portada

Sobre el autor

Alex Raco es especialista en trastornos del estado de ánimo y ansiedad. Su formación incluye posgrados en Psicopatología Clínica y en Hipnosis Ericksoniana, además de talleres de hipnosis clínica y una experiencia psicoanalítica junguiana de cuatro años.

Discípulo del doctor Brian Weiss, se ha formado profesionalmente con él en terapia de regresiones a vidas pasadas en el estado de Nueva York.

Con un MBA antes de dedicarse a la terapia de vidas pasadas, ha trabajado como ejecutivo en empresas multinacionales.

Para más información, visita: alexraco.eu

Aunque este libro esté basado en hechos reales, algunos nombres de personajes y varios detalles han sido cambiados para proteger los derechos de privacidad de los protagonistas. Por lo tanto, cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

El autor de este libro no ofrece consejos médicos ni prescribe el uso de ninguna técnica como forma de tratamiento para problemas físicos o médicos sin el consejo de un médico, directa o indirectamente. La intención del autor es simplemente ofrecer información de carácter general para ayudar al lector en su búsqueda de bienestar físico, emocional y espiritual. Ni el autor ni el editor asumirán ninguna responsabilidad en caso de producirse cualquier daño o perjuicio derivados del uso que el lector haga de cualquier información o sugerencia contenida en este libro.

Título original: NON C’È VITA SENZA AMORE

Traducido del italiano por Francisco Teruel Gutiérrez

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Diseño y maquetación de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

Alex Raco, 2019

Los derechos de autor de la obra han sido cedidos

a través de Vega & Sevilla Literary and Film Agency

© de la presente edición

EDITORIAL SIRIO, S.A.

C/ Rosa de los Vientos, 64

Pol. Ind. El Viso

29006-Málaga

España

www.editorialsirio.com

sirio@editorialsirio.com

I.S.B.N.: 978-84-18000-62-1

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A mi madre, que me enseñó que los límites no existen,
y a Lily, un pequeño ángel terrenal.

No abráis esa puerta

«Diana, hay una persona sentada en la silla junto a usted».

Aquellas palabras resonaron en mi cabeza como si tratara de recuperarme de un shock.

«¿De verdad he dicho yo eso?» me pregunté, todavía aturdido mientras los ojos asombrados de la joven que permanecía sentada al otro lado de la mesa seguían fijos en mí.

Todavía hoy me resulta difícil creer que una persona con mi pragmático y científico pasado pronunciara realmente esas palabras. Sin embargo, habían salido de mi boca exactamente así, de forma instintiva, sin control.

¿Qué estaba diciendo? Puede que efectivamente me estuviera volviendo loco.

Diana era una mujer de unos cuarenta años, no muy alta y con ligero sobrepeso, de cabellos castaños de longitud media, con reflejos rubio ceniza. Llevaba unos pantalones vaqueros y una blusa color albaricoque. Tenía algo especial, quizá fuera la mirada. Estaba allí, en la butaca situada frente a mí, con una persona anciana sentada a su lado. Una persona anciana que solo yo veía.

–¿Cómo es?, preguntó con un hilo de voz.

Me escuché a mí mismo describir a un hombre no muy alto de cabello corto y negro, con una incipiente calvicie en la parte superior de la cabeza. De complexión delgada, vestía una camisa blanca, ligeramente desabrochada, y unos pantalones de tela gris. Sus ojos oscuros y diminutos estaban fijos en Diana, con una mirada tierna.

Aún no había terminado de hablar cuando de repente una lámpara de pie que se encontraba justo detrás de la silla vacía junto a ella se encendió por sí sola. Ambos nos sorprendimos todavía más por aquel inesperado contacto eléctrico.

«¿Cómo? ¿Mi abuelo está sentado aquí a mi lado?». Diana interrumpió mis pensamientos. ¿O tal vez debería decir mis alucinaciones?

Me sentía confuso, no era consciente de lo que estaba balbuceando. Yo estaba muy afectado.

Cuando por fin recuperé el control de mi lengua, le expliqué que en realidad no había nadie sentado en aquella silla. Yo no había sufrido ninguna alucinación visual o auditiva. Sencillamente percibía una presencia y sabía cómo era. Entré en los detalles físicos de la persona que estaba «viendo» y Diana rompió en lágrimas.

