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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Melissa Benyon. Todos los derechos reservados.

SOÑANDO CON EL JEFE, Nº 1940 - octubre 2012

Título original: The Boss’s Baby Surprise

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1128-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Una de las mayores ventajas de volar en primera clase, para una secretaria ejecutiva eficiente y organizada como Cecilia Rankin, era que iba en la parte delantera del avión. No tenía que atravesar pasillos largos y estrechos ni se encontraba con viajeros a los que pedir disculpas para poder avanzar.

Seguía los pasos de Nick Delaney para embarcar en el vuelo de Nueva York a Columbus y estaba deseando sentarse para abrir el ordenador portátil. Tampoco le sorprendió que su jefe retomara la conversación que habían cortado cuando les anunciaron la puerta de embarque.

–Es más, ni te molestes en abrir el archivo de Fadden McElroy –dijo él mientras se paraba junto a su asiento.

–No, me ha parecido que no han captado los principios de Delaney’s –confirmó Cecilia.

Delaney’s era una cadena de restaurantes especializados en chuletones de carne que hacía poco había rescindido el contrato con su agencia de publicidad. Ese viaje a Nueva York había sido parte del proceso para elegir otra agencia. A Celie, como todo el mundo llamaba a Cecilia, le había parecido fascinante, pero agotador.

–Exactamente –corroboró Nick–. Durante el vuelo quiero repasar las presentaciones de las otras agencias, pero antes llamaré a la oficina de Chicago.

–Pronto van a pedirnos que desconectemos los teléfonos móviles.

–Va a ser una llamada muy corta.

Nick sacó el teléfono y marcó. Su poderoso cuerpo casi llenaba el amplio pasillo de primera clase. Habían sido de los últimos en embarcar y los auxiliares de vuelo empezaban a hacer las comprobaciones finales. Nick miró hacia su asiento mientras hablaba por teléfono. Había una almohada azul, la levantó con gesto de preocupación y se apartó para dejar pasar a Celie.

Ella se sentó y pensó recogerle la almohada, pero él la sujetaba como si fuera un bebé mientras escuchaba atentamente. No quería distraerlo, aunque estaba segura de que no quería la almohada en absoluto.

Le recordó a algo y parpadeó. Nick con un bebé que no quería en realidad. Ella había soñado con aquello, con algo muy parecido, la noche anterior a que salieran de Columbus hacia Nueva York, hacía dos días.

Celie vivía en un apartamento muy acogedor de una enorme casa antigua en el barrio de Victorian Village en Columbus, Ohio. A veces le parecía demasiado acogedor y romántico para una persona eficiente y organizada como ella. La verdad era que nunca había tenido unos sueños tan vívidos como los que tenía desde que se había mudado allí hacía dos meses.

Esa semana había soñado con Nick y un bebé y en ese momento podía recordarlo con todo detalle.

El niño le sentaba tan bien como un vestido hecho a la medida a una modelo. Se complementaban el uno al otro, por decirlo de alguna manera. Una cabeza grande, hermosa y morena con otra cabeza pequeña, preciosa y morena. Hombros anchos y dedos diminutos. Corbata roja sobre un peto azul. El hombre y el niño parecían hechos el uno para el otro, como la nata y la tarta de manzana o el béisbol y los perritos calientes.

Su jefe multimillonario sujetaba al niño del tal forma que los dos resultaban extrañamente vulnerables y los dos la llegaron al corazón con una fuerza que ella no quería y a la que no estaba acostumbrada. En el sueño, él no parecía el Nick Delaney que conocía por pasar horas juntos en la oficina. Ese Nick era seguro de sí mismo, apremiante e imponente.

Por el contrario, el Nick del sueño tenía una delicadeza en los ojos que daba la sensación de ternura y cansancio y las dos cosas habían conseguido que la Celie del sueño no pudiera contenerse y se acercara a él para apoyarse en su cuerpo alto y musculoso y levantara los dedos para acariciar su cara...

Celie frunció los ojos y se sentó recta.

No le gustaba soñar con esas cosas ni recordarlas tan claramente. Ella era prudente, responsable, eficiente y con dominio de sí misma. No era una visionaria ni, naturalmente, se había imaginado a su jefe en una situación tan íntima. Tenía el orgullo profesional de no haberse enamorado de ninguno de sus jefes durante los siete años que llevaba como secretaria ejecutiva.

