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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Margaret Way Pty., Ltd. Todos los derechos reservados.

UN AMOR INQUEBRANTABLE, N.º 2500 - febrero 2013

Título original: The English Lord’s Secret Son

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2654-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

JULES golpeó con el puño derecho la palma de su mano izquierda cuando Cate aparcó el coche con una sola maniobra en el estrecho espacio que habían encontrado libre.

–¡Bien hecho! –exclamó con la energía de la que solo podían hacer gala los niños de siete años como él.

–¡Y hemos llegado a tiempo! –replicó Cate Hamilton, que con el tiempo había llegado a sentir gran confianza en su habilidad para aparcar. En momentos como aquel resultaba muy útil.

–¡Ha sido guay!

«Guay» había sustituido al trillado «genial». A Jules le gustaba mantenerse a la moda.

–Noah te admira, mamá –aquello era una fuente de orgullo para Jules. Noah, su mejor amigo, estaba impresionado por la habilidad de Cate tras el volante. Su madre, una mujer muy agradable, no contaba con esa habilidad y su coche siempre tenía alguna abolladura o roce que reparar. A su padre también le costaba entenderlo.

Y a Cate. Solía tomar a menudo café con la madre de Noah, una mujer inteligente y brillante en todos los terrenos excepto en el de la conducción. Apagó el motor mientras miraba la ajetreada calle en la que habían aparcado. A aquellas horas de la mañana había coches por todas partes. La gente parecía tener una prisa desesperada en aquella época. ¿Adónde iban? ¿Qué era tan importante que cada segundo contaba? Pero no podía haber nada más importante que la seguridad de los niños. El problema residía en que conseguir un aparcamiento cerca del colegio era casi un milagro. Los niños ya no iban a los colegios andando; ni siquiera en autobús. Los llevaban y traían sus padres. Distintas épocas, distintas preocupaciones.

Un artículo de prensa reciente había hablado del intento de secuestro de una niña de trece años. Incluso la policía intervino, hasta que un psicólogo del cuerpo señaló que las niñas de trece años tenían una especial necesidad de llamar la atención. Algunas tenían más imaginación que otras, y, al parecer, aquella niña en particular tenía gran futuro como escritora de ficción.

Cate contempló el radiante rostro de su hijo. El rostro más precioso del mundo para ella. Y no solo precioso. Jules era listo, realmente listo. Su único hijo. Puro e inocente.

Cate disfrutó de aquel momento mientras alzaba la mirada hacia el cielo. Hacía un día maravilloso, lleno de promesas. El calor hacía aflorar el intenso aroma de las flores, que la brisa mezclaba con el punzante olor a sal del puerto de Sídney. En su opinión, aquel era el puerto natural más bonito del mundo, y suponía una espléndida contribución a la belleza paisajística de Sídney. No era de extrañar que fuera considerada una de las ciudades más bellas. Pocos ciudadanos del mundo contaban con un entorno tan maravilloso, con cientos de bahías, playas de arena blanca y calas mágicas. Era un privilegio vivir tan cerca del Océano Pacífico. Incluso el trayecto hasta el colegio resultaba gratificante por sus paisajes.

Apagó el motor del coche. Ya quedaba poco para que acabara el trimestre. Las largas vacaciones navideñas estaban a la vuelta de la esquina.

Navidad.

Los recuerdos invadieron la mente de Cate. Nunca sabía cuándo iban a surgir, imparables, capaces de oscurecer su visión. Un instante antes estaba celebrando la vida. Aquel no era momento de dejarse avasallar por aquellos oscuros pensamientos. Pero, inexorablemente, se encontró regresando hacia atrás en el tiempo, hacia un lugar al que, por su amarga experiencia, no debería volver, un lugar al que la Navidad llegaba cargada de nieve y paisajes helados. Otra época, otro lugar...

 

 

Acababa de cumplir dieciocho años y se hallaba en el momento más feliz y excitante de su vida, cuando el futuro no parecía ofrecerle más que promesas. Llegó a pensar que el ángel de la guardia realmente existía, porque fue entonces cuando se enamoró perdidamente. El milagro del Destino. Disfrutó de aquella magia durante unos meses, hasta que su felicidad le fue cruelmente arrancada del pecho.

De la noche a la mañana.

¿Cómo se suponía que debía reaccionar uno cuando le rompían el corazón, cuando se lo pisoteaban? Se le exigió que asimilara su terrible pérdida y desapareciera como una voluta de humo.

