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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Robyn Grady. Todos los derechos reservados.
OTRA OPORTUNIDAD PARA EL AMOR, N.º 1759 - diciembre 2010
Título original: Bargaining for Baby
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9317-6
Editor responsable: Luis Pugni

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Otra oportunidad para el amor

Robyn Grady

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Capítulo 1

Jack Prescott salió de la habitación del hospital con una desagradable sensación de aturdimiento.

Había recibido la llamada a las diez de la mañana. De inmediato se había subido a su bimotor y había volado a Sydney con el corazón en la garganta. Hacía años que Dahlia y él no hablaban y ahora ya no tendría oportunidad de decirle adiós.

Ni de pedirle perdón.

Echó a caminar por el pasillo. Le escocían los ojos. El aire olía a detergente y a muerte. A partir de aquel día, era el único superviviente de los Prescott y no había nadie a quien culpar excepto a sí mismo.

En ese momento se cruzó con un médico que iba tan absorto en la conversación que se chocó contra él sin darse cuenta. Jack se tambaleó un instante, luego se miró las manos y se preguntó cuánto tiempo tardaría en venirse abajo, en asimilar la verdadera dimensión de aquella pesadilla y maldecir aquel mundo despiadado. Dahlia sólo tenía veintitrés años.

Una mujer que había sentada en la abarrotada sala de espera atrajo su atención por algún motivo. El cabello claro le caía por los hombros. Llevaba un niño entre los brazos.

Jack se frotó los ojos y volvió a mirarla.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba mirándolo. Jack se preguntó si se conocían y, cuando la vio esbozar una sonrisa de condolencia, se le encogió el estómago.

Era amiga de Dahlia.

No estaba seguro de poder hablar aún. No se sentía con fuerzas para darle las gracias por estar allí o por darle el pésame y luego excusarse lo más rápido posible.

La mujer siguió esperando mientras le sujetaba la cabecita al pequeño y Jack se dio cuenta de que no podía huir. Dio un paso, luego otro y finalmente acabó frente a ella.

–Eres el hermano de Dahlia, ¿verdad? –le preguntó ella–. Eres Jack –tenía las mejillas sonrojadas y manchadas de lágrimas, las uñas mordidas y los ojos…

Sus ojos eran de un azul intenso.

Jack se sorprendió a sí mismo. Hacía siglos que no se fijaba en los ojos de una mujer. Ni siquiera estaba seguro de saber de qué color tenía los ojos Tara. Quizá debería fijarse cuando volviera. Claro que el suyo no iba a ser esa clase de matrimonio, al menos para él.

Tras la muerte de su esposa hacía tres años, Tara Anderson había pasado cada vez más tiempo en Leadeebrook, la explotación ganadera de Queensland en la que vivía Jack. Había tardado en apreciar la compañía de Tara; seguramente porque en los últimos tiempos, a Jack no le gustaba mucho hablar. Pero poco a poco Tara y él se habían hecho casi tan amigos como lo habían sido su mujer y ella.

Y entonces, la semana anterior, Tara le había ofrecido algo más.

Jack había sido muy claro con ella. Jamás se enamoraría de otra mujer. Llevaba la alianza de boda colgada de una cadenita que jamás se quitaba del cuello, mientras que la de su mujer descansaba junto a una foto suya que tenía en el dormitorio.

Sin embargo Tara le había explicado que creía que necesitaba una relación estable, y que ella necesitaba alguien que le ayudara a dirigir su propiedad. Aquello había dado qué pensar a Jack. Veinte años antes su padre se había visto obligado a vender la mitad de sus tierras a un vecino, el tío abuelo de Tara. Después había intentado volver a comprar la tierra, pero a Dwight Anderson no le había interesado vendérsela.

Después de la muerte de Sue, Jack había tenido la sensación de que su vida no tenía sentido. Ya no disfrutaba de actividades que en otro tiempo le habían apasionado, como montar a caballo por las extensas llanuras de Leadeebrook. Sin embargo la idea de cumplir el sueño de su padre de recuperar aquellas tierras le había hecho albergar una nueva ilusión.

Tara era una buena persona y cualquier hombre la consideraría atractiva. Quizá sí que pudiesen ayudarse mutuamente. Pero antes de casarse con ella, debía resolver algo.

La raza humana dependía en gran parte del poder del instinto maternal; las mujeres deseaban tener hijos y sin duda Tara sería una madre estupenda. Pero él no tenía el menor deseo de ser padre.

