Historia de un bebedor

que quería beber sake

Autobiografía inconclusa en trece relatos





Juan Cristóbal Pérez Paredes









Para el Cabe, el Pipiol y el Marquil,

pero también para el Galle, el Chucho,

el Javi y Pedroza. Por las botellas

que bebimos y por las que beberemos.





© Juan Cristóbal Pérez Paredes



D.R. © 2012 Arlequín
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ISBN
978-607-9046-82-8



Hecho en México

Fenomenología de una borrachera





La noche no prometía gran cosa. Javier miró de reojo el reloj, mientras el Cabezón conversaba animadamente sobre la técnica de beber una lata de cerveza en menos de cinco segundos.

—En serio —dijo—, conozco a un tipo que puede hacerlo.

A lo lejos, la luna brillaba intensamente.

—Nadie puede —dijo Javier con un tono que expresaba su impaciencia.

—No podemos nosotros, pero ese cabrón sí puede hacerlo.

Yo me acerqué al auto del Gallegos para cambiar la música: realmente Zappa no combinaba con el ambiente de la borrachera.

—Oiga, Cristóbal, páseme otra cheve, ¡y cuidado con agacharse más o necesitaremos una grúa! —gritó el Gallegos, lo que provocó la risa complaciente de todos.

—Ya, ya, Nalgallegos —le reviré, al tiempo que le arrojaba una modelo especial.

En ese momento, cuando apenas comenzaban las primeras notas de «So what», timbró el celular del Normeco, que hasta entonces se había limitado a dar disimulados sorbitos a su cerveza.

—Apaga de una vez esa mierda, Normeco —le dijo el Cabezón—; sólo llama para utilizarte.

Y esto abrió un nuevo debate entre Javier y el Cabezón a propósito de las desventajas de la fidelidad masculina y la sabiduría de los judíos al promulgar como palabra de dios la muerte por lapidación de la mujer disoluta.

—No, no —el Normeco se había alejado del grupo, pero ya estaba gritando—, estoy aquí, con el Paulo… sí, en Meoqui… ¡no estoy haciendo nada malo, Gordette, apenas llevo tres cervezas! ¿Y tú dónde estás, eh? ¡Cómo que no es mi asunto?

—Entienda, Cabezón —dijo el Gallegos—, las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres, no sea torpe…

—Me estás cayendo gordo, Anciano, y recuerda que te hablo de tú cuando me molestas…

—Además —dije yo—, la biblia establece que la mujer debe estar bajo el dominio de su hombre; ése fue el castigo que dios le impuso a Eva y a su descendencia, recuerden…

—¿Qué es esa música? —preguntó Javier.

Era Miles Davis, pero me pareció ocioso aclararlo.

—Sí, Casco, pusiste de nuevo a Zappa —dijo el Cabezón, y dio un trago largo a su cerveza.

—¿Saben cómo se pone Cristóbal el cinturón del atos? —preguntó, de pronto, el Gallegos—. Así —y comenzó a hacer movimientos simulando que se ponía una falda.

—¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Ésa estuvo rebuena! —comentó Javier, con su cara de salmón ahumado.

Empezamos a extrañar al Normeco, que seguía mascullando palabras incomprensibles, como arrastradas por un hilo de voz.

—¡Eh, pinche Norman, ya cuelga de una puta vez! —dijo el Cabezón, a lo que el Normeco respondió poniendo un dedo en sus labios.

—Siempre es lo mismo con este Normeco, debería aprender de mí, dominador de…

—¡Del arte de conquistar gordas, pero de chile relleno! —grité, y todos soltaron la carcajada.

—Pinche Casco —se limitó a decir el Cabezón.

En la pausa que dejó el chiste, pude ver detenidamente al Cabezotas: tenía el rostro inflamado y su barba parecía un estropajo inútil.

El Gallegos volvió a envestir.

—Cuando el Cristóbal se mete a bañar, le grita a Letty: «¡oye, Letty, no sale el agua!», y como una hora después, ¡toda el agua le chorrea de la cabeza!

Nuevas risas, esta vez más intensas y maliciosas.

—¿De qué se ríen? —era el Normeco, que por fin había apagado el celular. Nadie le hizo caso.

—¿Entonces qué? —preguntó Javier—, ¿vamos por las otras?

—Yo no tengo dinero —dijo el Cabezón.

—Vamos —dijo el Gallegos. Nos quedamos el Cabezón, el Normeco y yo.

Cuando mirábamos el cielo raso, el Normeco nos dijo:

—Se me hace que Gordette anda con otro güey.

—Te lo dije, Norman, pero nunca haces caso.

—Pero esta vez sí tengo el presentimiento, Cabezón.

Entre tanto, fui por otra cerveza.

—Búscate otra vieja.

—Es que amo a Gordette —la voz se le quebró.

La música hizo una pausa.

—Oye, Casco, pon algo bueno.