–Cuando yo tenía tres años, mis padres emigraron a Alemania y me dejaron con mis abuelos. Ellos me criaron. Mi abuela siempre estaba demasiado ocupada para jugar conmigo. En cambio, mi abuelo me dedicaba tiempo, me enseñaba cosas, me ayudaba a enfrentarme a los pequeños desafíos cotidianos –dijo mirando hacia la silla vacía–. La descripción que ha hecho coincide con él.

La reacción de Diana me había dejado todavía más sorprendido, pero al mismo tiempo me daba el valor para comunicarle también el mensaje que, digamos que «telepáticamente», los ojos de su abuelo me estaban transmitiendo: «Todo irá bien, sigue adelante con la actividad que estás a punto de emprender». También aquel mensaje resultó ser pertinente.

No negaré que en aquel momento pensé que yo mismo lo había inventado todo. La parte racional de mi cerebro me repetía: «Te lo estás inventando todo, ahora sí que estás exagerando...». Y, sin embargo, había logrado dejar de hablar.

Hace muchos años que me dedico a las regresiones a vidas pasadas, un tema del que ya traté de forma detallada en mi primer libro, Nunca es el final. * Pero aquel día con Diana tuve la clara sensación de que lo que me estaba sucediendo tenía una connotación verdaderamente «sobrenatural».

Una cosa es inducir a una persona a la hipnosis y dejar que su subconsciente elabore percepciones ­relacionadas con los recuerdos de esta u otras existencias posibles y otra es tener percepciones extrasensoriales. Personalmente, siempre había considerado que quienes relataban este tipo de episodios no estaban del todo cuerdos. Desafortunadamente, o afortunadamente, mis estudios de posgrado en psicología y psicopatología me permitieron comprender que ni Diana ni yo estábamos afectados por ningún problema mental. Sin embargo, mi cerebro seguía diciéndome que lo que percibía tenía que ser el resultado de mi fantasiosa imaginación.

La mujer me confirmó que lo que le decía no le parecía una locura en absoluto. Su tranquila y sosegada reacción me sorprendió y me tranquilizó al mismo tiempo.

–Yo también siempre he pensado que soy rara. Desde niña he sido protagonista de sucesos digamos que, como mínimo, curiosos. Incluidos algunos fenómenos electromagnéticos como el de la lámpara que se ha encendido sola. Me sucedían cosas fuera de lo común –aseguró Diana–. Siempre me he sentido diferente a los demás, como si no lograra encontrar mi lugar en el mundo. Lo que usted me dice no es nada comparado con lo que yo podría contarle.

Mi parte más distante y empírica pensó: «Me he librado de causar una mala impresión».

Mientras tanto, recuperé el control de mis facultades. La joven había despertado mi curiosidad científica, siempre incrédula en cuanto a los temas sobrenaturales.

–Hace mucho tiempo cerré aquella puerta –me di­jo–. Y nunca he hablado de esto con nadie. Cuando tenía cuatro o cinco años comencé a tener premoniciones. Por ejemplo, era capaz de saber algunas horas antes si alguien iba a llamar, y ya conocía el contenido de la llamada.

Después de una larga pausa, me miró y añadió:

–Y, además, no estaba sola.

–¿Cómo que no estabas sola? ¿A qué te refieres? –le pregunté, tuteándola y pidiéndole que también ella me tratara de tú, aunque ella prefirió no hacerlo.

–No estaba sola. Era como si percibiera otras presencias que no se encontraban en estado físico. Aquello me aterrorizaba, pero al mismo tiempo no tenía miedo en realidad. Es difícil de explicar. Es difícil transmitir la idea. Era como si a veces hubiera personas a mi lado a las que no podía ver, algo como lo que ha hecho usted al describir a mi abuelo. Yo sabía que estaban allí, aunque en realidad no había nadie.

–Pero tenías cuatro años. ¿No podrían ser amigos imaginarios? A los niños les sucede a menudo. –Mi parte racional había retomado el control total de mis afirmaciones.

–No. No eran niños. Eran personas adultas y su presencia a menudo me inquietaba. Cada vez que los percibía, esperaba que se marcharan pronto. Cerraba los ojos y les ordenaba que me dejaran, o más bien les rogaba que lo hicieran. Aunque en realidad no los temía, porque algo dentro de mí me decía que no querían hacerme daño alguno.

