QUERIDO ASESINO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EDICIONES LABNAR

 

 

 

 

 

 

 

Título: Querido asesino

Autor: Jackson Bellami

 

© Jackson Bellami, 2017

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2017.

 

Imagen y diseño de cubierta por Ediciones Labnar

 

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ISBN: 9788416366224

Código BIC: YFCF-5AQ

Primera Edición: Octubre 2017

 

 

 

 

 

 

 

Hay sombras que, al contrario que en esta historia,
cuidan de nosotros en cada momento.
Esto es para la mía, que me sigue a todos lados con sus cuatro patas.
Para Yeyo, mi mejor y más peludo amigo.

 

 

 

 

 

 

Por muy corta que pueda ser tu vida, dale un sentido y habrás ganado toda una eternidad.

 

 

 

Querido Asesino:

¿Por qué?

No es que importe mucho a estas alturas, al menos a mí, pues ya has acabado conmigo, pero es algo que todos nos preguntamos cuando somos incapaces de encontrar una respuesta.

¿Por qué así?

Hay maneras dignas de morir, de que tu vida llegue a su fin. ¿Era necesario un modo tan teatral? Lo he visto en decenas de películas, aunque nadie piensa nunca que podría ocurrirle a él. Eso, creo, fue lo que pensaría papá cuando también te lo llevaste a él. Aunque no fuiste tú el culpable de su muerte, estoy seguro de que conocías a su verdugo, pues es lo que sois, verdugos de vidas. Además, olida una mierda, olida todas.

¿Por qué en este momento?

Supongo que muchos se preguntarán si hay algún momento para morir que sea mejor que cualquier otro. No es mi caso. La muerte, al igual que la vida, forma parte de toda persona. Pero te precipitaste, y no porque no hubiese llegado mi momento para dejar este mundo, o por arrebatarle la vida a un chico de dieciséis años. Nada de eso. Solo que no estaba listo para marcharme. Había ciertos asuntos pendientes que necesitaban una solución o, dicho de otro modo que apuesto te encantará, un final.

Pero nada de esto importa; nada en absoluto. Por eso debo poner en orden las cosas después de haberme ido. Así que aquí dejo el relato de todo lo que debió ser concluido en alguna ocasión, cosas, algunas más importante que otras, que tenía que haber solucionado en algún momento de mi tiempo. Jamás pensé que tiempo sería lo que nunca tendría para hacerlo.

¿Por qué escribirle a mi asesino?

Aún no he pensado a quién dirigir esta carta para que todo esto no caiga en el olvido y escribirle al responsable de este maldito desorden me ha parecido lo más adecuado.

Así que ponte cómodo y que comience el triste espectáculo de mi vida.

 

 

 

 

 

El señor Foster

 

 

 

Coloquemos las piezas

El último verano se manifestó más solitario y aburrido que de costumbre. Normalmente, pasaba los meses sin clase saliendo con Frank y con Quentin, pero ese verano todo parecía conspirar en contra de nuestra diversión. La bolera cerró por reformas. El cine celebraba un certamen de directores en desarrollo. ¿En desarrollo de qué? ¿De matar a las personas de aburrimiento? Vaya, la primera vez que nombro la muerte. Bueno, no creo que te incomode, pero, si es así, deberías habituarte a oírlo porque —alerta, spoiler— estoy muerto.

Los chicos y yo nos pasamos todo el tiempo de aquellas vacaciones recorriendo el pueblo en bicicleta. Janine, la hermana de Quentin, o Q, como exigió que le llamásemos, se había marchado con las Fabulosas a un campamento de verano para chicas sin cerebro. Sí, sin cerebro, y créeme cuando te digo que dentro de esas cabezas teñidas y oxigenadas no hay nada; Janine, en cambio, es diferente, incluso con sus altibajos. Pero formaban parte de esta pequeña ciudad. Vale, si voy a escribir sobre todo esto debo ser sincero. Lo siento.

Continúo.

Las Fabulosas formaban parte de este nuestro querido montón de estiércol que aparece en los mapas como Sweetlake. El caso es que ni es dulce ni tiene lago, porque el charco de excrementos al que va la progenie del instituto a emborracharse y a sobrepasarse con las chicas no es un lago. Al menos para mí. Pero, me guste o no, ellos les dan otro color a las calles y, sobre todo, a nuestro intento de sociedad civilizada. Un verano sin las Fabulosas es un verano sin chismorreos, peleas en el parque y carreras de coches. Por lo que estábamos sufriendo las consecuencias de vivir en lugar tan desanimado como vacío.

