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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Lois Faye Dyer. Todos los derechos reservados.

EL SECRETO DE UNA MUJER, N.º 1558 - Diciembre 2012

Título original: Cattleman’s Heart

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1258-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Está claro que ya no estoy en California.

Rebecca Parrish Wallingford se volvió despacio mientras contemplaba con interés el patio del rancho. Apoyada contra la puerta del coche de alquiler, estudió los edificios situados en semicírculo alrededor del patio polvoriento. El clima y el paso del tiempo habían estropeado la pintura de la casa principal de dos plantas de modo que tenía un color gris oscuro uniforme. Un arce alto y leñoso daba sombra a la parte izquierda de la casa; sus ramas cargadas de hojas acariciaban la madera gris, las ventanas de guillotina del segundo piso y el tejado del amplio porche que había en la fachada principal de la casa. Otro arce, colocado ligeramente más hacia detrás, cobijaba el lado opuesto de la casa.

El edificio estaba en silencio, adormecido bajo el caliente sol de junio. Si había gente dentro, Rebecca no veía ni oía a nadie.

Paseó la mirada por el grupo de edificaciones que había hacia la izquierda. A la puerta de un largo cobertizo más allá del corral había tres camionetas cubiertas de polvo. En ese momento, unos martillazos y el zumbido estridente de una sierra mecánica rompieron el silencio de la tarde.

Un hombre salió del interior oscuro del cobertizo y se dirigió hacia donde estaban las camionetas.

Entonces miró hacia la casa, y al ver a Rebecca, se apartó de la camioneta que estaba cargada de leña y se dirigió hacia ella.

No llevaba camisa. A la altura de las caderas le colgaba un cinturón de carpintero lleno de herramientas, cuyo peso dejaba la cinturilla de los gastados pantalones vaqueros por debajo del ombligo. Un sombrero de paja le cubría la cabeza, y en las manos llevaba guantes de cuero. Rebecca se quedó mirándolo, embobada con el paso pausado de aquel par de piernas largas, el brillo caliente del sol sobre sus hombros bronceados de aspecto suave y el movimiento ágil y flexible de su cuerpo al caminar.

—Buenas tardes, señorita —se detuvo a unos metros de ella—. ¿En qué puedo ayudarla? ¿Se ha perdido?

Tenía la voz profunda y pausada. Rebecca sintió el impacto de su mirada cuando se miraron; como si en lugar de mirarla él la hubiera tocado.

El escalofrío que le bajó por la espalda llegó acompañado de una sensación de calor que la recorrió de arriba abajo. El traje de lino negro y la camisa blanca que había escogido para viajar cómodamente con el calor que hacía se le antojaron de pronto demasiado calurosos. Sorprendida por su reacción, retrocedió mentalmente y buscó con desesperación algo que la ayudara a distraer sus pensamientos.

El sudor humedecía los ángulos de su rostro, le rizaba las puntas del cabello más largo que tenía en la base del cuello y por encima de las orejas. Unas cejas pobladas del mismo tono castaño del cabello se arqueaban sobre unos ojos de un tono dorado oscuro; unos pómulos angulosos eran el complemento perfecto de una nariz algo afilada y ligeramente torcida. Rebecca se preguntó brevemente si se la habría roto alguna vez. Su rostro no poseía una belleza clásica, pero era en esencia muy masculino, y Rebecca se sintió amenazada por la fuerza de esas facciones. Como era bastante alta, raramente se sentía intimidada por un hombre, pero sin saber por qué con aquél se sintió de pronto más consciente de su estructura más menuda y característicamente femenina.

Aquella reacción suya la alarmó de inmediato. Y el modo de mirarla de esos ojos dorados medio entrecerrados de mirada ardiente sólo consiguió alarmarla todavía más.

En ocasiones, otros hombres la habían mirado, y ella había adivinado que la deseaban. Pero jamás había sentido ni la más mínima reacción física; no le había latido el corazón con más fuerza, ni se había sonrojado. Y que ese hombre pudiera provocar tal reacción en ella le resultaba de lo más irritante.

—Espero no haberme perdido. Estoy buscando a Jackson Rand, el dueño del Rancho Rand.

Su mirada se afinó mientras fruncía el ceño levemente.

—Yo soy Jackson Rand.

Oh, no. Rebecca se puso tensa. Parecía que ese día las cosas iban de mal en peor.

—Es un placer conocerlo, señor Rand —avanzó un paso de mala gana y le dio la mano; la de él, grande y callosa, se la estrechó con fuerza antes de soltarla—. Soy Rebecca Wallingford, de Inversiones Bay Area; creo que me estaba esperando.

