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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Jackie Braun Fridline. Todos los derechos reservados.

JOYA DE AMOR, N.º 2496 - Enero 2013

Título original: If the Ring Fits...

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2615-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

–ESTOY divorciada –declaró Rachel Palmer elevando el mentón y forzándose a sonreír.

Vaya, parecía que se había puesto a la defensiva, así que arrugó la nariz, se miró al espejo y lo volvió a intentar.

–Ya no estoy casada –dijo encogiéndose de hombros.

Nada.

–Efectivamente, Mal me la estaba pegando con su secretaria y he sido la última en enterarme –anunció con las manos en las caderas.

Pringada.

¿Y si se lo tatuaba en la frente y terminaba con aquel asunto cuanto antes? Ojalá fuera tan sencillo.

Rachel estaba descubriendo que el divorcio no era el fin del matrimonio. Tampoco era el comienzo, precisamente, claro. Se trataba de una transición. Un cambio emocional, físico y, desde luego, económico de proporciones inmensas. El problema era que no tenía ni idea de dónde iba a terminar todo aquello y necesitaba dilucidarlo cuanto antes. Desde el día anterior por la tarde, su matrimonio había terminado oficialmente. Así lo habían declarado las dos partes implicadas y el estado de Michigan. Rachel Palmer, de soltera Preston, volvía a ser una mujer libre.

Arrugó la nariz de nuevo. Una mujer soltera de casi treinta y tres años a la que ya se le había pasado la edad de tener su primer hijo, tal y como se había encargado de recordarle puntualmente su madre en la cena del día anterior.

La cena había sido idea de Heidi, su hermana menor, a la que se le había ocurrido que había que ir a Maxie, el mismo restaurante en el que Mal le había propuesto matrimonio y en el que lo habían celebrado.

–Así, podrás borrar el pasado. Será como un ritual de renacimiento. Venga, Rachel. No es momento de estar de luto –le había dicho su hermana al salir de los juzgados del condado de Oakland.

A Rachel no le había parecido muy buena idea, pero había accedido. Se arrepintió en cuanto les sirvieron los primeros cócteles de frutas. Mientras su madre se deleitaba con el de piña, su hermana había propuesto un brindis.

–Por el comienzo de un nuevo y emocionante capítulo de tu vida –había dicho.

¿Emocionante? Su hermana no debería haberse llamado Heidi, sino Pollyanna porque siempre era de lo más optimista.

–Heidi... –la había recriminado Rachel levantando su vaso de agua.

–Si estás libre mañana por la noche, tengo a alguien al que le interesa conocerte. Podríamos organizar una cita doble.

–Heidi...

Pero su hermana volvió a interrumpirla.

–No tienes nada que temer, es amable e inofensivo –le había asegurado–. Oh, aburrido, la verdad, pero muy educado. El primero con el que sales después de divorciarte, de todas maneras, no cuenta porque todos sabemos que es por despecho.

–Esta semana no me apetece salir –había dicho Rachel.

Lo cierto era que no le apetecía salir ningún día, ni aquella semana, ni la siguiente ni la otra, pero conocía a su hermana.

–Hace años que no sales, Rachel –le había recriminado Heidi.

–Pero si me he divorciado hoy –había protestado Rachel.

En aquel momento, su madre se había reído de manera poco delicada.

–Eso no fue impedimento para Mal.

Heidi prefirió un enfoque más diplomático.

–Mal y tú llevabais separados legalmente un año. Ni siquiera llevas la alianza de boda... llevas tres meses sin ella...

–En parte, no la llevo para que me dejes en paz porque no parabas de decirme que me la quitara –le había recordado Rachel.

Además, la alianza era símbolo de una promesa que se había roto. A pesar de ello, Rachel no estaba de acuerdo con su hermana y no tenía ninguna necesidad ni intención de volver a concertar citas con hombres. Por supuesto, no era que siguiera enamorada de Mal porque, a pesar de que le dolía el fracaso de su matrimonio, ya no sentía nada por él. Aun así, la idea de volver a salir con otros hombres no la atraía en absoluto.

Rachel se volvió a mirar al espejo. No se parecía a su hermana, que era muy extrovertida y a la que no le costaba nada entablar conversación con un desconocido en el supermercado y salir con él a cenar y a tomar una copa. A Rachel siempre le había costado mucho trabajo relacionarse con los hombres. Le había parecido tarea difícil a los veintidós años y se le antojaba ardua a los treinta y dos.