Tratábamos de divertirnos como cualquier adolescente de nuestra edad. Pillábamos algunas cervezas de casa y nos hacíamos los maduros bebiendo alcohol en el parque por la noche. Acudíamos a la llamada de la naturaleza y espiábamos a las parejas en el picadero de la colina Wislow. A veces, incluso intentábamos ver alguna de las películas de los jóvenes directores independientes, pero creo que nunca terminamos de ver una. Íbamos a la piscina a observar a las pocas chicas que pasaban el verano en el pueblo, les tomábamos fotografías en esos momentos en los que uno se relaja y no posa sacando morritos adoptando una postura más que ensayada. Después, la subíamos a una cuenta falsa en las redes sociales y dejábamos que la crueldad de los jóvenes hiciera el resto.

No he dicho que sea un ángel, solo un adolescente.

Si no, que le pregunten al viejo Ben o, como le llamábamos desde niño, el Coronel Calzoncillos. El anciano veterano del ejército que vivía en mi calle no dudaba ni un momento en izar la bandera nacional en el mástil que tenía en su jardín. Y con esto quiero decir que, a las siete de la mañana de cada día, el viejo Ben sale al jardín con la ropa que lleve puesta —calzoncillos y camiseta de tirantes generalmente— para honrar a su país con el izado de la bandera. Aún recuerdo la cara que puso el día que los chicos y yo colocamos nuestra propia bandera en su mástil. Coronel Calzoncillos decía, y tenía dibujado unos slips. El exmilitar le prendió fuego allí mismo sin dejar de mirar hacia casa, donde estábamos Frank, Quentin y yo escondidos.

Así nos pasábamos el verano cuando éramos unos críos, fastidiando a los adultos con travesuras. No quiero pensar que estoy pagando por todo aquello y por lo más reciente con mi funesto destino. Los niños de hoy en día lo tienen peor. Se pasan todo el día con teléfonos más inteligentes que toda una pandilla de amigos, o sentados frente al ordenador adoptando el aspecto de zombis. Nosotros recorríamos Sweetlake todos los días buscando algo que hacer y cómo divertirnos. Como aquella vez en la que rellenamos con tierra los bolsillos de la ropa que la señora Miller tenía tendida al sol. O el día que atamos el pomo de decenas de puertas a farolas y vallas con cuerdas para que nuestros vecinos no pudiesen salir de sus casas. Memorable. Parece que todo aquello ocurrió hace mil años. Me pregunto si ocurrirá lo mismo con mi recuerdo.

Sweetlake tiene unos cincuenta mil habitantes. Siempre hay algo con lo que pasar el rato, solo hay que buscar. Echábamos de menos el motor que movía los engranajes de la pequeña ciudad. Yo echaba de menos a Janine. Procuraba quedar con Quentin en su casa para poder ver a Janine lejos de su escolta de chicas idiotas. No encajaba entre ellas. Janine leía libros, fue ella la que me aconsejaba qué libros leer, los que sabía que me gustarían. Aunque solo era un año mayor que yo, derrochaba cordura y madurez en cada conversación. No la imagino hablando con las Fabulosas sobre literatura o política, que sé que le encanta. Quizá solo sea una estrategia social para sobrevivir al instituto. Sea como fuere, ella brillaba entre la idiotez de sus amigas. Y de Brad, su novio. En este punto no me gustaría que pensaras en mí como alguien celoso, pero es que Brad… Si hubiese un tío más imbécil en el planeta, Brad entrenaría cada día para que nadie le arrebatara su título. No es el capitán del equipo de fútbol, como cabría esperar, pero es un tipo de revista. No aspira a convertirse en el próximo presidente de los Estados Unidos, pero sí en el general al frente de su ejército. Los fines de semana puedes verle en el lago, con media docena de armas, disparando a los árboles, a las botellas que él mismo lanza al agua o a los pobres conejos y ardillas que tienen que sufrir su existencia. Todo un americano de libro. Un tipo duro. Un psicópata.