Estoy acostumbrado a escuchar historias de personas que durante la infancia se vieron obligadas a exigir a adultos que las dejaran tranquilas. Historias que a menudo se revelaban durante la hipnosis con informes detallados e inquietantes de la violencia sufrida.

Temía que cuanto me contaba Diana tuviera más que ver con experiencias más físicas que sobrenaturales y que su inconsciente hubiera modificado los recuerdos. Debido a un mecanismo de protección, nuestro cerebro cambia o incluso elimina episodios de naturaleza traumática de la memoria consciente, dado que, al ser tan dolorosos, no permitirían que la vida de los niños continuara de forma serena.

–A veces esas personas también me contaban cosas. No hablaban, claro, pero yo conocía el contenido de sus afirmaciones... como si se comunicaran conmigo telepáticamente. Algo así como el mensaje de mi abuelo de hace un rato –continuó.

–Por cierto –le pregunté curioso–, ¿a qué te dedicas?

–Soy maestra de primaria.

–¿Te gusta tu trabajo?

–Sí. Lo adoro. Siempre me han gustado los niños. Me gusta jugar con ellos y enseñarles cosas nuevas. Siempre trato de interactuar con ellos cuando tengo la oportunidad.

–¿Y qué nueva actividad te gustaría emprender?

–He fundado, junto con otras amigas, una asociación sin ánimo de lucro para ayudar a mujeres solteras con hijos. Es un proyecto que me hace feliz y que me asusta al mismo tiempo. Hay mucho trabajo por hacer, muchos aspectos legales y económicos. No estoy sola, pero la idea surgió de mí y me siento responsable.

Dejó de hablar, sonrió y me sorprendió con un «¡Gracias, abuelo!», mientras miraba la silla vacía a su lado.

–¿Tienes hijos? –le pregunté.

–Nunca me ha llegado el momento justo para tenerlos. Estuve casada durante casi diez años con un hombre que en realidad se había casado con su carrera. Nunca estaba para mí. Y los hijos son una aventura que requiere un gran compromiso, algo que él no tenía ningún interés en asumir.

Mientras la escuchaba, intuí la posibilidad de malos tratos de tipo psicológico. Él era un hombre de éxito, un emprendedor dedicado al comercio internacional. Cada vez que Diana trataba de entender a qué se dedicaba, él la hacía sentirse fuera de lugar. Al fin y al cabo, su marido se ocupaba de todo. Él era más culto y sabía interactuar socialmente mejor que ella. Comprendí por qué Diana se encontraba absolutamente cómoda con los niños. No se sentía juzgada por parte de ellos, como sí le ocurría con su pareja. Durante una década los malos tratos de tipo psicológico habían ido alimentando sus inseguridades. «Menos mal que ahora está su abuelo», pensé sin lograr ocultar una sonrisa.

–¿Tienes pareja actualmente –le pregunté.

–No. Estoy felizmente soltera. Después de mi matrimonio tuve otras dos relaciones. Pero acabaron mal. Creo que la inseguridad personal y la necesidad de tener un hombre a mi lado siempre me han hecho elegir personas dominantes. Acabé tocando fondo, incluso llegaron a pegarme e insultarme. Ahora vivo sola con mi perrita Daisy. Me gusta mi nueva vida; siento que me quiero y me acepto tal como soy.

Sus palabras me hicieron pensar en cuántas veces escuchamos las palabras «mi media naranja», como si una persona sola no estuviera completa.

Las razones, en mi opinión, son cualquier cosa menos románticas. Desde un punto de vista evolutivo, la familia es un fenómeno esencial como elemento fundacional de la sociedad al comienzo de la historia de la humanidad. La familia, y por lo tanto la pareja, es la presuposición misma de la supervivencia de la sociedad tal como la conocemos y entendemos en la actualidad. En el transcurso de la evolución humana, la familia sigue siendo la matriz fundamental del proceso de civilización. De ahí la necesidad imperiosa que tiene la sociedad de recordarnos constantemente que «debemos» estar en pareja. Si no formamos parte de una pareja, no tendremos hijos y, por lo tanto, pondremos en riesgo la supervivencia (económica) de la propia sociedad. Este mismo mecanismo se aplica de forma subliminal en varios niveles y en diferentes frentes: baste pensar en lo mucho que hacen hincapié las distintas doctrinas religiosas en el tema de la reproducción (matrimonio, familia, sexo, etc.). La supervivencia de cualquier núcleo social, incluida su religión, depende del tamaño numérico de sus miembros o de sus fieles. A menudo me pregunto si este modelo, que evalúa el valor de una sociedad o un pueblo en función del número de personas que lo componen, sigue siendo válido en la actualidad, cuando la Tierra está poblada por más de siete mil millones de habitantes.