Se mojó la cara con agua fría con la esperanza de disimular un poco las ojeras. Por desgracia, siguieron allí cuando se secó con la toalla, así que hizo lo que pudo para enmascararlas con maquillaje. A continuación, se aplicó máscara para las pestañas, que constituían uno de sus mejores rasgos, pues eran espesas y largas. Con un poco de suerte, nadie se fijaría en las ojeras si conseguía que se fijaran en sus pestañas. Tras darse un poco de colorete en las mejillas, se recogió el pelo.

Aunque no veía muy clara la noción de nuevo y emocionante capítulo de la que había hablado su hermana, lo cierto era que era un nuevo día y había que ir a trabajar.

Eran poco más de las ocho de la mañana cuando aparcó su coche en el aparcamiento público que había detrás de Expressive Gems, la joyería que tenía en el encantador centro de Rochester. Además de vender piezas de otros diseñadores, hacía cinco años que ella también había comenzado a diseñar. Cuando estaba inspirada, se perdía en el trabajo durante horas. Varias veces había tenido sueños de crecimiento profesional que se le habían antojado poco serios mientras había estado casada con Mal. Lo cierto era que él no la había apoyado ni animado en ningún momento. La verdad era que no le hacía ninguna gracia que su mujer se pasara tantas horas en la tienda, pero ahora todo había cambiado. Un nuevo día, un nuevo capítulo. Mientras se subía el cuello del abrigo y cruzaba el aparcamiento, Rachel decidió volver a pensar en sus oportunidades de expansión.

Entró por la puerta de los empleados, haciendo equilibrios con el bolso y con la taza de café mientras abría la puerta y desactivaba la alarma. Luego, apagó las luces de seguridad interiores y encendió las normales. Al instante, percibió el aroma de las rosas. Siempre tenía un buen ramo en el primer mostrador. A las que tenía entonces todavía le quedaban un par de días para ser sustituidas.

Rachel estaba convencida de que comprar joyas era una cuestión de estado de ánimo y de emociones y, sobre todo, de amor. Entonces, recordó los recibos de una tienda de alta joyería que había al otro lado de la ciudad, que había encontrado en el bolsillo del abrigo de Mal y que había sido lo que la había llevado a descubrir su infidelidad. Por si no era suficiente que la estuviera engañando, había tenido que comprarle joyas a su amiguita y lo había hecho en la tienda de un competidor que, sin duda, había reconocido su nombre.

En aquel momento, llamaron a la puerta. Rachel estaba preparándose un café en la trastienda. Todavía no había colgado el cartelito de abierto. De hecho, todavía le quedaban tres cuartos de hora para abrir, así que estuvo tentada de ignorar la interrupción, pero fue a ver quién era.

Había quedado con un constructor a las diez y pensó que, a lo mejor, llegaba temprano. Bueno, muy temprano. Tenía idea de convertir la tienda en un apartamento porque la casa que había compartido con Mal estaba a la venta. Según el acuerdo que habían firmado, cuando se vendiera, cada uno obtendría la mitad del dinero y Rachel tenía intención de utilizarlo en comprarle a Mal su parte en Expressive Gems. La tienda estaba a su nombre, pero Mal figuraba en el préstamo que había pedido para comprar la mercancía, así que una parte del negocio figuraba como suyo.

El mercado inmobiliario estaba bajo y Rachel no contaba con que su casa se vendiera rápidamente, así que necesitaba un lugar en el que vivir. Cuando había comprado el edificio que albergaba su negocio, había considerado seriamente convertirlo en una casa porque tenía potencial, pero, luego se había casado con Mal y esos planes habían quedado relegados, al igual que sus planes profesionales.

Rachel llegó a la puerta y comprobó que no se trataba del constructor, sino de Tony Salerno. Él también llevaba el cuello del abrigo subido y lucía una maravillosa sonrisa en su rostro bronceado. Rachel le sonrió automática y educadamente. Tony Salerno era uno de los mejores clientes que tenía y, por tanto, una de las pocas personas por las que abriría antes la tienda.

–Señor Salerno, buenos días –lo saludó.

Buongiorno, carina.

A Rachel se le puso la piel de gallina. No pudo evitarlo. Además de ser su mejor cliente, Tony era el más guapo con diferencia. Tenía el pelo negro y los ojos color miel, una boca amplia y sensual que, cuando conversaba con mujeres, se curvaba en una sonrisa de lo más seductora. Por si todo aquello no fuera suficiente, además tenía un acento italiano de lo más sexy. Tony Salerno había llegado a Estados Unidos desde Florencia con su madre a los trece años y jamás le faltaba compañía femenina.