Si Rebecca se había puesto tensa momentos antes, al oírlo decir eso Jackson Rand se puso rígido. Entrecerró los ojos e inspeccionó a Rebecca de pies a cabeza con rapidez e intensidad.

—No, espero a un hombre llamado Walter Andersen —dijo él con convencimiento.

—Walter sufrió un leve infarto ayer, y me han asignado a mí para que ocupe su lugar. Confío no haber llegado en un momento inoportuno.

Él la miró un buen rato con expresión indescifrable, sin decir ni una palabra.

—No —dijo por fin—. El momento no es inoportuno, pero no esperaba a una mujer —hizo un gesto hacia el cobertizo y los establos—. Estamos renovando los edificios anejos, pero en la casa aún no se ha tocado nada, y aquí no hay sitio para una mujer.

—Estoy segura de que el alojamiento que haya preparado para el señor Andersen será perfecto para mí, señor Rand. Mientras tenga una cama, un sitio donde ducharme, pueda prepararme un té y tenga un enchufe para mi ordenador portátil, estaré cómoda.

—Lo dudo, señorita. La casa tiene cuatro dormitorios y, de momento, tres de ellos los ocupamos mis hombres y yo. Será la única mujer en una casa llena de hombres.

Rebecca dominó sus facciones para no reflejar su decepción instantánea. Le habían contado que el dueño del rancho Rand le daría alojamiento, pero compartir la casa con un grupo de hombres no era una posibilidad que se le hubiera ocurrido. Rápidamente, trató de pensar en una solución.

—¿Le había asignado un dormitorio al señor Andersen, o iba a compartirlo con otros hombres?

—Le había asignado un dormitorio para él solo —dijo Jackson al pronto.

—Entonces me temo que no veo dónde está el problema, señor Rand.

—¿Ah, no? Pues deje que se lo diga. Meter a una mujer en una casa con cuatro hombres durante varios meses es buscar líos. Muchísimos líos. Y tengo demasiado trabajo como para ocuparme de esa clase de cosas.

Rebecca trató de ignorar la rabia repentina que su comentario cortante provocó en ella.

—Soy una profesional, señor Rand. A menudo tengo que trabajar con hombres. Jamás he tenido ningún problema, y no cuento con tenerlo aquí tampoco.

—Cuente con ello —frunció el ceño aún más—. Hank es demasiado viejo para perseguirla, pero no le gustan las mujeres y no va a querer tenerla aquí. Mick y Gib probablemente intentarán ligársela, y se pelearán para ver quién sale vencedor.

—Estoy prometida, señor Rand —dijo Rebecca tranquilamente, preguntándose dónde se estaría metiendo.

En realidad, pensaba, si la situación se ponía muy fea siempre podría ir a Colson y meterse en una habitación. Pero Colson estaba a casi cuarenta kilómetros, razón por la cual Jackson Rand había accedido a dar alojamiento a Walter Andersen.

—Y por ello mismo no estoy al alcance de nadie —continuó Rebecca—. Pero si sus empleados no respetan mi posición, entonces ya me enfrentaré al problema cuando se me presente.

Su expresión no varió, pero a Rebecca no se le pasó por alto la exasperación en los ojos de Jackson Rand.

—Lo dudo, pero le pondré un cerrojo en su puerta.

Rebecca recibió su frustración apenas disimulada con mirada serena y expresión interrogativa.

—Se lo agradezco. Ahora, señor Rand, si me hace el favor de enseñarme dónde me voy a hospedar... Llevo en la carretera desde las cinco de la mañana y estoy muy cansada.

Por un instante, Jackson no se movió, sino que continuó mirándola con expresión indescifrable. Entonces pareció tomar una decisión, se caló un poco más el sombrero y asintió en dirección a su coche.

—¿Tiene el equipaje en el maletero?

—Sí.

Él le tendió la mano. Rebecca le pasó las llaves del coche, y él pasó delante de ella hacia el maletero de su vehículo.

Rebecca se agachó y sacó del asiento del pasajero el portátil y su bolso. Con las bolsas de cuero en la mano, cerró la puerta del coche y se dio la vuelta. Al hacerlo, estuvo a punto de chocarse con Jackson.

Sobresaltada, retrocedió rápidamente y se pegó contra la puerta del coche, que estaba caliente.

Jackson no dijo nada, sino que asintió con la cabeza en dirección a la casa y echó a andar con una maleta en cada mano y otra debajo del brazo.

—Las damas primero.

Una valla encerraba el pasto de césped bien cuidado que rodeaba la casa y se abría a un camino de piedra que moría en las escaleras del porche.

