ÍNDICE GENERAL

Ciencias y letras, por FRANCISCO FUSTER

Nota sobre esta edición

Charlas de café: pensamientos, anécdotas y confidencias, por SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL

Dos palabras al lector

Prólogo de la tercera edición

Algo sobre la cuarta edición

Capítulo I
Sobre la amistad, la antipatía, la ingratitud y el odio

Capítulo II
Sobre el amor y las mujeres

Capítulo III
En torno de la vejez y del dolor

Capítulo IV
Alrededor de la muerte, la inmortalidad y la gloria

Capítulo V
Sobre el genio, el talento y la necedad

Capítulo VI
Acerca de la conversación, la polémica, las opiniones, la oratoria, etc…

Capítulo VII
Sobre el carácter, la moral y las costumbres

Capítulo VIII
Pensamientos de tendencia pedagógica y educativa

Capítulo IX
Con tendencias a la literatura y al arte

Capítulo X
Sobre política, guerra, cuestiones sociales, etc…

Capítulo XI
Pensamientos de sabor humorístico y anecdótico

portada
portada

 

 

TIERRA FIRME


CHARLAS DE CAFÉ

Pensamientos, anécdotas y confidencias

 

SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL

CHARLAS DE CAFÉ

PENSAMIENTOS, ANÉCDOTAS
Y CONFIDENCIAS

Edición, introducción y notas de
FRANCISCO FUSTER

logo

Primera edición, 2016
Primera edición electrónica, 2016

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SUMARIO

Ciencias y letras,
por FRANCISCO FUSTER

Nota sobre esta edición

Charlas de café: pensamientos, anécdotas y confidencias,
SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL

Índice general

 

CIENCIAS Y LETRAS

El escritor debe estar sentado siempre en medio de la vida, pero al margen de ella y en el sitio en que están las gentes sin profesión determinada y haya una ventana -mejor si hay dos a dos calles distintas- que no sea la suya, sino la ventana inesperada. En el despacho estamos demasiado solos y quizás podemos amanerarnos. En los Cafés podemos ayudarnos de esa desaprensión general que hay en él y de esa desatención y de ese cinismo de la vida que hay también en él.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Pombo (1918)

En una de las anotaciones que fue tomando durante su primera estancia en la capital de España, donde pasó buena parte del año 1921 como corresponsal del periódico barcelonés La Publicidad, Josep Pla dejó reflejado que una de las cosas que más llamaron su atención de la Villa y Corte fueron las tertulias -públicas y privadas- en las que todo el mundo participaba a la hora del café. De hecho, concluía el periodista gerundense, “hay quien sostiene que toda la gente de Madrid que toma el café sentada (porque también hay mucha gente que no toma café o que lo toma de pie, desde que se han empezado a instalar bares) se podría catalogar según la tertulia de que forma parte. Este señor es de la tertulia de Fulano; este, de la de Mengano; este, de la de Zutano”.1

Algo muy parecido escribió con respecto a esta costumbre tan española Valentín de Pedro, quien en 1917 llegó a Madrid procedente de una ciudad como Buenos Aires, donde también abundaban esos cafés literarios en los que, durante las décadas del cambio de siglo, habían convivido la bohemia y la intelectualidad porteñas. Coincidiendo con lo escrito por Pla, el periodista argentino constataba que el madrileño de los años veinte era “un espectador de la vida”, irónico y escéptico, y que el distendido espacio del café se correspondía perfectamente con su idiosincrasia, pues era allí donde más a gusto se encontraba. Por otra parte, añadía, el peregrinaje por estos “salones donde todos se dan cita, donde todos se encuentran”, permitía al transeúnte o al visitante ocasional entrar al Café del Prado y “gozar del encanto de ciertas emociones gratas para el espíritu, como el conocer y tratar a la gente que admiramos, como es esto de ver entrar y sentarse cerca de nosotros, con una divina sencillez, a un hombre como Don Santiago Ramón y Cajal, espíritu sabio y luminoso”.2

En efecto, nuestro Premio Nobel de Medicina asistió a las peñas de café y de los casinos durante nada menos que cuarenta años y se convirtió, en el período de su vida en el que residió en Madrid, en un habitual de las tertulias que se organizaban en el Café Suizo, el Café Castilla o el ya citado Café del Prado. Precisamente ahí, en la “candente y estimulante atmósfera del café”, tiene su origen Charlas de café: pensamientos, anécdotas y confidencias, un libro misceláneo, mezcla de “fantasías, divagaciones, comentarios y juicios”, en el que nuestro autor acumuló y clasificó ese pensamiento espontáneo -“gotas de humanidad en batín y zapatillas”3 - y necesariamente fragmentario, que no formaba parte de su obra como científico, sino de su necesidad irreprimible de expresarse como ser humano que ve, observa y opina sobre todo aquello que le rodea: desde lo que, por su profesión o su devoción, le tocaba más de cerca, hasta lo que, aparentemente, poco o nada tenía que ver con su quehacer diario en el aula o en el gabinete. Un título que, como el resto de los que integran la hoy poco leída obra literaria de Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852 Madrid, 1934), obedece al derecho a “explayar la imaginación por los amenos vergeles de la literatura, el arte, la política, el costumbrismo, etc.” que, según el histólogo navarro (navarro de nacimiento, pero aragonés de sentimiento y madrileño de adopción), tienen los hombres de laboratorio que no desean anquilosarse en la engañosa comodidad de la rutina diaria.

