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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Jennifer Taylor

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un ángel entre sus brazos, n.º 5453 - diciembre 2016

Título original: An Angel in His Arms

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9045-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ME COMPLACE comunicarle que el puesto es suyo. Bienvenida al equipo de ambulancias aéreas, señorita Lennard. Es un placer tenerla a bordo.

Sharon Lennard dejó escapar un sofocado suspiro de alegría.

Unas días antes, tras haber visto el anuncio en el que se requería un paramédico para el Servicio de Ambulancias Aéreas East Pennine, tuvo la convicción de que era el puesto indicado para ella.

Sharon, paramédico muy cualificada, había tenido que renunciar a su trabajo en Londres y volver a casa para cuidar a su padre, víctima de un ataque apopléjico. El señor Lennard había fallecido hacía tres semanas. Aunque su trabajo en Londres era gratificante y podía retomarlo, Sharon había sentido la necesidad de un cambio. El puesto en el servicio aéreo la satisfacía plenamente. Sharon miró al entrevistador con una sonrisa de triunfo.

–¡Muchísimas gracias! –exclamó–. Apenas puedo creer que el puesto sea mío.

–Usted era la mejor candidata, querida –aseguró Sir Humphrey Grey, director ejecutivo de la compañía–. Sus referencias nos han impresionado. La clave del éxito de una compañía como esta reside en la calidad de sus miembros –añadió al tiempo que dirigía una mirada al hombre más joven sentado junto a él–. Hace dos años que el doctor Dempster trabaja para nosotros, y creo que acordará conmigo en que es indispensable contar con un médico y un equipo paramédico cualificados. ¿No es así, doctor Dempster?

–Así es –replicó el médico con cierta cautela.

Matthew Dempster no había intervenido mucho durante la entrevista, aunque había prestado atención a todo lo que ella decía.

Los ojos de Sharon recorrieron las facciones del médico al tiempo que sentía un ligero temblor nervioso. El doctor era extraordinariamente apuesto. Tenía los ojos verdes, bordeados de espesas pestañas, el cabello oscuro y un delicioso hoyuelo en la barbilla.

–¿Señorita Lennard?

La voz del médico la sacó bruscamente de su ensoñación. Sharon le dirigió una mirada culpable.

–Lo siento –explicó ruborizada–. La emoción me ha distraído. Soñaba con este puesto, usted comprende –mintió descaradamente.

–Desde luego. Sin embargo, espero que sea capaz de controlar sus emociones cuando comience a trabajar con nosotros. Este oficio requiere un constante control mental. No podemos tener un miembro en el equipo que se permita... distracciones –la reprendió en tono afable, pero inequívoco.

Al parecer, Matthew Dempster había adivinado sus verdaderos pensamientos.

Sharon se obligó a sonreír, decidida a no permitir que él notara su mortificación.

–No se preocupe, doctor Dempster. Generalmente no suelo distraerme, especialmente cuando estoy trabajando.

El doctor se limitó a inclinar la cabeza, así que Sharon no pudo saber si lo había convencido.

Diez minutos más tarde, abandonó la sala con un suspiro de alivio. La entrevista había estado bien y los resultados incluso mejores. Sin embargo, se preguntaba qué opinión se habría formado Matthew Dempster sobre ella.

 

 

–Y esta es la sala del personal. Ese que engulle la tostada es Bert Davies, el paramédico más antiguo del equipo. Aquel, con la nariz enterrada en un libro, es tu piloto Andy Carruthers. Y ese indeseable del rincón, es Mike Henderson, uno de los radio operadores de la base. ¿No se me olvida nadie?

Era su primer día de trabajo y Sharon recorría la estación guiada por Beth Maguire, paramédico de otro de los equipos sanitarios del servicio.

Sharon saludó con una sonrisa cordial al tiempo que cruzaba los dedos para no olvidar los nombres de los que serían sus compañeros. Desde el día de la entrevista, su cabeza era un torbellino a causa de todo lo que había tenido que aprender. Durante las últimas cuatro semanas había asistido a un curso intensivo de primeros auxilios y a otros sobre seguridad aérea y navegación, y comunicaciones.