Estaría bien que la sociedad reconociera el valor que se merecen las personas que están bien aun estando solas. Y que, en especial a las mujeres sin hijos, no les preguntaran continuamente sus amigos, familiares, conocidos e incluso desconocidos por qué no los tienen, como si su propia existencia no tuviera valor de por sí. En una época en la que la superpoblación constituye un enorme problema, también los solteros desempeñan un papel social bien definido, según mi opinión. Por descontado, no es mi intención de ninguna manera infravalorar la experiencia de ser padres, maravillosa desde el punto de vista humano y muy valiosa para nuestro viaje espiritual. He expresado clara y repetidamente mi opinión sobre la importancia del papel de padres e hijos en la evolución de nuestra alma. Lo que pasa es que, sencillamente, me gustaría que hubiera espacio para todos, también en este sentido.

Cada uno de nosotros es un artista divino. Si no nos limitáramos a lo que ven nuestros ojos y aprendiéramos a mirar con el corazón, más allá del aspecto físico, del color de la piel, de las creencias religiosas, de los diferentes usos y costumbres, lograríamos percibir cómo nuestra propia alma se refleja y se une a la de los demás; lograríamos comprender que todos brillamos con la misma luz maravillosa. Y, si volvemos a reencarnarnos múltiples veces, es para experimentar todos los roles y ser capaces de reconocer todos los matices posibles, a fin de aprender que el amor se encuentra dentro de todo ser, vivo o no vivo.

Mientras tanto, Diana comenzó a hablar de nuevo:

–Pero, aunque mi vida es feliz, siento que me falta algo, o tal vez debería decir alguien. pero, quién sabe, tal vez en otra vida. En esta he tenido relaciones importantes, pero no con mi alma gemela. Pero ¿existe eso? No creo.

–Por supuesto que existen las almas gemelas, querida Diana –le respondí.

Aunque identificar al alma gemela con el amor romántico es limitador. Un alma gemela puede regresar a nosotros en muchas vidas, desempeñando papeles muy diferentes. Puede ser nuestro marido o nuestra mujer, nuestro hermano, nuestra madre, un amigo, un compañero de trabajo, un maestro, una vecina e incluso a veces, aunque pueda parecer increíble, un animal. Un solo instante puede contener más amor que toda una vida. La vida es una película mucho más compleja de lo que un buen narrador puede escribir. El guion de nuestras existencias está escrito momento a momento por todo el Universo, incluidos nosotros mismos, que somos parte de él. Un solo instante puede encerrar la intensidad de un amor eterno.

–¿Cómo se reconoce a un alma gemela cuando se la encuentra?

–¡Tranquila! Si la encuentras, lo comprenderás sin duda alguna. –Todavía no sabía que precisamente Diana me ayudaría a profundizar en el sutil lenguaje de amor de las almas gemelas.

–Entonces yo todavía no la he encontrado.

–No necesariamente. No siempre conseguimos percibir su mensaje fuerte y claro. A veces, antes de reconocerla tenemos la necesidad de superar una experiencia determinada, de comprender una lección importante o recorrer una fase específica de nuestra existencia. El propósito de un alma gemela es ayudar a nuestra alma a crecer y fortalecer la esencia de ese amor del que todos somos partícipes. Las almas gemelas son compañeras de viaje. Al igual que un amigo de verdad no siempre se comporta como nos gustaría, un alma gemela no siempre coincide con nuestra idea previa. Pero volvamos a tu historia.

Diana frunció el ceño y respondió:

–Hay momentos de mi vida que no recuerdo de buena gana. No deseo volver a abrir esa puerta. Ahora vivo en paz y soy dueña de mis decisiones. Cuando era pequeña, mi abuela solía llamarme mentirosa cada vez que intentaba contarle lo que me pasaba. Me advertía para que no hablara de esas cosas porque me quedaría sola y no volvería a tener amigos. Lo cierto es que no se equivocaba: recuerdo que en la escuela se burlaban de mí, todos me decían que yo era rara, que me lo inventaba todo. Pero no era cierto. Era información que yo recibía. Yo sabía de antemano quién iba a llamar por teléfono y qué diría.

