A.J. Fernández López
Ilustraciones de
Melanie Aranda
Dedicado a mi madre.
Nosotros sabemos por qué.
Dedicado a mi hermana María, por dos motivos:
Porque es la madre de Mirco
Y porque hace tiempo le prometí que le dedicaría el primer libro que escribiera.
La voz de Mircoleta, una niña muy coqueta, sacó a Mirco del estado de tontuna en el que llevaba un rato. Mirco solía hacer estas cosas, se quedaba así, como dormido, pero despierto durante un ratito, y lo mejor es que ni él sabía en qué estaba pensando. Por eso, Mirconocimiento, el maestro que sabía un ciento, había bautizado a esos momentos como momentos tontuna.
Al salir de la tontuna Mirco se dio cuenta de que Mircoleta tenía razón, como siempre por otra parte. Mircoleta, además de coqueta era muy lista, por eso era la primera de la clase.
Por lo menos hacía una hora que vieron los dos la puesta del Sol desde la escalera grande de la muralla, y aún no era de noche, y la Luna no había salido.
Se levantó de un salto y cogió a Mircoleta de la mano obligándola a levantarse también.
Mircoleta le seguía mientras caminaba por la muralla del pueblo. Le seguía, aunque no muy convencida la verdad. Eso de que la Luna saliera por otro lugar era un poco raro, pero Mirco era así, no pensaba mucho, simplemente actuaba.
La muralla de Mircomarca no era muy larga porque Mircomarca era una ciudad pequeña. La mandó construir Mircopete Alto, de entendederas algo falto, Mirconde de estas tierras, no porque hubiera ningún peligro de invasión o algo así, sino porque él decía que una ciudad con muralla era una ciudad respetable, pues él no recordaba haber leído nunca nada sobre ciudades sin muralla. Bueno, al fin y al cabo, el que mandaba era él, pero todos sabían que Mircopete Alto no leía mucho.
La muralla era cuadrada y tenía una escalera justo en la mitad de la pared que daba a cada punto cardinal. Así que Mirco y Mircoleta se detuvieron un rato en cada una. Miraban con insistencia, pero nada.
Como la luz que quedaba era clara, pues no se había hecho del todo de noche, podían alcanzar a ver Mircosta, que era la región en la que terminaba Mircomarca por el Sur. Era un lugar bonito, con un acantilado grande y largo que terminaba en una playa preciosa vista desde arriba. Desde abajo poca gente la había visto porque el acantilado era muy largo tanto a la derecha como a la izquierda y muy muy alto. Existía un camino que bajaba serpenteante por la pared, pero era muy estrecho y a veces se cortaba dejando agujeros por los que se veía el fondo y daba mucho miedo.
Por ello, y porque en Mircomarca no eran muy dados a las aventuras, de hecho, estaba hasta mal visto, no había muchas referencias del mundo más allá del mapa que había dibujado Mirconquistador, el único andador, en el que a grandes trazos se veía como el acantilado de Mircosta hacía una curva suave y prolongada que ocupaba todo el Sur y casi todo el Este hasta dar con un bosque muy grande cuya linde entraba en el interior dibujando perfectamente la línea del Norte. A este bosque, en el que ni siquiera él se atrevió a entrar, lo llamó Mirconfín y terminaba haciendo ángulo con una cadena montañosa, a la que bautizó como Mircordillera y que se extendía por todo el Oeste hasta acabar de nuevo en el acantilado de Mircosta.
Esa noche fue un poco extraña para todo el mundo. La Luna no salió en ningún momento y algunos no consiguieron dormir bien porque, en realidad, no les parecía que fuese de noche.
Esto mismo sucedió al día siguiente y al otro también. Al cabo de una semana, algunos vecinos de Mircomarca no habían pegado ojo y empezaba a notarse una intranquilidad en todos ellos que terminó por alertar al propio Mircopete Alto. Así que decidió convocar una asamblea de vecinos ilustres.
Allí estaban Mirconocimiento, el maestro que sabía un ciento; Mircolegiado, el mejor abogado; Mircómico, el actor histórico y Mirconsulta, la mujer más culta y madre de Mircoleta. Como el Mirconsistorio, que ere dónde se reunían siempre estaba en obras, Mirconsulta decidió ceder su propia casa pues era la más grande. Estuvieron debatiendo un buen rato, pero ninguno tenía una idea clara de lo que podía estar sucediendo. Definitivamente, el hecho de que la Luna no saliera era algo que no tenía precedentes en la historia de Mircomarca, por lo tanto, la solución, si es que la había, tenían que buscarla fuera. Cuando llegaron a esa conclusión se lamentaron de que Mirconquistador, el único andador, estuviera de viaje investigando no se sabe qué cosa en no se sabe qué lugar. Y como además poca gente hablaba con él, porque era considerado un tipo raro, allí nadie sabía cuándo iba a volver.