Sé que podrás encontrarle allí cada fin de semana, no es que el mundo haya cambiado por que ya no estoy. ¿Qué podría cambiar por mi ausencia? Dímelo tú, sí, tú. Porque habrá algún motivo por el que decidiste que tenía que ser yo el que se esfumase para siempre. Una causa divina o algo parecido. ¡Algo debe de haber, joder!

Qué más da. Como dije antes, ya da igual.

El caso es que Janine no apareció hasta una semana antes de que empezase mi último curso.

¿Lo recuerdas, Asesino?

Ese día se cruzaron nuestros caminos.

 

 

 

El primer contacto

Al final del verano, todo el mundo volvió a Sweetlake. Janine y las Fabulosas —debería haber registrado este nombre cuando estaba vivo, porque suena fenomenal— llegaron alardeando de lo increíble que había resultado la experiencia de pasar las vacaciones a solas entre chicas. ¿A solas? Ya. No sé de las demás, pero Kate, la más… ¿fácil?, del grupo, no creo que pasase todo el verano sin probar a un chico. Y apuesto a que Colin, su tercer novio del año, estaría de acuerdo conmigo. Lo importante era que Janine había vuelto y traía nuevas lecturas para recomendarme, como siempre.

La vi acercarse a la plaza del Virginia’s, bar y recreativos en uno, en el coche de su madre. Cuando bajó del vehículo, creí que el tiempo se detuvo para siempre. Por desgracia para mí, no fue así; por suerte para ti, tampoco. Fue una escena de esas películas moñas para adolescentes en las que la chica popular se pasea a cámara lenta de manera extremadamente pomposa. Su melena cobriza parecía arder con la luz del sol, la camiseta se ceñía a ella como un guante y la falda… Sí, era preciosa, pero también la hermana de mi amigo. Y, no, Q no sabía nada.

En realidad, me gustaría darte las gracias, porque siempre podré soñar con que Janine y yo estábamos destinados a envejecer juntos si todo hubiese sido diferente. Así que, gracias, Asesino.

Volvemos a la plaza:

—Jason. ¡Tío! —insistió Frank a mi lado en el banco—. Se te va a caer la baba.

—Sí, deja de mirar a mi hermana así o le diré que te la meneas pensando en ella —dijo Quentin.

—¿De qué habláis? ¿Pensáis que todos estamos tan salidos como vosotros? —Sí, lo estaba—. Yo solo miraba el coche.

—¿El viejo Chevy de mi madre? —me preguntó Q.

—El Mustang de Colin, capullo. Está justo detrás. —Salvado por el imbécil de Colin. ¿Qué te parece?

Ella se detuvo frente a nosotros y me dejó conmocionado con su sonrisa:

—¿Qué tal el verano? ¿Os habéis buscado a una chica ya? —preguntó Janine.

—¿Qué tal el tuyo? ¿Te has dado cuenta ya de que Brad es un subnormal? —respondió su hermano.

—Idiota. Si no fuese por el color de piel y los ojos de mamá, diría que eres adoptado —dijo ella.

—Ojalá… —terminó Q.

—¿Cómo ha ido el campamento? —pregunté yo.

—Inolvidable, enriquecedor e irrepetible, me temo.

—¿No pensáis volver el año que viene? —le preguntó Frank.

—Es nuestro último año de instituto, el próximo verano estaremos demasiado liadas con la universidad para hacer nada juntas. Ha sido una buena despedida —dijo Janine con cierta tristeza—. Jason, tengo que hacer una lista con las lecturas del verano, te va a encantar.

—Solo hay una cosa que tú puedas hacer y que a Jason le vaya a encantar… —volvió Quentin a molestarla.

Le di una patada con la que casi le tiré del banco.

—Eres un cerdo cuando te lo propones —añadí.

—Bueno, nos vemos en la Fiesta del Sol —nos dijo antes de entrar al Virginia’s.

La Fiesta del Sol, la excusa más absurda para hacer creer a los jóvenes que el pueblo tenía su encanto. La organizaba el ayuntamiento cada año al final del verano como despedida a los días de sol y bienvenida a los días de frío y nieve. Una última oportunidad para cogerte una buena borrachera y restregarte un poco más antes del nuevo curso.

—¿Vamos a ir? —pensé en voz alta.

—No sé, podríamos pasarnos un rato. Me gustaría intentarlo con Emily antes de las clases. Sabéis que una vez empiece el instituto es una mierda hablar con nadie por los pasillos sin que todos murmuren —dijo Frank.