–Entonces, ¿eran verdaderas premoniciones?

–Sí. Me pasaba con frecuencia. Pero yo no quería conocer las cosas malas. Es posible que esta fuera la razón por la que bloqueé ese flujo de información. Era terrible saber que algo negativo iba a suceder y no ser capaz de hacer nada para evitarlo. Me sentía responsable de sufrimientos que yo no podía evitar.

Diana no es la primera persona que tiene este tipo de experiencia. Es un fenómeno bastante extendido. O, quién sabe, tal vez las personas que acuden a mí para una regresión ya tienen un portal abierto... Sé que otras personas, mediante la práctica, son capaces de «controlar» el flujo de información y decidir si desean recibirla y en qué momento. Parecía tratarse de una cuestión de experiencia.

En cuanto a Diana, puede que ella hubiera venido a verme porque era hora de aclarar un pasado que todavía la preocupaba.

–¿Qué tal si dedicamos la sesión de hoy a una regresión específica sobre este tema? –le propuse.

–Pues... no sé –respondió vacilante–. ¿Y si no volviera a ser emocionalmente la persona que soy ahora? ¿Si perdiera el equilibrio que creo que he alcanzado?

La tranquilicé. Durante una regresión nunca se pierde la conciencia. La parte consciente de nuestra mente y el inconsciente trabajan juntos. No es como en los sueños. Todos somos capaces, en cualquier momento, de examinar e interpretar cognitivamente la información que produce el inconsciente.

La experiencia de muchas regresiones me ha demostrado que es mucho más fácil alcanzar y experimentar el estado hipnótico que describirlo. La parte consciente y el inconsciente permanecen activos en cada situación. Durante el día, en el estado de vigilia, predomina la mente consciente, mientras que el inconsciente se limita a observar y registrar. Durante el sueño ocurre lo contrario: el inconsciente predomina a través de los sueños, mientras que la parte consciente se limita al papel de observador externo. El trance hipnótico es una vía intermedia que permite que la mente consciente y el inconsciente coexistan en un estado de ecuanimidad. Gracias a este trabajo «en equipo», se pueden analizar recuerdos, traumas o sensaciones de forma protegida pero objetiva, y siempre con el nivel suficiente de compenetración.

Diana se mostró convencida y dio su ­consentimiento.

Utilicé una técnica de inducción rápida que permite que el sujeto alcance el estado hipnótico en unos segundos y que, en mi opinión, es especialmente ­adecuada cuando se quiere que mantenga un estado de control consciente ligeramente mayor. Yo no quería que se involucrara de manera exagerada en los episodios que íbamos a revivir. Tras unos momentos, el cuerpo de Diana parecía completamente relajado mientras permanecía sentada. Su cuello ligeramente inclinado hacia adelante no me impidió notar que sus ojos se movían con gran rapidez en modo REM (Rapid Eye Movement) tras los párpados cerrados, y que respiraba de forma profunda y regular.

–Quisiera que tu inconsciente evocara un recuerdo, uno cualquiera de los miles de recuerdos posibles que están pasando por tu mente –le pedí–. Me gustaría que me dijeras dónde estás, si es de día o de noche y si hay alguien a tu lado.

–Estoy en casa –respondió–. Es una casa de campo de dos plantas. Estoy sentada en los primeros escalones de la escalera interior que conduce al piso de arriba y miro la puerta de entrada, que está cerrada. Me siento ahí a menudo, es uno de mis lugares favoritos. Es primera hora de la tarde.

–¿Cuantos años tienes?

–Cuatro o cinco, creo.

–¿Hay alguien en casa?

–Sí. La abuela, en la cocina. Está preparando algo o quizá limpiando, no lo sé.

–¿Cómo está vestida? –le pregunté, sin tener un interés particular por los detalles, pero sabiendo que esto la ayudaría a percibir la escena en mayor profundidad.

–Lleva un vestido largo oscuro y un delantal blanco con florecitas. ¡Es feísimo! –respondió, estallando en una carcajada espontánea.

–Entonces, ¿es un recuerdo feliz? –apunté.

–No estoy muy tranquila. –Su expresión había cambiado y parecía preocupada.

–¿Qué sucede?

–Hay una señora frente a mí. Está de pie entre la puerta principal y la escalera donde estoy sentada.

