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Lilian Darcy Sonrisa de amor

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.Núñez de Balboa, 5628001 Madrid

© 2011 Lilian Darcy. Todos los derechos reservados.SONRISA DE AMOR, Nº 1959 - noviembre 2012Título original: The Mommy MiraclePublicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso deHarlequin Enterprises II BV.Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecidocon alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas porHarlequin Books S.A.® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited ysus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

I.S.B.N.: 978-84-687-1169-0Editor responsable: Luis Pugni

Capítulo 1

AÚN no está preparada —las palabras entraron por la ventana del dormitorio de Jodie. —¡Estoy de acuerdo, no lo está!

Era la tónica habitual en la familia Palmer: Jodie nunca estaba preparada. Sentada en la cama, intentaba meter un brazo por el tirante de la camiseta, pero la mano se negaba a moverse y eso significaba que no podría iniciar el largo periplo escaleras abajo para reunirse con los demás en la famosa barbacoa familiar del Cuatro de Julio en la cual, y no por iniciativa suya, era la invitada de honor.

—Supongo que tienen razón —protestó mientras lo intentaba de nuevo.

Sin embargo, sabía que el comentario de su hermana Lisa tenía otra intención. Se refería a que no estaba preparada. En general. Y eso abarcaba desde descubrir la verdad sobre el Ratoncito Pérez a los siete años hasta su primera cita a los quince. Recordaba vagamente el verano anterior cuando Elin incluso había cuestionado que estuviera preparada para ver publicadas en una revista las fotos de la boda de Orlando Bloom.

¿Para qué no estaba preparada en esa ocasión? ¿Para volver a trabajar? Desde luego, eso no. Aún le faltaba bastante tiempo para volver a impartir clases de equitación.

¿Para leer el informe policial sobre el accidente? Para eso a lo mejor no estaría preparada jamás. ¿Prepararse un café? Ahí se equivocaban sus hermanas. Había practicado durante las sesiones de rehabilitación y era un hacha vertiendo las cucharadas de café.

—¿Chicas? —llamó a sus hermanas—. ¿Me podéis echar una mano?

De la terraza surgieron varias exclamaciones y, en menos de medio minuto aparecieron Lisa y Elin, la viva imagen de la angustia reflejada en sus rostros.

—No pasa nada —les tranquilizó—. Podéis soltar el desfibrilador y anular la llamada a emergencias. No puedo pasar el brazo por el tirante y la gente estará a punto de llegar.

—Maddy y John acaban de venir —le confirmó Lisa—, y Devlin les seguía de cerca. —¿Devlin también viene? —el corazón de Jodie le golpeó con fuerza contra las costillas.

Un incómodo silencio se instaló en la habitación.

—Se ha portado fabulosamente, ¿verdad? —habló alegremente Lisa—. ¿Cuántas veces fue a visitarte al hospital? —Dímelo tú —bromeó Jodie—. Estuve inconsciente la mayor parte del tiempo.

—¿Tienes algún recuerdo de todo ese tiempo? — preguntó Elin dubitativa. Con sus cuarenta años, era la mayor de las Palmer, una mezcla de tirana y madraza—. Los médicos dijeron que podrías conservar algunos recuerdos incluso de la época en que no reaccionabas.

Lisa y ella permanecieron expectantes, casi sin respirar mientras Jodie luchaba contra un fuerte impulso de gritarles que dejaran de una vez de preocuparse por ella.

—Yo no lo llamaría recuerdos… —contestó al fin.

—¿No…? —la animó Lisa.

—Pero no hablemos de eso ahora. Ayudadme a bajar. Voy muy lenta. Mi cerebro da la orden, pero los músculos no responden. Es todo un logro haberme puesto estos vaqueros.

Lisa, de treinta y ocho años, y hermana número dos, abrazó a Jodie con fuerza. De las cuatro chicas Palmer, Jodie y ella eran las más parecidas físicamente. Rubias, atléticas y delgadas. La bronceada y estropeada piel de Lisa evidenciaba una afición por el tenis y la playa. Jodie le devolvió el abrazo y decidió que tendría que darle unos consejos a su hermana sobre cómo cuidarse. La sobreprotección podía funcionar en ambos sentidos.

—Cariño, no te preocupes. Nos alegramos mucho de que estés bien. De que hables. De que camines. De que cada día estés mejor… y en casa.

—Lo sé —Jodie luchó contra unas inoportunas lágrimas—. Yo también me alegro.

