Y también están los sujetos que sienten que sus emociones les impiden alcanzar el tipo de vida que desean –esto ocurre especialmente con las que encontramos problemáticas, como la ira, la vergüenza y la ansiedad–. Con el tiempo, nuestras respuestas a las señales del mundo real pueden volverse cada vez más débiles y antinaturales, lo cual nos lleva a perder el rumbo en lugar de conducirnos a proteger lo que más nos interesa.

Soy psicóloga y coach de ejecutivos y llevo más de dos décadas estudiando las emociones y nuestra forma de interactuar con ellas. Cuando les pregunto a algunos de mis pacientes cuánto tiempo hace que están tratando de ponerse en contacto con sus emociones particularmente difíciles o con las situaciones que se las suscitan –o cuánto tiempo hace que están intentando arreglarlas o hacerles frente–, a menudo responden que cinco, diez o incluso veinte años. A veces la respuesta es: «Desde que era un niño pequeño».

Ante ello, la réplica evidente es: «En ese caso, ¿dirías que lo que estás haciendo te está funcionando?».

El objetivo de este libro es ayudarte a que seas más consciente de tus emociones, a que aprendas a aceptarlas y a hacer las paces con ellas y a continuación que te desarrolles como persona por medio de incrementar tu agilidad emocional. Las herramientas y técnicas que he reunido no harán de ti alguien perfecto que nunca va a decir lo incorrecto o que nunca más va a verse sumido en sentimientos de vergüenza, culpa, ira, ansiedad o inseguridad. Si te esfuerzas por ser perfecto –o por ser perfectamente feliz en todo momento–, solamente te aguardan la frustración y el fracaso. En lugar de ello, espero ayudarte a que te reconcilies con tus emociones más difíciles, a que seas más capaz de disfrutar de tus relaciones y a que puedas alcanzar tus metas y vivir la vida al máximo.

Pero esto no es más que la parte referente a las emociones de la agilidad emocional. El componente de la agilidad se dirige, además, a tus procesos de pensamiento y comportamiento –esos hábitos mentales y corporales que también pueden impedirte desarrollarte, especialmente cuando, al igual que el capitán del acorazado Defiant, reaccionas con la misma obstinación de siempre frente a las situaciones nuevas o diferentes–.

Las reacciones rígidas pueden provenir de la vieja y autodestructiva historia que te has creído y te has dicho un millón de veces: «Soy un perdedor», «Siempre digo lo incorrecto» o «Siempre me retiro cuando es el momento de luchar por lo que merezco». La rigidez puede provenir del hábito perfectamente normal de tomar atajos ­mentales y aceptar supuestos y reglas que pueden haberte sido útiles una vez (en tu infancia, en tu primer matrimonio, en un momento anterior de tu carrera) pero que no te están siendo útiles ahora: «No se puede confiar en la gente», «Voy a salir lastimado».

Cada vez hay más estudios que muestran que la rigidez emocional (quedarnos enganchados en pensamientos, sentimientos y comportamientos que no nos sirven) está asociada con una serie de problemas psicológicos, como la depresión y la ansiedad. En cambio, la agilidad emocional (ser flexible con los propios pensamientos y sentimientos para poder responder de manera óptima a las situaciones diarias) es clave para el bienestar y el éxito.

La agilidad emocional no consiste en controlar los pensamientos o en forzarse a pensar de forma más positiva. Las investigaciones demuestran que tratar de hacer que la gente cambie sus pensamientos de tipo negativo («Voy a dar un desastre de ponencia») por otros de tipo positivo («Verás cómo voy a triunfar») no suele funcionar; en realidad, puede ser una estrategia contraproducente.

La agilidad emocional tiene que ver con relajarse, calmarse y vivir con mayor intención. Se trata de elegir cómo responder al sistema de alerta emocional. Es coherente con el enfoque descrito por Viktor E. Frankl (el psiquiatra que sobrevivió a un campo de exterminio nazi y escribió después El hombre en busca de sentido) de llevar una vida más significativa, en la cual podamos realizar nuestro potencial humano: «Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio –escribió–. En ese espacio está nuestro poder de elegir nuestra respuesta. En nuestra respuesta está nuestro crecimiento y nuestra libertad». 1

La agilidad emocional abre este espacio que hay entre cómo nos sentimos y lo que hacemos en relación con nuestros sentimientos y ha demostrado ser útil para afrontar distintos problemas: imagen negativa de uno mismo, angustia, dolor, ansiedad, depresión, tendencia a la postergación, transiciones difíciles, etc. Pero la agilidad emocional no es beneficiosa solamente para aquellos que lidian con dificultades personales. También está vinculada con diversas disciplinas psicológicas que exploran las características de los individuos que tienen éxito y prosperan, 2 incluidos los que son como Frankl, que sobrevivió a grandes dificultades y, a continuación, llevó a cabo una gran labor.

Las personas emocionalmente ágiles son dinámicas. Demuestran flexibilidad a la hora de manejarse en nuestro mundo complejo y cambiante. Son capaces de tolerar altos niveles de estrés y de sobrellevar contratiempos mientras permanecen comprometidas, abiertas y receptivas. Entienden que la vida no siempre es fácil, pero no dejan de actuar de acuerdo con sus valores más preciados y persiguen sus grandes metas, sus objetivos a largo plazo. Siguen experimentando emociones de ira, tristeza, etc. (¿quién no?), pero las afrontan con curiosidad, compasión y aceptación. Y en lugar de dejar que dichas emociones las aparten de su camino, siguen en pos de sus más altas ambiciones, con eficacia, a pesar de todos sus defectos.