La voz salió de detrás de la puerta de la cocina. Todos dieron un respingo y giraron la cabeza hacia allí. Mirconsulta, reconoció inmediatamente aquella voz, pues era la de su hija.
Los dos se acercaron al centro del salón con la cara compungida del que sabe que le va a caer la bronca.
El maestro, había intercedido, además de por ser un tipo simpático al que no le gustaban las broncas, porque inmediatamente se dio cuenta de que los niños sabían algo sobre Mirconquistador. Era evidente que el personaje reunía todos los requisitos para ser atractivo para ellos. En primer lugar, era un tipo que vestía raro, hablaba raro y hasta andaba raro. En segundo lugar y mucho más determinante, les habían aconsejado no hablar con él. Conclusión, ¡seguro que hablaban con él!
Mircoleta no tenía muy claro si podía o no decir algo. El caso es que ellos hablaban con Mirconquistador cada vez que venía a Mircomarca, el hombre era muy raro, pero una vez que le conocías te dabas cuenta de que no era malo. Sólo diferente. Llevaba los pelos largos, recogidos en una trenza, y siempre que regresaba de un largo viaje la barba le había crecido en plan descontrolado, pero luego se afeitaba y ya no daba tanto miedo. Ellos daban casi toda la vuelta al pueblo y luego bajaban por el riachuelo hasta un caminillo que casi nadie conocía y que llevaba a la parte de atrás de la casa del viajero. Allí tenía él un pequeño porche trasero en el que se sentaba a fumar en pipa y a dibujar mapas, y allí les contaba las fabulosas historias de sus andanzas.
Sus pensamientos se vieron de pronto interrumpidos por la voz de su amigo. Mirco, como pensaba mucho menos, hablaba un poco más, y a él le había valido la promesa del maestro de que no les iban a castigar.
Mircoleta asentía con cara de “cállate de una vez que nos estás metiendo en un lío” pero, como de costumbre él ni se enteraba. Sin embargo, y para sorpresa de la niña, los adultos no sólo no les miraban enfadados sino que parecían complacidos. Eso la despistaba mucho y no alcanzaba a comprender qué les estaba pasando. Claro que, a los adultos no los entiende nadie.
Los dos se acostaron esa noche más bien nerviosos. Estaba claro que la actitud de los mayores tenía que ver con el misterio de la Luna. Pero, ¿por qué de pronto era importante hablar con Mirconquistador, tendría él la culpa de lo que estaba pasando?
La idea de que todos pudieran pensar que el viajero era el culpable no dejaba de rondar la cabeza de Mircoleta. Eso no era posible. Cogió el walkie talkie y llamó a Mirco.
Mientras caminaban hacia la casa del viajero apenas hablaron entre ellos. Mircoleta estaba enfadada, de eso no cabía duda, pero la experiencia le había enseñado a Mirco que cuando ella estaba así lo mejor era dejar que se le pasara. Cualquier cosa que él dijera sólo serviría para empeorar la situación, más aún cuando él no tenía ni idea de por qué ella estaba así. Por lo tanto, caminaban en un incómodo silencio que Mirco decidió romper comenzando a canturrear por lo bajo.
En efecto, estaban a escasos metros de la pequeña cuestecita que, desde el riachuelo, llevaba por un senderito corto hasta la puerta de atrás de la casa. Se detuvieron allí, Mircoleta estaba muy nerviosa, el haber dormido poco, el enfado, la situación… todo era muy estresante para ella y no conseguía pensar con claridad.
De pronto una voz a sus espaldas les hizo dar un respingo
Los dos saltaron casi un metro, la voz era nada menos que la de Mirconquistador, que no estaba en la casa sino justo detrás de ellos. Mircoleta comenzó rápidamente a decir nerviosa
Por supuesto, Mirco asentía a cada palabra con los ojos abiertos como platos de pizza.
Con la limonada por delante, se sentaron los tres en el porche.
Los niños se miraron. De modo que no hacía falta ni empujarle a la trampa, iba a caer él solito. Mircoleta, por si acaso le preguntó