—Sí, vayamos. Me jodería perderme lo que pueda ocurrir en la última noche de locura. Los capullos como Brad llevan todo el verano sin ver a las chicas. Se va a liar, seguro.

Quentin y Frank me miraban esperando una respuesta. Ojalá pudiese volver a aquel momento para decirles: «Esta noche comenzará mi final, cada día un poco más cerca de mi muerte, pero sí, vayamos a esa asquerosa fiesta».

—Claro, divirtámonos un poco. —Qué iluso era entonces.

Al llegar a casa discutí con mamá, por la hora para volver, por la pasta, por querer que llevase a Daniel a la fiesta… Desde que tu «colega» mató a mi padre, en casa discutimos por todo. Pero ¿qué cojones os importa eso a vosotros? Cuando arrancáis una vida, ¿qué más da lo que deje atrás? No te importa una mierda que mamá cayese en una profunda depresión durante años, o que mi hermano comenzase a tener pesadillas desde que vio a papá luchando por su vida en aquella camilla del hospital con solo seis años. Tú y los tuyos me obligasteis a convertirme en el cabeza de familia a los once años. ¿De qué manera crees que puede eso afectar a mi familia? ¿Y a mí? Maldito seas mil veces por volver a hacer pasar a mi familia por esto.

Llegamos a la fiesta.

El salón de exposiciones de nuestro adorable Sweetlake parecía una orgía entre luces de colores y papel maché. El enorme sol que decoraba el fondo de la zona de baile parecía mirarnos a todos pidiendo que lo matásemos. Lástima que tú no pudieras hacer nada al respecto, Asesino. La banda escogida para la ocasión no era otra que Dave, el chico olvidadizo de clase, y sus dos primos, así que nos esperaba una noche de clásicos de los noventa mal tocados y con la voz ronca de un chico con problemas de memoria. En aquel momento, me imaginé a Quentin en su casa, jugando al Call of Duty en la PlayStation 4 después de la discusión con su hermana que le costó el castigo de aquella noche. Así que, allí estábamos Frank y yo, esperando que todo aquello no fuese una pérdida de tiempo.

Las primeras horas de la Fiesta del Sol son siempre un teatro bien ensayado en el que jóvenes y adultos se soportan unos a otros. En cuanto los mayores desaparecieron, a eso de las once de la noche, los adolescentes se quitaron sus máscaras de buenos chicos y chicas y comenzó el circo de los horrores. De bailar de manera moderadamente correcta, la gente empezó a saltar, a rozarse unos con otros como en un ritual satánico, a beber como animales… Era todo un espectáculo, y a eso fue a lo que fuimos, a verlo en primera fila.

Janine se encontraba con las Fabulosas a un lado de la pista, mientras que los chicos, llamémosles Legendarios, adulteraban las bebidas que la Asociación de Mujeres de Sweetlake habían traído con todo el amor del mundo. Los adultos voluntarios como vigilantes de la velada, la señora Wilson, limpiadora del instituto, y el señor Foster, dueño de la famosa ferretería Foster Brothers, no tardaron en quitarse de en medio. Solo se necesitó una hora desde aquel momento para ver a la juventud en su plenitud.

Los chicos de último curso se desafiaban frente a las chicas para demostrar su masculinidad. Ellas, por el contrario, se hacían las tímidas adoptando posturas incómodas que resaltaran sus jóvenes pechos, sus alzados traseros y el caro vestido que habían elegido para la ocasión y que, probablemente, nunca jamás se volverían a poner. Fuera del recinto, la noche estallaba en decenas de melodías diferentes desde los altavoces de los coches. No, no había ningún concurso de decibelios ni nada parecido, pero eso les daba igual. Las carreras y el ruido de los motores no tardaron en sonar. La recta que unía el parque con el salón de exposiciones se convirtió en una versión de serie B de A todo gas.

Animé a Frank a acercarse a Emily en uno de esos momentos en los que las chicas se quedan a solas con sus pensamientos. Cuando mi amigo aceptó el reto, decidí que era el momento de marcharme. Busqué a Janine con la mirada, pero no había rastro ni de ella ni de Brad. Sabía dónde podrían encontrarse y lo que estarían haciendo, y eso me puso de mal humor.