Como se podía permitir ser generoso, a las mujeres con las que salía nunca les faltaban buenas joyas. De ahí, que Rachel lo considerara el mayor benefactor de su tienda. Gracias a la cantidad de piezas que le compraba, podía dedicarse a sus propios diseños. Aun así, nunca se encontraba completamente cómoda con él porque la hacía sentirse ridículamente femenina y poco natural. Y aquel día más que ninguno, porque a Rachel todavía le resonaba la conversación con su hermana.

Mientras lo invitaba a pasar, Rachel se recogió un mechón de pelo que se le había escapado de la coleta y pensó en que hacía muchísimo tiempo que no salía.

–Qué sorpresa –lo saludó.

–Espero que sea una sorpresa agradable –contestó el recién llegado–. ¿Cuántas veces te voy a tener que decir que me llames Tony?

Lo cierto era que se lo había dicho ya diez o doce veces, pero Rachel prefería mantener la distancia profesional porque a aquel hombre le resultaba tan fácil flirtear como respirar. Rachel tenía cuatro empleadas y todas estaban locas por él. Ella, no. Las mujeres casadas no se volvían locas por un cliente. Rachel arrugó el ceño. Ya no estaba casada. Aquello quería decir que podía parecerle guapo aquel hombre y flirtear con él... si quería.

–Estás arrugando el ceño –comentó Tony.

–Es porque estaba intentando recordar la última vez que viniste por aquí y me he dado cuenta de que hacía meses que no nos veíamos –improvisó Rachel.

–Por lo menos, nueve meses. Sí, tienes razón, demasiado tiempo, bella.

Rachel tuvo que apretar los dientes. Si a alguien se le ocurriera embotellar aquel acento tan sexy y venderlo como afrodisíaco, haría una fortuna.

–¿Me has echado de menos? –le preguntó Tony para colmo, bajando la voz.

A Rachel se le volvió a poner la piel de gallina.

–Claro que sí –reconoció–. Eres uno de mis mejores clientes.

Sí, era tan bueno que, gracias a él, iba a poder sufragar buena parte de la obra que iba a hacer en el piso de arriba.

–Tu marido es un hombre afortunado, carina.

No era la primera vez que Tony hacía aquel comentario. Rachel se preguntó si debería corregirlo, pero se mantuvo sonriente y lo dejó pasar. Luego, entrelazó los dedos de las manos. Tony se quedó mirándola. Parecía muy tranquilo. Rachel no lo estaba. La tienda estaba en silencio. Se oían las gotas de café cayendo en la cafetera.

–¿Me das el abrigo? –le preguntó.

Grazie.

–Has venido muy pronto –comentó Rachel.

–Sí, es que volví ayer y tengo jet lag. No podía dormir. He visto luz en tu tienda al pasar hacia la panadería a comprar unos bollos y me he arriesgado... –le explicó con una sonrisa de disculpa.

–Yo siempre llego pronto. Me gusta llegar antes que las chicas, porque así pongo la cafetera y me relajo un rato antes de empezar la jornada –contestó Rachel.

–Entonces, te doy las gracias por haberte apiadado de mí y haberme dejado entrar.

Un hombre como Tony Salerno inspiraba muchas emociones pero, desde luego, la piedad no era una de ellas. Mientras Rachel colgaba su abrigo en el perchero que había junto a la puerta, percibió el rastro de su colonia, un aroma sensual, como todo él. De nuevo, volvió a recordar la conversación que había mantenido con su hermana la noche anterior.

«El primero con el que sales después de divorciarte, de todas maneras, no cuenta porque todos sabemos que es por despecho».

Tony Salerno era el candidato perfecto.

¿Pero en qué demonios estaba pensando?

Rachel se giró hacia él sonriendo de manera culpable.

–Me temo que no puedo ofrecerte más que café. ¿Te apetece una taza?

Sí, per favore. Lo tomo...

–Solo.

–Veo que te acuerdas –sonrió Tony.

Recordar las preferencias de sus mejores clientes formaba parte del trabajo de Rachel. El hecho de que, en aquellos momentos, no recordara cómo tomaban el café los demás no significaba nada.