Empecé a sentirme interesada por la agilidad emocional y este tipo de resiliencia en la época del apartheid, en Sudáfrica, donde crecí. Viví mi infancia en el contexto de ese violento período de segregación forzada, en que la mayoría de las sudafricanas tenían más posibilidades de ser violadas que de aprender a leer. Las fuerzas gubernamentales sacaban a gente de sus hogares y la torturaban, la policía disparaba a ciudadanos que no estaban haciendo otra cosa que ir caminando hacia la iglesia... Los niños blancos y los niños negros se mantenían separados en todos los ámbitos de la sociedad: las escuelas, los restaurantes, los baños, las salas de cine... Aunque soy blanca y, por lo tanto, no sufrí tan profundamente como los sudafricanos de raza negra, mis amigos y yo no éramos inmunes a la violencia social que nos rodeaba. Una amiga mía fue violada. Mi tío fue asesinado. Como resultado, desde muy joven tuve mucho interés en comprender cómo lidia la gente con el caos y la crueldad que tienen lugar a su alrededor –o cómo no lo hacen–.

Contaba yo dieciséis años cuando le diagnosticaron un cáncer terminal a mi padre, que tenía apenas cuarenta y dos años en ese momento. Nos dijo que solo le quedaban unos meses de vida. La experiencia fue traumática para mí y me sentí muy sola frente a ella: no contaba con muchos adultos en quienes pudiese confiar y ninguno de mis compañeros había pasado por algo similar.

Afortunadamente, tenía una profesora de lengua muy solícita que animaba a sus alumnos a llevar diarios. Podíamos escribir sobre cualquier tema, a nuestra elección, pero teníamos que entregarle nuestros diarios cada tarde para que ella pudiese responder a lo que vertíamos en ellos. En algún momento, comencé a escribir sobre la enfermedad de mi padre y, finalmente, su muerte. Mi profesora escribió reflexiones sinceras a modo de comentario y me hizo preguntas acerca de cómo me sentía. Llevar ese diario me resultó muy útil; no tardé en reconocer que me estaba ayudando a describir mis experiencias, encontrarles un sentido y procesarlas. No alivió mi dolor, pero me permitió pasar por el trauma. También me mostró el poder que tiene afrontar las emociones difíciles, en lugar de tratar de evitarlas, y me ubicó en la senda profesional que he seguido desde siempre.

Afortunadamente, el apartheid es un asunto del pasado en Sudáfrica, y aunque la vida moderna difícilmente se presenta libre de dolor y situaciones tremendas, la mayoría de los lectores de este libro vivís sin la amenaza de la violencia y la opresión institucionalizadas. Sin embargo, incluso en medio de la paz y la prosperidad relativas que se viven en Estados Unidos, donde resido desde hace más de una década, muchos individuos luchan para tomar las riendas de su vida y alcanzar sus objetivos. Casi todas las personas que conozco están estresadas y agobiadas a causa de exigencias laborales, familiares o económicas, o por temas de salud o a causa de otro tipo de presiones que experimentan; a ello se suman las grandes fuerzas que están operando en la sociedad, como la inestabilidad económica, los vertiginosos cambios que se producen en el contexto cultural y la avalancha interminable de tecnologías perturbadoras que nos distraen a cada momento.

Así las cosas, la multitarea (la respuesta de nuestra época al exceso de trabajo y a los agobios) no nos proporciona ningún alivio. Un estudio reciente descubrió que el efecto de la multitarea en el desempeño es comparable a conducir borracho. 3 Otros estudios muestran que el estrés diario de baja intensidad (el que se debe a situaciones como la necesidad de llenar el táper del almuerzo en el último ­minuto, el ­hecho de que el móvil se quede sin batería justo cuando es el ­momento de mantener una conversación telefónica muy importante, los frecuentes retrasos del tren o la acumulación de las facturas) puede hacer que las neuronas envejezcan prematuramente –hasta una década antes de lo normal–. 4

Mis pacientes me dicen todo el tiempo que las exigencias de la vida moderna les hacen sentirse atrapados, enganchados y agitados como peces en un anzuelo. Quieren hacer algo más con sus vidas, como explorar el mundo, casarse, terminar un proyecto, tener éxito en el trabajo, iniciar un negocio, conservar la salud o cultivar relaciones de calidad con sus hijos y otros miembros de la familia, pero sus actos cotidianos no los acercan al cumplimiento de estos deseos –de hecho, a menudo no tienen nada que ver con ellos–. A pesar de que se esfuerzan por encontrar y aceptar lo que es correcto, están atrapados no solo por las circunstancias de sus vidas, sino también por sus propios pensamientos y comportamientos autodestructivos. Por otra parte, aquellos de mis pacientes que son padres están permanentemente preocupados por cómo afecta a sus hijos su estrés y su saturación. Si alguna vez ha habido una época en la que nos ha convenido ser más ágiles desde el punto de vista emocional, esta época es la actual. Cuando el suelo se está agitando constantemente bajo nuestros pies, necesitamos ser ágiles para evitar caernos de bruces.