Como él mismo contó en “Mi infancia y juventud”, primera parte de sus memorias, el joven Santiago no fue, en contra de lo que podría pensarse por su trayectoria posterior, un estudiante ejemplar. Sí fue, sin embargo, un lector voraz, autodidacta e indisciplinado, que desde muy pronto devoró todo lo que cayó en sus manos: novelas de folletín, tratados filosóficos y, por supuesto, manuales y monografías científicas que, muchas veces por obligación, tuvo que memorizar durante sus años como universitario. Dentro de este régimen de lecturas arbitrario y heterogéneo, le interesaron especialmente los clásicos grecolatinos y, de forma particular, esos maestros de la brevedad y la provocación (Marco Aurelio, Teofrasto, Luciano, Quevedo, Gracián, La Bruyère, Wilde, etc.) cuyos libros de máximas y sentencias siempre tuvo muy presentes. Posiblemente, en esta predilección por el lenguaje conciso reside su querencia por el género aforístico y su capacidad para resumir en pocas líneas una teoría, como hace -por citar un ejemplo muy evidente- en ese decálogo de consejos para ser feliz que cierra el capítulo VII de Charlas de café y que, a mi juicio, constituye, quizá, la más completa formulación del ideal de vida que el propio Cajal quiso cumplir a rajatabla.

Porque, aunque a primera vista no lo parezca (pese a su ordenada y coherente estructura en once capítulos temáticos, el libro fue confeccionado por aluvión, añadiendo textos e ideas que, en ocasiones, se repiten o se contradicen entre sí), en este proteico volumen también hay mucho de autobiografía, en el sentido de que todo él está atravesado por una serie de ideas fuerza que sirven como hilo conductor y que conforman, de alguna manera, el ADN cajaliano: ese núcleo de convicciones irrenunciables sin las cuales no se puede entender la personalidad y la obra del científico. El primero de estos principios es la defensa a ultranza de la capacidad bienhechora -y casi redentora- del trabajo y, ligado a esta, una crítica feroz al derrotismo y la holgazanería como uno de los peores vicios del hombre; unos valores, los del sacrificio y el amor propio, que Cajal aprendió y heredó de su padre y modelo, el médico cirujano Justo Ramón Casasús:

No puedo quejarme de la herencia biológica paterna. Mi progenitor disponía de mentalidad vigorosa, donde culminaban las más excelentes cualidades. Con su sangre me legó prendas morales, a que debo todo lo que soy: la religión de la voluntad soberana; la fe en el trabajo; la convicción de que el esfuerzo perseverante y ahincado es capaz de modelar y organizar desde el músculo hasta el cerebro, supliendo deficiencias de la Naturaleza y domeñando hasta la fatalidad del carácter, el fenómeno más tenaz y recalcitrante de la vida. De él adquirí también la hermosa ambición de ser algo y la decisión de no reparar en sacrificios para el logro de mis aspiraciones, ni torcer jamás mi trayectoria por motivos segundos y causas menudas.4

También tiene reminiscencias autobiográficas el tratamiento que recibe en estas páginas el género femenino en su conjunto, no solo en el capítulo II, elocuentemente dedicado al amor y a las mujeres (siguiendo así la clásica y perversa dicotomía que asocia al hombre con la esfera de la razón, mientras vincula a la mujer con el mundo de los sentimientos), sino en todas las referencias al universo femenino que salpican la obra. Que la visión de Ramón y Cajal sobre la mujer y sus capacidades es claramente tradicional y peyorativa, de un machismo que hoy nos parece rancio y, como mínimo, trasnochado, es tan cierto como que el contexto histórico en el que dicha imagen se forjó y se expresó nada tiene que ver con el nuestro. Desde esta perspectiva, tan injusto es definir y describir a las mujeres -como hizo nuestro autor- cual realidad monolítica y homogénea, caracterizada por una serie de rasgos que afectan por igual a todo el sexo, como caer en el absurdo anacronismo de querer juzgar ideas expresadas hace casi un siglo, valiéndonos para ello de una ideología o mentalidad igualitaria que, evidentemente, no existía en un momento -años veinte- en el que “feminismo” era una palabra que apenas empezaba a sonar en nuestro país.

Por otro lado, si digo que el pensamiento de Cajal sobre la condición femenina nos remite a su historia personal es porque hay un pasaje de sus memorias que, leído en paralelo a ese capítulo de Charlas de café dedicado a la mujer, se nos revela decisivo e iluminador. Me refiero a las páginas en las que nuestro protagonista recuerda el episodio de su boda con Silveria Fañanás y explica que, a pesar del juicio contrario de sus padres y amigos, quienes pensaban que la vida en matrimonio era incompatible con la carrera investigadora, decidió casarse con su prometida y arriesgarse a vivir esa aventura para la que sus seres queridos le auguraban un fracaso seguro. De hecho, ni él mismo estaba del todo convencido, pues opinaba que, en la mayoría de matrimonios, “la vanidad femenil, junto con las necesidades y afanes del hogar, acaparan financieramente toda la actividad mental del esposo, a quien se impone, con todo su desolador prosaísmo, el conocido primum vivere…”. Al final, y no obstante esos malos presagios, Cajal reconocía haber tomado la decisión correcta, porque su esposa -que, a juzgar por lo que leemos en Charlas de café sobre el matrimonio, debía ser la excepción que confirmaba la regla- había sabido permanecer siempre en un discreto segundo plano y no solo no había entorpecido su brillante labor como científico, sino que, al contrario, la había sabido alentar con su ternura y su abnegación sin límites:

La armonía y la paz del matrimonio tienen por condición inexcusable el que la mujer acepte de buen grado el ideal de vida perseguido por el esposo. Malógranse, por tanto, la dicha del hogar y las más nobles ambiciones cuando la compañera se erige, según vemos a menudo, en director espiritual de la familia, y organiza por sí el programa de las actividades y aspiraciones de su cónyuge. Bajo este aspecto, debo confesar que jamás tuve motivo de disgusto.