La aldabilla de metal estaba nueva y reluciente, y se abrió con facilidad a la primera. Al acceder al camino de piedra Rebecca vaciló un instante, pensando en cerrar la puerta cuando Jackson pasara; pero en ese momento Jackson le dio una patada con el pie, y la vieja valla se cerró silenciosamente gracias a unas bisagras nuevas y bien engrasadas.

Rebecca se adelantó por el camino para dejarlo pasar. Acostumbrada a las casas modernas de su San Francisco natal, a Rebecca la fascinó la vieja casa. Cuando se acercó a las escaleras del porche vio que los tablones de uno de los tres escalones eran nuevos, y que había sido colocado recientemente. Los tablones más viejos del porche crujieron débilmente bajo sus pies, seguidos de cerca por las botas de Jackson. Entonces él se adelantó y le abrió la puerta mosquitera.

El vestíbulo era un espacio cuadrado de suelo de madera gastado con una escalera que daba a los dormitorios a la derecha, un vano que daba al salón a la izquierda, y de frente un pasillo que llevaba a la parte trasera de aquella primera planta.

Lo que vio en ese momento le recordó a la casa que una amiga estaba restaurando en uno de los barrios periféricos de San Francisco.

—Los dormitorios están arriba.

La voz pausada y profunda de Jackson asustó a Rebecca, que se dio la vuelta y subió detrás de él, deslizando la mano por la barandilla de madera, pulida y satinada del uso.

Había cinco puertas en el pasillo empapelado con un dibujo de rosas grandes como coles sobre un fondo rosa muy pálido.

Jackson avanzó delante de ella.

—Éste es el cuarto de baño. Sólo hay uno... —añadió, apenas deteniéndose al pasar por delante.

Rebecca se quedó con una breve y rápida impresión de unos azulejos blancos y negros, de un lavabo con pie y de una enorme bañera con patas al tiempo que aspiraba la embriagadora mezcla masculina a loción para después del afeitado y a jabón.

—Puede utilizar este dormitorio —le dijo momentos antes de desaparecer por una puerta que estaba al final del pasillo.

Rebecca se detuvo a la puerta y rápidamente paseó la mirada por el dormitorio. Jackson depositó las maletas al pie de una cama muy sencilla de hierro forjado. Junto a la cama había una mesilla de madera de roble, desnuda salvo por una lámpara pequeña. Una cómoda también de roble ocupaba la pared frente a la cama, y en el ropero de madera, que tenía las puertas abiertas, se veían unas perchas de metal colgadas de la barra también de madera. Bajo la ventana había una mesa pequeña con una silla de aspecto macizo al lado.

Las paredes estaban desnudas, y no había cortinas delante de la ventana de guillotina. En aquel dormitorio, que parecía escrupulosamente limpio, sólo había lo esencial.

—No es nada elegante.

Rebecca se volvió a mirar a Jackson, que la observaba desde la puerta con los brazos cruzados.

—Está bien —le aseguró, sonriendo levemente al ver su mirada de incredulidad—. Créame, he estado en sitios mucho peores que éste. De verdad, es perfecto.

—Si usted lo dice.

No parecía muy convencido, pero se encogió de hombros y empezó a darse la vuelta hacia el pasillo. Entonces hizo una pausa y se volvió a mirarla.

—Póngase cómoda. Estaré trabajando en los establos hasta más o menos las seis, pero esta noche podemos echarle un vistazo a la contabilidad.

—Buena idea —concedió Rebecca.

Él asintió con brusquedad, se dio media vuelta y se marchó. Rebecca se quedó inmóvil, escuchando el ruido de sus pasos en el suelo de roble mientras bajaba las escaleras y cruzaba el pasillo; al momento, oyó el chirrido de la puerta mosquitera seguido de un leve portazo.

—Bueno.

Se tiró en la cama, se quitó los zapatos ayudándose de los pies y se quedó un momento mirando la pared desnuda.

No estaba segura de lo que había esperado del dueño del rancho, pero desde luego no había anticipado que se encontraría con un hombre como Jackson Rand.