Saqué un disco del Compay Segundo. Cuando comenzó a oírse «Chan, chan» me sentí mejorado: podía beber otras quince cervezas.

—¿Por qué mejor no vamos por un tequila? —dijo el Cabezón.

—No tenemos dinero —dije.

En ese momento el Cabezón sacó un billete de quinientos pesos que llevaba, todo doblado, en una bolsa de la camisa. El Normeco pareció animarse.

—Me apunto.

Miré el reloj y eran las 9:30 p.m.

—Para mí es tarde —dije, pero el Cabezón insistió.

—No mames, vamos a esperar al Gallegos y al Javier. Sólo es un rato. Además, yo disparo los whiskies.

Lo último me convenció. Compay cantaba: «El día que no me quieras, me lo dices rapidito, porque no quiero tener la cabeza de ese animalito…». La noche es joven, pensé.

Todavía bebimos dos horas más a la intemperie. El Gallegos vomitó y vimos con horror su cara descompuesta y bofa. El Normeco lloró (en la cantina no dejaría de hacerlo), y Javier imitaba muy mal a Jorge Negrete, a pesar de que ahora intentábamos escuchar las canciones de Pedro Infante. Todo este tiempo el Cabezón roncó profundamente dentro del atos.

El viaje a la cantina fue un desastre. El Gallegos pagó casi mil pesos por bebidas que todos olvidamos en el sanitario o que caían de nuestras manos. Recuerdo que a la mesera cara de perro le grité: «rápido, puta, otra copa», y ella me miró como se mira a un culo con hemorroides.

Hasta entonces nos dimos cuenta de que Javier no había entrado a la cantina (poco después juró que en el camino se había encontrado a un músico famoso, gran amigo de su padre, que extrañamente nadie conocía), y eso molestó al Normeco:

—Javier culero, Javier culero —decía en medio de sollozos.

Al día siguiente desperté con una cruda horrible. Los libros de mi biblioteca estaban completamente desordenados, e incluso rotos; Letty se había ido. Me bañé. Mis manos parecían las de un viejo con párkinson.

En la casa de los papás, el Cabezón barría el comedor, «fresco como una lechuga podrida», según dijo.

Letty no contestaba su celular, ni el Gallegos ni Javier. El único que contestó fue el Normeco.

—Me duele la cabeza —dijo, rechazando la invitación a comprar cerveza para curar la cruda.

Tuve la sensación de que desperdiciaba mi vida. Cuando el Cabezón y yo íbamos por la quinta cerveza, puse música del dúo Los compadres de Cuba.

Y entonces pude sonreír de nuevo.

¿Quieres hacer el favor de callarte y beber, por favor?





Describir al Chucho es difícil. Contrahecho y enjuto, suele caminar por las calles de la ciudad como una réplica malograda del jorobado de Notre Dame. Tiene un par de ojillos sediciosos y obscenos —más le valdría no haberlos tenido— que incomodan a la persona más impasible.

—Yo creo que basta de mezcal: hincha el hígado —me advirtió el Chucho mientras intentaba comunicarme con Pablo el Gordo; el Cabezón ensayaba un perdón a su novia María Baca:

—Mira, no podré ir a misa contigo porque voy a donar sangre para…, no, no… estoy hablándote desde Ciudad Juárez… lo que pasa es que… no, tampoco me va a creer.

—¿Entonces qué? —insistió el Chucho—, ¿compramos sotol? Dicen que el Hacienda tiene calidad y es barato.

—Compra lo que quieras, pero que no pase de cien pesos —dije, y en eso me contestó Pablo el Gordo—. ¿Pablo?

—Qué onda primo, ¿vienen por mí?

—Es la idea… en diez minutos estamos en tu casa.

En general, bebíamos cerveza los días cálidos y los días fríos. Es raro, pero la cerveza fría en invierno calienta el cuerpo, o al menos así me lo parecía. Esa vez, sin embargo, se compró sotol. Y algunas cervezas para hacer embocadura.

Pablo el Gordo ya nos esperaba en la esquina de una calle.

—No quiero que mi vieja me vea con ustedes. Dice que son una mala influencia.

—¿Traes dinero? —pregunté.

—No empieces, primo. Cuando te cases me comprenderás.

—Y entonces también deberá comprender que si no puede pagar lo que bebe, ya no beberá, ¿verdad Casco? —dijo el Cabezón. Yo asentí.

Mi círculo de amigos siempre fue reducido. Cuando uno de ellos llegaba a tener un trabajo de salario prominente, sabía que su participación monetaria en los gastos del grupo iba a ser proporcional, de modo que quienes no tenían un peso, con absoluta dignidad podían comer y beber lo que les viniera en gana.

—¿Y a qué se debe el milagro de que saques el auto? —preguntó el Cabezón al Chucho.

—Mi papá está de viaje, y prometí a mi madre que la acompañaría a misa durante tres domingos si me prestaba el auto hoy.