Una vez más, volvía a casa con la sensación de haber pasado una noche entre la fauna de National Geographic, cuando podría haberme quedado en casa leyendo, jugando a la consola o disfrutando de mi imaginación con Janine…

Decidí atajar por la calle de la biblioteca, los últimos vasos de ponche adulterado me habían golpeado la cabeza más de lo normal y comenzó a dolerme. Crucé por detrás del Burger y, cerca del parking del Centro Comercial, comencé a sentirme francamente mal. Todo parecía retorcerse en una tormenta de luces, aunque todo estaba a oscuras. Oí a alguien gritar, pero el zumbido que te deja en los oídos una música horriblemente mala y demasiado alta no me permitió aclarar de qué podría tratarse.

Hasta que lo vi con mis propios ojos.

A un margen del parking, lejos de las luces del recinto, había cuatro tipos dando una paliza a hombre cuya voz me resultaba muy familiar, al igual que su ropa. El ponche me obligaba a entrecerrar los ojos para distinguir mejor la escena, pero poco podía hacer desde tan lejos. Corrí hacia los arbustos de mi derecha y me oculté en la parte izquierda del parking para poder acercarme un poco más.

—Lo siento, iban a pillarme con ellas encima y no he tenido otra alternativa. Conseguiré el dinero. Había demasiados padres por allí y los chicos… Se habían marchado al lago. Dame otra oportunidad, otra bolsa y me iré para allá con ellos —dijo el hombre.

Entonces vi al señor Foster caer al suelo después de recibir un gancho en el estómago de uno de los agresores. Los encapuchados propinaron una lluvia de patadas al dueño de la ferretería mientras trataba de sacar mi teléfono móvil del bolsillo para llamar a la oficina del sheriff. En ese momento, mi móvil sonó.

Los cuatro miraron hacia los árboles al mismo tiempo; uno de ellos se dirigía hacia mí. Mi cabeza amenazaba con explotar en cualquier momento, no antes de que pudiera ver la sudadera de aquel tipo en un instante de duda, cuando se giró antes de seguir en mi dirección; en el negro de la espalda resaltaba una letra china de color rojo, parecida a una F o una Y, aunque con más detalles. Había visto aquella sudadera en el instituto, pero la punzada de dolor en la cabeza no me dejaba esclarecer nada.

Y corrí.

Corrí entre los árboles sin mirar atrás. Salté la valla de la armería del señor Williamson y casi me muerde su pastor alemán. Volví a saltarla para continuar por el callejón trasero del Black Betty, el local de los moteros. Un robusto motorista, que en aquel momento me pareció un oso Grizzly, se encontraba meando junto a los cubos de basura y casi tropiezo con él. Pasé junto a la piscina y tuve que detenerme entre los árboles que la bordean. Apenas podía ver, los pulmones me ardían.

Allí perdí el conocimiento.

¿Dónde estuviste todo ese tiempo? ¿Ya me observabas desde antes de aquella noche? Porque fue allí, en ese momento, cuando hiciste tu aparición en mi vida. Fue en ese parking donde decidiste que yo sería tu próxima víctima.

¿Verdad?

No necesito una respuesta. Lo sé.

Desperté entre el colchón de las primeras hojas del otoño, aún calientes del sol del verano. Todavía estaba oscuro, no sabía cuánto tiempo había pasado allí tirado.

Volví a casa sin recordar nada más allá de la imagen de Frank aproximándose a Emily. Pensé que el ponche había hecho de las suyas y me había derrotado al pasar por la piscina. Pero ¿por qué por la piscina? No está cerca de casa, y tampoco se encuentra en el camino desde el salón de exposiciones a casa.

Los recuerdos de aquella noche tardaron semanas en volver. Olvidé todo lo que ocurrió después de la fiesta. Ni siquiera me vino nada a la memoria cuando, al día siguiente, mamá entró en casa después de comprar el pan y me dijo que el señor Foster había aparecido muerto a orillas del lago.

 

 

 

Comienza el juego

Las clases llegaron sin que nadie estuviera preparado para ello. Volví a sumergirme en la dura tarea de aguantar despierto las explicaciones de la señora Winfried sobre biología, las somnolientas historias del profesor Denzel y su amor por el nacimiento de Estados Unidos o los insultos camuflados en comentarios «de broma» del entrenador Calhum. Pero ya pasaremos por el instituto más adelante, no quiero que te aburras, Asesino.