Había trabajado para la empresa de su madre durante los últimos cuatro años, desde que se había licenciado en la universidad. A menudo le habían sido asignados trabajos para realizar en las propias empresas, y había tenido que viajar a la zona y permanecer varias semanas en el sitio. Pero aquello era distinto. Cuando su madre, Kathleen, la presidenta de Inversiones Bay Area, le había pedido que sustituyera a su compañero que se había puesto mal de repente, ella había aceptado de buen grado. No le hacía mucha gracia que la misión precisara de una estancia de dos meses, tal vez más, en un rancho en el este de Montana, y la confundía la decisión de su madre de prestarle cientos de miles de dólares a un ranchero así como así. Las inversiones habituales de Kathleen eran en negocios de un alto nivel, siendo su especialidad las empresas inmobiliarias de la zona de San Francisco. Cuando le había preguntado a su madre, la respuesta de Kathleen de que aquélla era una inversión sabia para la cual se había realizado una investigación exhaustiva había conseguido que Rebecca dudara por primera vez de que su madre hubiera tomando la decisión correcta.

Aunque más importante aún que la confusión que le había causado la decisión de su madre era la reacción que había tenido ante el ranchero.

Rebecca reconocía las señales de la atracción física: aquel calor que parecía correrle por las venas cuando estaba cerca, los latidos acelerados de su corazón. Había sentido lo mismo cuando a los diecisiete años había estado enamorada. El enamoramiento había terminado mal, y la experiencia había reforzado las amargas lecciones que su padrastro le había martilleado durante muchos años. Harold Wallingford jamás le había dejado olvidarse de que era hija ilegítima, tan sólo el producto de una relación apasionada que su madre había mantenido antes de casarse con él. Los comentarios demasiado frecuentes de Harold y su desafortunada experiencia a los diecisiete le habían enseñado a Rebecca una lección valiosa: que el sentido común saltaba por la ventana cuando las hormonas se revolucionaban. Desde entonces había evitado cualquier apasionamiento de ese tipo, y hasta entonces había tenido mucha suerte. Incluso había elegido a Steven, su prometido, basándose en intereses y objetivos comunes. Entre ellos no ardía la pasión. Rebecca se dijo para sus adentros que se alegraba de que sus besos tan sólo generaran un leve placer que no los llevaba a ninguno de los dos a perder el control.

Se miró la mano y deslizó la punta de un dedo sobre el solitario de diamante. No había razón para pensar que su estatus de mujer prometida en matrimonio no pusiera a los hombres del rancho en su sitio. Sobre todo a Jackson Rand. Porque estaba empeñada en controlar cualquier impulso de parte de sus revolucionadas hormonas. «Disciplina y compromiso», se dijo para sus adentros.

Una vez decidido eso, Rebecca se puso de pie y se quitó la americana del traje de lino negro. Se bajó la cremallera de la falda recta a juego y fue al armario descalza. Las perchas no eran las mejores para el costoso lino, pero Rebecca había aprendido a conformarse con lo que fuera cuando salía de viaje. Se quitó la camisa blanca de manga corta y colocó una de las maletas encima de la cama.

No había colcha, pero la cama estaba hecha con precisión militar. Rebecca se preguntó si acaso Jackson habría estado algún tiempo en las fuerzas armadas. Desde luego había aprendido a ser ordenado en algún sitio. Lo poco que había visto de la casa, aparte de su dormitorio, demostraba que Jackson Rand era un hombre al que le gustaban los espacios limpios y ordenados.

Esperaba que tuviera el mismo cuidado con sus asuntos financieros, ya que eso le facilitaría mucho el trabajo de los próximo meses. Los clientes descuidados con los temas fiscales eran a menudo clientes difíciles, y sospechaba que manejar a Jackson Rand en cualquier aspecto no sería una tarea fácil.

Acostumbrada a viajar ligera de equipaje, Rebecca sacó con rapidez y eficacia su ropa y metió las maletas vacías en la parte de atrás del armario. Después se puso un top de seda verde y se lo entremetió por la cinturilla de una falda de algodón; se calzó unas sandalias de cuero, tomó una caja de té que había encima de la cama y se dirigió a la planta baja de la casa.

Se sentía un poco como una intrusa, pero como la casa de Jackson sería también la suya en los meses siguientes, ignoró su preocupación y bajó al vestíbulo para acceder a la cocina.

El tono discreto del resto de la casa era también evidente en la cocina, aunque allí la amplia ventana que había encima del fregadero y el cristal cuadrado de la puerta de atrás dejaban pasar una gran cantidad de luz natural que le daba a la pieza un aspecto más alegre. Era una cocina con un toque acogedor, tal vez fuera por los armarios de madera de pino o por las lisas superficies blancas. En una esquina había una mesa de madera de arce rodeada de varias sillas; la cocinilla estaba frente a la nevera, cada una en un extremo de sendas hileras de armarios.