¿RÍGIDO O ÁGIL?

A los cinco años de edad, decidí escaparme de casa. Estaba molesta con mis padres por alguna razón (no puedo recordar cuál) y pensé que huir era la única opción razonable. Preparé una pequeña bolsa, tomé un tarro de mantequilla de cacahuete y un poco de pan de la despensa, me puse mis preciosos zuecos rojos y blancos y partí en busca de la libertad.

Vivíamos en Johannesburgo, cerca de una calle muy transitada, y mis padres llevaban mucho tiempo insistiendo en que nunca, bajo ninguna circunstancia, debía cruzarla sola. Cuando me acerqué a la esquina, me di cuenta de que continuar y adentrarme en el gran mundo no era una opción. Que no podía cruzar la calle era algo ­incuestionable. Así que hice lo que haría cualquier niño de cinco años fugitivo pero obediente al que no le estuviese permitido cruzar la calle: di la vuelta a la manzana. Una vez, y otra, y otra. Cuando por fin regresé al hogar después de mi dramática aventura, había estado dándole vueltas al mismo lugar (y, por lo tanto, pasando por delante de la puerta de mi casa) durante horas.

Todos hacemos esto de una manera u otra. Le damos la vuelta a la manzana que son nuestras vidas caminando –o corriendo– una y otra vez, obedeciendo reglas que están escritas, que están implícitas o que simplemente imaginamos, aferrados a formas de ser y hacer que no nos son útiles. A menudo digo que actuamos como juguetes a cuerda que chocan repetidamente contra las mismas paredes: no nos damos cuenta de que puede haber una puerta abierta a nuestra izquierda o a nuestra derecha.

Incluso cuando reconocemos que estamos bloqueados y que podríamos recibir algún apoyo, las personas a las que nos dirigimos (la familia, los amigos, un jefe amable, algún terapeuta) no siempre nos ayudan de manera efectiva. Tienen sus propios problemas, sus limitaciones y sus preocupaciones.

Mientras tanto, nuestra cultura consumista fomenta la idea de que podemos controlar y arreglar la mayor parte de los asuntos que nos preocupan y que debemos eliminar o reemplazar aquello que no podemos arreglar. ¿Te sientes infeliz en tu relación? Encuentra a otra persona. ¿No eres lo suficientemente productivo? Hay una aplicación para eso. Cuando no nos gusta lo que ocurre en nuestro mundo interior, aplicamos la misma mentalidad: vamos de compras, buscamos un nuevo terapeuta o decidimos arreglar nuestra propia infelicidad e insatisfacción por medio de «pensar en positivo».

Desafortunadamente, nada de esto funciona muy bien. Tratar de corregir los pensamientos y sentimientos perturbadores nos lleva a obsesionarnos con ellos de forma improductiva. Intentar sofocarlos puede conducir a comportamientos perjudiciales, desde trabajar en exceso hasta caer en alguna adicción en la que encontrar alivio. Y ­tratar de convertir esos pensamientos y sentimientos negativos en positivos nos lleva, casi con toda seguridad, a sentirnos peor.

Muchas personas recurren a libros o cursos de autoayuda para lidiar con sus emociones, pero muchos de estos programas no entienden nada bien los mecanismos de la autoayuda. Los que pregonan el pensamiento positivo están particularmente desencaminados. Tratar de imponer pensamientos felices es extremadamente difícil, si no imposible, porque pocas personas pueden, simplemente, desechar sus pensamientos negativos y reemplazarlos por otros más agradables. Además, este consejo no tiene en cuenta una verdad esencial: las llamadas emociones negativas suelen trabajar a nuestro favor.

De hecho, la negatividad es normal. Esta es una realidad fundamental. Estamos programados para sentir emociones negativas de vez en cuando. Forma parte de la condición humana. Poner un énfasis excesivo en «ser positivos» es una de las formas en que nuestra cultura sobremedica –en sentido figurado– las fluctuaciones normales de nuestras emociones, de la misma manera que la sociedad sobremedica –a menudo, literalmente– a los niños revoltosos y a las personas que tienen cambios de humor.

Durante los últimos veinte años, en los que he estado recibiendo a pacientes en consulta, ejerciendo como coach e investigando, he puesto a prueba y perfeccionado los principios de la agilidad emocional para ayudar a numerosas personas a alcanzar grandes objetivos en sus vidas. Entre ellas ha habido madres que se sentían atrapadas en su intento de mantener el orden mientras hacían juegos malabares con la familia y el trabajo, embajadores de las Naciones Unidas que luchaban por llevar la vacunación a los niños de países subdesarrollados, líderes de corporaciones multinacionales complejas y personas que, sencillamente, sentían que la vida podía ofrecerles algo más.

