Coberta-Camelia



© Juan Antonio Rivera, 2016

© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.


Deu i Mata, 127, 08029 Barcelona

www.arpaeditores.com

Primera edición: septiembre de 2016


ISBN: 978-84-16601-64-6


Diseño de cubierta: Enric Jardí

Maquetación: Estudi Purpurink


Reservados todos los derechos.

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por ningún medio sin permiso del editor.



camelia y la filosofía

Andanzas, venturas y desventuras
de una joven estudiante

Juan Antonio Rivera 







«Me pregunto quién definió al hombre
como un animal racional.
Es la más prematura de las definiciones.»


oscar wilde

ÍNDICE


la profesora se presenta


carta 1

¿Qué es la filosofía y cómo se hace?

carta 2

El sesgo del pico final o cómo los últimos acontecimientos de
una vida influyen en la valoración que se haga de ésta

carta 3

Una introducción literaria a la teoría del caos

carta 4

El uso racional del azar.
En qué situaciones se debe domar la suerte

carta 5

Indefensión aprendida. Qué ocurre cuando te sientes
a merced de lo incontrolable

carta 6

Religión y palomas supersticiosas. Tendemos a convertir
la casualidad en causalidad

carta 7

Tipos de azar: natural, social y eventual

carta 8

El pacto con Cam

carta 9

Libre albedrío. ¿Existe realmente un yo consciente al mando
de mi conducta?

carta 10

Recompensas intrínsecas y extrínsecas. Cosas que nos motivan más profundamente que el dinero, la fama o el poder

carta 11

Adicción al consumo o los costes del placer

carta 12

Adicciones autorrealizativas o los beneficios del dolor

carta 13

Unas gotitas de sufrimiento. Aprender no sale gratis

carta 14

El canal de flujo. ¿La mejor forma de vida es
la vida volcada hacia la excelencia?

carta 15

Entre el malditismo y la prostitución. ¿Qué es lo que mueve el espíritu creativo? ¿Y qué es lo que lo hace descarrilar?

carta 16

Los peligros e inconvenientes del canal de flujo.
¿Cuánto hay que pagar por la excelencia?

carta 17

Cinco perspectivas sobre la felicidad

carta 18

Subproductos: un desafío a la mentalidad racionalista

carta 19
La sabiduría práctica no necesita de reflexión

carta 20

El extraño experimento de contracción del pulgar.
Cómo ser inteligente sin saberlo

carta 21

«La evolución es más inteligente que tú.»
Las hazañas de la inteligencia evolutiva pueden superar a
las de la inteligencia racional

carta 22

Metapreferencias y yoes sucesivos. El cuidado de uno mismo

carta 23

Julie y Mark en la playa. La esquiva naturaleza de la moral

carta 24

La falta de voluntad vista desde tres ángulos

carta 25

Cómo fortalecer la voluntad (y sus peligros)

carta 26

Cam empieza a contar su historia

carta 27

Una recapitulación

carta 28

Descubrimientos intelectuales.
Cuando no sabes lo que no sabes

carta 29

Se desatan las hostilidades

carta 30

«El azar sólo favorece a la mente preparada.»
La perspicacia sin la buena suerte es vacía.
La buena suerte sin la perspicacia es ciega.

carta 31

Descubrimientos morales. El mito de la autenticidad personal

carta 32

El incidente en la pista de baloncesto.
El libre albedrío reconsiderado

carta 33

La comida en el restaurante

carta 34

El triunfo temprano de la razón deductiva y
sus funestas secuelas

carta 35

Dos maneras de pensar. Intuición frente a razón

carta 36

Mal perder. ¿Quién controla a los que nos controlan?