–Ah, y Matt Dempster, desde luego. ¿Cómo pude olvidarme de él? –rio Beth al tiempo que piadosamente ignoraba el involuntario gemido de su joven colega.

Durante el mes anterior, Sharon había descubierto que sus pensamientos giraban con demasiada frecuencia en torno al doctor Dempster y al pequeño incidente durante la entrevista. Tenía que admitir que la incomodaba la idea de que creyera que se hacía ilusiones con él. Lo último que deseaba era que pensara que solía perder la cabeza por sus compañeros de trabajo.

Sin embargo, con un poco de suerte no tendría que verlo tan a menudo. Con tres equipos que hacían guardias de diez horas, no sería tan difícil evitarlo.

–¿El doctor Dempster trabaja en tu equipo? –preguntó esperanzada.

–¡Ya me gustaría tener esa suerte! –exclamó Beth–. No, nuestro adorable doctor trabajará contigo. ¡Y me muero de envidia! ¡Lo que yo daría por compartir mi tiempo con ese hombre!.... Vaya, hablando del rey de Roma. Justamente hablábamos de ti –dijo entre risas.

Sharon no había notado la presencia de Matt detrás de ellas. Al verlo, sintió que el corazón le bailaba en el pecho. Hizo un esfuerzo para no mirarlo, pero al instante perdió la batalla.

Con toda seguridad las chaquetas de vuelo color naranja no aparecían en la lista de prendas clasificadas como sexys, aunque eso dependía de quién las llevara. Porque Matthew Dempster estaba estupendo con ella. Sus hombros era lo suficientemente amplios como para llenar el abultado tejido, mientras que la cintura y caderas eran estrechas, de modo que no se veía grueso. En cuanto a las piernas...

Sharon apartó la vista de las larguísimas piernas que terminaban en unas botas resistentes para fijarla en un cartel, más allá de la atractiva cabeza del doctor.

–No pienso preguntar qué se hablaba sobre mí –afirmó Matt de buen humor.

–Muy sabio por tu parte –replicó Beth al tiempo que consultaba su reloj–. Bueno, tengo que marcharme. ¡Divertíos!

Tras un rápido gesto de despedida, salió de la sala junto al turno de la noche que se retiraba con gran alboroto.

Matt esperó a que reinara la calma antes de volverse a Sharon.

–Beth ha hecho de guía turística, ¿no es así?

–Sí. Tuvo la amabilidad de enseñarme el lugar y presentarme a los compañeros –respondió ella con la mayor tranquilidad de que era capaz.

–Es necesario que aprenda rápidamente dónde se guardan las cosas y que conozca a las personas con las que va a trabajar. Formamos un equipo muy unido y a menudo tenemos que enfrentarnos a situaciones delicadas. Todos necesitamos saber que podemos confiar plenamente en los otros.

–Lo comprendo, doctor. Estoy acostumbrada a trabajar en equipo.

–Entonces también comprenderá que no voy a tolerar nada que perturbe la armonía del grupo. Aún más, prefiero que sus miembros mantengan su vida personal separada de la del trabajo. Por tanto, sería conveniente evitar implicaciones personales entre los colegas –declaró al tiempo que sus fríos ojos verdes la recorrían y luego se centraban en su rostro–. Espero que no lo olvide.

Sharon no supo qué decir. Se sentía demasiado perturbada por el hecho de que él hubiera creído indispensable hacerle esa advertencia. ¿Es que le había dado la impresión de que intentaba conseguir algo de él?

Francamente, nunca había vivido esa situación. Por lo general, eran los hombres los que se acercaban a ella, y no a la inversa. No era vanidosa, pero sí lo suficientemente realista como para saber que los hombres la encontraban atractiva.

Debido a su estatura, más bien alta, y a su esbelta figura, casi todas las prendas de vestir le sentaban bien. Y el traje de vuelo naranja, igual al de Matthew, no era una excepción. También era una pura casualidad que ese color realzara a la perfección la melena rojiza que le llegaba a los hombros.

Sharon se irguió en toda su estatura y lo miró directamente a los ojos.