—Uhm…

—No quiero ni imaginar cómo me iría si mi papá se llega a enterar de que uso el auto de la familia para mis correrías. Así que tiren la basura por las ventanas; debo dejarlo intacto.

El Chucho tomó la avenida Tecnológico, y en cuestión de minutos ya estábamos destapando las primeras cervezas a la sombra de un álamo inmenso.

—El sotol para después —sentenció el Chucho.

La plática pronto adquirió un tono mordaz.

—Pero si el Gallegos fuera joto, ya se me hubiera insinuado, ¿no creen? —dijo el Cabezón, complacido.

—No creo. En todo caso, soy más de su tipo —agregó el Chucho, alzando la vista a la claridad del cielo.

—Pinche Chucho —dije—, tú serías extraño incluso en un planeta como Júpiter —el Chucho bostezó.

—Pues yo supe, por mi hermano Hugo, que Gallegos va con frecuencia a la Casa Roja —dijo Pablo el Gordo—, sin compañía, y aunque nunca platica con las putas del lugar, sí paga uno o dos privados.

—¿El Gallegos? —dije yo, sorprendido.

—Pero si Gallegos resulta gay, eso explicaría muchas cosas.

—¿Qué cosas? —le preguntó el Cabezón a Pablo el Gordo.

—Que no tenga novia, por ejemplo.

Se hizo un silencio incómodo.

—Y también que se dedique a escribir.

—¿Cómo dices, marrano?

—Sí, Cristóbal, los escritores son todos jotos.

No quise abundar en un tema que, claramente, Pablo el Gordo ignoraba por completo, a pesar de que se decía ferviente lector de Juan Rulfo.

Sentí que la cerveza me iba cayendo bien.

—¿Y el Piru ya regresó de España?

—Creo que llega el viernes —me dijo el Cabezón.

—¿Sigue sentido con el Normeco?

—Sí. El Piru es muy rencoroso.

Suponíamos que el Piru exageraba, pero desde otra perspectiva tal vez no era así. Después de una febril parranda al aire libre, de la que por cierto Letty me rescató, el Cabezón, el Normeco y el Piru terminaron en una cantina de mala fama. Dicen que la cerveza se sirvió con inédita abundancia (el Piru despilfarró a manos llenas su mensualidad), y poco faltó para que hubiera consecuencias clínicas.

Luego de dejar al Cabezón, un Normeco disminuido por el alcohol se internó en los vericuetos de la colonia Francisco Villa.

—Piru, Piru, despierte, llegamos.

Pero el Piru no despertaba.

—Despierte.

Con la más categórica naturalidad, el Normeco abrió, desde su asiento la puerta derecha del Volkswagen y empujó al Piru, que cayó como una pierna de res. El Piru fue despertado por la inclemencia del sol y los gritos indignados de su madre.

—¡Mira nada más, dios mío, lo que me has dado por hijo…! ¡Qué cruz espantosa es ésta…? ¡Margarito, ayúdame a levantar a Daniel!

Desde entonces el Piru sólo tiene miradas torvas para el Normeco.

—Quiero mostrarles una novedad —dijo el Chucho.

Terminó su botella y se dirigió al auto. Aunque el sonido era malo, la música de Rob Zombie animó a todos. Es difícil escuchar por primera vez a uno de esos negros clásicos del jazz gringo, pero el rock es menos exigente, y por tal razón más persuasivo. Los minutos parecían segundos.

—Se acabó la cerveza; toca el turno del sotol —dijo el Chucho, cuyos ojos, después de dos caguamas, se hacían tan diminutos que parecía que iban a extraviarse en la superficie de su cara.

—No —dijo Pablo el Gordo—, mejor vamos por más cerveza.

—Yo quiero sotol —insistió el Chucho.

—Tengo dinero, Chucho —dije—; compremos más cerveza y algo para comer.

—Yo quiero sotol —y sin más, el Chucho destapó la botella y comenzó a beber compulsivamente.

Todos comenzamos a reír.

—Recuerda que es sotol, Chucho —más risas.

—Espera, espera —dijo el Cabezón y sacó su celular—, ¡otro trago, para YouTube! ¡Otro trago!

—Este sotol parece agua —dijo el Chucho justo antes de que una arcada irreprimible le obligara a escupir el segundo trago, propiciando la algarabía general. A decir verdad, el contenido de la botella seguía casi intacto.

—¡Vamos por esas cervezas! —gritó el Cabezón, y nos pusimos en camino.

Para la comprensión de los eventos que siguen, es importante hablar de la distribución de los pasajeros en el auto: Pablo el Gordo, que parecía meditabundo, iba sentado en el lado izquierdo del asiento posterior, mientras que el Cabezón se encontraba a la derecha. En los asientos de adelante, el Chucho ocupaba el lugar del piloto y yo el del copiloto.

La carretera por la que circulábamos era de terracería y los carriles estaban divididos por uno de esos canales revestidos tan propios de las comunidades agrícolas.