la profesora se despide

nota de agradecimiento

Mussol_01-Petit
la profesora se presenta


Voy a fingir que no sé dónde comienza exactamente esta historia. En cambio, lo que no quiero fingir es que, aunque estoy en la treintena, me considero ya una veterana profesora de Filosofía que trabaja en un Instituto de una población cercana a Barcelona, con hermosas vistas sobre Collserola, el parque natural que circunda la capital. Es el primer día de clase y, como me ocurre siempre al comienzo del curso, me encuentro de mal humor. Qué le vamos a hacer, no soy uno de esos profesores vocacionales que están deseando que empiecen las clases para librarse de la tediosa ociosidad de unas vacaciones siempre mal llevadas y volver a zambullirse en las aguas lustrales de la rutina laboral. No, no echo de menos la alegre y jacarandosa compañía de los estudiantes, ni el contacto –no tan alegre y jacarandoso– de mis colegas. Pero aquí me tienen, soy una profesional, y desafío a cualquiera a que descubra mi tan sombrío como resignado estado de ánimo mientras saludo con afabilidad a mis compañeros profesores o a los alumnos de 2º de bachillerato que tuve en 1º y que se me acercan por los pasillos para preguntarme cómo me han ido las vacaciones («Bien, a pesar de todo» es mi consabida respuesta) y qué vamos a dar este año («Ya os lo contaré» les digo con la debida inconcreción).

Este curso tengo los lunes a primera hora una guardia, pero no pasa nada, es un aterrizaje suave: como estamos al comienzo, no hay que prestar demasiada atención al asunto y me he metido en el departamento de Filosofía a leer un rato en mi e-reader. Quiero cuidar bien mi hígado y emprendo la enésima lectura de El retrato de Dorian Gray, por primera vez en formato electrónico. Me estoy sonriendo con algunas de las maldades y rehiletes de lord Henry («Prefiero las personas a sus principios, y prefiero antes que nada en el mundo a las personas sin principios») cuando suena el timbre que indica el cambio de clase. Cierro la tapa del lector digital, lo meto en el bolso y me dirijo sin prisas a la clase de 1º de bachillerato con que me estreno este año, en medio del zumbido de enjambre humano que sale de las aulas. «Calma, querida, calma» me digo, «te sabes de memoria tu numerito de todos los años». Y, en efecto, me lo sé.

Entro sin saludar a nadie, saco de la cartera la lista de los alumnos del curso y con mucha parsimonia levanto la vista y escudriño a esos veintitantos rostros que me miran expectantes. Puro teatro, en realidad no distingo nada: es como un manchurrón de caras y cuerpos sumidos en la niebla del exceso de novedad; una niebla que sólo se disipará con el paso de los días, o incluso de las semanas. Para entonces ya habrán emergido todos, cada uno a su paso, de esa penumbra de cueva de murciélagos en que ahora se me presentan. Reconozco, eso sí, a algún repetidor que me dirige una sonrisa entre zumbona y cómplice que yo, de momento, prefiero ignorar. Continúo escrutando la clase de lado a lado hasta que el silencio empieza a hacerse incómodo tanto para ellos como para mí. Y entonces pronuncio por fin la parrafada sacramental:

–Buenos días a todos. Me llamo Beatriz Mejía Sobrequés y seré vuestra profesora de Filosofía durante este curso. Ahora pasaré lista. Si alguien desea ser llamado con algún apelativo familiar o cariñoso, que lo diga ahora, cuando le nombre, o que calle para siempre.

Los rostros en alerta naranja se relajan visiblemente y se oyen las primeras risas. El hechizo de solemnidad que he creado con mi actitud de envaramiento ficticio se ha disuelto para no volver.






Han transcurrido más de dos semanas desde esta escena cuando el miércoles, en la guardia que tengo a última hora, se presenta en el Departamento de Filosofía, situado en la planta alta, una alumna de ese curso de 1º con que comencé las clases este año: es Kamilia, o Camelia, o Cam (que es como prefiere que la llamen), uno de los primeros rostros en emerger de esa penumbra caliginosa en que al principio todos los alumnos se encuentran, al menos por lo que a mí respecta. Veamos cuál es el objeto de su visita.