Lejos de lamentar, según les ha ocurrido a muchos aficionados a la ciencia o al arte en España, esa derivación casi exclusiva de los ingresos hacia las disipaciones y vanidades de la indumentaria, del teatro o del lujo doméstico, sólo hallé en mi compañera facilidades para costear y satisfacer mis aficiones y continuar mi carrera. No hubo, pues, dinero para perifollos, teatros, coches y veraneos, pero sí para libros, revistas y objetos de Laboratorio. Y aunque estos elogios parezcan extraños y aun inconvenientes en mi pluma, complázcome en declarar que, no obstante una belleza que parecía invitarla a brillar y ostentarse en visitas, paseos y recepciones, mi esposa se condenó alegremente a la obscuridad, permaneciendo sencilla en sus gustos, y sin más aspiraciones que la dicha tranquila, el buen orden en la administración del hogar y la felicidad del marido y de sus hijos.

Que, dados mi carácter y tendencias, mi elección fue un acierto, reconociéronlo pronto mis progenitores, singularmente mi madre, que acabó por querer sinceramente a su nuera, con quien compartía tantas virtudes domésticas y tantas analogías de gustos y carácter.5

Como ha señalado Juan Antonio Fernández Santarén, es igualmente confesional el capítulo consagrado a la vejez y al dolor, donde Cajal resume algunas ideas -que luego retomará y ampliará en El mundo visto a los ochenta años- sobre la decadencia física y psicológica propia de la senectud, y el dedicado a reflexionar sobre la política y la guerra, donde el autor verbaliza la terrible impresión que le causó el estallido y posterior desarrollo de la Primera Guerra Mundial; una desazón que “llegó incluso a entorpecer durante algunos meses su labor de investigación”,6 como demuestra el hecho -inusual en él- de que en el año 1914 solo entregase a la imprenta un trabajo científico.

La publicación de Charlas de café no dejó indiferente a nadie y suscitó adhesiones y rechazos a partes iguales. Prueba de ello es que, ya en vida del autor, se imprimieron hasta cuatro ediciones en las que se fue revisando el contenido (eliminando, corrigiendo y añadiendo textos) de una obra que, en buena medida, evolucionó y creció gracias a las críticas recibidas y, por supuesto, a la autocrítica de un hombre siempre exigente para consigo mismo. Pese a que, ya en el prólogo a la segunda edición, y en respuesta al revuelo generado por la publicación de la primera en 1920, el nobel quiso dejar claro que en absoluto pretendía “sentar doctrina”, lo cierto es que a un sector de la crítica no le debió de gustar especialmente. Y digo esto porque, cuando se publicó la tercera edición, Cajal se vio obligado a volver a responder a “lectores adustos, estomagados por inocentes estridores y desbarros filosóficos o religiosos”, dejando claro, una vez más, que la mayoría de las ideas del librito eran “verdaderas humoradas” que, lejos de pretender instruir, se fijaban como único y modesto objetivo entretener al lector y, como mucho, sugerirle alguna reflexión. Por lo visto, la advertencia no surtió el efecto deseado y también en el texto liminar antepuesto a la cuarta edición (la última que pudo revisar, publicada dos años antes de su muerte), tuvo que insistir en el “carácter frívolo” de la mayoría de esos pensamientos cuyo tono, estilo o espíritu tan mal había sentado a según qué lectores.

Probablemente, en el fondo de esta polémica radica no tanto la incomprensión hacia este libro en particular, cuanto el rechazo que la crítica más ortodoxa sentía hacia la producción literaria de Ramón y Cajal; una obra que, todo hay que decirlo, sí cosechó cierto éxito entre el público, como atestiguan las varias reediciones que se hicieron de todos los títulos que la conforman: desde Cuentos de vacaciones (1905) hasta El mundo visto a los ochenta años (1934), pasando por Recuerdos de mi vida (1917), Reglas y consejos sobre investigación científica (1920)7 y Charlas de café (1920). Una hostilidad que, según Fernández Santarén, pudo influir en el hecho de que, pese a las continuas invitaciones que se le hicieron, nuestro autor jamás aceptara ingresar en la Real Academia Española (había sido elegido académico en 1905),8 y a la que el afectado aludió de forma inequívoca en uno de los pensamientos recogidos en el capítulo IX, dedicado a la literatura y el arte:

Los severos censores de las manifestaciones literarias de hombres de laboratorio o de obrador -requeridos casi siempre, muy a su pesar, por la insaciable curiosidad reporteril- son comparables al revistero taurino que, esquivando el juzgar la brega del matador, se complaciera en criticar la chabacana literatura de su brindis.

Y es que, si algo molestaba profundamente a Ramón y Cajal, que además de una eminencia de la medicina fue, por encima de todo, un sabio humanista y un intelectual comprometido cuya sed de conocimiento nunca se limitó al ámbito estricto de su especialidad, era esa actitud inquisitiva y envidiosa de quienes pensaban que la literatura era un coto vedado cuyo acceso solo estaba permitido a unos pocos. Para él, la vocación del investigador que entrega su vida a la ciencia era perfectamente compatible con la pasión del erudito que todo lo quiere leer y con la curiosidad del hombre que gusta de pasear por la ciudad y de charlar con los amigos en la tertulia del café, allí donde todo es opinable y no existe más autoridad que la que se impone a través de la amena y respetuosa discusión entre iguales. Tal vez por eso, cuando, siendo ya mayor, le diagnosticaron el inicio de un proceso de arterioesclerosis y le recomendaron que guardara descanso y evitara los ambientes excesivamente caldeados, desoyó las prescripciones médicas e improvisó un espacio en el sótano de su casa para que le sirviera, a la vez, como laboratorio y como biblioteca; un sitio apartado del mundo en el que seguir haciendo lo mismo de siempre: “alternar la observación con la lectura, y la pluma con el microscopio”.9

Francisco Fuster

 

Notas

1 Josep Pla, Madrid, 1921: un dietario, Madrid, Libros del KO, 2012, p. 82.

2 Valentín de Pedro, España renaciente: opiniones, hombres, ciudades, paisajes, Madrid, Espasa Calpe, 2005, pp. 99-100.

3 José-Carlos Mainer, “El hombre de la barba (notas sobre Cajal, escritor)”, Galería de retratos, Granada, Comares, 2010, p. 74.