Desde luego, no estaba enamorándose de él. Sería un peligro enamorarse precisamente de ése. Él organizaba sus sentimientos exactamente igual que su vida: en compartimentos estancos y etiquetados. Era algo que Celie valoraba en un jefe, pero no creía que le gustara en la persona querida.

Nick, que seguía hablando por teléfono, iba de un lado a otro como solía hacerlo Alex, el cuñado de Celie, cuando quería tranquilizar a su bebé, que no paraba de llorar. La pequeña Lizzie había ido a Columbus desde Kentucky para pasar una semana y celebrar que cumplía tres meses, Celie la adoraba.

–A lo mejor he mezclado a Nick y a Alex en un sueño –pensó Celie en voz alta mientras abría al ordenador portátil.

–¿Te pasa algo? –le preguntó Nick con la mano tapando el teléfono.

–No, nada.

–Por favor, abre las hojas de cálculo de Hampton Finn Lloyd.

Él siguió con su aire de león enjaulado, con todos los músculos en tensión, como si una mera llamada telefónica no fuera suficiente para toda la energía que tenía.

Tendría que sentarse pronto. Los auxiliares de vuelo habían empezado a cerrar las puertas. Celie había conseguido arrebatarle la almohada azul sin distraerlo, como hacía su hermana Lizzie con su hija.

Que Celie supiera, Nick no tenía niños pequeños cerca. No tenía hijos ni sobrinos. Su único hermano, Sam, estaba casado, pero no tenía hijos. Celie tampoco sabía si Nick salía con alguien. No era de esos jefes que le pedían que comprara regalos para su novia.

Ella aseguraría que en ese momento no tenía compromisos, que estaba libre, le puntualizó una vocecilla en su interior.

Frunció el ceño y volvió a argumentar mentalmente.

Nick le gustaba, naturalmente. Lo respetaba. Era consciente de la impresión que producía en casi todo el mundo cuando lo conocían. Tenía una mirada limpia, estrechaba la mano con fuerza, su mente era muy veloz... A veces, incluso se sentía un poco posesiva, al fin y al cabo se ocupaba de aspectos muy importantes de su vida...

Laboralmente, se complementaban. Como el béisbol y los perritos calientes y esas cosas. Sin embargo, eso no quería decir que ella se sintiera como si quisiera levantarse y...

–Muy bien, esas cifras... –comentó Nick.

–Es el desglose de los gastos de imprenta y campaña –respondió inmediatamente Celie.

Se alegraba de concentrarse en el trabajo y dejar a un lado los pensamientos que la abrumaban.

Los motores empezaron a ganar revoluciones y los auxiliares de vuelo hicieron la exhibición sobre medidas de seguridad. Nick y Celie tuvieron que cerrar el ordenador portátil y el maletín durante el despegue, pero Nick seguía tan inquieto como siempre.

–Muy bien, lo dejaremos aquí –dijo Nick hacia el final del vuelo–. Voy a llamar a Sam.

–¿Quieres que yo...?

Él negó con la cabeza y sacó su teléfono móvil. Tenía los ojos nublados, cosa que no era así hacía unos minutos, y la boca reflejaba cierta tensión. Durante los últimos ocho meses, Celie se había aficionado a interpretar las señales anímicas de Nick.

Estaba preocupado por su hermano menor, como ella se preocupaba muchas veces por su madre.

Nick seguramente no sabía que ella se lo notaba, pero ella lo sabía y no le extrañaba. Sam sólo tenía once meses menos que su hermano y siempre habían estado muy unidos, tanto que habían trabajado juntos diez años y había conseguido un triunfo impresionante. Durante los últimos meses, Sam había tenido problemas con su matrimonio y Nick no quería que le hicieran daño.

–¿Dónde estás? –le preguntó Nick–. ¿En casa? ¿Alguna novedad? –escuchó un instante–. No, sólo quería estar seguro. ¿Estás solo? ¿Vas a salir a comer? –se hizo otro silencio–. A lo mejor me paso por ahí...

El tono era despreocupado, pero los ojos estaban concentrados, serios y muy azules. Casi tan azules como la almohada y la manta para bebés del sueño de Celie. Eso volvió a desasosegarla. ¿Por eso se acordó repentinamente del sueño? Mantas para bebés, ojos azules de bebés, los ojos azules de su padre...

No. Seguro que no.

Estaba cansada.

El vuelo aterrizó puntualmente, el equipaje les esperaba en la cinta continua y Leo, el chófer personal de Nick, los llevó en la limusina. Su casa estaba de camino a la de Nick y la dejó de paso.

–Pareces machacada.