–Adelante, sea amigo o enemigo –replico cuando oigo llamar a la puerta de «El palomar», que es como se conoce el Departamento de Filosofía, por estar situado en la parte alta del Instituto.

–Hola, soy yo, Cam –dice mientras entra resuelta en la estancia, como si fuera la cocina de su casa.

–¿Cam? –me hago de nuevas–. Oh, sí, Kamilia Rakmane. Por cierto, tu nombre se escribe con «k» de kilo, ¿no es eso?

–Sí, pero la traducción de «Kamilia» es Camelia, y prefiero que me llames así. O simplemente Cam.

–Me encanta ese nombre: Camelia. La dama de las camelias, Dumas hijo, La traviata… Por cierto, siéntate –le digo cuando hace ya un rato que Cam se ha sentado en la silla que hay al otro lado de la mesa, sin esperar a mi invitación, que adquiere así un tono irónico, cosa que a ella no se le escapa según descubro por la radiante y fresca sonrisa que me dirige. «Esta chica no se apura fácilmente, me digo para mis adentros».

–Camelia es el nombre de una flor –me explica en son didáctico.

–Lo sé.

–Mi hermana melliza se llama Narjis, es decir, Narciso (en árabe es tanto nombre de chico como de chica); y la mayor, Warda, que, traducido, es Rosa.

–Mira tú qué bien, todo un vergel, tus padres tienen buen tino para los nombres; deben de poseer una vis poética importante.

–Sólo mi madre tiene esa inclinación poética, al menos en esto. Fue ella la que decidió nuestros nombres. Mi padre se mantuvo al margen, como es su costumbre.

–Ah, ya –respondo sin saber gran cosa de las costumbres de su padre–. ¿De dónde eres?

–De Marruecos; de Casablanca, para ser exactos.

–Pues tú dirás, Cam –la invito a seguir, mientras me echo un poco atrás en mi sillón.

–Nada, me he enterado de que estabas libre, o más bien de guardia, los miércoles a última hora y he venido un rato a departir contigo y a hacerte una proposición. Una proposición indecente, por supuesto.

Seguro que he levantado las cejas cuando he oído la palabra «departir», jamás por mí sentida en boca de un estudiante desde que tengo uso de razón; y seguro que las he mantenido levantadas cuando ha soltado eso de la «proposición indecente», que me recuerda desde luego el título de una película (¿de Adrian Lyne, puede ser?).

–Pues tú dirás –repito un poco desbordada, lo confieso, por la audacia y desenvoltura de la chica.

–Verás –Cam se inclina un poco hacia delante, uniendo las yemas de los dedos, el rostro concentrado–. Llevo dos semanas asistiendo a tus clases y ya sé que me van a gustar; de hecho, creo que es lo que más me va a gustar de todo el curso, y eso que estoy haciendo el bachillerato de ciencias.

–No sabes cuánto me alegro. Te aseguro que no es corriente que una profesora reciba halagos así de sus alumnos, y menos tan al comienzo de las clases.

–No, no son halagos. No te confundas, no te estoy haciendo la rosca de manera interesada ni nada de eso. Tú no eres una profesora normal ni yo soy una alumna normal, de modo que lo más importante, y urgente, es que vayamos apartando malentendidos.

Cam habla con una resolución insólita, impropia de una alumna de bachillerato, aunque parece un poco mayor que el resto de su clase. «Debe de tener cerca de veinte años», me da por pensar. Curiosamente, me siento desafiada y no quiero perder la iniciativa en la conversación.

–Que tú no eres una alumna normal es algo que ya se me alcanzó casi desde el primer día, y no dejaré pasar la ocasión de que me lo expliques después. Pero ¿qué quieres decir con eso de que yo no soy una profesora normal? –pregunto con algo de coquetería, esperando un alud de lisonjas tal vez.

