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Anastasio Alfaro

El delfín de Corubicí

Colección Popular
Volumen N.° 7

Presentación

La Colección Popular ha sido creada por la Editorial Costa Rica para publicar en ella las obras de autores noveles; tanto como la recuperación de escritores clásicos de nuestro fondo editorial como Max Jiménez, Carlos Meléndez, Anastasio Alfaro, entre otros.

Algunas de estas obras ponen de manifiesto la valiosa experiencia de aquellos que han decidido dar testimonio escrito de sus vidas, de sus trabajos y de su contexto, como aporte al contenido narrativo de la sociedad.

La Editorial Costa Rica publica en esta colección las producciones de un colectivo nacional que constituyen una variada expresión de nuestra creatividad y que, al mismo tiempo, mantiene viva la palabra.

Retrato fotográfico de Anastacio Alfaro

Anastasio Alfaro

El motivo de este libro

Por invitación de la señorita directora en una escuela superior de niñas, tuve el placer de dirigir la palabra a varios grados reunidos, refiriéndome a las costumbres indígenas tal como las apreciaron los primeros conquistadores españoles. El carácter del auditorio requería cierta ilación anecdótica que despertara el interés de aquellas cabecitas infantiles; a pesar de mi temperamento de investigación descarnada de toda forma literaria, noté con sorpresa, desde el principio, que la narración despertaba un interés creciente, y las contestaciones dadas por las alumnas me indicaron el camino que debía seguir para llenar el objetivo propuesto.

Aquella exposición era en realidad un trabajo colectivo, en que yo suministraba la materia prima y mis buenas amiguitas iban tejiendo a su gusto la urdimbre narrativa. Terminada la hora de clase sin haber llegado al final, me suplicaron que siguiera, con tal insistencia, que rehusaban salir del aula durante su recreo reglamentario. Altamente agradecido con esa manifestación, terminamos el relato y me despedí de ellas, prometiéndoles que daría más tarde forma literaria al trabajo para que lo conservaran como un recuerdo del rato agradable que mutuamente nos habíamos proporcionado.

Después tuve la satisfacción de publicar por capítulos alternos, en dos diarios de esta capital, la narración completa para llenar el viejo ofrecimiento; y finalmente, algunos profesores y maestros han brindado su apoyo material, a fin de que este libro ruede por las escuelas despertando el interés de los educandos hacia el estudio de la historia precolombina de nuestro territorio. Si este objetivo primorial se consigue, quedaré completamente satisfecho y siempre habré de agradecer a quienes han puesto aquí su granito de arena, la voluntad con que procuran levantar el santuario de la literatura nacional.

El procedimiento seguido en la formación de este libro tiene la ventaja de matar el aliciente de novedad, tan útil para la venta de centenares de publicaciones, pero cuya lectura deja apenas la impresión de una brisa pasajera. Aparte, los pocos libros que se coloquen, previamente conocidos, llevarán al autor la honda satisfacción de que su trabajo merece aprecio verdadero, tras el cual corremos en la vida, por constituir el mayor estímulo de todos los esfuerzos humanos.

Hemos procurado cariños a la verdad histórica, hasta donde es posible, teniendo también presente la realidad de los paisajes, cuyas fotografías hicimos en viajes repetidos para dar vida positiva a El Delfín de Corubicí. Sin embargo, la pretensión no llega hasta pensar en una obra perfecta, sobre todo, tratándose de esta forma literaria que jamás hemos cultivado. Si la acogida resulta favorable, podrá tal vez publicarse en años venideros una edición ilustrada; en todo caso, conservaremos la satisfacción de haber puesto al servicio de la cultura patria nuestra voluntad.