No hace mucho tiempo publiqué algunas de mis conclusiones fruto de este trabajo en un artículo que apareció en Harvard Business Review (HBR). 5 En él describía cómo casi todos mis pacientes (por no hablar de mí misma) tienden a quedar atrapados por patrones rígidos y negativos. A continuación, exponía un modelo destinado a ­desarrollar una mayor agilidad emocional con el fin de desengancharnos de estos patrones y llevar a cabo cambios efectivos y duraderos. El artículo permaneció en la lista de los más populares de la revista durante meses y en poco tiempo fue descargado por casi doscientas cincuenta mil personas –cantidad que coincide con la del total de ejemplares impresos de HBR que están en circulación–. HBR lo anunció como «Idea de Gestión del Año» y fue reproducido en numerosos medios, como The Wall Street Journal, Forbes y Fast Company. Los editores describieron la agilidad emocional como la «próxima inteligencia emocional», como una gran idea que cambia la forma en que nuestra sociedad piensa sobre las emociones. Digo todo esto no para ponerme medallas, sino porque la reacción a este artículo me hizo darme cuenta de que la propuesta de la agilidad emocional había dado en el clavo. Al parecer, millones de personas están buscando un camino mejor.

Este libro constituye una versión muy extendida de las investigaciones y los consejos que ofrecía en el artículo de HBR. Pero antes de entrar en materia, permíteme ofrecer una visión general de lo que vamos a tratar. La agilidad emocional es un proceso que nos permite estar en el momento y cambiar o mantener nuestros comportamientos para vivir de maneras que estén en consonancia con nuestras intenciones y nuestros valores. El proceso no consiste en ignorar las emociones y los pensamientos difíciles. Se trata de sostenerlos de forma ligera, afrontarlos con valentía y compasión y luego ir más allá de ellos para hacer que ocurran grandes cambios en nuestras vidas.

El proceso del cultivo de la agilidad emocional se desarrolla en cuatro movimientos esenciales:

MOSTRARSE *

Woody Allen dijo en una ocasión que el ochenta por ciento del éxito consiste en mostrarse. En el contexto de este libro, mostrarse ­significa enfrentarse a los propios pensamientos, emociones y comportamientos con intención, curiosidad y amabilidad. Algunos de estos pensamientos y emociones son válidos y apropiados en el momento; otros son residuos que adheridos a la psique, como esa canción de Beyoncé que hace semanas que intentas sacarte de la cabeza.

En cualquier caso, tanto si se trata de reflexiones precisas acerca de la realidad como de distorsiones perjudiciales, estos pensamientos y estas emociones forman parte de lo que somos, y podemos aprender a trabajar con ellos y seguir adelante.

DISTANCIARSE

Después de afrontar nuestros pensamientos y emociones, el siguiente paso es desapegarnos de ellos y observarlos para verlos como lo que son: solo pensamientos, solo emociones. Al hacer esto, creamos el espacio abierto y carente de prejuicios del que hablaba Frankl entre nuestras emociones y nuestra manera de responder a ellas. También podemos identificar emociones difíciles a medida que las experimentamos y encontrar maneras de reaccionar más apropiadas. El hecho de observarnos desde fuera evita que nuestras experiencias mentales pasajeras nos controlen.

La visión más amplia que ganamos en esta etapa significa que aprendemos a vernos a nosotros mismos como el tablero de ajedrez, lleno de posibilidades, más que como cualquiera de las piezas del tablero, capaces de hacer solamente ciertos movimientos ­preestablecidos. 6

SEGUIR EL PROPIO CAMINO

Una vez que hemos aclarado y apaciguado nuestros procesos mentales y, luego, hemos creado el espacio necesario entre los pensamientos y el pensador, podemos empezar a centrarnos más en lo que realmente nos importa: nuestros valores fundamentales, nuestros objetivos más relevantes. Reconocer y aceptar los componentes emocionales amedrentadores, dolorosos o perturbadores para, a continuación, distanciarnos de ellos nos otorga la capacidad de adoptar una perspectiva amplia; es decir, podemos integrar nuestros ­pensamientos y emociones con nuestros valores y aspiraciones a largo plazo y, de ese modo, encontrar nuevas y mejores maneras de alcanzar nuestros ­objetivos.

Tomas miles de decisiones cada día. ¿Deberías ir al gimnasio después del trabajo o saltarte la sesión e ir a tomar algo? ¿Deberías aceptar la llamada de ese amigo que hirió tus sentimientos o dejar que salte el contestador automático? Llamo puntos de elección a estos pequeños momentos de decisión. 7 Nuestros valores fundamentales nos proporcionan la brújula que hace que sigamos yendo en la dirección correcta.

SEGUIR ADELANTE

El principio de los pequeños ajustes

La autoayuda tradicional tiende a ver el cambio en términos de metas elevadas y una transformación total, pero los estudios apoyan la visión opuesta: que pequeños ajustes deliberados imbuidos de nuestros propios valores pueden marcar una gran diferencia en nuestras vidas. Esto es especialmente cierto cuando efectuamos ajustes en nuestra rutina y en nuestros hábitos, los cuales, a través de la repetición diaria, tienen un gran poder transformador.

El principio del equilibrio

Cuando vemos a una gimnasta de élite en acción, nos parece que realiza movimientos difíciles sin esforzarse, gracias a su agilidad y a que tiene los músculos del torso bien desarrollados. Estos músculos constituyen su centro. Cuando algo le hace perder el equilibrio, su centro la ayuda a corregir la postura. Pero para competir al más alto nivel, tiene que continuar saliendo de su zona de confort con el fin de intentar hacer movimientos cada vez más difíciles. Nosotros también necesitamos encontrar el equilibrio perfecto entre nuestros retos y nuestras aptitudes, de modo que no seamos autoindulgentes ni nos abrumemos, sino que nos sintamos animados, entusiasmados y vigorizados por los desafíos.