Ya había cometido suficientes errores, uno de ellos imperdonable. Pensaba en ello a menudo y no sólo cuando visitaba la tumba diminuta que había junto a la de su esposa en Leadeebrook. Ningún hombre podría soportar que le desgarrasen el corazón una segunda vez. No pensaba tentar al destino engendrando otro hijo.

Si Tara quería un matrimonio de conveniencia, tendría que renunciar a la idea de tener familia. Había asentido cuando Jack se lo había explicado, pero el brillo de sus ojos hacía pensar que esperaba que algún día él cambiara de opinión. Pero eso no ocurriría. Jack estaba completamente convencido de ello.

Jack tenía la mirada clavada en el pequeño cuando la mujer del vestido rojo volvió a hablar.

–Dahlia y yo éramos amigas –murmuró con voz débil–. Muy buenas amigas.

Él respiró hondo, se pasó la mano por el pelo y trató de ordenar sus pensamientos.

–El médico dice que el que la atropelló se dio a la fuga.

La habían atropellado en un paso de peatones y había muerto sólo unos minutos después de ingresar en el hospital. Jack le había tocado la mano, aún caliente, y se había acordado de cuando la había enseñado a montar a Jasper, su primer caballo, y de cuando la había consolado tras la muerte de su corderito. Cuando ella le había suplicado que lo comprendiera… cuando más lo había necesitado…

–Recobró el conocimiento sólo un momento.

Aquellas palabras agarraron desprevenido a Jack. Sintió tal debilidad en las rodillas que tuvo que sentarse, pero enseguida se arrepintió de haberlo hecho porque eso implicaba que quería hablar, cuando lo que quería era quitarse las botas, beberse un whisky y…

Levantó la mirada y sintió que se le nublaba la vista.

¿Qué le esperaba ahora? ¿Documentación, la funeraria, elegir el ataúd?

–Habló conmigo antes… antes de irse –a la mujer le temblaba el labio inferior al hablar–. Me llamo Madison Tyler –se colocó al bebé en el regazo y se sentó junto a Jack–. Mis amigos me llaman Maddy.

Jack tragó saliva.

–Ha dicho que recobró el conocimiento… que habló con usted.

Pero seguramente no habría sido sobre él. Dahlia se había quedado destrozada tras la muerte de sus padres. Ni siquiera la paciencia y el apoyo de su mujer habían servido para ayudarla. Aquella última noche Dahlia había dicho gritando que no quería tener nada que ver con su hermano, con sus estúpidas reglas ni con Leadeebrook. Después había acudido al funeral de Sue, pero Jack había estado demasiado aturdido como para hablar con ella. En los siguientes años, había recibido sus felicitaciones de Navidad, pero todas ellas habían llegado sin dirección del remitente.

Apretó los puños con rabia.

Dios, debería haber dejado a un lado su orgullo y haber tratado de encontrarla. Debería haber cuidado de ella y haberla llevado de vuelta a casa.

Un movimiento del bebé hizo que Jack se fijara en su carita, en sus mejillas regordetas. Un rostro lleno de salud y de promesas.

Lleno de vida.

Respiró hondo, se puso en pie y trató de recuperar el control.

–Podremos hablar en el funeral, señorita…

–Maddy.

Jack se sacó una tarjeta de visita de la cartera.

–Si necesita cualquier cosa, puede ponerse en contacto conmigo en este número.

Ella también se puso en pie y lo miró a los ojos.

–Jack, necesito hablar contigo ahora –miró un segundo al bebé–. Yo no sabía… Dahlia nunca me había hablado de ti.

Cuando volvió a mirarlo, lo hizo con los ojos suplicantes, como si buscase una explicación. Parecía amable y estaba comprensiblemente afectada por la muerte de su hermana, pero no importaba lo que Dahlia le hubiese dicho, Jack no iba a justificarse ante una completa desconocida. Ni ante nadie.

–La verdad es que tengo que irme.

–Me dijo que te quería mucho –soltó ella, acercándose un poco más–. Y que te perdonaba.

Jack se detuvo en seco después de dejar la tarjeta sobre la silla. Cerró los ojos con fuerza y trató de acallar el zumbido que sentía en los oídos. Quería que pasase el tiempo. Quería volver a casa, a lo que conocía, a aquello que no podían arrebatarle.