La casa no tenía nada que ver con la mansión de Knob Hill donde ella se había criado, ni con el apartamento que había comprado después de terminar los estudios, y donde vivía en el presente. Las elegantes habitaciones del apartamento situado en el piso veinte de un distinguido edificio en Van Ness Avenue, una animada calle del centro de la ciudad, eran como de otro planeta comparadas con las de aquella casa. Pero las diferencias sólo conseguían que la casa del rancho le pareciera más interesante.

—Nada elegante, pero muy funcional —murmuró Rebecca para sí mientras paseaba la mirada lentamente por la cocina; un tetera de cobre abollada descansaba sobre uno de los quemadores del fogón—. Ah —dijo con satisfacción.

Después de llenarla de agua y ponerla a hervir, sacó de un armario una taza que tenía un emblema de la feria estatal de rodeo de Montana. En ninguno de los armarios había porcelana fina, sino una colección de platos, vasos, tazas y cuencos cada uno de su padre y de su madre.

Mientras esperaba a que hirviera el agua, le echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que eran casi las cinco.

Tenía hambre. Se había tragado sin ganas la mitad del pedazo de pollo con arroz seco que le habían dado en el avión para almorzar. Después se había tomado una botella de agua y una chocolatina mientras esperaba a que le dieran el coche de alquiler, pero aparte de los dos cafés que se había tomado durante el trayecto desde Billings hasta Colson y del bollo que se había comido a las seis de la mañana antes de salir para el aeropuerto de San Francisco, eso era todo lo que había comido.

En realidad estaba muerta de hambre.

El silbido del hervidor empezó la sorprendió, y Rebecca sirvió rápidamente el agua en la taza.

—¿Qué demonios está haciendo?

Rebecca pegó un respingo y se volvió hacia la puerta. Tras la puerta mosquitera había un hombre en el lavadero. Abrió la puerta y entró en la cocina, y fue entonces cuando ella pudo verlo bien. No era un hombre alto; en realidad parecía un par de centímetros más bajo que ella, pero tenía las piernas arqueadas y la espalda algo encorvada, de modo que resultaba difícil adivinar lo alto que había sido de joven. Llevaba unos vaqueros polvorientos, una camisa texana descolorida, y unas botas texanas marrones cubiertas de barro. Rebecca supuso que era barro, pero no estaba segura. Una mata de pelo sorprendentemente blanco contrastaba con la tez bronceada; unos ojos de un azul brillante la miraban con suspicacia.

—¿Y bien? —preguntó en tono exigente.

Rebecca se dio cuenta entonces de que había estado mirándolo en silencio y de que no había contestado a su pregunta.

—Me estaba preparando una taza de té —le explicó, pero el hombre no pareció relajarse, sino que continuó mirándola con suspicacia—. Soy la contable de Inversiones Bay Area.

Su mirada de ojos azules se tornó más inquisitiva.

—Pensé que el contable sería un hombre.

—Lo es. Se ha puesto enfermo de pronto, y la empresa me ha enviado a mí a ocupar su lugar.

—Mmm —murmuró el hombre en el mismo tono de sospecha—. ¡Qué ridiculez! Aquí no podemos tener a una mujer.

—Eso dijo el señor Rand —contestó Rebecca en tono seco, preguntándose si todos los hombres del rancho Rand la condenarían en el acto—. Supongo que usted debe de ser Hank.

—Eso es. ¿Cómo lo ha sabido?

—El señor Rand mencionó que a uno de los hombres que había en el rancho no le caían bien las mujeres.

—Eso es. Y ése soy yo. Las mujeres sólo traen problemas.

—Le prometo que haré lo posible para no causarles ningún problema —le aseguró Rebecca con gravedad.

—Ja. Prometa lo que le apetezca, me da lo mismo. Los problemas persiguen a la mujeres, independientemente de lo que puedan decir.

Rebecca vio que aquella conversación no iba a ningún sitio.

—Sólo estaba preparando una taza de té, señor, esto, Hank. ¿Le apetece una?

Él le echó una mirada furibunda.

—No, yo no bebo té. Ésa es bebida de mujeres, aparte de té con hielo y mucha azúcar en verano.

—Oh —Rebecca se mordió el labio para no sonreír.

Hank le recordaba al viejo señor Althorpe, su vecino de al lado en San Francisco. Proclamaba a los cuatro vientos que detestaba a las mujeres, pero le encantaban los brownies que ella le llevaba de la pastelería que había cerca de su casa. Se preguntó brevemente si la pastelería le daría la receta para poder hacerle chantaje con los brownies a Hank.

—Los hombres beben café, whisky o cerveza —proclamó el viejo mientras se lavaba la cara y las manos en una pila del lavadero.

—¿Quiere que le prepare un café, entonces?