–La verdad es que como profesora no eres precisamente una artista de variedades; casi todos los demás te dan sopas con honda en eso –«empezamos bien», pienso para mí–. Eres muy estática, te arrellanas en tu asiento y ahí te las den todas. No utilizas el PowerPoint, como hacen la mayoría de los profes, apenas haces diagramas en la pizarra, tu voz es demasiado suave y no se proyecta bien hasta el fondo del aula. En todo esto el profe de Economía, por ejemplo, raya a mucha mayor altura que tú, es mucho más dinámico.

–Pues me estás poniendo tibia, no sé si te das cuenta.

–No, no. Todo esto para mí no tiene la menor importancia. Tus clases son especiales por motivos de más enjundia: tu sentido del humor (nada de sal gorda ni chocarrerías), el uso impecable que haces del castellano…

–Permíteme, permíteme –la interrumpo–, en seguida te dejo que sigas hablando pero antes aclárame esto porque me tiene perpleja. Tú sí que tienes un castellano que parece de otra galaxia: «enjundia», «chocarrerías», «departir»… Jamás he oído a un alumno emplear tales expresiones. Tienes un vocabulario y una sintaxis fuera de lo común, y más teniendo en cuenta que eres marroquí y que tu lengua materna debe de ser el árabe.

–Sí, todo eso es cierto, pero vine a España a los cinco años, y me manejo más y mejor en castellano que en árabe. Lo mismo les pasa a mis hermanas. Mi madre es la que emplea más el árabe, aunque también se desenvuelve a la perfección con el castellano.

–¿Y tu padre?

–Mi padre no cuenta a efectos prácticos.

La miro un momento con atención, al captar dejos de amargura y hasta de repulsión en sus palabras. «No parece que se lleve bien con él.» Pero pronto aparco esta intuición volandera y vuelvo a centrarme en lo que me interesa.

–Ya, pero cuéntame el secreto de tu éxito. ¿Cómo es que hablas tan bien el castellano?

–No sólo lo hablo, sino que lo escribo muy bien –enfatiza ella.

–Perdón, perdón, no era mi intención ofenderte, lejos de mí tal cosa. Bueno, pues ¿cómo lo hablas y lo escribes tan bien?

–¿Ves? –sonríe Cam con ganas–. Esto que acabas de decir forma parte de tu sentido del humor: la ironía. La manejas muy bien. No todos en mi clase la captan, pero yo sí. Siempre.

–Gracias, reconozco irónicamente que tienes razón. Pero respóndeme, haz el favor.

–Bueno, son varias cosas –ahora Cam desvía la mirada hacia abajo, poniéndose casi cómicamente reflexiva–. Este verano, antes de retomar los estudios, me puse a leer el Quijote

–El Quijote, nada menos…

–Sí, pero no sólo lo leí, sino que lo estudié bastante a fondo. Busqué en el diccionario las palabras cuyo significado desconocía, que no eran pocas. Luego hice con ellas listas de sinónimos y antónimos. Estuve atenta a esa magia con la que Cervantes construye la frase y que es lo más difícil de reproducir… Ah, sí, y lo memoricé –concluye como al desgaire.

–¿Memorizarlo? ¿Estás de broma?

Por toda respuesta, Cam se pone en pie, levanta el puño derecho en alto y rompe a declamar:

–«Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra…»

–Basta, basta –la interrumpo–. Eso es del discurso a los cabreros de don Quijote, ¿verdad? El del puño en alto con las bellotas en la mano.

–Esto es –confirma ella–, capítulo 11 de la primera parte.

–¿Y así con todo el libro?

Ella asiente con algo que se parece mucho a la timidez.

–Pero, muchacha, tienes una memoria…

–Sí, ya sé, una memoria fotográfica, calcadora. Pero no soy uno de esos lerdos memoriones que te recitan de corrido un discurso, pero luego no saben resumirlo o comentarlo. Lo digo para que no me confundas.