Unos versos de Housman se habían repetido durante años en su cabeza.

Da coronas, libras y guineas,

Pero no entregues nunca tu corazón.

 

Ella había entregado su corazón, y lo había hecho en vano. Había aprendido por el camino más duro que nunca había garantías cuando dos personas se enamoraban. Pero, a fin de cuentas, ¿qué era el amor entre un hombre y una mujer? ¿Un periodo de locura hipnótica? ¿Un periodo de deseo incontenible? ¿Cuánta gente era bendecida con un amor duradero, con un amor para toda la vida? ¿Acaso era mucho esperar dada la volubilidad de la naturaleza humana?

En su caso se produjo un repentino cambio sin previa advertencia.

Pero al menos había recuperado su amor por las navidades. La llegada de Jules había vuelto a ordenar su mundo. Desde el momento en que lo habían posado sobre su pecho se había convertido en la persona más importante del mundo para ella. No hay amor como el de una madre. No hay pasión tan fuerte. El impacto que ejerció su hijo sobre su existencia fue muy profundo. Le hizo dejar de centrarse en sí misma, en su dolor. Tenía un hijo del que ocuparse. Sabía por experiencia que los hijos cuidados por un solo progenitor, normalmente la madre, necesitaban que esta interpretara el papel de padre y madre. Había leído que los niños de clase media criados por su padre y su madre se las arreglaban mucho mejor en la vida que los criados por un solo progenitor, pero sabía que eso no era siempre cierto; había casos de personas que tenían éxito en la vida a pesar de haber crecido en familias monoparentales sin apenas recursos.

Julian y ella tenían una relación maravillosa y muy especial, y no habían tenido que esforzarse en lo más mínimo para conseguirlo. Se habían querido desde el primer instante y todo había ido maravillosamente.

 

 

La calle empezó a llenarse de coches que buscaban un aparcamiento. Se hallaban a unos metros de las puertas de uno de los mejores colegios del país, el Kingsley College. Todo el mundo consideraba que los edificios revestidos de piedra y los jardines de aquel colegio eran excepcionalmente refinados. Los padres de los niños que acudían allí se sentían muy orgullosos, a pesar de que, en algunos casos, les supusiera un enorme esfuerzo hacer frente a los honorarios.

Cate pensó que habían tenido suerte encontrando aparcamiento con tanta rapidez aquella mañana. Antes de salir de casa había recibido un correo en el que se le comunicaba que tenía una reunión con un potencial cliente, aunque no se mencionaba su nombre.

Se inclinó para besar la cabeza rubia de su hijo.

–Te quiero, Jules, cariño.

–Yo también te quiero –replicó Jules. Era su ritual diario. El «Julian» original se vio transformado en Jules el primer día de colegio, cuando su mejor amigo, Noah, decidió que le resultaba más fácil pronunciarlo así. Ahora era Jules para todo el mundo.

Cate notó que su hijo se demoraba más de lo habitual en soltarse el cinturón.

–¿Va todo bien, corazón?

Jules permaneció un momento en silencio, como sopesando el efecto que fuera a tener en su madre lo que iba a decir.

–¿Por qué no puedo tener un papá como todo el mundo? –preguntó finalmente de un tirón, con la cabeza gacha, gesto que nunca hacía.

Cate sintió que su corazón se encogía. A pesar de lo mucho que lo quería, parecía que Jules anhelaba un padre; el esplendor de tener un papá, una figura con la que identificarse. Era evidente que ella no podía cubrir ambos papeles.

Pero lo cierto era que siempre había sabido que llegaría el momento de librar aquella batalla.

Acostumbrada a enmascarar sus emociones, la voz de Cate se quebró a medio camino.

–Es biológicamente imposible no tener un papá, Jules... –era un argumento patético. Todo cambiaba cuando un niño alcanzaba la edad de la razón. Jules, su bebé, estaba creciendo. Iba a hacer muchas preguntas, a buscar respuestas.

–Hablo en serio, mamá –imploró Jules–. Mis compañeros no paran de hacerme toda clase de preguntas. Antes no lo hacían. Quieren saber quién es mi papá, dónde está, por qué no vive con nosotros.

Cate se preguntó qué haría el padre de su hijo si supiera que este existía. ¿Reconocería su paternidad? ¿Dejaría correr el asunto? Probablemente no había lugar para un hijo ilegítimo en su vida? ¿Seguiría utilizándose el término ilegítimo? ¿Qué haría?