El bebé estaba moviéndose, parecía inquieto. Jack sintió la tentación de mirarlo, pero por otra parte sólo deseaba taparse los oídos y salir corriendo. Lo último que le faltaba era oír el llanto de un niño.

–Aquí no puede hacer nada –dijo por fin–. Debería llevar a ese niño a su casa.

–Eso intento –respondió ella y lo miró fijamente.

–Lo siento, pero no comprendo.

La mujer se limitó a morderse el labio inferior, tenía los ojos abiertos de par en par. ¿Estaba asustada?

Jack la observó detenidamente. Tenía la piel del color de la porcelana, unos rasgos perfectos y, a pesar de todo, Jack sintió una ligera excitación.

¿Estaba tratándole de decir que el hijo era suyo?

Un tiempo después de la muerte de su mujer, muchos amigos suyos habían intentado sacarlo de su encierro, lo habían convencido para que fuera a verlos a Sydney y conociera a algunas mujeres de su círculo social y, aunque tenía un muro de acero alrededor del corazón, en un par de ocasiones había pasado la noche con alguna de esas mujeres.

¿Sería por eso por lo que le resultaba familiar el rostro de aquella mujer?

La miró de nuevo.

No. Habría recordado aquellos labios.

–Escuche, señorita…

–Maddy.

Jack esbozó una tensa sonrisa.

–Maddy. Creo que ninguno de los dos estamos de humor para juegos. Sea lo que sea lo que quieres decirme, te agradecería que lo soltases cuanto antes.

Ella no se inmutó ante tal brusquedad, más bien adoptó un aire más firme.

–Este bebé no es hijo mío –dijo por fin–. Dahlia me lo ha dejado hoy. Es tu sobrino.

Pasaron varios segundos antes de que Jack asimilara el significado de aquellas palabras, y entonces fue como un golpe en la cabeza. Parpadeó varias veces. Debía de haber oído mal.

–No… no es posible.

De los ojos de Maddy cayó una lágrima.

–El último deseo de tu hermana ha sido que os presentara el uno al otro. Jack, Dahlia quería que te quedases con su hijo. Que lo llevases contigo a Leadeebrook.

Capítulo 2

Quince minutos después, sentada frente a Jack Prescott, Maddy se llevó la taza a los labios, convencida de que nunca había visto a nadie tan demacrado.

Ni tan guapo.

Con una mirada cada vez más oscura, tanto como su gesto, él movía su café con la cucharilla.

La megafonía reclamó la presencia del doctor Grant en la sala diez. Una anciana que había sentada en una mesa cercana sonrió al bebé antes de tomar un bocado. Junto a la caja, a una enfermera se le cayó un plato; el estruendo retumbó en toda la cafetería y sin embargo Jack parecía ajeno a todo. Su mirada parecía centrada en su propio interior.

Maddy analizó con discreción su rostro de estrella de cine; la mandíbula marcada, la nariz recta y orgullosa. Era curioso, pero resultaba apasionado y distante al mismo tiempo. Percibía en él, bajo su máscara, una intensa energía que casi daba miedo. Era el tipo de hombre que podría enfrentarse a un incendio él solo y evitar que aquello y aquéllos que le importaban sufrieran el menor daño.

La pregunta del millón era: ¿qué era lo que le importaba a Jack Prescott? Apenas había mirado al bebé, su sobrino huérfano al que acababa de conocer. Parecía de piedra, todo un enigma. Quizá Maddy nunca se enterase del motivo por el que Dahlia había apartado de su vida a su hermano. Y si no fuera por el pequeño Beau, tampoco habría querido saberlo.

Jack dejó la taza sobre el plato y miró al bebé, que había vuelto a quedarse dormido en el cochecito. Había sido Jack el que había sugerido que tomaran un café, pero después de un silencio tan largo, Maddy ya no aguantaba más aquella fría calma. Tenía una misión, una promesa que debía cumplir… y un tiempo limitado para hacerlo.

–Dahlia era una madre magnífica –le dijo ella–. Terminó la carrera de Marketing después de que naciera el niño. Ahora se había tomado un año libre antes de ponerse a buscar un buen trabajo –Maddy bajó la mirada mientras algo se le rompía por dentro. Era el momento de decirlo. El momento de confesar–. Dahlia apenas había salido de su casa desde que llegó con el pequeño –continuó–. Yo la convencí para que fuera a la peluquería, que se hiciera la manicura…

Maddy sintió que se le encogía el estómago y se le hundían los hombros bajo el peso de la culpa.