Cuando al fin logró llegar a la terraza, Devlin, alto y atlético, con sus cabellos oscuros emitiendo destellos rojizos bajo la luz del sol, estaba de pie sin evidenciar ninguna secuela del accidente que ambos habían sufrido nueve meses atrás.

—¡Pero bueno, mírate! —sonrió abiertamente, ocultando sus bellos ojos azules tras unas gafas de sol.

—Sí —contestó ella—. Tengo la gracia de una bailarina de ballet.

Su compañero de baile en esos momentos era un andador del cual esperaba librarse pronto con esfuerzo y mucho trabajo, tal y como le habían asegurado los médicos y terapeutas.

—No seas pesimista —insistió Dev—. Incluso hace una semana estabas mucho peor.

—Lo sé. Y no estoy siendo pesimista, créeme.

Se sentía tremendamente consciente de su presencia, del alto y fornido cuerpo. Habían pasado algo más de nueve meses desde que habían hecho apasionadamente el amor, pero para ella solo había pasado un día. Recordaba perfectamente cómo encajaban sus cuerpos, el cálido y fresco olor masculino. Recordaba las palabras que le había susurrado en la oscuridad, cargadas de ardiente sensualidad. ¿Pensaría él alguna vez en ello?

Lisa le ayudó a sentarse y retiró el andador. La terraza estaba en semisombra y corría una agradable brisa. Un día perfecto. Dev acercó un sillón y se sentó a su lado reclinándose contra el respaldo. Sin embargo, ella tuvo la sensación de que no se sentía tan despreocupado como pretendía parecer.

¿Estaban saliendo juntos?

¿Sería correcto preguntar?

«Eh… disculpa, Dev, he estado casi ocho meses en coma. ¿Podrías ponerme al día sobre nuestra relación?».

De repente recordó el comentario de Lisa aludiendo a que no estaba preparada aún.

¿No estaba preparada para saber que Dev estaba con otra?

Un frío agujero se abrió en su estómago. Un agujero que no debería estar allí puesto que él había sido completamente franco nueve meses atrás.

—No tengo nada que ofrecerte, Jodie —le había dicho—. Solo estaré aquí hasta que papá pueda volver al trabajo. Mi carrera está en Nueva York y no me deja tiempo para un compromiso. Un compromiso que tampoco busco. Me gustas, pero, si lo que te interesa es una relación duradera, no soy el hombre indicado.

¿Qué podía responder una mujer ante eso? Dev había sido bienintencionado. No era la clase de hombre que prometía lo que no podía cumplir, o que engañaba a una chica con dulces mentiras para que se acostara con él. Decía las cosas tal y como las sentía.

Nueve meses atrás solo habían hablado de una breve aventura, de despedirse con una amplia sonrisa y sin rencores. Sin embargo, en esos momentos estaba sentado a su lado, escudriñando su rostro, examinándola como si le preocupara que no pudiera con ello.

Y en cierto modo no podía.

Todo iba demasiado deprisa. Dev se levantó para saludar al marido de Lisa. Los padres de Jodie salieron de la cocina, su padre completamente armado y ataviado para preparar una barbacoa, incluyendo el delantal de plástico. Alguien llamó al timbre de la puerta.

Era la hermana número tres, Maddy, y su marido, que aparecieron cargando con dos enormes bolsas de pañales, un parquecito portátil y un bebé en un cochecito.

Una preciosa y diminuta niña de unas pocas semanas. Jodie ni siquiera había sabido que su hermana estaba embarazada, enterándose de la existencia de Lucy tras el nacimiento, en otro episodio más de «aún no está preparada», y todavía no conocía a su sobrina, pues Maddy y John vivían en Cincinnati a dos horas en coche de Leighville, lugar de residencia de los Palmer en Ohio.

—¡Está dormidita! —exclamó la abuela—. ¡Qué bonita es! Cómo ha crecido en dos semanas.

—¿Podemos instalarla en algún lugar tranquilo? —preguntó Maddy, aunque demasiado tarde pues el bebé empezó a desperezarse, estirando el cuerpecito en el reducido espacio del cochecito y soltando un impresionante chillido.

—Tiene hambre —explicó Maddy—. ¿Dónde puedo ponerme?

—Aquí no —intervino el abuelo. Era un hombre tradicional y en su mundo, amamantar y cambiar pañales no podía ocupar el mismo espacio que una barbacoa.

—Ni os imagináis lo que nos ha costado llegar con tantos trastos que hay que traer. John, ¿podrías colocarme unos almohadones en…? ¿Dónde me pongo?