–¿Quién es?

–No lo sé. No la conozco. Es la primera vez que la veo. Lleva un vestido de tela gruesa bordado. Parece viejo; es estrecho en la cintura y muy largo . Le llega hasta los pies. Lleva una peluca blanca; también su rostro es blanco, parece muy pálida o quizá esté maquillada. Tiene un corte en la mejilla izquierda del que brota sangre. Y eso me asusta; no sé qué hacer. –Su cuerpo, aunque relajado, comenzaba a temblar, mostrando una evidente preocupación.

–¿No puedes pedir ayuda a la abuela?

–No, porque ella no me cree. No es la primera vez que veo gente y mi abuela me riñe; me dice que tengo que dejar de inventarme estas cosas. Pero yo no me lo invento; esa señora está ahí de verdad. Lo único que puedo hacer es cerrar los ojos y esperar a que se vaya.

Mientras decía estas palabras, bajó la cabeza y se llevó las manos a la cara. Como no quería que sufriera, la invité a dejar ese recuerdo y pasar a otro posterior.

–Tengo nueve años. Es de noche. Estoy en la cama en mi habitación. La lámpara de la mesita de noche está encendida. Qué extraño; me había olvidado por completo de mi habitación. La cama y la mesita de noche de ratán, el gran armario de laminado en color fresno y todos mis peluches en la otra cama gemela –susurró.

–¿Cómo te sientes?

–No estoy tranquila. La abuela vendrá pronto a desearme buenas noches y apagar la luz. No quiero que la apague.

–¿Por qué?

–Me da miedo la oscuridad. Suceden cosas extrañas en la oscuridad.

Estas palabras me preocuparon. Temía que tras ellas se ocultara un episodio de violencia sexual. Una escena que había presenciado muchas veces y a la que no me puedo acostumbrar: el horror de la violencia contra los niños.

–La abuela ha llegado, me da un beso en la frente y me acaricia dulcemente la cara. –Algunas lágrimas recorrieron las mejillas de Diana–. Ahora acaba de apagar la luz y se ha ido. Tengo miedo. –Comenzó a temblar.

–¿De qué?

–Hay alguien sentado en la cama junto a mí. Siento el peso de su cuerpo sobre el colchón. Creo que es el abuelo, pero no puede ser... está muerto. No puede ser, pero tengo la sensación de que es él. Siento su mano en mi hombro izquierdo, como él siempre hacía. No habla, pero yo escucho sus palabras en la cabeza. Me dice que esté tranquila, que nunca me dejará y que seguirá cuidando de mí para siempre.

Absorta, dejó de hablar e hizo una larga pausa. Luego, cuando me disponía a hacerle una pregunta, continuó:

–Hay alguien más junto a nosotros. Tengo miedo, no consigo moverme. Creo que no tiene malas intenciones, pienso que quiere decirme que él también me quiere, pero yo no lo conozco. Me dice que no tema, que nos volveremos a ver pronto, pero yo no sé quién puede ser. Es un hombre grande de cabello claro y mirada dulce. Parece un soldado. Viste un uniforme con una chaqueta larga. Nunca antes lo había visto. Finalmente consigo gritar y entre llantos llamo a la abuela, que viene corriendo. Cuando enciende la luz, no hay nadie. La abuela me dice que debo de haber tenido una pesadilla, pero yo estoy segura de que no estaba soñando porque percibí claramente la presencia física de esas personas –dijo Diana sollozando.

La devolví suavemente a un estado consciente de vigilia. Comentamos juntos los episodios que había revivido. Se tranquilizó cuando le dije que ella no era la primera que afirmaba haberse comunicado con personas que habían abandonado el mundo físico. Durante algunos años, he estado abierto a la posibilidad de que algunos fenómenos puedan trascender la realidad sensible. Cuando vivía en Estados Unidos, conocí a una médium cuyas habilidades habían sido estudiadas durante mucho tiempo. De ella aprendí que no se necesita ninguna habilidad en particular y que cualquiera puede comunicarse con la esfera «no física». Basta con confiar en la propia intuición y desarrollar sus capacidades. Pese a que en aquella ocasión la parte más racional de mi mente todavía no aceptaba ese tipo de fenómenos, pronto me vi obligado a cambiar de idea.