–No, si la confundida soy yo. ¡Qué cosa más extraordinaria! Nunca creí encontrarme con un caso así.

–También soy grafómana –añade levantando la nariz con desafío.

–¿Grafómana? ¿Quieres decir…?

–Sí, eso, que escribo por gusto y gana, que no puedo privarme de rellenar todos los días varias cuartillas. He cogido todo lo que has dicho en clase estos días al dedillo, por ejemplo.

–Pero tú eres un fenómeno de feria, Cam. Deberías cobrar por tus habilidades. ¿Todo lo que digo en clase? ¿De verdad? Pues debes de ir muy rápido.

–No, en clase estoy atenta a lo que dices. No me hace falta tomar tus palabras en el momento; recuerda que tengo una memoria especial; una memoria fotogénica, como dice mi melliza. Es estando ya en casa cuando paso a limpio tus clases –responde ella con un tono neutro; se la ve un poco a la defensiva–. En parte las reproduzco y en parte las parafraseo.

–No lo entiendo. Con esas facultades y con la edad que pareces tener, deberías estar en primero o segundo de cualquier carrera universitaria, no haciendo 1º de bachillerato.

–Es que dejé los estudios durante dos años.

–¡Dos años! ¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Un accidente?

Cam me mira a los ojos abiertamente, con intensidad.

–Todavía no te conozco lo suficiente para responder a esa pregunta. Quizás algún día te lo cuente, pero no ahora.

–Como quieras. Lo último que deseo es posar de curiosa impertinente. Por cierto –añado, para rebajar la tensión–, ahora que lo pienso, «El curioso impertinente» es una de las novelas cortas que Cervantes ensarta en la primera parte del Quijote.

–Ajá, veo que tú también te lo conoces –me sonríe Cam–. De hecho, creo que tú y yo somos parecidas en el fondo.

–Me halagas, Cam. Pero yo no soy ni memoriosa ni grafómana.

–No me refiero a eso, Bea.

–¿Bea? ¿De modo que ya soy Bea? –pregunto afectando resignación, pues desde luego la cosa no me pilla de nuevas.

–¿Ah, no lo sabías? Es así como te conocen en clase. Estuvieron a punto de llamarte «Sobre» por tu segundo apellido: Sobrequés. Beatriz Mejía Sobrequés. Y también fue por una cosa que dijiste el primer día: «Me disgusta sobremanera que confundan la filosofía con una disciplina oscura y exclusivamente para iniciados» –dice engolando la voz, como si me estuviera imitando– No sé si te acuerdas. ¿No? Bueno, es lo mismo. Lo de «sobremanera» hizo furor de inmediato. Al principio nadie entendía qué significaba el palabro (salvo yo, que callé como una muerta), pero al día siguiente todos hacían chacota de ese redichismo tuyo y se decían unos a otros: «Envidio sobremanera tu forma de vestir», o «Esta silla está sobremanera coja». Fue divertido. Alguien empezó a llamarte «Sobre» y la ocurrencia parecía que iba a hacer fortuna, pero lo de Sobre sonaba algo artificial para referirse a una mujer (parece nombre de tío) y al final te quedaste en Bea, de modo que hazte a la idea de que has pasado de nuevo por la pila bautismal y ahora eres Bea para todos. Ya sabes, una clase es como un villorrio y se reproducen allí los modos de un villorrio, como éste de que nadie escapa sin su mote o diminutivo. Y además está la economía expresiva, que funciona a todo vapor en un aula: serás Bea, la profe de filo.

–Está bien, por lo que cuentas pudo ser peor. Lo de «Sobre» suena horrible –reconozco.

–Pero a lo que iba –me interrumpe con énfasis Cam–: he descubierto que la filosofía me interesa mucho, muchísimo. Tal vez por el modo en que la das (sin oscuridades, con ejemplos, con un lenguaje pulido pero sin jerga), tal vez por tu sentido del humor…, y también por la sensación de que tú y yo pertenecemos a la misma tribu.