–Comprendo sus palabras, doctor Dempster. Supongo que esto se lo dice a todos los recién llegados y no a mí exclusivamente.

–¿Qué le hace sentirse especial, señorita Lennard? –replicó con suavidad–. Como un miembro más del equipo usted recibirá el mismo trato que el resto del personal.

Y tras una sonrisa glacial, salió del recinto.

Sharon inhaló una gran bocanada de aire mientras contaba hasta diez, pero no consiguió calmarse. Verdaderamente le habría encantado borrar esa arrogante sonrisa de su apuesto rostro. Si el doctor se había formado una impresión equivocada de ella, era su problema.

Bueno, también podría ser su propio problema si el doctor decidía hacerle la vida difícil.

 

 

La mañana pasó rápidamente, aunque no hubo llamadas de emergencia.

Cuando Mike Henderson la invitó a la sala de control, aceptó gustosamente.

–Es de vital importancia mantenerse en contacto permanente con la base –le explicó con los pies apoyados sobre la mesa mientras le dirigía una sonrisa que iluminó sus atractivos rasgos juveniles–. Yo soy el tipo que no solo se encarga de la seguridad de tu vuelo, sino que además te avisa de cualquier riesgo que pueda pasarle inadvertido a tu piloto.

–¿Qué tipo de riesgos? –preguntó ella con una sonrisa.

–Cambios atmosféricos, posibles problemas de aterrizaje y.... –de pronto se levantó de un salto al oír la alarma–. ¡Ahora vamos a la acción! ¡Ya es hora de que te ganes tus alas, pequeña!

Sharon salió con tanta prisa que casi chocó contra el doctor Dempster que se apresuraba por el corredor.

–¡Cuidado! –exclamó al tiempo que la sujetaba con una mano.

Sharon apretó los labios ante la fría mirada de los ojos verdes. No pensaría que lo había hecho a propósito, ¿verdad?

–Lo siento. ¿Vamos a atender una llamada de urgencia? –preguntó con fingida indiferencia.

–Sí. Una niña se cayó de un caballo. Posiblemente se ha dañado la columna vertebral. Hay que llevarla inmediatamente a Leeds –explicó leyendo el parte de incidentes que llevaba en la mano.

–¿Cuánto tardaremos en llegar? –preguntó Sharon mientras corría junto a él.

–Aproximadamente quince minutos con viento a favor –explicó al tiempo que llegaban a una puerta al fondo de un pasillo.

A través del cristal, ella pudo ver el brillante helicóptero amarillo situado en su plataforma. Se le secó la boca al darse cuenta de que estaba a punto de subir al aparato.

Al ver que se detenía, Matthew se volvió a mirarla. Durante un instante su expresión se suavizó y ella pudo vislumbrar al hombre oculto tras el eficiente profesional.

–Todo saldrá bien, Sharon. Verás –dijo al tiempo que recogía de una percha un casco con el nombre de la enfermera–. Vámonos ya. Tenemos un paciente que atender.

Ella respiró a fondo, exhaló con fuerza el aire y de inmediato sintió que se relajaba. Luego se puso el casco y abrió la puerta.

Al pasar por su lado, sintió que él le apretaba el hombro y creyó oírle decir: «Esta es mi chica», aunque pudo haberse equivocado. El ruido del aparato era ensordecedor y, a todas luces, ella no era «su chica». De todos modos, eso la ayudó a tranquilizarse, que era lo más importante. Corrió al helicóptero y se agachó al sentir la corriente de aire propulsada por los rotores. Bert Davies ya se encontraba a bordo y la ayudó a subir. Mientras se acomodaba, Matthew entró y luego cerró la puerta del aparato. Segundos más tarde, se encontraban en el aire.

Sharon podía ver que la ciudad se desplegaba a sus pies a una velocidad vertiginosa y sonrió con súbito deleite. ¡La sensación era impresionante!

 

 

–¿Puedes ver algo? –preguntó Matthew a Andy.

Sharon se inclinó hacia adelante. Habían transcurrido quince minutos y adivinó que se aproximaban al lugar del accidente. Hacía poco que habían dejado atrás la ciudad y en ese momento volaban sobre la campiña. Hacía un día especialmente claro y la vista era extraordinaria.