El autor

I[1]

El Cangrejo era un indio entrado en años, ancho de espaldas, que se había quebrado en sus mocedades el brazo izquierdo y la pierna derecha; mas a pesar del balanceo y raras contorsiones, se movía con rapidez lo mismo en el agua que sobre las rocas de la costa. Él mismo no sabía si había nacido en México o en cualquier otro de los pueblos centroamericanos, pues había vivido en muchos de ellos y conocía los dialectos indios con tanta perfección como la lengua chorotega.[2] Esa vida de aventurero, lo tenía dotado de facilidades para ganarse el cariño de cuantos lo trataban: por los muchos conocimientos adquiridos y por cierta habilidad para adaptarse a todas las situaciones; relataba cuentos fantásticos a los niños, sabía canciones picarescas para que lo rodeasen los adolescentes, departía con las mujeres, elogiando sus modales y apariencia personal, y trataba los asuntos de fondo con los ancianos, tocando siempre con maestría la cuerda del caso, sin que le reprochasen jamás el menor desentono.

Durante los últimos años servía al Cacique de Corubicí,[3] por lo que atraía el afecto de toda la tribu como si fuese un abuelo inteligente. Su puesto de tercer marinero en la banda izquierda del bongo, le permitía descansar a ratos y aprovechaba la rapidez con que las aguas del río hacían deslizar la embarcación hacia abajo, para entretener a sus compañeros con alguna narración que les permitiera remar descansadamente.

El capitán y jefe de la canoa era un joven esbelto, bien formado, de pelo recortado hasta los hombros, que lucía valioso collar de concha y piedras verdes, con un lagarto de oro al centro, insignia de su padre, el Cacique de Corubicí;[4] en el brazo izquierdo, con que sujetaba el timón de la barca, tenía el tatuaje de un tigre. Se había acostumbrado a oír las narraciones del Cangrejo con verdadero interés, aunque fuesen repetición de charlas anteriores tan frecuentes en los cuentistas de edad avanzada; por otra parte, ese hombre iba de remero suplente y no debía exigirle el trabajo de los profesionales; así, sin gesto alguno de desaprobación, mantenía la vista fija en la corriente del río y el oído atento a cuanto se decía, como si al timonel le estuviese prohibido distraer su atención del gobierno que tenía a su cargo.

“Hace muchos años, dijo el Cangrejo, se desató un temporal en toda la provincia, que duró de luna a luna, inundando las llanuras sin que se viese siquiera la copa de los árboles; parecía que el mar invadiera la tierra hasta el pie de esos cerros de roca blanca que vemos al norte y al sur del río Zapandi. Algunos pescadores que tenían sus chozas en la bajura, fueron arrastrados por las cabezas de agua, sin que se volviera a saber de sus familias; los venados y demás animales del campo huían aterrorizados hasta la cumbre de los montes, dejándose coger, en su aturdimiento, cerca de las poblaciones. Grandes árboles caían derribados por la lluvia torrencial y eran arrastrados por la creciente del río rompiéndoles sus raíces y ramas de tal modo que solo quedaba entero el tronco. Este gran bongo es uno de ellos; la corriente lo llevó hasta la falda de la colina, frente a la vivienda de mi señor el Cacique, quien lo transformó con su gente, al cabo de muchos meses de trabajo, en la preciosa embarcación que ahora nos lleva hacia el mar.

”En Carara, a orillas del río de los güetares, se encuentran árboles cuyos troncos quedaron aterrados por las arenas del río, como si las ramas nacieran directamente del suelo. Durante los grandes temporales de octubre se forman lagunas en todas partes; las aves acuáticas acuden en bandadas desde lejos para recoger los animales pequeños que sobrenadan en la superficie de las aguas. Por las noches se oyen gritar las zarcetas que acuden al festín, el rugido de las fieras que huyen despavoridas y los gritos lastimeros de los monos cuyos árboles quedan rodeados por la inundación, y ellos sin escape posible: es la lucha eterna de la vida, que para todos tiene sus días de felicidad y de congojas.

”Durante esas grandes avenidas, suben por el río peces enormes, hasta ballenatos han llegado a vararse en Bolsón; después que descienden las aguas, gran cantidad de peces perecen en los charcos, los mosquitos se propagan en nubes y las fiebres se desarrollan en las poblaciones bajas de suelo pantanoso.