Rachel se dirigió a la trastienda y sirvió dos tazas. Cuando volvió, encontró a Tony sentado en un taburete alto de metal, inclinado sobre la vitrina en la que estaban sus diseños. A pesar de que le había dicho que tenía jet lag, su apariencia era impecable, pues no tenía ojeras ni los ojos enrojecidos. Como era alto y delgado, la ropa le sentaba muy bien tanto en estilo informal como sofisticado. Aquel día llevaba un jersey color caramelo que parecía de cachemir y unos pantalones de gabardina negros que, seguramente, costarían más que la hipoteca de un mes de la tienda. Al verla, se irguió y aceptó la taza que Rachel le ofrecía.

–Gracias, signora.

Rachel apenas entendía nada de italiano, pero se dio cuenta de que la había llamado señora, de que había vuelto a hacer referencia a su estado civil y decidió corregirlo en esa ocasión.

–En realidad, soy señorita. Estoy divorciada –declaró con sorprendente facilidad.

Por lo visto, practicar en el baño le había servido de algo.

Signorina –dijo él lentamente, como si estuviera saboreando la palabra–. ¿Debería darle el pésame por la finalización de su matrimonio?

–No –contestó Rachel sinceramente mientras probaba el café para disimular el efecto que aquel hombre tenía sobre ella.

Cuando dejó la taza sobre el mostrador, se fijó en las piedras de sus propios diseños. Les estaba dando la primera luz de la mañana y parecían adornos de Navidad. La Navidad no tardaría en llegar. No iba a ser la primera que pasara sin Mal, pues también había pasado la anterior sin él. La diferencia era que el año anterior estaba triste y lo echaba de menos, pero ahora todo aquello había quedado atrás.

–Pero imagino que darte la enhorabuena tampoco sería apropiado –aventuró Tony.

Rachel asintió sorprendida.

–Según mi hermana, estoy empezando un nuevo capítulo en mi vida.

–¿Es mayor que tú?

–No, menor. Acaba de terminar la carrera.

–Pues sea mayor o menor, lo cierto es que tiene razón, pero tú no pareces muy de acuerdo, ¿no?

Rachel desvió la mirada hacia las piedras de nuevo.

–Es todo demasiado nuevo.

–Si puedo hacer algo por ti...

–Gracias, muy amable –le dijo sinceramente.

–Te lo digo de verdad, signorina. Si necesitas algo, lo que sea, solo tienes que pedírmelo –insistió él bajando la voz y mirándola de manera intensa.

Mientras lo decía, puso una mano sobre la de Rachel. Tenía los dedos largos y delgados y el único adorno que llevaba era un sencillo anillo de oro con un emblema. No lo había diseñado ella, pero le gustaba, así que fijó su mirada en él para no encontrarse con los ojos de Tony. No sabía qué la confundía más, si el calor que irradiaba su mano o la sinceridad de sus palabras. En cualquier caso, se estaba comportando como una tonta y tuvo que tragar dos veces antes de poder hablar para cambiar de tema.

–¿Y dónde has estado de viaje en esta ocasión? –le preguntó apartando la mano lentamente y recuperando su taza de café.

Tony trabajaba para una revista de viajes de lujo. En realidad, era el dueño de la revista. Tenía otras dos, todas con oficinas en Nueva York y todas destinadas a multimillonarios.

Tony conocía bien a su público ya que él era uno de ellos. Por lo que le habían contado sus empleadas, Rachel sabía que, además de una propiedad en el acomodado barrio de Rochester Hills que consideraba su hogar porque estaba cerca de la casa de su familia, Tony tenía un piso en Manhattan, otro en Roma y suites siempre reservadas en hoteles de lujo de París y Londres.

No necesitaba trabajar, pero le había contado a Rachel una vez que le gustaba tanto escribir artículos que prefería hacerlo él a dejar que lo hicieran otros mientras él se quedaba en su despacho. Rachel lo respetaba por ello aunque no respetaba exactamente su estilo de vida de playboy. Aquel hombre cambiaba de mujer como de camisa aunque siempre era generoso con ellas tal y como Rachel sabía muy bien porque su joyería salía beneficiada.

–He estado casi todo el tiempo en Milán y, desde ahí, me he movido a Londres, París, Montecarlo, Berlín y Estocolmo.

–¿Solo eso? –bromeó Rachel.

Tony se encogió de hombros.

–Trabajo es trabajo.

–Espero que hayas encontrado algunos ratos para disfrutar.

bella

–Hasta entonces.