—En mi habitación —intervino rápidamente Jodie—. Hay un montón de almohadones y flores frescas. Y una mecedora.

—Me parece que primero tendré que cambiarla… —miró a su alrededor, pero John ya había desaparecido. Sujetando a Lucy con las piernas colgando, buscó la bolsa de los pañales mientras la pequeña berreaba con gesto contrariado—. Está sucia. ¡Esto todavía se me da fatal! ¿Dónde está el monitor? Lo vamos a necesitar si se duerme. Aunque no tengo ni idea de si querrá dormirse. Cuando llora así… Todo el mundo dice que es más difícil ser madre primeriza a los treinta y seis.

—Tranquila, dámela —fue Dev quien dio un paso al frente para tomar al bebé en sus brazos, acunándola contra el hombro—. Shh, calla, no pasa nada.

Jodie sintió un extraño e involuntario cosquilleo en el pecho, y también un familiar anhelo en el corazón. ¿Cómo podía tener ese aspecto tranquilo y confiado con un diminuto bebé en brazos? ¿Por qué seguía en Ohio y no estaba ya en Nueva York?

De repente, una imagen resurgió en su mente. Era la primera noche que habían hecho el amor. Se habían acostado en la primera cita. Una buena chica nunca debería hacer algo así, pero claro, no había sido realmente una primera cita. Conocía a Dev desde los dieciséis años y había sucumbido a una eternidad de sentimientos escondidos, sucumbido a las masculinas manos que tan bien rodeaban su cuerpo, a la familiar voz en sus oídos.

—¡Gracias, Dev! —exclamó Maddy mientras revolvía en el bolso, sin parecer sorprenderse de que Devlin hubiera tomado el control.

Pero Jodie sí lo estaba. No tanto por el control sino por aquello que estaba controlando. En las altas finanzas, la construcción, el deporte o la política, Devlin Browne podía tomar el control en un abrir y cerrar de ojos. Pero ¿con un bebé?

¿Qué sabía él de bebés?

«Ni siquiera quiere tener hijos».

La idea surgió de la nada, de los recuerdos anteriores al accidente.

—¿He sufrido amnesia? —había preguntado un día.

—No como en las películas —habían contestado los médicos—. Pero, lógicamente, hay algunas lagunas. Muchas de ellas volverán a llenarse con el tiempo. Otras jamás.

—¿Lagunas como las del accidente?

—Sí. Es probable que nunca lo recuerdes.

Sin embargo sí recordaba que Dev no quería tener hijos. ¿Cómo podía recordar algo así? Sin dejar de observar al hombre con el bebé en

brazos, rebuscó en su mente. Iba vestido con unos vaqueros y un polo gris que marcaba un cuerpo esculpido a base de correr y practicar deportes al aire libre. Tenía una musculatura impresionante y los dedos de Jodie la recordaron, a pesar de que intentaba recordar otra cosa, aquello de no querer niños.

Si no quería tener hijos, ¿cómo podía enfocar toda esa fuerza masculina hacia las tiernas caricias y susurros necesarios para tranquilizar a un bebé?

—Cuidado, tiene la espalda mojada —observó mientras le devolvía la niña a Maddy.

Había sido mientras cenaban, recordó. Habían salido juntos, y se habían acostado, en tres ocasiones tras el regreso temporal de Dev a Leighville.

Para ella había sido muy profundo desde el principio. Se había enamoriscado de él a los dieciséis años, cuando había salido brevemente con una amiga suya poco antes de marcharse a estudiar a Chicago. Y el sentimiento, al parecer, no había desaparecido.

No recordaba cómo había surgido la conversación sobre los niños durante aquella cena. Quizás por algo relacionado con su ritmo de vida. Vivía en Nueva York, pero su trabajo como abogado internacional lo llevaban por todo el mundo. Tres meses en Londres. Un verano en Praga. El otoño pasado había regresado al hogar familiar para hacerse cargo del bufete de su padre, Mac Browne, que debía ser intervenido del corazón.

Quizás le había preguntado durante la cena si tenía planes de sentar la cabeza. Y él seguramente había contestado que no antes de soltar aquello de que no tenía nada que ofrecerle. Y luego, sin lugar a dudas, había afirmado que no quería tener hijos.

Lo cual estaba bien, había reflexionado ella, pues solo estaría en la ciudad un par de meses y ella solo se había embarcado en esa aventura para poder poner fin a trece años de capricho adolescente antes de dedicarle una sonrisa y despedirle sin rencores… o no.