La empresaria Sarah Blakely, fundadora de Spanx (empresa de fajas para moldear el cuerpo) y que en su día fue la multimillonaria hecha a sí misma más joven del mundo, ha explicado que su padre le decía en la mesa, a la hora de cenar, cada noche: «Bueno, dime en qué has fracasado hoy». 8 La intención de su padre no era ­desmoralizarla, sino animarla a desafiar los límites; para él estaba bien –incluso era admirable– tropezar a la hora de intentar algo nuevo y difícil.

El objetivo final de la agilidad emocional es que conserves tu amor por los retos y el crecimiento a lo largo de tu vida.

Espero que este libro te sirva como hoja de ruta hacia un cambio de comportamiento real –hacia una nueva forma de actuar que te ayudará a tener la vida que deseas y a hacer que tus emociones más problemáticas constituyan para ti una fuente de energía, creatividad e inspiración–.

Empecemos.


* Showing up en el original. El verbo preposicional show up es bastante ambiguo y de difícil traducción. Aunque la acepción más habitual tiene que ver con «aparecer», «presentarse», «hacer acto de presencia»... la acepción más correcta viene dada en la mayoría de los casos por el contexto. A lo largo del libro hemos manejado diferentes opciones en función del contenido.


1 Frankl, V. E. (1984). Man’s search for meaning: An introduction to logotherapy. Nueva York, USA: Simon & Schuster.

2 La agilidad emocional está influida por las investigaciones llevadas a cabo en los ámbitos de la psicología social, organizacional y clínica. Está en deuda, sobre todo, con la terapia de aceptación y compromiso –desarrollada por Steven Hayes, profesor y catedrático de psicología en la Universidad de Nevada, y sus colegas– y está apoyada por una generosa comunidad de investigadores y profesionales pertenecientes a la Asociación para la Ciencia del Comportamiento Contextual.
La flexibilidad es una característica distintiva de la salud y el bienestar. Cada vez más investigaciones (y ya se han efectuado muchas hasta el momento) muestran que la escasa presencia de las habilidades que sustentan la agilidad emocional permite predecir menores índices de éxito y bienestar, que la elevada presencia de estas habilidades es determinante para contar con salud psicológica y prosperar y también que la agilidad emocional se puede aprender. Para más información al respecto, consulta estos excelentes trabajos: Kashdan, T. y Rottenberg, J. (2010). «Psychological flexibility as a fundamental aspect of health». Clinical Psychology Review, 30 (7), 865-878; Biglan, A., Flay, B., Embry, D. y Sandler, I. (2012). «The critical role of nurturing environments for promoting human well-being». American Psychologist, 67 (4), 257-271; Bond, F. W., Hayes, S. C. y Barnes-Holmes, D. (2006). «Psychological flexibility, ACT, and organizational behavior». Journal of Organizational Behavior Management, 26 (1-2), 25-54; Lloyd, J., Bond, F. W. y Flaxman, P. E. (2013). «The value of psychological flexibility: Examining psychological mechanisms underpinning a cognitive behavioral therapy intervention for burnout». Work and Stress, 27 (2), 181-199; A-Tjak, J., Davis, M., Morina, N., Powers, M., Smits, J. y Emmelkamp, P. (2015). «A meta-analysis of the efficacy of acceptance and commitment therapy for clinically relevant mental and physical health problems». Psychotherapy and Psychosomatics, 84 (1), 30-36; Aldao, A., Sheppes, G. y Gross, J. (2015). «Emotion regulation flexibility». Cognitive Therapy and Research, 39 (3), 263-278.

3 Strayer, D., Crouch, D. y Drews, F. (2006). «A comparison of the cell phone driver and the drunk driver». Human Factors, 48 (2), 381-391.

4 Epel, E., Blackburn, E., Lin, J., Dhabhar, F., Adler, N., Morrow, J. y Cawthon, R. (2004). «Accelerated telomere shortening in response to life stress». Proceedings of the National Academy of Sciences, 101 (49), 17312-17315.

5 David, S. y Congleton, C. (noviembre de 2013). «Emotional agility. How effective leaders manage their negative thoughts and feelings». Harvard Business Review, 125-128.

6 La fuente de esta metáfora es Hayes, S. C., Strosahl, K. D. y Wilson, K. G. (1999). Acceptance and commitment therapy: An experiential approach to behavior change. Nueva York, USA: Guilford Press. [En español: (2014) Terapia de aceptación y compromiso: Proceso y práctica del cambio consciente (mindfulness). Bilbao, España: Desclée de Brouwer].

7 Este concepto es utilizado en David, S. (septiembre de 2009). Strengthening the inner dialogue (taller facilitado para Ernst & Young).

8 Caprino, K. (23 de mayo de 2012). «10 lessons I learned from Sarah Blakely that you won’t hear in business school». Forbes.