Ella se dio cuenta de que no quería ser desagradable sino que constataba un hecho. La miró de arriba abajo y se detuvo en las arrugas de su falda gris y en las de las comisuras de la boca y los ojos.

Ella notó que su mirada la abrasaba y asintió con la cabeza.

–Sí, es verdad. Me alegro de estar en casa.

–Tómate la mañana libre. No vengas hasta las dos. Si necesitas más tiempo, llámame.

–A las dos. Está bien.

–¿Estás segura?

–Tenemos que repasar las cifras regionales –le recordó ella–. Además, hay que preparar las reuniones.

–De acuerdo, a las dos. Buenas noches.

Leo ya había abierto el maletero para sacar las bolsas de Celie y llevarlas hasta el portal. Nick la observó mientras seguía al chófer. Tenía una espalda recta, unos andares elegantes, buen gusto para la ropa eficiente y hecha a medida y una melena oscura que oscilaría al ritmo de sus pasos si no la llevara adecuadamente recogida en un moño.

Nick sintió que se ponía en tensión por la súbita necesidad de salir detrás de Celie y quitarle la pinza que le sujetaba el pelo para que la sedosa cortina se convirtiera en realidad y no fuera sólo fruto de su imaginación.

Se contuvo. Estaba perplejo por lo intenso y repentino de ese arrebato. Casi podía sentir su pelo entre los dedos. La vio llegar. Como era normal en ella, ya llevaba las llaves en la mano. Celie era muy previsible y eso le gustaba.

No permitió que Leo le subiera las bolsas y desapareció enseguida. Una serie de luces fueron encendiéndose y pudo seguir la ascensión de Celie por las escaleras. Al final, se encendió la habitación con fachada redondeada del segundo piso.

Celie era una magnífica secretaria ejecutiva. La noche anterior la había tenido trabajando en su habitación del hotel hasta bien pasada la medianoche y, seguramente, acabó con la cabeza dando tantas vueltas que no pudo descansar bien. No le extrañaba que pareciera agotada y algo descentrada.

A él nunca le había pasado eso. Desde muy joven había aprendido a desconectar y dormir profundamente. De niño, el sueño era el único sitio donde se sentía seguro.

–Muy bien, Leo –borró a Cecilia Rankin de su cabeza y agarró el móvil–. Voy a encargar algo de comida para llevar a casa de Sam. ¿Podemos pasar por el Dragón Verde?

 

 

A Celie le pareció que su viejo apartamento de suelos crujientes le daba la bienvenida. El reloj antiguo que tenía en la mesilla de la entrada dio las ocho como si fuera un percusionista que marcaba el ritmo. Su estómago le comunicó que era hora de cenar.

Era igual de eficiente en casa que en el trabajo y tenía la nevera bien surtida de comida preparada. En diez minutos tendría preparados unos raviolis de queso con salsa y una ensalada.

Vio la bata roja que colgaba de la puerta del cuarto de baño y tuvo ganas de darse una ducha mientras se cocían los raviolis y cenar en bata y con las zapatillas a juego. De niña le dejaban hacer eso cuando estaba cansada. Su madre la arropaba con una manta en el sofá y le llevaba una bandeja con un mantelito de lino. Se tomaba la sopa caliente y unas galletas recién hechas y se sentía mimada y segura.

Hacía años que no hacía algo así. Desde la muerte de su padre, cuando ella tenía diecisiete años, había tenido que ser adulta, responsable y la que mimaba. Parecía como si su madre, que dependía de ella, se asustara si mostraba algún signo de debilidad o vulnerabilidad.

La bata la tentaba para que se permitiera ese capricho, pero temió que si se dejaba llevar por ese impulso, podría quedarse dormida en el sofá mientras los raviolis se cocían y organizar un incendio.

Cenó, se acostó y a las diez estaba dormida.

Al cabo de unas horas de placentero descanso, se despertó asustada por el llanto de un bebé. Parecía llegar desde muy cerca. ¿Estaba despierta? Se encontró junto a la ventana, aunque no recordaba cómo había llegado hasta allí. Alguien susurró algo. ¿Tranquilizaba al bebé o la llamaba a ella? Seguía oyendo el llanto. Miró alrededor. No había ningún bebé en la habitación. ¿Llegaría del apartamento de abajo?

El sonido era nítido y real, tan real como se puede oír o sentir algo en sueños y más intenso que en la vida cotidiana.