La muerte de un vecino de Sweetlake nos pilló a todos por sorpresa. Bueno, a casi todos, porque después de aquella noche los rumores sobre el señor Foster y sus oscuros negocios en la trastienda de su tienda corrieron por las calles como el viento del otoño. O como los que la llevaron a cabo.

Frank había empezado su relación con Emily, quien se empeñaba en emparejarnos a Quentin y a mí con sus amigas, las chicas de la banda del instituto o, como las llamare a partir de ahora: las Pussycats Dolls. La pelea entre Janine y Quentin tuvo que ser de las gordas, pues no vi ni hablé con Q hasta el primer día de clase. Pero lo más extraño fue el cambio en Janine. Desde que me entregó la lista de las mejores lecturas del verano —de la que taché con rabia la trilogía de Cincuenta sombras de Grey— se mostraba seria, deprimida. Me pregunté si Brad tendría algo que ver, y esta fue la conversación que mantuvimos los chicos y yo en las gradas del campo de fútbol:

—¿Qué le ocurre a tu hermana? No parece la misma desde que empezaron las clases —pregunté a Q.

—Si le preguntas a ella te dirá que está agobiada con las solicitudes de la universidad. Pero creo que nuestro perfecto Brad ha dejado de darle caña. Ya sabes a lo que me refiero…

—No creo que sea nada de eso. Emily me ha contado que las chicas van diciendo por ahí algo de un revolcón en el lago entre Brad y Jun —corrigió Frank a Quentin.

—Pues sí que ha tardado poco la china. Solo lleva unos meses aquí y ya está retozando con el líder de los Legendarios —comentó Q sin quitarle ojo a las chicas del equipo de lacrosse, entre las que se encontraba Jun, la chica que llegó a finales del curso pasado—. ¿Creéis que será verdad?

—Ya sabes cómo es Brad. La que parece no conocerle es tu hermana —respondí con rencor.

—Lo de Brad no. Me refiero a lo que dicen de las asiáticas, a si tienen el Whopper pequeño y delicioso.

—Joder, Quentin, deberías liarte con Angy. Te hace falta, tío —le respondí.

Fuese cierto o no, la verdad era que Janine parecía una estudiante amargada, y no creía que los rumores sobre Brad tuviesen nada que ver.

La muerte del señor Foster afectó a todo el mundo de manera diferente. Los padres de Jun aprovecharon el cierre inesperado de la ferretería y abrieron una tienda de repuestos y herramientas al más puro estilo asiático. Joder, incluso vendían mascotas. Kevin Foster, su hijo, se marchó de Sweetlake para no volver, dejando aquí a su madre y a su hermana, pero de eso hablaremos más adelante. Porque tú le hiciste volver, ¿verdad? Bueno, quizá no tú, pero sí alguno de tus «camaradas». El sheriff Grant comenzó a patrullar por las calles como el mejor de los policías del mundo. Claro que tenía que mirar hacia otro lado cuando veía a su hija Megan flirtear con lo peor de nuestro pueblo entre el humo de la marihuana de sus cigarrillos. Incluso el director del instituto, el señor Seaver, nos dio una extensa charla en el gimnasio sobre lo peligroso que resultaba merodear por las calles después del anochecer.

Nadie sabía aún que el autor de aquella muerte se encontraba sentado junto a los demás alumnos en el gimnasio. Hasta este momento, su nombre sigue en el anonimato. Pero es algo que yo mismo voy a arreglar entre estas páginas, por mucho que me cueste.

Con el paso de los días, Quentin me hizo cierto caso y acabó saliendo con Angy. Y ahí estaba yo, con dos amigos cada vez más atontados y enamorado de una chica que parecía estar pasando por una racha especialmente mala.

Y, entonces, llegaron los flashbacks.

En octubre, el hermano mayor de Angy se ofreció a realizar unas fieles versiones ilegales de carnés para que pudiésemos comprar cervezas. ¿Quién diría que no a un carné falso gratuito? Pues yo, al principio no me gustó demasiado.

—No sé si es buena idea, aquí nos conoce casi todo el mundo —dijo Frank aquella tarde en los recreativos del Virginia’s.

—Tiene razón. No sé si quiero comenzar a delinquir de esta manera. El sheriff Grant está muy pesado desde lo del señor Foster, es arriesgarnos a que nos pille con alcohol por ahí —añadí para apoyar a Frank.