«Si me acuesto con él, me romperá el corazón cuando se marche. Y, si no me acuesto con él, me romperá el corazón cuando se marche…».

Sin embargo aquello había sucedido en octubre del año anterior y aún seguía allí. El accidente podría explicarlo en parte. El ocho de octubre, se dirigían de regreso a su casa tras la cita número cuatro, un paseo por la montaña seguido de una cena, cuando un conductor que circulaba en sentido contrario había perdido el control en una curva. Devlin se había roto la pierna por tres sitios y llevaría para siempre unas placas metálicas, pero ni siquiera cojeaba, por lo que podría irse sin problemas a Nueva York, o a Ginebra.

Y sin embargo estaba en la terraza de verano de sus padres, bromeando con su padre, riéndose a carcajadas y bebiendo cerveza de una lata. Recordándole que el capricho adolescente no se le había curado el otoño anterior, ni con los ocho meses de coma y rehabilitación.

En varias ocasiones había acudido al hospital a visitarla, tras despertarse, y la había visto en su momento más vulnerable, deshecha en lágrimas y luchando por intentar moverse y hablar, luchando contra su poco cooperador cuerpo. En todo momento le había ofrecido su consuelo, mostrándose cauteloso al mismo tiempo, sin hablar de nada personal. Y en esos momentos seguía hecha un lío, sin saber qué podría significar aquello.

—¿Está aquí fuera? ¿Cómo está? —hasta la terraza llegó la voz de la tía Stephanie.

Al parecer todo el mundo había sido invitado a la barbacoa y Jodie empezaba a sentirse cansada y algo agobiada. Le habían dado de alta el día anterior y aún tendría que acudir a sesiones diarias de rehabilitación. De momento solo había pasado una noche en su cama.

—¡Jodie…! —la tía Stephanie se agachó para abrazarla.

El padre de Jodie llenó la parrilla de salchichas, hamburguesas y filetes, y Lisa sacó de la cocina dos cuencos de ensalada. El marido de Lisa, Chris, encontró un balón de fútbol y empezó a jugar con los críos.

Al rato apareció Maddy con Lucy en brazos, completamente despierta y satisfecha.

—¿Me la dejas? —preguntó impulsivamente Jodie—. Si colocas un almohadón bajo mi brazo, no tendré que utilizar ningún músculo.

Sentía una extraña oleada de emoción, nada parecido a lo que había sentido con sus otros sobrinos. —¿Te gustaría sujetarla, querida? —preguntó su

madre con un extraño tono de voz.

—¿No es eso lo que acabo de decir?

—Rápido, que alguien traiga un cojín del sofá — ordenó la mujer como si el bebé fuera una granada de mano a punto de estallar si Jodie no la apoyaba sobre un cojín.

—¿John? —inquirió Maddy en el mismo tono de voz que su madre. —Ya voy —el cuñado de Jodie corrió en busca del cojín.

«¡Vaya!, seguro que, si pido un deportivo descapotable con asientos de cuero rojo, tendré uno esta misma tarde aparcado en la entrada», pensó ella. «Tendré que considerarlo…».

—Sujétale la cabecita —Maddy colocó el cojín entre el brazo del sillón y el de su hermana—. Si no estás segura, Jodie…

—Venga ya, Maddy, como si fuera la primera vez que sujeto un bebé en mis brazos. —Sí, pero este es mi bebé —bromeó Maddy con voz temblorosa. O sea, que se trataba de una de esas cosas de madre primeriza.

Sin embargo en el aire se respiraba una extraña atmósfera. Todos, mamá, Lisa, Dev, especialmente Dev, la miraban atentamente.

El accidente. El coma. Ese era el motivo.

¿Cuándo terminaría todo aquello?

—¿No estáis exagerando un poco? —murmuró su padre desde la barbacoa, aunque nadie le prestó atención.

Jodie aspiró el dulce olor a leche que desprendía el bebé entre sus brazos, el olor de su cabecita cubierta de sedosos cabellos oscuros, y el toque de lavanda del vestidito de algodón. Era dulce y adorable, y no le importó que todo el mundo las mirara. Era una de las cosas más perfectas del mundo: una persona acunando a un bebé recién nacido.

—Qué cosa tan preciosa y dulce —murmuró—. Gracias por no echarte a llorar con tu tía.

Se inclinó y besó delicadamente la cabecita mientras, al borde de las lágrimas, aspiraba de nuevo su aroma. Al erguirse le llegó también el aroma a cebolla frita. En ocasiones su cerebro reaccionaba así. Como si todos sus sentidos hubieran renacido.