AGRADECIMIENTOS

Así como se necesita una aldea para criar a un niño, se necesita una aldea global para publicar un libro. Más personas de las que puedo nombrar aquí configuraron Agilidad emocional con su apoyo, sus visiones, sus puntos de vista, su generosidad y su amor.

Antes de que existiera este libro, hubo un artículo, y antes de que existiera ese artículo, hubo ideas e investigaciones. He tenido el privilegio de conocer a algunos de los psicólogos motivacionales y científicos del comportamiento más importantes del planeta y aprender de ellos. Henry Jackson, tu fe en mí estimuló mi investigación sobre las emociones y su impacto en la vida cotidiana. Peter Salovey, no puedo pensar en ninguna persona más innovadora, amable y generosa. Tu pensamiento, así como el de Jack Mayer y David Caruso, ha configurado una generación de investigadores y profesionales. Martin Seligman, Ed Diener y Mihaly Csikszentmihalyi, vuestra visión de un foro en el que investigadores nuevos y experimentados pudieran reunirse y aprender unos de otros fue fundamental para muchas carreras, incluida la mía. Marc Brackett, Alia Crum, Robert Biswas-Diener, Michael Steger, Sonja Lyubomirsky, Todd Kashdan, Ilona Boniwell, Adam Grant, Dorie Clark, Richard Boyatzis, Nick Craig, Andreas Bernhardt, Konstantin Korotov, Gordon Spence, Anthony Grant, Ellen Langer, Amy Edmondson, Whitney Johnson, Gretchen Rubin y muchos otros colegas, vuestras ideas han alimentado los contenidos de este libro, y os estoy profundamente agradecida por vuestra generosidad y vuestro trabajo.

Mi pensamiento se ha visto profundamente influido por las investigaciones llevadas a cabo por la Asociación para la Ciencia del Comportamiento Contextual y por los enriquecedores debates sobre la lista Aceptación y Compromiso para Profesionales; quiero destacar especialmente las contribuciones de Steven Hayes, Russ Harris, Joseph Ciarrochi, John Forsyth, Donna Read, Rachel Collis, Kelly Wilson, Hank Robb, Maarten Aalberse, Kevin Polk, Lisa Coyne, Daniel Morán, Amy Murrell y Louise Hayes. Este foro establece el punto de referencia para la apertura al aprendizaje, la curiosidad y el compartir, en el contexto de una humildad reconfortante.

Ruth Ann Harnisch, no hay palabras con las que pueda transmitirte mi agradecimiento por tu apoyo y aliento. Tú y Bill Harnisch sois una destacada fuerza del bien en el mundo. Si no fuese por vosotros y por el trabajo pionero de la Fundación Harnisch, que incluye la labor de la querida Linda Ballew, Jennifer Raymond, Lindsey Taylor Wood y todos vuestros colegas visionarios, el Instituto del Coaching no existiría, y este campo no habría visto el desarrollo que ha experimentado. Scott Rauch, Philip Levendusky, Shelly Greenfield, Lori Etringer y las muchas otras personas que trabajáis en el hospital McLean y en la Universidad de Harvard haciendo un trabajo tan importante, gracias por vuestro apoyo en la creación del instituto. Carol Kauffman y Margaret Moore, cofundadoras del instituto junto conmigo, ha sido un trayecto maravilloso, y no pude imaginar a dos mejores amigas con las que recorrerlo. Mis fabulosos compañeros Jeff Hull, Irina Todorova, Chip Carter, Laurel Doggett, Sue Brennick, Ellen Shub y Stephenie Girard, mi vida es inmensamente más rica gracias a que os he conocido.

Alison Beard y Katherine Bell, vosotras creísteis en las ideas que había detrás de Agilidad emocional y fuisteis miembros fundamentales del grupo que dio forma al artículo publicado en la Harvard Business Review que fue el origen del libro. Ha sido maravilloso conoceros a lo largo de los años, junto con el resto del equipo de HBR, integrado, entre otras personas, por Courtney Cashman, Ania Wieckowski, Amy Gallo, Melinda Merino y Sarah Green Carmichael. Hacéis un gran esfuerzo para traer ideas importantes e innovadoras al mundo de los negocios, y lo hacéis con éxito. Gracias.

Sin la increíble Brooke Carey, de Penguin Avery, la versión original de este libro (en inglés) no existiría. Brooke apoyó Agilidad emocional desde que era una mera propuesta hasta que llegó a ser un libro acabado. Su orientación y su juicio fueron impecables en cada etapa del recorrido. Brooke, cuentas con mi profundo aprecio, para siempre. Estoy especialmente agradecida a Megan Newman y Caroline Sutton por creer en este trabajo y apoyarlo; al equipo de publicidad y marketing, que incluye a Lindsay Gordon, Anne Kosmoski, Farin Schlussel y Casey Maloney, y a la extraordinaria correctora, Maureen Klier. Todas vosotras habéis contribuido a este libro de muchas maneras. Ha sido un honor y un privilegio trabajar con un equipo tan profesional, alentador y divertido. Mi agradecimiento también a las maravillosas personas de Penguin Life: Joel Rickett, Julia Murday, Emma Brown, Emily Robertson, Richard Lennon y Davina Russell. Bill Patrick, este libro no sería lo que es sin tu extraordinario intelecto, tu humor y tu capacidad de articular lo difícil. He aprendido mucho de ti. Melanie Rehak y Lauren Lipton, estoy muy agradecida por vuestras contribuciones y vuestras ideas editoriales.