Quentin se tomó su tiempo para darnos su opinión.

—Sois unos cagados. Yo pienso decirle que sí. Vamos, tíos, es su hermano —dijo Quentin señalando a Angy.

—Mi hermano es legal, no le dirá nada a nadie —le apoyó ella.

—Está bien, pero nada de usarlo así como así —respondió Frank.

—De acuerdo. No quiero ser el adulto en esto. Pero estoy con Frank, solo lo usaremos para ocasiones especiales —dije yo.

—Perfecto, iremos a casa a por una foto. ¿Tenéis alguna que sirva? —nos preguntó Quentin.

—Ahí hay una cabina instantánea, podemos hacérnosla ahora mismo y así Angy se las puede llevar —comentó Frank señalando entre las máquinas.

Primero entró Frank, mientras Angy y Quentin demostraban cuanto se querían en público, aunque no había nadie más allí. Después pasé yo. En la primera fotografía, el flash me dejó desorientado. En la segunda, la luz se metió en mi cabeza y sacudió mis pensamientos. La tercera hizo emerger de mi cerebro una escena que no comprendía. En ella, un hombre estaba siendo apaleado por un grupo de personas con los rostros ocultos. En la cuarta y última, un extraño símbolo me explotó detrás de los ojos. No retuve nada sobre los trazos rojos que lo formaban. Mi cabeza comenzó a latir como si fuese mi propio corazón. El sudor me caía por la frente hasta meterse entre mis párpados.

Te sentí cerca, muy cerca. Estabas allí, escondido, recordándome el instante en el que se cruzaron nuestros destinos sin que yo siquiera lo supiera, esperando tu momento para atacar. Podrías haberlo hecho entonces, así me habrías ahorrado todo lo que está por contar. Pero no, era mejor esperar en las sombras al momento perfecto. A tu momento perfecto, porque para mí nunca hubo nada parecido. Pero todo tiene arreglo menos la muerte, ¿no? Y no es mi muerte lo que estoy tratando de arreglar con estas palabras, sino lo que debería haber hecho antes de que tú me quitases la vida.

Salí de la cabina mareado, sudando a chorros y con la vista llena de estrellas. Noté como Angy me agarraba por el brazo.

—¿Estás bien?

—Sí, solo es… El puto flash era fuerte de cojones. Y después… —ahí decidí callarme.

—Tío, ¿qué coño te ha pasado ahí dentro? Si no es por la primera foto habrías perdido cinco dólares —dijo Frank sorprendido con mis fotografías en la mano.

—Parece que estuvieras cagando —comentó Quentin sobre el resto de las fotos.

¿Cómo explicaría lo que había visto? ¿De verdad había visto algo?

Nos sentamos en la plaza de fuera con un par de refrescos. Angy y Quentin se marcharon para eliminar las barreras de su cariño en la intimidad. Frank esperó a que Emily volviera de las clases de refuerzo de Matemáticas. Y allí me quedé a solas, pensando en lo que había ocurrido en la cabina. Pero, entonces, apareció Janine.

—Hola, librero. —Así me llamaba a veces desde tercero, cuando le dije que de mayor quería abrir una librería.

—Hola, Janine.

—No tienes buena cara. ¿Dónde está el retrasado de mi hermano?

—Se ha marchado hace un rato con Angy, gracias a Dios. —Le sonreí.

—Te entiendo. Están todo el día pegados, como una mosca y una caca de perro. —Hizo una pausa, el comentario no fue el más apropiado—. Me ahorro el tener que explicar quién es quién en la comparación.

—¿Qué ocurre? Estás diferente desde inicios de curso. ¿Es por Quentin? —me atreví a preguntar.

—Quentin puede ser un plasta, pero… No es nada, las solicitudes para la universidad me tienen agobiada. Solo eso.

Quentin ya me avisó de la respuesta.

—No te preocupes, pase lo que pase siempre te quedará nuestro adorable Sweetlake para llorar —dije esperando sacarle una sonrisa, pero no fue así. Se sentó en el banco.

—Ahora sí que me perturba la idea de no marcharme de aquí.

—¿Por?

—Las habladurías, la gente es odiosa, robos, asesinatos… Si pudiera me marcharía de aquí hoy mismo —respondió mirando al suelo.

—¿Robos?