–Todavía no, pero creo que no tardaremos mucho –replicó Andy. Su voz se oía distorsionada a causa de los audífonos que llevaban en los cascos–. Si no me equivoco, allí están –gritó al cabo de unos minutos.

Más tarde, el aparato tocó tierra suavemente.

–Bert, trae la camilla. Sharon, tú te vienes conmigo –ordenó Matthew.

Sharon saltó del helicóptero y corrió con él hacia las personas que se agrupaban en torno a una pequeña figura que yacía en el suelo. Tras una rápida presentación, Matthew se arrodilló junto a la niña.

–¿Que sucedió? –preguntó al tiempo que comenzaba a examinarla.

–El poni tiró a Lucy. No sé cómo pudo ocurrir. Normalmente, Gipsy es muy tranquilo –balbuceó una mujer, obviamente la madre de la niña. El marido le rodeó los hombros para reconfortarla.

–¿Cómo cayó? ¿De espaldas o primero se golpeó la cabeza? –continuó Matthew al tiempo que palpaba suavemente la columna de la niña. Sharon sabía que buscaba algún indicio de lesión vertebral. Con un leve gesto negativo, el doctor le indicó que no encontraba nada anormal.

Sharon le tomó el pulso rápidamente. No se sorprendió al sentirlo débil. La niña, de aproximadamente diez años de edad, estaba inconsciente y el color negro del casco de montar realzaba su extremada palidez. Sin vacilar, introdujo una cánula en el dorso de la mano, a sabiendas de que Matthew necesitaba elevar cuanto antes el nivel de fluidos y neutralizar los efectos de la conmoción.

–Salió proyectada sobre la cabeza de Gipsy y cayó de espaldas, en la misma posición en que se encuentra ahora. No la he movido porque temía dañarle la columna –sollozó la madre.

–Muy bien, ha hecho lo debido –la reconfortó Matthew al tiempo que alzaba los párpados de la paciente para examinar las pupilas. Al aplicarle una luz, la izquierda respondió, pero la derecha permaneció fija y dilatada. Era una señal evidente de que sufría una lesión cerebral.

–Se va a poner bien, ¿verdad? Solo fue un revolcón.

Antes de responder al padre, Matthew hizo un gesto a Bert para que se aproximara con la camilla. Sharon se concentró en colocar el gotero, y luego le pidió a uno de los curiosos que sostuviera la bolsa con el líquido intravenoso mientras ayudaba al sanitario a ajustar un collarín en el cuello de la paciente. Todo eso le era tan familiar que no se detuvo a esperar instrucciones. Cuanto antes llevaran a Lucy al hospital, más posibilidades habría de recuperación.

–Siento no poder darle ninguna respuesta definitiva en este momento –dijo Matthew suavemente mientras palpaba el abdomen en busca de alguna lesión interna. Otra vez hizo un leve gesto negativo y Sharon suspiró aliviada–. Su hija ha sufrido una lesión cerebral y es necesario llevarla inmediatamente al hospital. Allí le harán más exámenes para descartar otras posibles lesiones –explicó con tranquilidad mientras Bert aproximaba la camilla a la pequeña–. No encuentro señales de lesiones internas, no obstante es necesario confirmar el diagnóstico con radiografías.

–Pero no puede ser tan grave –insistió el hombre–. Cuando era pequeño, me caí de un caballo varias veces. Y aparte de unas magulladuras, nunca me hice daño.

–Es posible, pero me temo que Lucy no ha tenido tanta suerte –replicó Matthew un tanto cortante.

Sharon lo miró con curiosidad, aunque ese no era el momento más oportuno para averiguar a qué se debía su malestar.

El hombre optó por guardar silencio. Para algunos padres era imposible aceptar la gravedad de la situación de un hijo. A Sharon la extrañó que Matthew no lo hubiera tenido en cuenta.

Los tres colocaron cuidadosamente a la niña en la camilla y Bert la cubrió con una manta. Sharon ajustó las correas de seguridad, recuperó el gotero y luego miró a Matthew.