Christy Fletcher, mi extraordinaria agente, ¿cómo puedo darte las gracias? Déjame contar las formas en que has apoyado este libro: con tu humor, con tus ánimos, con tu atención al detalle, con tu intelecto, con tu sorprendente perspicacia, con tu amistad... y de muchas más formas. Tú, la brillante Sylvie Greenberg, Hillary Black y el resto de los integrantes de Fletcher & Company sois un equipo entre un millón. Cualquier autor que tenga el privilegio de trabajar con vosotros puede considerarse muy afortunado.

He tenido el placer de trabajar con un destacado grupo de profesionales en Evidence Based Psychology. Nunca habría escrito este ­libro si no hubiese contado con la organización, la ayuda, la flexibilidad y las habilidades de Kimbette Fenol. Jennifer Lee, Amanda Conley, Christina Congleton, Karen Monteiro y Jenni Whalen, estoy agradecida de haber compartido este camino con vosotras. Quiero expresar también mi agradecimiento a aquellos buenos amigos y clientes que habéis mostrado interés en mi trabajo y en mi labor como escritora; conoceros ha sido una experiencia muy importante. Al escribir estos agradecimientos me he dado cuenta de que debería mencionar a tantos de vosotros que no podría poner todos vuestros nombres. Karen Hochrein, Michael Liley, Jim Grant, Fabian Dattner, David Ryan, Mike Cullen, Sara Fielden, Tracey Gavegan, Helen Lea, Libby Bell, Sam Fouad, Nicole Blunck, Tim Youle, Jennifer Hamilton, Matt Zema, Graham Barkus, Mike Mister, Leona Murphy, Andy Cornish, Alison Ledger, Stephen Johnston, Juraj Ondrejkovic y mis muchos otros pacientes y colegas que habéis compartido conmigo, gracias por enriquecer mi vida con vuestra amistad y mi pensamiento con vuestras ideas.

Todo niño y todo adolescente necesita a determinados adultos, además de sus padres, que los quieran, los orienten y los aconsejen. Meg Fargher es la profesora que se describe en Agilidad emocional. Meg, me mostraste que el aprendizaje y la luz existen incluso en la muerte. Shalom Farber, estuviste ahí para mí de muchas maneras, con tu mano amiga y tus buenos consejos. Te quiero y te echo de menos. Glynis Ross-Munro, viste en mí unas posibilidades que yo misma no veía. Las tres tuvisteis un impacto positivo sobre mí, de más formas de las que se pueden describir. Gracias.

Soy quien soy gracias a los muchos amigos y familiares que me han querido y han estado ahí a lo largo de mi vida. Mi gran amistad con la extraordinaria Yaël Farber empezó cuando yo tenía solamente tres años. Aly, hemos hecho camino juntas fuertemente agarradas de la mano. Gracias. Laura Bortz, hace más de cuatro décadas que somos amigas. Eres amable y generosa y ocupas un lugar especial en mi corazón. Charlotte y Moshe Samir, Sam Sussman, Liezel David, Alex Whyte y Richard y Robyn Samir, estoy muy agradecida de que seamos ­familia. Lisa Farber y José Segal, Heather Farber, Tanya Farber, Sharon y Gary Aaron, Joelle Tomb y Chris Zakak, Jillian Frank, Bronwyn Fryer, Charbel El Hage, Janet Campbell, Bill y Maureen Thompson, Trula y Koos Human: gracias por los recuerdos, las risas y vuestro apoyo.

Estoy agradecida más allá de toda medida a mi madre, Veronica; a mi desaparecido padre, Sidney; a mi hermana, Madeleine, y a mi hermano, Christopher. Vosotros habéis impartido las lecciones de las que habla este libro: la compasión, la perseverancia, el valor que tienen todas las emociones y lo importante que es seguir el propio camino.

Anthony Samir, mi querido marido, eres mi compañero de vida, mi mejor amigo, mi coach y mi confidente. Noah y Sophie, vivo imbuida de vuestro amor, vuestros ánimos y vuestra aceptación. Me siento extraordinariamente afortunada por el hecho de que me elegisteis como madre. La alegría y la belleza presentes en mi mundo se deben a vosotros tres. Gracias a cada uno de vosotros. Llevo vuestro corazón conmigo, en mi propio corazón.

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Capítulo 2

EL ENGANCHE

Un guion de Hollywood tiene éxito o no según su «gancho» (el argumento básico que capta el interés del público, da inicio a la historia y conduce la acción hacia delante). Para que una historia tenga gancho debe haber necesariamente un conflicto. Las ganas de ver cómo se resuelve el conflicto es la razón por la cual, una vez que estamos enganchados a una película, permanecemos interesados y la seguimos viendo.

Como psicóloga, me parece que los libros y las películas que más enganchan son aquellos en los que el conflicto –o al menos una gran parte de él– se halla dentro de la propia naturaleza del héroe: un actor que está en dificultades no entiende a las mujeres hasta que, desesperado por tener un trabajo, finge ser una mujer en la vida real (Tootsie). Una chica ingenua le tiene miedo al compromiso (Novia a la fuga). O, en una de las películas que más gancho han tenido nunca, un asesino experto que está inconsciente se despierta en medio de una trama de espionaje y no tiene ni idea de quién es ni qué quiere (El caso Bourne).