–¿A la misma tribu? No te entiendo del todo.

–Sí, a la misma tribu. Compruébalo, si no: llevamos más de media hora hablando de asuntos nada triviales y con completa fluidez, sin embarazo por ninguna de las partes; algo que me sería imposible con mis compañeros de clase, a los que sin embargo estoy más próxima en edad que a ti. Pero siempre ha sido así: no aguanto la estupidez, la grosería, el habla de macarras, y cosas por el estilo, ya me entiendes. No es que todos sean así, por supuesto hay excepciones, pero son las menos. Por eso me encuentro más a gusto con gente más mayor, como tú; me ha pasado siempre y no creo que esto vaya a cambiar en el futuro.

Hace una pausa, toma aliento y sigue:

–Quiero aprender bien filosofía y quiero aprenderla contigo. Quiero aprender filosofía no sólo porque da caché intelectual (que también), sino porque me interesa para mi vida, tan complicada a veces. Y quiero aprenderla contigo porque te he estado observando durante estos pocos días, te he estado examinando al detalle (por favor, no te molestes), y no he encontrado ninguna disonancia, ninguna señal de alarma en tu comportamiento (una palabra malsonante, un gesto grosero o antipático, todo eso que tanto me repele). Para concretar, lo que te propongo es enviarte en forma de carta mis apuntes de clase. A mí me servirá para repasar, para calmar mi grafomanía y también para consultarte mis dudas. Por supuesto, si a ti te parece bien el plan.

–¿Cómo que cartas? –pregunto con cautela, abordando una cuestión menor, secundaria, para darme tiempo a pensar–. ¿Cartas en papel, quieres decir?

–No, quería decir correos electrónicos, e-mails.

Ahora sí que me levanto del sillón, un gesto involuntario en mí que indica que estoy sopesando, cavilando en profundidad. Ella ataja mi silencio:

–Desde luego, yo sabré mantener las distancias contigo, tanto fuera de clase como, sobre todo, en clase, si es eso lo que te preocupa. Tú eres la profesora y yo la alumna; eso no se me olvidará, te lo aseguro. Del mismo modo que yo no aguanto las vulgaridades e inconveniencias en otros, no aguantaría en mí la inconveniencia y vulgaridad que supondría querer suprimir la distancia social o académica que hay entre las dos…, aunque ambas pertenezcamos a la misma tribu.

Muy aguda, Cam, muy aguda, lo cierto es que me preocupaba eso, pienso para mí: que, al acceder a la propuesta, perdiera la distancia protectora que es indispensable exista entre profesor y alumno para que las cosas rueden bien entre ellos. Pero también me preocupaba otro detalle más egoísta: la cantidad de trabajo que me echaría encima si accediera a leer todas las semanas esas copiosas cartas (sabía que serían copiosas) con los puntillosos y pormenorizados comentarios críticos. Sin embargo Cam era demasiado fascinante para decirle que no y perder la oportunidad de compartir con ella esa curiosísima pero a la vez prometedora experiencia, que estaba segura de que no tendría ocasión de repetir con nadie más durante el resto de mi vida. De todas formas, me hago la remolona durante casi un minuto más, paseando en óvalo en torno a mi silla y la de Cam, aunque la decisión ya está tomada.

–De acuerdo, Cam. Seguiremos tu plan. ¿Y sabes por qué?

–Porque te caigo simpática –dice ella con una sonrisa.

–Aparte de eso, que es verdad: no, es porque estoy segura de que no sólo tú vas a aprender conmigo, sino que yo también voy a aprender cosas contigo.

Eso entonces podía ser sólo una frase, pero tuve ocasión de comprobar luego hasta qué punto se iba a hacer cierta.

Al día siguiente me llegaba al ordenador la primera carta de Cam.