4 Santiago Ramón y Cajal, Recuerdos de mi vida, Edición de Juan Fernández Santarén, Barcelona, Crítica - Fundación Iberdrola, 2006, p. 100.

5 Ibid. pp. 346-347.

6 Juan Fernández Santarén, “Prólogo” (pp. IX-XXII), en Santiago Ramón y Cajal, Obras selectas, Madrid, Espasa Calpe, 2000, p. XX.

7 La primera edición de esta obra, cuya base es la transcripción del discurso que Ramón y Cajal pronunció en su acto de investidura como miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en la que ingresó el 5 de diciembre de 1897, se publicó en 1899 con el título: Reglas y consejos sobre “investigación biológica”, s.l. (Madrid), s.n. (Imprenta Fortanet). En ediciones posteriores, Cajal modificó el título y amplió notablemente el contenido, de manera que en 1920 se publicó con el título ya definitivo de Reglas y consejos sobre investigación científica (los tónicos de la voluntad), Madrid, s.n. (Imprenta de Nicolás Moya); en 1923 apareció la edición canónica -la última revisada en vida por el autor- con el texto ya definitivamente fijado que podemos leer en las ediciones más modernas. Para el lector interesado, recomiendo esta edición reciente y muy completa: Los tónicos de la voluntad: reglas y consejos sobre investigación científica, edición de Leoncio López-Ocón, Madrid, Gadir, 2015.

8 Con respecto a este asunto, conviene consultar la cartas -recientemente publicadas- en las que, frente a la insistencia de quienes dirigían la institución en 1925 y 1926, Ramón y Cajal se excusaba ante la Academia por no haber tenido tiempo para escribir el discurso de ingreso (condición sine qua non para poder ocupar un sillón en la docta casa) y solicitaba él mismo que quedara anulado su nombramiento y libre su vacante, pues era evidente que, si después de más de veinte años no se había decidido a dar el paso, tampoco lo iba a hacer en ese momento. Vid. Juan Antonio Fernández Santarén, Epistolario de Santiago Ramón y Cajal, Madrid, La Esfera de los Libros Fundación Ignacio Larramendi, 2014.

9 Santiago Ramón y Cajal, “El mundo visto a los ochenta años: impresiones de un arterioesclerótico”, Obras Selectas, Madrid, Espasa Calpe, 2000, p. 681.

 

NOTA SOBRE ESTA EDICIÓN

En un pasaje de El mundo visto a los ochenta años, Santiago Ramón y Cajal reconoce que, si pudiera, “reharía y refundiría todos mis libros, cuyas ediciones -dicho sea de pasada-, a causa de tan justificada desconfianza, apenas se parecen. Siempre encuentro en ellos algo que rectificar o que añadir”. Si traigo aquí esta cita es para que el lector menos familiarizado con la obra cajaliana sea consciente de que, efectivamente, el perfeccionismo de nuestro autor propiciaba que nunca estuviese del todo satisfecho y que, cada vez que se reeditaba alguno de sus títulos, quisiera corregir algo del contenido para dejar el texto lo más acabado que fuera posible. En este sentido, Charlas de café no fue, ni mucho menos, una excepción, por lo que se impone contar -siquiera sea escuetamente- la historia editorial de esta obra y explicar cuál de las distintas versiones del texto es la que he tomado como fuente para mi edición.

La primera edición de este libro apareció en Madrid a principios del otoño de 1920, editada por la Librería de Nicolás Moya, con el título original de Chácharas de café: pensamientos, anécdotas y confidencias y un prólogo aclaratorio -fechado el 20 de agosto- titulado “Dos palabras al lector”. Apenas dos meses después, y ante la gran acogida que tuvo la obra, se publicó otra edición con el texto corregido y notablemente aumentado -de 250 a 364 páginas con respecto al de esa edición príncipe. Por la fecha que puso Cajal al final del prólogo (7 de noviembre de 1920), el libro debió de salir de imprenta -o, cuando menos, entró en ella- en los últimos días de 1920, pues ese es el año que también figura en la portada de esta segunda edición, publicada por la madrileña Imprenta de Juan Pueyo, con el título ya definitivo de Charlas de café: pensamientos, anécdotas y confidencias. Dos años más tarde, en 1922, salió una nueva versión también revisada, editada igualmente por Juan Pueyo, y con un prólogo redactado ex profeso para esta tercera edición. Por último, en 1932 la madrileña Tipografía Artística publicó la cuarta y definitiva edición (la última que Cajal pudo corregir y modificar a su gusto, incorporando una tercera nota preliminar -“Algo sobre la cuarta edición”- que venía a añadirse a los dos prólogos que ya tenía el libro), donde quedó fijado el texto canónico que, por esta misma razón, es el que ha servido de base para las futuras reediciones de la obra, incluida esta.1

Como novedad con respecto a otras reediciones que se han hecho de este título durante las últimas décadas, he creído oportuno añadir algunas notas (las que vienen precedidas por el aviso Nota del editor, para diferenciarlas de las que el autor puso a su texto, que son la mayoría y figuran sin ningún tipo de advertencia) que tienen una doble finalidad: traducir alguna frase en otra lengua o contextualizar algún concepto que, a mi juicio, se entiende mejor con esa breve apostilla; y, en segundo lugar, facilitar las referencias bibliográficas de ciertos libros citados por Cajal que, si bien en la España o en la Europa del primer tercio del siglo XX pudieron ser más conocidos, ahora no lo son tanto, sobre todo para el lector no especialista en temas de filosofía, historia o historia de la ciencia. En este sentido, y con el objetivo de intentar ser fiel a las lecturas de nuestro protagonista, he optado por consignar, cuando me ha resultado posible encontrar el dato, la edición de cada título (en la lengua en la que lo cita el autor y en su traducción al castellano) que, por la fecha en la que fue publicada, intuyo que pudo ser, probablemente, aquella que manejó nuestro autor en su biblioteca personal.