Pero volvamos a Diana. Existía la posibilidad de que ella fuera una persona altamente sensible (PAS), que reuniera rasgos de personalidad que la hacían propensa a este tipo de experiencias. Según la doctora Elaine Aron, psicóloga estadounidense que ha estudiado estas características desde 1991, se trata de personas de creatividad, intuición y empatía extremas. Se trata de un verdadero rasgo de personalidad, distinto y alejado de los que la psicología oficial reconoce actualmente.

Necesitaba entender si lo que Diana había contado durante la regresión era producto de su imaginación o si realmente tenía la capacidad de comunicarse con una realidad «paralela».

He sido testigo durante años de que la muerte no es sino un cambio de estado. Como si nuestros seres queridos, una vez abandonado el mundo físico, simplemente se encontraran en una habitación «invisible» junto a nosotros, desapareciendo de nuestra vista pero sin dejar de existir. Exactamente igual que una persona viva que se encuentre al otro lado de la puerta: está fuera de nuestro alcance visual y es imposible comunicarse con ella mediante la voz. Si nos limitamos a analizar la realidad con nuestros modestos cinco sentidos, resulta absurdo o imposible plantear la hipótesis de cualquier tipo de comunicación con este mundo «paralelo», pero si se deja espacio a la intuición, al sexto sentido que todos poseemos, no hay duda de que nuestro potencial podría llegar a sorprendernos.

La única cosa realmente valiosa es la intuición.

Albert Einstein


* Editorial Sirio, 2019.

Cristales rotos

Fue un frío día de finales de enero cuando Diana volvió a visitarme. Pensándolo mejor, «fría» es una descripción que solamente utilizaría alguien acostumbrado a un clima templado y mediterráneo, puesto que el sol lucía en un terso cielo de un perfecto azul, y la temperatura a media mañana rozaba los catorce grados. Sin embargo, al caminar por las soleadas calles, aquel día se podía respirar en la ciudad la atmósfera punzante del aire seco y frío que recordaba a lugares distantes en el norte de Europa. Cuando entró en mi estudio, llevaba una gran bufanda gruesa y una voluminosa chaqueta acolchada de color verde. Volvieron a sorprenderme sus ojos iluminados por una luz brillante, testigos de la fuerza y de los intensos sucesos que habían marcado su vida.

Yo sentía una gran curiosidad por saber qué existencias pasadas exploraríamos aquel día. Intercambiamos algunos comentarios amigables. Ella se sentía emocionada ante la idea de volver a recorrer un pasado que no recordaba. Me acerqué a una de las dos sillas situadas al otro lado de la mesa y la invité a acomodarse en la que yo tenía enfrente. Yo no solía sentarme en aquel lado y no estaba seguro de si la razón de aquella elección era un tímido intento de acortar la distancia entre nosotros o si había sido mi inconsciente, todavía conmocionado por los hechos del encuentro anterior, que buscaba evitar que en aquella silla «se apareciera» de nuevo su abuelo.

Cuando le pregunté cómo estaba, me respondió que estaba feliz de haber vuelto y que no veía la hora de someterse a su primera regresión a una vida pasada. La invité de inmediato a acomodarse en la butaca, le pedí que cerrara los ojos y comencé la inducción a un estado de relajación hipnótica. Apenas habían pasado unos minutos cuando Diana comenzó a narrar.

–Estoy en la antesala de una habitación grande y luminosa. Veo frente a mí un sofá de madera oscura de estilo modernista, tapizado en un grueso tejido de color azul noche. La madera es brillante, paso una mano por el reposabrazos y lo siento muy suave, parece nuevo. A la derecha hay otro sofá similar de color rosa oscuro, casi morado. Una combinación singular que no me desagrada en absoluto. ¡Qué extraño! Tengo la curiosa sensación de haber sido yo quien ha elegido los colores. Incluso el papel pintado de las paredes me resulta familiar; y yo también lo he elegido... ¡Madre mía, qué feo es! La luz que se cuela desde la habitación de al lado es intensa. Entro. Está amueblada con muebles grandes pero muy hermosos: aparadores y armarios con acabados dorados también de estilo modernista ocupan por completo dos de las paredes de la gran sala. Enfrente, tres grandes ventanas de seis paneles cada una dan a la calle. Todo parece tan real, pero al mismo tiempo es absurdo. Creo que es mi casa.

–¿Eres hombre o mujer? –le pregunté, interrumpiendo aquella descripción tan inusualmente rica en ­detalles.