Si ella no le hubiera dado la idea, si no le hubiese concertado la cita y prácticamente hubiese sacado a su amiga de casa, Dahlia seguiría viva. Aquel precioso bebé aún tendría a su madre y no tendría que depender de aquel hombre tan frío que parecía empeñado en no hacerle el menor caso.

–Hoy hace tres meses –añadió Maddy, por si le interesaba, pero Jack siguió concentrado en el café.

Maddy parpadeó varias veces, apartó su taza y miró a su alrededor. Tenía el estómago revuelto. No había esperado que aquella conversación fuera fácil, pero no podría haber sido peor de lo que estaba siendo.

¿Qué se suponía que debía hacer ahora? Aquel tipo tenía la sensibilidad de un picaporte de hierro.

–¿Dónde está el padre?

Maddy se sobresaltó al oír aquello. Era lógico que lo preguntara, pero no iba a gustarle nada la respuesta.

–Dahlia sufrió una violación –contestó en voz baja. Lo oyó maldecir antes de pasarse una mano por el pelo–. Y, antes de que lo preguntes, no lo denunció.

En la profundidad de sus hostiles ojos verdes apareció una especie de llamarada.

–¿Y por qué demonios no lo hizo?

–¿Qué importa eso ahora?

Como les ocurría a muchas otras mujeres en su situación, Dahlia no había querido enfrentarse a la tortura de un juicio. No había conocido al hombre que la había atacado y había preferido que siguiera siendo así. Lo único que había querido había sido recuperarse y superar el horror y el dolor. Y entonces había descubierto que se había quedado embarazada.

Maddy trató de concentrarse mientras tragaba el nudo de emoción que tenía en la garganta.

–Lo que importa es que tuvo un bebé precioso –aquel pequeño al que había querido tanto.

Jack observó al bebé y frunció aún más el ceño.

–¿Cómo se llama?

–Beaufort James.

Jack Prescott resopló y apartó la mirada.

Maddy se contuvo para no gritar. Ese hombre parecía una máquina. Por supuesto que eran unas circunstancias muy difíciles; acababa de perder a su única hermana. Pero ¿no pensaba mostrar emoción alguna que no fuera la rabia?

Maddy sintió el escozor de las lágrimas en los ojos y tuvo que apretar la taza para no perder el control de sus emociones. No podía quedarse callada, nadie sensato podría haberlo hecho. Aquélla era la conversación más importante de su vida; debía cumplir la promesa que había hecho e iba a hacerlo aunque para ello tuviera que darle una lección a aquel arrogante.

–Este bebé es sangre de tu sangre –le recordó con actitud desafiante–. ¿No quieres agarrarlo?

«Prométele que no va a pasar nada. Que el bebé estará bien».

Le pasó por la cabeza de pronto un pensamiento horrible que hizo que se le erizara el vello de la nuca.

–¿O prefieres que acabe directamente en un centro de acogida?

Maddy jamás permitiría que ocurriera tal cosa, antes se quedaría ella con Beau. Su madre había muerto cuando Maddy tenía sólo cinco años y siempre había echado de menos tener a alguien que la peinara o la arropara por la noche y le leyera cuentos.

El padre de Maddy era un buen hombre, pero estaba completamente obsesionado con su negocio hasta el punto de que a veces parecía que Tyler Advertising fuera más importante para él que su única hija. Drew Tyler dirigía la empresa con mano de hierro y entre su personal no veía hueco para una «muchacha delicada» como Maddy. Ella no estaba de acuerdo por lo que, tras una intensa y prolongada discusión, había conseguido empezar a trabajar para la compañía.

Su padre llevaba varias semanas lógicamente inquieto ante la inminencia de que su hija cerrara su primer negocio importante en solitario. Y, a pesar de su aparente valentía, Maddy también estaba nerviosa. Pero, pasase lo que pasase, iba a conseguir las firmas que necesitaba para cerrar el negocio e iba a hacerlo antes de la fecha límite fijada. Para lo cual quedaba un mes.

Nadie imaginaría lo tímida que había sido siempre y cómo había luchado por superar sus inseguridades y ajustarse al estilo empresarial de su padre, a su determinación y a su pericia. Si bien era cierto que no pasaba un día sin que Drew reconociese de algún modo los esfuerzos de su hija, a veces ella seguía lamentando no haber podido disfrutar del amor de una madre.

Volvió a mirar al bebé.

¿Cómo iba a arreglárselas aquel pequeñín?