 

Nota

1 Aunque no se trata, en sentido estricto, de una edición de esta obra, sí me parece necesario y oportuno consignar aquí que, en 1924, Ediciones de La Lectura publicó en su colección “Cuadernos literarios” un pequeño librito (88 páginas) titulado Pensamientos escogidos, del que se hizo una tirada de tan solo cien ejemplares, en el que se recogía una selección representativa de aforismos y pensamientos de cada uno de los once capítulos de Charlas de café, tomando como referencia el texto de la tercera edición (1922).



 

CHARLAS DE CAFÉ

PENSAMIENTOS, ANÉCDOTAS Y CONFIDENCIAS

 

DOS PALABRAS AL LECTOR

El librito actual es una colección de fantasías, divagaciones, comentarios y juicios, ora serios, ora jocosos, provocados durante algunos años por la candente y estimulante atmósfera del café. A ellos se han agregado algunas anécdotas personales y unos pocos comentarios, inspirados en sucesos recientes o en nuevas lecturas.1

Apresúrome a decir que no trato aquí de sentar doctrina ni de atacar creencias dignas de todo respeto. Rechazo, pues, categóricamente la responsabilidad de muchas opiniones exageradas, frases hiperbólicas, expansiones bufonescas o sentimientos demasiado pesimistas. Fuera excesivo concederles valor absoluto, ya que traducen estados de alma fugitivos, suscitados por pareceres y sentimientos antagonistas.

Al escribir esta obrilla no he aspirado, sino en muy modesta medida, a la originalidad. Nuestra memoria es una trama tejida con ideas tomadas del espíritu de nuestros antepasados y contemporáneos célebres. Confieso, pues, que las ideas aportadas por mi experiencia personal sobre la amistad, la ingratitud, el egoísmo, las mujeres, el talento, el amor, la moral y la política, etc., están impregnadas de reminiscencias clásicas (Platón, Cicerón, Plutarco, Séneca, Teofrasto, Luciano, Quevedo, Gracián, La Bruyère, etc.). Es más, al recorrer los primeros pliegos impresos del libro actual he encontrado algunas máximas y aforismos coincidentes, hasta en la forma, con los expresados por escritores célebres de los siglos XVI y XVII, y por tal cual ingenio contemporáneo. Halagador para el amor propio resulta coincidir espontáneamente con el dictamen de preclaros pensadores; pero es una honra poco apetecible para quien persigue, dentro de su modestia, la verdad en la originalidad.

Además, en el peregrinar de la vida todos hemos recorrido, poco más o menos, igual camino: unos, por el centro, mirando de frente y atentos a lo esencial; otros, discurriendo por las orillas y contemplando el paisaje, algo diverso para cada caminante, dada la inevitable diferencia del paralaje. No es, pues, de admirar que la mayoría de los viandantes hayamos recogido en nuestro viaje, salvadas las enormes diferencias de temperamento, instrucción y capacidad, muy parecidas enseñanzas.

Si bastantes de las fantasías, ocurrencias y pensamientos del texto, aun adobadas, según hemos procurado, con algunos granos de sal científica, no brillan por su novedad, ¿por qué se publican?

Tocamos aquí las fronteras de la patología del espíritu. Aparte la grafomanía, que suele exacerbarse en la senectud (el viejo, casi siempre solitario, tiende, por compensación, a convertir en diálogo el monólogo), han movido mi pluma dos impulsos: primeramente, la tendencia casi irresistible de todo pensamiento a revestir, como la plántula incluida en la semilla, una forma capaz de erguirse al aire y a la luz; y en segundo lugar, la esperanza, acaso quimérica, de que a despecho del fárrago de juicios inconsistentes, paradójicos o extremadamente pesimistas, encuentre el lector alguna apreciación exacta o algún consejo provechoso, fruto tardío, y frecuentemente amargo, de la experiencia.

Madrid, 1921

 

Nota

1 Los pensamientos que llevan un asterisco fueron publicados hace años en un periódico titulado Gente vieja (enero de 1908). Algunos, pocos, referentes a la mujer, vieron la luz en la magnífica revista titulada Voluntad y en algún periódico.

Nota del editor: Gente vieja fue una revista nacida en diciembre de 1900 con el subtítulo “últimos ecos del siglo XIX”, fundada y dirigida por Juan Valero de Tornos (1842-1905). Junto con Madrid cómico (1880-1923), fue la publicación que más se opuso a la ideología y a la estética del modernismo, introducida en España por la autodenominada “gente joven”: la generación del 98 y el resto de escritores y artistas que, durante los años del cambio de siglo, propusieron la regeneración de la sociedad española y la sustitución de los viejos valores, asociados a la generación anterior, por otros nuevos. Entre su nómina de colaboradores se encontraban, además de los redactores habituales, un grupo de “viejos honorarios” entre los que figuraban Mariano de Cavia, Manuel Azaña (que escribió bajo el seudónimo “Salvador Rodrigo”) y el propio Ramón y Cajal. El último número de Gente vieja que se conserva en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España es el 142143, aparecido el 25 de octubre de 1905. No obstante, su vida debió de ser más larga porque, si hacemos caso a la nota de Ramón y Cajal, sus pensamientos fueron publicados en enero de 1908.

Por su parte, Voluntad fue una revista ilustrada, dirigida sobre todo a las mujeres españolas de la clase alta y aristocrática, que se anunciaba como “órgano de los pensamientos cimentadores de la Fe y la Patria” y como publicación defensora de los “ideales de la Raza”. Estaba dirigida por el sector católico de la gran empresa periodística y editorial fundada por Nicolás María de Urgoiti (1869-1951) en torno a La Papelera Española.