Tal vez no podamos conducir descapotables entre palmeras o tener reuniones con estrellas de cine, pero cada uno de nosotros, a nuestra manera, es un guionista hollywoodiense. Eso es así porque a cada minuto de cada día estamos escribiendo los guiones que se proyectan en la pantalla de cine que hay dentro de nuestras cabezas. La diferencia es que en las historias de nuestras vidas quedar enganchados no implica la emoción de estar con el alma en vilo sentados en una butaca. Significa vernos atrapados por una emoción, un pensamiento o un comportamiento autodefensivos.

Nuestra mente es una máquina de encontrarles sentido a las cosas, y ser humano implica, en gran medida, trabajar para darles sentido a los miles de millones de bits de información sensorial que nos bombardean todos los días. Nuestra manera de encontrar el sentido es organizar todo lo que vemos y oímos, y todas las experiencias y relaciones que se arremolinan a nuestro alrededor, en un discurso coherente: «Esta soy yo, Susan, despertándome. Estoy en una cama. El pequeño mamífero que está subiéndose encima de mí es mi hijo, Noah. Antes vivía en Johannesburgo, pero actualmente vivo en Massachusetts. Tengo que levantarme y prepararme para una cita profesional. Esto es lo que hago: soy psicóloga, y me reúno con personas para tratar de ayudarlas».

Estos discursos o historias tienen un propósito: nos los decimos para organizar nuestras experiencias y mantenernos cuerdos.

El problema es que todos efectuamos malas interpretaciones. Aquellos que no cuentan con una historia realista y coherente, o cuya historia no tiene nada que ver con la realidad, pueden ser etiquetados como psicóticos. Pero aunque puede ser que la mayoría de nosotros no escuchemos nunca voces o no tengamos delirios de grandeza, al escribir nuestras propias historias todos nos tomamos libertades en relación con la verdad. A veces ni siquiera nos damos cuenta de que lo hacemos. Aceptamos estos autorrelatos convincentes sin cuestionarlos, como si fueran la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Se trata de historias que, independientemente de su veracidad, pueden haber sido garabateadas en nuestras pizarras mentales en tercero de primaria, o incluso antes de que pudiésemos caminar o hablar. Nos adentramos en estas fabulaciones y permitimos que una frase o un mensaje que pudo haberse manifestado treinta o cuarenta años atrás y que nunca se ha demostrado ni verificado objetivamente ­condicione la totalidad de nuestras vidas. Hay casi tantos de estos escenarios confusos como personas:

Podríamos continuar indefinidamente. También creamos estas historias, todos los días, a menor escala. Sé que yo misma lo he hecho. He aquí un ejemplo: hace unos años, un colega me informó casualmente, por medio de un mensaje en el buzón de voz, de que iba a tomar prestado –o tal vez debería decir robar– un concepto mío para usarlo como el título de su próximo libro. Esperaba que «no me importase», dijo. No me estaba pidiendo permiso, sino que lo estaba dando por hecho, con toda tranquilidad.

Bueno, ¡por supuesto que me importaba! Iba a utilizar mi concepto, uno que yo misma tenía intención de utilizar. Maldije el día en que se lo mencioné en un momento de descuido, en un congreso. Pero ¿qué podía hacer yo? Los profesionales no pueden estar gritándose el uno al otro.

Enterré mi enojo e hice lo que casi todo el mundo haría: llamé a mi marido para desahogarme. Pero Anthony es médico, y al contestar al teléfono dijo: «Suzy, no puedo hablar. Tengo un paciente en el quirófano, esperando una intervención de emergencia».

Así que me vi agraviada por segunda vez, ¡y en este caso por mi propio marido!

La lógica de la situación (salvar la vida de su paciente era, en realidad, más importante que hablar conmigo en ese momento) no sirvió para apaciguar mi ira creciente. ¿Cómo podía tratarme así mi esposo, la única vez que realmente lo necesitaba? Ese pensamiento se transformó rápidamente en «nunca está realmente disponible para mí». Mi furia creció, al igual que se asentó mi plan de ignorar su devolución de la llamada cuando se produjese. Estaba enganchada.

Pues sí. En lugar de tener una conversación con mi colega en la que le expresase, de forma tranquila pero en términos inequívocos, que desaprobaba la acción que se proponía llevar a cabo y en la que tratase de encontrar una solución satisfactoria, pasé dos días irritada, durante los cuales le hice el vacío a mi inocente marido porque «nunca estaba ahí para mí».

Genial, ¿verdad?

No es solo que estas historias dudosas, no siempre exactas, que nos decimos a nosotros mismos provoquen un conflicto, o nos hagan perder el tiempo, o enfríen el ambiente en el hogar. La cuestión más importante es la contradicción existente entre el mundo que describen y el mundo en el que queremos vivir, aquel en el que realmente podríamos realizarnos.

Durante un día promedio, la mayoría de nosotros pronunciamos unas dieciséis mil palabras. 1narradorno fiableLolitaPerdidano se callará