–No recuerdo haber dicho que no vaya a hacerme cargo de él –murmuró Jack.

–Pero no pareces muy entusiasmado con la idea –respondió Maddy y vio que él enarcaba una ceja.

–No deberías mostrarte tan hostil.

–Ni tú tan seco –replicó ella de nuevo.

A Maddy se le aceleró el corazón, pero él sin embargo ni siquiera cambió de expresión. Se limitó a mirarla fijamente con esos ojos tan sexys, hasta que le provocó un escalofrío seguido de una oleada de calor.

Parpadeó rápidamente y cambió de postura en la incómoda silla de plástico.

No sólo era un hombre increíblemente atractivo, también tenía razón en una cosa. Quizá fuera verdad que estaba demostrando la misma emoción que un salmón, pero, efectivamente, el momento requería calma, no un torrente de emociones. Por muy difícil que le resultara, Maddy debía controlarse, por el bien del niño. Debía controlarse en todos los sentidos.

Así pues, soltó la taza y respiró hondo.

–Ha sido un día muy duro para los dos –admitió–, pero, créeme, lo único que quiero es asegurarme de que Beau está en buenas manos y recibe el cuidado que Dahlia habría querido para él –se inclinó sobre la mesa, esperando que él se diera cuenta de que le hablaba con todo el corazón–. Jack… el niño te necesita.

Cuando lo vio apurar lo que le quedaba de café, Maddy sintió una profunda indignación.

Estaba acostumbrada a tratar con hombres poderosos; los socios de su padre o los influyentes padres de los chicos con los que había salido en la universidad, pero nunca había conocido a nadie que le despertara emociones tan intensas.

Tanto negativas como vergonzosamente positivas.

No podía negar que se le aceleraba el pulso cada vez que miraba a los ojos a Jack Prescott. A pesar de las circunstancias, su presencia había despertado la curiosidad de Maddy. La anchura de sus hombros, la fuerza de su cuello… tenía un cuerpo magnífico. El modo en que hablaba, los gestos que hacía denotaban confianza, inteligencia y superioridad. Pero también distancia.

El pequeño Beau no tenía ningún otro pariente vivo en el mundo. Y sin embargo aquel ejemplo de perfección masculina y de frialdad ni siquiera se había dignado a acariciarlo, y mucho menos a intentar tomarlo en brazos. Maddy no podía limitarse a dejar a Beau con su tío y largarse.

Miró de nuevo al bebé, se fijó en el ritmo pausado de su respiración. No había un buen momento para hacerlo, así que seguramente lo mejor fuera soltar la última bomba cuanto antes.

–Tengo que decirte algo más –murmuró–. Otra promesa que le he hecho a Dahlia.

Jack miró la hora en su Omega.

–Te escucho.

–Le dije que no te dejaría a Beau hasta que estuvieses preparado.

Mientras a ella estaba a punto de estallarle el corazón, el hombre que tenía enfrente simplemente arrugó el ceño de nuevo y se cruzó de brazos.

–Admito que me llevará tiempo adaptarme a la idea de tener… –dejó la frase a medias, pero luego se aclaró la garganta y volvió a hablar con más fuerza–. Debes saber que no pienso dejar de lado mis obligaciones. A mi sobrino no va a faltarle de nada.

Eso no bastaba. Maddy tenía que cumplir con su palabra. Le había prometido a su amiga que se aseguraría de que el bebé quedaba en buenas manos. Volvió a mirar a Jack a los ojos.

–Le prometí a Dahlia que me quedaría con Beau hasta que ambos estuvierais cómodos el uno con el otro. Supongo que tendrás una habitación libre en la casa –se apresuró a añadir–: y yo pagaré cualquier gasto que suponga mi estancia.

La frialdad de sus ojos se llenó de preguntas. Bajó la cabeza y en sus labios apareció una especie de sonrisa al tiempo que le caía un mechón de pelo negro sobre la frente.

–Creo que no he oído bien. ¿He entendido que te estás invitando a quedarte conmigo en mi propia casa?

–No me estoy invitando a nada, simplemente estoy cumpliendo con los deseos de tu hermana. Ya te he dicho que se lo prometí.

–Pues no puede ser –negó con la cabeza, con gesto casi divertido–. Ni en un millón de años.

Maddy se cuadró de hombros. Quizá resultara intimidante, pero aún no sabía lo testaruda que era ella. Probaría con otra táctica.