Celie abrió las cortinas y miró afuera. Había dejado la ventana abierta porque la noche de abril era templada. La calle estaba silenciosa y no veía a nadie. Quizá el llanto llegara del apartamento de abajo. Ya le parecía algo más amortiguado. La pareja del apartamento de abajo no tenía hijos, pero quizá tuviera una visita.

Iba a cerrar la cortina cuando algo resplandeciente en el alfeizar de la ventana le llamó la atención. Lo agarró. Era un alfiler de sombrero victoriano. Era un objeto anticuado, como una vara de metal oscuro y sin lustre con una perla de cristal en el extremo.

Ella pensó que aquello era la prueba definitiva de que estaba dormida.

La perla de cristal era bonita y ella se imaginó a una mujer joven de pelo oscuro y expresión simpática que se sujetaba un sombrero de paja y gasa en la nuca.

–Es un sueño precioso –le dijo a la mujer–, pero ojalá ese bebé dejara de llorar.

–Nick irá y lo calmará para que se duerma –le contestó la mujer que sonrió y tranquilizó a Celie.

Al cabo de unos segundos, el bebé dejó de llorar. La mujer del sombrero tenía razón. Nick lo había tomado en brazos. Veía su cabecita morena apoyada contra el poderoso hombro. Tenía la camisa por fuera de los pantalones, pero estaba absorto con el bebé y no se había dado cuenta. Todo estaba en orden.

Celie volvió a acostarse con una sonrisa en los labios.

Sin embargo, por la mañana, el alfiler de sombrero seguía en el alféizar de la ventana y eso era más raro.

Lo tomó entre los dedos como si la perla de cristal fuera un pequeña flor. Era precioso ver el reflejo a la luz de la mañana. Pensó en encajes victorianos, telas tejidas a mano, sombreros complicados y figuritas de porcelana. Tenía algo puntiagudo, pero era femenino.

Pensó que había una explicación completamente racional para que estuviera en el alféizar. Aunque quizá no fuera completamente racional...

Era posible. Estaban remodelando el apartamento encima del suyo. Los obreros habían levantado suelos y picado las paredes. El alfiler debió perderse hacía años entre los tablones del suelo y...

Lo cierto era que estaba en el alféizar de su ventana y tendría que haber pasado algo parecido a eso.

Lo del bebé protegido por Nick había sido un sueño.

Por algún motivo, Celie no quería perder el alfiler y lo guardó en un compartimiento con cremallera del bolso. Desayunó frugalmente y se fue al centro comercial.

 

 

–Siento el retraso –dijo Celie con la respiración entrecortada mientras entraba en el despacho de Nick.

Él miró el reloj. Tenía razón. Llegaba dos minutos tarde.

También tenía otro aspecto. Parecía descansada, feliz y con energías renovadas, pero también le pareció que había algo más. El pelo parecía más sedoso que nunca y las pinzas del pelo eran nuevas. Nunca llevaba pinzas con florecitas. Desentonaban con la severidad de su falda, como lo hacía el top color pastel que llevaba puesto.

Sin duda, tenía otro aspecto y eso le molestaba ligeramente, pero no tenía tiempo para pararse a pensar por qué.

–Estás muy guapa –le dijo sinceramente.

Ella asintió con la cabeza.

–Gracias –sabía que él no iba a pasar de allí.

–Vamos a ver esas cifras regionales.

La cifras regionales les ocuparon casi toda la tarde y Celie no tuvo mucho tiempo de repasar la mañana ligeramente perturbadora que había pasado en el centro comercial. Las pocas veces que tuvo para acordarse, se sintió agitada por dentro. Por un lado había sentido un cosquilleo en el estómago, como una niña que va a una fiesta de cumpleaños, pero por otro lado, se había sentido intranquila. No había dejado de pensar en el sueño y el alfiler de sombrero. Incluso lo había sacado algunas veces para comprobar que era real, aunque quizá se hubiera sentido más tranquila si no lo fuera.

Lo había tenido entre los dedos cuando la peluquera le preguntó si sólo quería un repaso. Ella estuvo tentada de decirle que quería algo completamente nuevo, pero se contuvo. Aunque tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse de que no era práctico tener el pelo por la cara cuando estaba concentrada en el trabajo.

Terminaron con las cifras regionales a la hora prevista y Nick estaba contento.

Cuando esa noche Celie abrió el armario para guardar los otros dos tops que se había comprado, el armario pareció alabar la elección.

Unas horas más tarde, la cama no resultó tan agradable. Los sueños eran más violentos y las imágenes no encajaban.