”Esas inundaciones, sin embargo, fertilizan los campos de cultivo, dejan leñas abundantes a la orilla del río, que de otro modo nos costaría recoger; ellas transportan las semillas de los árboles, destruyen las serpientes y refrescan la tierra, madre cariñosa de los animales y las plantas.

”Los lavados y derrumbamientos que causan las lluvias, han puesto al descubierto vetas de cobre nativo que los joyeros aprovechan, dejan las arenas convertidas en lavaderos de oro, muestran el curiol,[5] las tierras de variados colores, las piedras valiosas y las arcillas con que fabrican la loza más preciada en toda esta región. Por eso he conservado desde joven esta ranita de jade, símbolo de la lluvia, que me da de comer donde quiera que esté y me salva del agua cuando las fuerzas me faltan para nadar”.

El sol picaba fuerte, y los remeros echaron mano a sus calabazas de agua para indicarle al Cangrejo que, efectivamente, sin agua no podrían vivir. Por un momento se recogieron los remos, uno de los marineros ofreció un guacal con agua al timonel y todos bebieron después para reponer el sudor copioso del ejercicio matinal.

En ese momento pasaba sobre ellos una pareja de guacamayas de rojo plumaje, que saludaban a los viajeros con gritos acompasados. Los bajos del río comenzaban a asomar debido a la vaciante y sobre ellos estaban tendidos algunos cocodrilos, que recibían de lleno los rayos del sol; uno de ellos abrió el hocico, con un movimiento lento dio media vuelta y se metió al agua, los otros siguieron su ejemplo, dejando el banco completamente desierto.

—Van a buscar su desayuno –dijo el jefe del bongo–, si ustedes quieres hacer lo mismo, pueden tomarlo de la canasta de proa.

No se hicieron repetir la indicación los marineros; cogieron una pierna de zahína asado a la llama, que estaba todavía caliente, y partiéndola a tronchas, comenzaron a devorar con tal apetito como si nunca hubiesen comido carne tan bien preparada. Algunas frutas completaron el almuerzo y poco rato después continuó la marcha de la embarcación con la rapidez de las primeras horas, empujada por la corriente del río y por el golpe uniforme de los seis remos movidos a compás.

Luego alcanzaron un bote pequeño manejado por dos muchachas y su madre; las primeras bajaron la vista mirando de soslayo, pero la vieja dijo a los del bongo: “Llevo chicheme fresco”, y les mostró una calabaza protegida por una red de cuerdas delgadas, preciosamente tejida; los marineros detuvieron la marcha para saborear su bebida favorita; el capitán dio a la vendedora algunos granos de cacao[6] y siguió la marcha a todo remo. Habían llegado a la boca del río y debían aprovechar el resto de la vaciante para arribar a las playas de Chira; se hizo rumbo hacia la isla, saliendo de las aguas turbias del río para entrar de lleno en el Golfo de Nicoya.

Dibujo del Golfo de Nicoya

Mapa del Golfo de Nicoya, según Oviedo, Edic. 1853, t. III, Lám. 1ª.

[1] Nota de la editora: Todas las notas incluidas en esta edición fueron redactadas con base en sus homónimas de la edición publicada por la Editorial Costa Rica en 1964, cuyos textos fueron escritos por Lilia Ramos (notas al pie) y Doris Stone (notas al final y referencias bibliográficas). En esta quinta edición dichas notas han sido reescritas para resumir algunos textos y simplificar su disposición.

[2] Los indios chorotegas hablaban mangue (Doris Stone).

[3] Los corubicíes hablaban una lengua que tenía como raíz el chibcha de Colombia (Doris Stone).

[4] Chaquira o cuentas de conchas (Doris Stone).

[5] El “curiol” viene del Cerro de la Cebadilla o Curiol por el camino entre Santa Cruz y Nicoya (Doris Stone).

[6] Los chorotegas y los nicaraos usaban la semilla del cacao como moneda (Doris Stone).