Y de repente llegó al punto de saturación. —¿Puedes llevártela, Maddy? Mis brazos empiezan a cansarse. —Lo has hecho muy bien —la elogió su hermana, secundada por los demás. —¿Estás bien? —preguntó Dev inclinándose sobre ella.

—Necesito comer algo.

—¿Eso es todo?

—Bueno, estoy cansada…

El bebé bostezó por ella y Maddy murmuró algo sobre llevarla dentro. —A la habitación de Jodie —insistió su madre—. No al… —No, ya lo sé —contestó Maddy entrando ya en la casa. —Desde luego necesito comer algo —admitió Jodie. —Quédate sentada —ordenó Dev—. Yo te traeré algo… lo hiciste genial con el bebé —añadió.

—Y tú también.

—Sí, bueno —él respiró hondo—. ¿Un perrito caliente con todo?

—¡Sí, por favor!

Jodie pudo con el perrito caliente cubierto de tomate y cebolla. Pudo con las diversas preguntas de su familia y con los comentarios de Dev sobre el partido de fútbol que jugaban los niños. Pudo incluso con otra media hora más sentada allí. Y de repente ya no pudo más. No pudo seguir fingiendo, por muy invitada de honor que fuera.

—Necesitas descansar —observó Dev—. Ahora mismo.

—¡Pero, Devlin! —mamá no pareció pillarlo—. Es su fiesta y apenas hemos empezado.

—Mírala.

—Estoy bien —intentó decir Jodie, aunque surgió de sus labios como un graznido.

—Tienes razón, Devlin —se rindió al fin su madre—. Te llevaremos arriba.

—Pero Lucy está durmiendo en su cama —protestó Maddy.

—Con el sofá me bastará —contestó Jodie.

—Ven aquí —ordenó Dev. La ayudó a levantarse y la sujetó sin pasarle el andador—. No te preocupes, te tengo.

Jodie se apoyó en él. Para sus recién nacidos sentidos, olía a pino, cereal y carne a la parrilla. Era mucho mejor que el andador, mucho más sólido y cálido. Y su corazón quiso permanecer junto a él durante horas, aunque su cuerpo se negó a colaborar.

Llegaron junto al sofá y él le ahuecó los cojines y la tapó con la colcha de ganchillo que su madre aún no había terminado.

—Descansa.

—Lo haré.

—Te dejo el andador a mano, por si necesitas levantarte.

—Gracias, Dev —las palabras fueron pronunciadas con los ojos cerrados por lo que no estuvo segura de si él la había tocado, aunque sí le pareció sentir una caricia. Y no quiso abrir los ojos para descubrir que se había equivocado, o marchado.

Debía haberse marchado, pues en la habitación flotaba una gran sensación de quietud. Desde la cocina surgían las voces de sus hermanas que preparaban el café y el postre. —No creo que estuviera preparada para ver a tanta gente junta —murmuró Elin.

—No era más que su familia —protestó Lisa.

—Pero es una familia muy grande —señaló Maddy. —Mamá quería celebrar su vuelta a casa —de nuevo Lisa. —Deberíamos haber esperado una o dos semanas —apuntó Elin.

—Pero, para entonces… —empezó Maddy.

—Lo sé, lo sé —suspiró Elin.

Jodie se aisló de la conversación, del mismo modo en que había aprendido a aislarse del ruido y las interrupciones del hospital, y se durmió. Cuando despertó, sus hermanas seguían en la cocina. No, rectificó, estaban de nuevo en la cocina.

Estaban fregando y, por la manera de hablar, la mayoría de las personas debía de haberse marchado ya, incluyendo a Maddy, Lucy y John. Debía de haber dormido un par de horas. ¿Seguiría Dev allí? Oía claramente a su padre y a los chicos de Elin y Chris, pero no a Dev.

Se sentía descansada aunque rígida. El andador estaba al alcance de la mano, tal y como le había prometido Dev. Consiguió sentarse primero y ponerse de pie después, comparando automáticamente su fuerza con la del día anterior y con la de la semana anterior.

«Estoy mucho mejor».

Sus terapeutas le habían asegurado que mejoraría con el ejercicio y ese día aún no había hecho nada salvo unos pocos movimientos de manos y brazos por

la mañana.

Había llegado la hora de dar un paseo.

Llamó a sus hermanas y les informó de sus intenciones.

—¿Estás segura? —Elin asomó la cabeza por la cocina.