Comenzó a editarse el 12 de octubre de 1919 (su periodicidad fue quincenal), con una factura lujosa y elegante que justificaba su exagerado precio (2 pesetas el ejemplar) y su carácter claramente elitista. Algunos de sus colaboradores más destacados fueron Ramón María del Valle Inclán, José Ortega Munilla, Armando Palacio Valdés, Pedro Muñoz Seca o Ramón y Cajal, que publicó distintos textos -entre ellos, algunos de los aforismos aquí recogidos- alrededor del tema de la capacidad intelectual de las mujeres. El 1 de noviembre de 1920 salió a la luz el número 24 y se anunció una suspensión temporal de la publicación que, sin embargo, terminaría siendo definitiva.

 

PRÓLOGO DE LA TERCERA EDICIÓN

A propósito de esta tercera edición, séame lícito en respuesta a ciertas críticas, aunque incurra en pesadez, repetir a dichos lectores adustos, estomagados por inocentes estridores y desbarros filosóficos o religiosos, que la mayoría de las ideas contenidas en este librito son verdaderas humoradas, que fueron real y positivamente expuestas -con otras mil de que no guardo memoria- ante contertulios joviales durante cuarenta años de asidua asistencia a las peñas de café o de casino, donde, por mal de mis pecados, fui incansable fantaseador e irrefrenable parlanchín (hace pocos años lo recordaba cariñosamente el doctor Rodrigo Pertegás en un diario valenciano). Y en cuanto al espíritu del texto, insisto en que hasta aquellas observaciones o juicios disonantes, por demasiado severos, amargos o melancólicos, poseen algún sabor humorístico, conforme ha percibido muy bien el clarividente crítico y eximio escritor Grandmontagne. No ocultaré, sin embargo, que ciertas apreciaciones tocantes a la pedagogía, al arte, a la guerra, etc., traducen convicciones actuales del autor: y digo actuales, porque me reservo el precioso e inalienable derecho de evolucionar o retrogradar al compás de las enseñanzas de los tiempos.

No tiro, pues, a adoctrinar, sino a entretener y, cuando más, a sugerir. En conseguirlo, aunque sea muy parcamente, cífrase todo mi empeño.

Madrid, agosto de 1922

 

ALGO SOBRE LA CUARTA EDICIÓN

Insisto todavía más sobre el carácter frívolo de la mayoría de pensamientos de este libro. Esta tendencia ha sido bien apreciada por algunos críticos perspicaces (el malogrado Andrenio,1 don Manuel Bueno, Cristóbal de Castro, etc.). A otros, en cambio, les ha sentado mal el tono, el estilo, el espíritu, las contradicciones del texto.

Tales escritores severos, cuyos talentos pongo por encima de mi cabeza, se han empeñado en tomar en serio todas las ocurrencias, ligerezas y contradicciones del autor. Acepto humilde los palmetazos. Permítaseme alegar, sin embargo, a guisa de excusa y aclaración, algunas razones.

Los títulos de las obras se escogen por algo. El Diccionario, juez inapelable en materia de lenguaje, define la palabra charla “hablar mucho, sin sustancia y fuera de propósito”; o también, “platicar sin objeto determinado y sólo por mero pasatiempo”. Y a esta acepción me atengo. ¡Qué diablos!… También los hombres de laboratorio necesitamos, de vez en cuando, para no anquilosarnos, explayar la imaginación por los amenos vergeles de la literatura, del arte, la política, el costumbrismo, etc., aunque en ellos, como novicios, desempeñemos harto modesto papel.

¡Mis contradicciones! ¡Ojalá fueran mayores! Ello sería indicio de juventud, flexibilidad y pujanza. Cambiamos con los años y las lecturas. Y no sólo sucesivamente, sino simultáneamente. Nuestras ideas son comparables a un hormiguero donde, al lado de las obreras atareadas, conviven en buena armonía comensales extraños, porque no se les ocurre molestar a sus huéspedes a cuyas expensas viven. Fijarse en dogmas cerrados es convertirse en monolito ingente e inmoble, en un mar muerto, jamás agitado por el viento de la duda. Parodiando a Descartes diría yo: “varío, luego existo”.

Estas reflexiones, repito, son aclaraciones y no contracríticas. Tan sumiso y sensible soy a las censuras justificadas, que, después de conocerlas, renuncié a reimprimir este libro, agotado hace más de cuatro años. Tienen, pues, razón mis censores.

Pero encuéntrome ante estos hechos anómalos y significativos: se han publicado en América dos ediciones clandestinas, amén de alguna selección tendenciosa de pensamientos y anécdotas. Está en marcha una traducción inglesa (versión del doctor George Blankneley). Con el título de Máximas escogidas han visto la luz en los Estados Unidos (Bulletin of New York Academy of Medicine, por H. Garrison, 1929), y en algún país europeo. Y sólo de los libreros españoles tengo pedidos desde hace tres años más de 700 ejemplares.

¿Qué debo hacer? Agotada la edición, no puedo someter las Charlas al radical auto de fe a que condené inexorable, hace más de veinte años, otra obrita frívola anatemizada, con razón, por un pontífice de la crítica (Cuentos de vacaciones: narraciones pseudocientíficas).2 En la duda resuelvo, pues, imprimir esta cuarta edición. Reconociendo sus muchos defectos, he dulcificado y limado bastantes pensamientos, suprimido otros y adicionado algunos. Si mi edad y mis achaques lo consintieran, hubiera refundido y ampliado toda la obra.

Pero advierto que el prólogo se dilata más de la cuenta. Es mucho proemio para tan poco libro.