—¿No te has enterado? Anoche entraron en la armería, y después de lo del señor Foster… Parece que alguien se esté preparando para algo gordo.

No tenía ni idea de nada, y visto desde su punto de vista… Aunque más allá de sus palabras, su expresión me hacía pensar que sabía algo más de lo que decía.

Brad apareció a los pocos minutos en su brillante ranchera, tocó el claxon y Janine se marchó con él.

De nuevo solo, aunque tú también estabas allí.

Podía sentirte clavándome tus garras en la nuca.

 

 

 

 

 

Las chicas del lago

 

 

 

De jóvenes fabulosos, legendarios y monstruos

Los carnés no tardaron en estar listos y, por supuesto, había que probarlos. Los primeros exámenes estaban a la vuelta de la esquina. Pero nada importaba más que Halloween y la macrofiesta en el lago, a la que nadie asistía disfrazado. Sí, así es Sweetlake, marcando la diferencia, aunque, por esta vez, lo agradecí. Solo había que llevar algo que pudiera ser consumido o, mejor dicho, bebido. Por lo que decidimos comprar unas cervezas y un par de botellas de vodka.

Frank le dijo a su vecino, el bueno de Jerry, que se apuntase a la fiesta. Era un chico callado, pero cuando hablaba no solía decir tonterías, como el resto de nuestros compañeros de clase. Cuatro chicos, diez litros de alcohol. ¡Viva la juventud responsable!

El lugar se antojaba maldito, como si un halo de oscuridad se cerniera sobre todos los adolescentes congregados. Los de último curso habían preparado todo aquello para que hiciese historia. Colocaron en los faros de los coches unas láminas de papel transparente de color rojo, lo que daba al lago un aspecto macabro. Las hogueras no hacían más que aumentar la sensación de que aquello, más que una fiesta, parecía el ritual de una tribu de salvajes a punto de devorarse unos a otros.

Janine y las Fabulosas —en serio, me encanta este nombre— se encontraban al final del camino, o el principio de la fiesta, recopilando las ofrendas de los jóvenes a los terroríficos dioses del instituto.

—Vaya, creí que no vendríais —nos dijo al llegar.

—Sí, he tenido que convencer a estos —respondió su hermano bajo una estúpida gorra de colores demasiados llamativos que jamás le había visto.

Brad, Colin y el más bajito de los Legendarios —creo que se llama Pitt— fueron a recoger parte de la mercancía que las Fabulosas guardaban con recelo.

—¡Eh, mirad! Si son los tres mosqueteros de Sweetlake, y hoy traen a D’Artagnan. Quentin, ¿Angy no quiere que las chicas se te acerquen y te ha obligado a llevar esa cosa encima de la cabeza? Pareces un príncipe de Bel-Air enfermo —dijo Brad, y su séquito rompió en carcajadas.

—No, Brad, ha sido tu madre la que me la ha dado, dice que me hace más hombre —respondió Q con demasiada confianza.

—Si quieres saber lo que es un hombre, pregúntale a tu hermana —dijo él como si Janine no estuviera allí delante. Colin y Pitt chocaron los cincos con él.

—No te pases, Brad —intervino Janine.

—Mejor le pregunto a Jun —dijo Quentin.

—Joder. A la mierda… —masculló su hermana antes de marcharse.

—¡Espera! Janine, no le hagas caso. ¡Vamos, nena! —gritó Brad sin conseguir que volviera.

—Alguien va a tener que currárselo esta noche para echar un polvo —se burló Colin.

—Tienes huevos, enano, pero más te vale que moje esta noche si no quieres que te lance al lago con la basura de la fiesta. ¿Lo pillas? —le dijo Brad a Q.

—¿Esto es una fiesta? Porque parece más un drama de la NBC —dije para aplacar los nervios.

En realidad, tenía unas ganas locas de correr tras Janine y sacarla de allí.

—Sí, claro. A ver qué habéis traído. —Brad echó una mirada en las bolsas—. ¡Guau! Alguien tiene un carné falso en sus bolsillos. Mis respetos, pardillos. —Se inclinó en una reverencia y nos dio paso a la fiesta.

Ojalá nos hubiese echado de allí.

sheriff

Al día siguiente, las noticias no se hicieron esperar. Al menos cuatro chicas fueron drogadas en la fiesta. Dos de ellas sufrieron abusos.

Como Jun.