—Sí. Solo daré una vuelta a la manzana.

—¿Quieres que te acompañemos?

—¡No! —exclamó ella con más rudeza de la intencionada.

La sobreprotección de su familia le volvía loca. Lo había hecho durante años.

¿Cómo no iba a estar preparada para dar un paseo por su calle a las tres y media de la tarde un Cuatro de Julio?

—Ahora soy más pequeña que vosotras, pero tened cuidado porque me estoy haciendo más grande — les había dicho a sus hermanas siendo una niña. Y, de algún modo, veintitantos años después, seguía insistiendo en ello. Sin embargo, y debido a una grave enfermedad padecida a los cinco años, nunca se había puesto a la altura física de sus hermanas y seguía siendo, con su metro sesenta, la más pequeña. No obstante, no necesitaba tanta protección. ¿Por qué no lo comprendían?

A veces tenía la sensación de que su padre sí lo veía, pero casi nunca intervenía.

—Déjala que aprenda a montar a caballo, Barbara, por el amor de Dios —recordaba haberle oído decir cuando tenía siete años—. La hará más fuerte —y diez años más tarde—. Si quiere trabajar con caballos, debería hacerlo. Debería seguir su instinto.

—No, gracias —le insistió a Elin con más amabilidad—. Si no he regresado en cuarenta y cinco minutos, podéis enviar una patrulla de rescate. Además, llevo el móvil.

—¿Estás segura? —Estoy segura, Elin. Limítate a ayudarme a bajar las escaleras de la entrada. Era estupendo estar a solas, fuera del hospital sin que nadie la vigilara. —¡Sí! Puedes hacerlo —se animó a sí misma a cada paso.

«¡Podría caminar durante kilómetros!».

Bueno, ahí quizás había exagerado un poco.

Aunque sí podría dar la vuelta a la manzana, apoyada en el andador. Le llevaría su tiempo, pues aún necesitaba mucha concentración para cada paso y además hacía mucho calor, pero ella no se rendía fácilmente. Si se cansaba, siempre podría apoyarse contra alguna valla o sentarse en algún banco.

Podía caminar hasta la casa de Dev, mejor dicho, la de sus padres. Recordaba haberle oído mencionar que se alojaba con ellos.

No tenía sentido.

¿Por qué vivía Dev con sus padres aunque fuera temporalmente? Jodie vivía con los suyos por culpa del accidente, pero eso era distinto. ¿Por qué seguía en Leighville?

Tenía algo que ver con ella, con el accidente. De eso estaba segura y si, su familia había conseguido meterlo en el círculo vicioso de «hay que proteger a Jodie que aún no puede respirar por sí misma», tenía que pararlo.

Desde luego iba a hacerle una visita a Dev. Iban a tener una pequeña charla.

Capítulo 2

SHH —susurró Dev acunando al bebé delicadamente contra su hombro. No sirvió de nada. Había tenido más éxito con Lucy que con su propia hija. La había oído berrear desde el camino que conducía a la casa y había sido recibido por una atribulada niñera, más que dispuesta a marcharse.

—Lo siento, señor Browne, pero no quiere calmarse.

Había tomado al bebé en brazos, pagado a la niñera e intentado todo lo que se le había ocurrido durante la última hora, pero DJ no paraba de llorar. Por su experiencia de más de dos meses sabía que al final se calmaría, que no era más que un cólico, pero no era divertido oírle llorar con tanta desesperación.

Tres semanas atrás había enviado con un suspiro de alivio a sus padres al apartamento que tenían en Florida. Los Browne y los Palmer habían adoptado una actitud excesivamente protectora hacia todos los implicados en el accidente de Jodie. Y a menudo sospechaba que los Palmer le quitarían a DJ si pudieran. Quizás debería cederles la custodia y regresar a Nueva York.

Sin embargo su corazón se rebelaba ante la idea, como se rebelaba contra la excesiva solicitud de los Palmer. La madre de Jodie y las dos hermanas que vivían en Leighville insistían con demasiado entusiasmo en que necesitaba ayuda con el bebé. Y sus propios padres mostraban ciertas sospechas de que Jodie le había atrapado deliberadamente, algo ridículo puesto que ella ni siquiera lo sabía.

En esos momentos no le habría venido mal un poco de ayuda, pero, dada la situación, era del todo inviable. El bebé debía permanecer a salvo y lejos de la casa de los Palmer.

Al menos hasta el martes, cuando Jodie acudiría a la cita con sus médicos y terapeutas.

Faltaban dos días.