Madrid, septiembre de 1932

 

Notas

1 Nota del editor: pseudónimo del periodista y crítico literario madrileño, Eduardo Gómez de Baquero (1866-1929), autor de miles de artículos y reseñas de libros para periódicos y revistas como La Época, El Imparcial, El Sol, La Vanguardia, Nuevo Mundo, La Esfera, Mundo Gráfico, España Moderna, Nuestro Tiempo, La Ilustración Española y Americana o Caras y Caretas.

2 Nota del editor: Santiago Ramón y Cajal, Cuentos de vacaciones (narraciones seudo-científicas), Madrid, Fortanet, 1905. Hay una edición reciente: Cuentos de vacaciones: narraciones seudocientíficas, Prólogo de José M.R. Delgado, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, 2001.

 

CAPÍTULO I

Sobre la amistad, la antipatía, la ingratitud y el odio

Hay personas por todo extremo excelentes y respetuosas; respetarán a tu mujer, tu honra, tu fama y tu dinero, todo, menos una cosa: tu tiempo.

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Máxima antigua, defendida elocuentemente por Cicerón, es que “la verdadera amistad sólo es posible entre varones virtuosos”. Tal es, en efecto, la forma más noble y elevada de la amistad. Mas ¿qué nombre daremos a esa íntima e irresistible simpatía que aproxima y solidariza, para tantos fines inconfesables, a vividores, farsantes y caciques?

Con tal constancia rige la ley de las afinidades morales electivas, que cuando en determinada Corporación figura un perillán, nada es más fácil que adivinar sus amigos y amparadores.

*

Apártate progresivamente -sin rupturas violentas- del amigo para quien representas un medio en vez de ser un fin.

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Evita asimismo los amigos y protectores ricos y necios. A poco que los trates, te verás convertido en su amanuense o en su lacayo.

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Dice Carlyle que “es necesario amar para conocer”. Máxima cierta cuando se trata de ciencia, arte o literatura. Pero en la amistad y en el amor fracasa a menudo. A veces nos amamos porque nos conocemos, y otras, acaso las más, nos amamos porque nos ignoramos.

*

Acerca de la perfecta amistad se han escrito cosas admirables, aunque bastante exageradas. “Es un alma para dos cuerpos”, decía Aristóteles.1 “La amistad verdadera -afirma Montaigne- es indivisible…, es darse por entero al amigo…, es desdoblarse, carecer de secretos”. Y parece que el clásico francés encontró en La Boétie ese amigo ideal, perfecto y exclusivo. Ya Plutarco notó que los amigos “se nombran por parejas”. Y añade todavía: “lo que más estorba adquirir un buen amigo, es nuestro empeño en poseer muchos”.

Confesemos, sin embargo, que en el fondo de esta afección, absorbente y acaparadora, late un refinado egoísmo posesorio, contrario a los sentimientos de confraternidad debidos a nuestros semejantes. El corazón, bajo este aspecto, es comparable a una lente convergente que al concentrar luz y calor en su foco, desarrolla en derredor extensa franja de frialdad y tinieblas.

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“La amistad -dice Cicerón, reflejando opiniones de algunos sabios griegos- es un perfecto acuerdo sobre todas las cosas divinas y humanas, junto con un sentimiento recíproco de benevolencia y afección”.

Este juicio, formulado por el admirable orador romano, es demasiado exclusivo. A menudo nos apreciamos porque, dentro de esos sentimientos recíprocos de simpatía y respeto, nos sentimos algo diferentes. La conversación misma, indispensable al mantenimiento de la amistad, vendría a ser imposible. Sin alguna discrepancia en la manera de concebir los problemas filosóficos, políticos o científicos -discrepancia encaminada a sostener el fuego sagrado del ingenio y de la contradicción mesurada-, la afección más viva y antigua se extinguiría en el hastío.

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Evita la conversación del amigo cuya palabra, en vez de ser trabajo, constituye placer. Los grandes parlanchines suelen ser espíritus refinadamente egoístas, que buscan nuestro trato, no para estrechar lazos sentimentales, sino para hacerse admirar y aplaudir.

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El cultivo de la amistad pide mucho tiempo, solicitud y esmero. Uno o dos buenos e íntimos amigos los tiene cualquiera; cuatro o seis, pocas personas; una docena, nadie. Sin embargo, todos debemos aspirar, ya que no a la simpatía y al afecto, al respeto y consideración de la mayoría de nuestros conocidos y compañeros.

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Aunque insistamos en el mismo tema, hagamos notar que la multitud de relaciones sociales requiere cultivo asiduo y servicios mutuos, cosas difícilmente compatibles con una vida de concentración intelectual y de labor fecunda. Casi todos los grandes creadores fueron casi todos solitarios.

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Importa declinar, en lo posible, los agasajos inmerecidos y las alabanzas hiperbólicas. Quienes te obsequian o te encomian con exceso te consideran insolvente y te prestan esperando interés usurario.

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El odio puede ser desarmado por el amor, y acaba por olvidar; mas la envidia sólo cesa ante la muerte, y a menudo ni al borde del sepulcro se detiene.

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Obstáculos infranqueables para la amistad fraternal y duradera son el tiempo y, sobre todo, el espacio. En igualdad de circunstancias, el número de amigos y conocidos está en razón inversa de las dimensiones de la ciudad. El espacio aparta las almas acaso más que la envidia o el odio.

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Quien ambicionando puestos eminentes lamenta padecer adversarios, es comparable al cazador de tigres que se sorprendiera de recibir de vez en cuando un zarpazo. Pero, ¿no les tiras, y además, no son fieras?

En el mundo todos vamos de caza por un coto más escaso en perdices que en cazadores. Y cada pieza cobrada representa para los demás una esperanza desvanecida.

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Cuando veas un desconocido en ademán de abrazarte ponte en guardia; no en vano la Naturaleza ha hecho similares los ademanes de la amistad vehemente y los del sablazo expoliador.

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Aun en medio del dolor sincero nos tienta a veces el demonio de la vanidad. ¿Quién no ha oído decir con mal disimulada fruición reporteril al amigo de un enfermo ilustre?: “¿No sabes la noticia? -¿Qué? -Fulano se muere. Acabo de verlo”.

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La amistad repugna la pobreza y el dolor como la planta la oscuridad y el aire enrarecido. Por tanto, si deseas conservar amigos, ocúltales tus penurias y pesadumbres.

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Aparte el comportamiento, sólo posees un reactivo eficaz para revelar el grado de estimación que inspiras a una persona: averiguar cómo habla de ti delante de tus impugnadores, émulos o adversarios.

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Cuando, a cambio de sincera amistad, recibas amargo desengaño, ¡nada de reproches! Consuélate diciendo: “Huélgome infinito de que te hayas desembozado y dejado clasificar. Ya no tendré sorpresas. Al fin te he conocido”.

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No perdones a tus hijos, servidores y amigos la primera falta grave, si no quieres ser víctima de la última.

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Agrádame la ingenua sinceridad del pobre mendicante. Al respondernos maquinalmente. ¡Dios se lo pagará!, expresa una verdad como un templo. ¡Ojalá que los amigos a quienes prestamos dinero o apoyo eficaz gastaran igual ingenua franqueza!… Sobre todo antes de prestárselo.

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¿Qué es la simpatía? Casi siempre un prejuicio sentimental fundado en la máxima vulgar: “el semblante es el espejo del alma”.

Por desgracia, la cara es casi siempre una careta. Gracias a ella, la Naturaleza recata las más bellas cualidades u oculta los más repugnantes defectos.

Otro disfraz muy frecuente es la fácil y amena conversación. ¡Cuidado con los oradores! La elocuencia es a menudo una ganzúa.

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A quienes juzgan por las apariencias, cabría preguntarles: si el cerebro apenas imprime sus circunvoluciones en el cráneo, ¿cómo las imprimirá en la faz? ¿En qué parte de ésta destacan los honrados callos del trabajo y la energía de la voluntad creadora? ¿Dónde está el repliegue fisonómico revelador de la solución de un problema científico?

Ya lo dijo el sublime Jesús. Sólo hay una regla segura para juzgar a los hombres: el fruto.

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El mucho hablar tiene, entre otros inconvenientes, el muy grave de impedir el conocimiento íntimo de nuestros interlocutores, convertidos, a causa de nuestra verborrea, en oyentes enigmáticos. Los tiranos del monólogo prepáranse inconscientemente grandes desengaños.2

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Ansiamos parecer simpáticos; mas pocas veces nos detenemos a averiguar si las personas con quienes gastamos prosa y finezas las merecen de veras. Conducta prudente será, antes de franquearse y enternecerse con alguien, hacerle hablar mucho para conocerle bien. Sacudamos el cerebro del interlocutor, a fin de ver si suelta necedades o frutos sabrosos. Y ajustemos nuestra conducta al valor del fruto recogido.

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Cada persona tiene una historia, que le impone cierta consecuencia moral pocas veces desmentida. Y, sin embargo, somos tan ligeros que, sin informarnos de ella, brindamos nuestro afecto a cualquier recién llegado, con tal de que nos parezca agradable.

¿De qué está hecho el agrado? De cierta prestancia física, de la conformidad real o aparente de gustos y opiniones, de la viveza y gracia en el decir y del ingenio y discreción al discutir o alabar; cosas todas que en nada garantizan la honorabilidad del hombre, ni su afecto y estimación hacia nosotros.

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Nos quejamos de los amigos, porque exigimos de ellos más de lo que pueden dar.

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La violencia verbal justificada contra nuestros adversarios constituye procedimiento breve y económico, pero acarrea amargos sinsabores. Heridos en lo vivo por la cruda verdad, los enemigos públicos se tornan secretos y la aversión franca conviértese en rencor taciturno avizorador de nuestros descuidos. Diríase que la fuerza viva del odio se transforma en energía de tensión, al modo de la luz que condensa sus energías en el veneno de la planta.

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Quien desee medrar a la sombra de protectores soberbios, imite al tamarindo brotando junto al mar, a cuyas furiosas galernas se dobla y opone la menor superficie posible. Pero semejante conducta repugnará siempre a los hombres dignos y altivos.

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¿Deseas congraciarte con émulos o adversarios? Fracasa pública y ruidosamente. El primer aplauso y, en todo caso, el más entusiasta e hiperbólico será el suyo.

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No incurras en la inocencia de regalar al vanidoso endiosado un libro afectuosamente dedicado; porque si la obra es buena, aumentarás su antipatía, y si es mala o mediocre, te pondrá en ausencia tuya como no digan dueñas. Y acuérdate de que nada hay más virulento que el microbio de la envidia literaria o el de la simple competición profesional.

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En punto a gratitud post mortem, allá se van los favorecidos pobres o los protegidos ricos. Media entre ambos, empero, esta desconsoladora diferencia: el llegado a rico regodéase con la muerte del bienhechor, cuya presencia le humilla; el miserable, al contrario, la deplora porque con sus Mecenas pierde sus medios de existencia.

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¿Alardeas de carecer de enemigos? Veo que te calumnias. ¿Es que jamás dijiste a nadie la verdad ni realizaste un acto de justicia?

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Triste experiencia diariamente confirmada: la justicia en favor del mérito nos granjea un amigo (no siempre), pero nos procura, en cambio, multitud de enemigos.

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Casi siempre la alabanza otorgada por los demás representa el eco de las alabanzas que les hemos prodigado. Hacer justicia de balde es una de las cosas más peregrinas y admirables.

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Decía Erasmo “que la mayor desgracia que puede sufrir un hombre es que no le engañen”. Yo completaría esta sentencia añadiendo: “que no le engañen bien”.