Eran preguntas potencialmente amenazadoras... pero nadie iba a quitarle a su hijo. Era ella quien había asumido la carga de ser madre soltera, era ella quien lo había criado. Si llegara a tener que luchar por la custodia, lo haría como una leona.

Pero sabía que no tenía opciones de ganar el caso. No era de extrañar que se hubiera levantado aquella mañana con nervios en el estómago. Era casi como si le estuvieran haciendo una advertencia.

–¿No nos quiere? –la pregunta de Jules sacó a Cate de sus pensamientos–. ¿Por qué no quiso quedarse con nosotros? Los niños piensan que eres una mamá fantástica.

Julian se había visto rodeado de mujeres a lo largo de su breve vida. Vivía con su madre, y su abuela, Stella, siempre lo cuidaba cuando Cate estaba ocupada con alguna de sus interminables reuniones de trabajo. Además, tenía un montón de tías «honorarias», amigas y colegas de su madre. Vivían en una casa bastante grande que se hallaba en una colina y desde la que se divisaba el puerto. Jules vivía una buena vida, estable y segura. No necesitaba de nada.

Excepto un padre.

–¿Por qué no se casó contigo, mamá? –la voz de Jules surgió cargada de inconfundible hostilidad.

–Íbamos a casarnos, Jules –contestó Cate con delicadeza. Y pensar que había llegado a creérselo...–. Estábamos muy enamorados y teníamos muchos planes –su romance había sido casi sublime hasta que empezaron a hacer planes. Planes que supusieron el final para ellos–. Pero sucedió algo inesperado. Tu padre recibió una importante herencia que incluía el título de Lord. Eso significaba que nunca podría irse de Inglaterra. Yo estaba deseando regresar a Australia, donde estaba mi familia. Tu abuela paterna, Alicia, ya tenía planeado que su hijo se casara con la hija de un conde.

–¿No le gustabas tú? –preguntó Jules, incrédulo.

Cate aún llevaba las cicatrices de su última confrontación con Alicia, y recordaba muy bien la helada determinación de aquella mujer, concienzuda representante de la clase alta inglesa.

–Al principio sí le gustaba –Alicia estaba convencida de que solo se trataba de una breve aventura y de que aquella joven australiana volvería a su tierra–. Pero después me dejaron bien claro que no había ninguna posibilidad de que nos casáramos.

«De eso nada, querida. ¿Cómo has podido pensar algo así? Mi hijo se casará con una mujer de nuestra clase».

Cate debió murmurar aquello último en alto, porque Jules preguntó de inmediato:

–¿Quiénes son los de «nuestra clase»?

–Oh, eso no tardé en descubrirlo –dijo Cate tras una breve risa–. Gente con los mismos orígenes. La aristocracia inglesa, y ese tipo de cosas. Digan lo que digan, sigue siendo un sistema de clases.

–¿Sistema de clases? –repitió Jules, desconcertado.

–Allí las cosas no son como aquí –explicó Cate–. Pero ahora no te preocupes por eso. Ya te lo explicaré esta tarde.

–¿Se casó con otra mujer? –preguntó Jules en tono de evidente enfado.

–Eso creo, pero nunca me he molestado en constatarlo. Lo dejé en Inglaterra y regresé a Australia. Mi vida está aquí, contigo y con la abuela. Tú eres feliz con nosotras, ¿verdad?

–Por supuesto, mamá –contestó Jules de inmediato, aunque era evidente que estaba tratando de asimilar toda aquella información–. Ya me ocuparé de aclararles las cosas a mis compañeros de clase. ¿Cómo se llamaba mi padre?

–Ashton –Cate se dio cuenta de pronto de que hacía años que no pronunciaba aquel nombre en alto. Ashe. Julian Ashton Carlisle, barón Wyndham.

–Es un nombre raro –dijo Jules–. Un poco como «Julian». Supongo que por eso me llamo así. Me alegra que todo el mundo me llame Jules. Y ahora será mejor que me vaya, mami. Hasta luego.

–Cuídate, cariño.

–Lo haré –Jules abrazó a su madre y luego salió del coche.

Cate lo observó mientras entraba en el colegio. Antes de entrar en el edificio, Jules se volvió, sonriente, y se despidió de nuevo de ella moviendo la mano.

«Esto es solo el comienzo», susurró una vocecita en el interior de la cabeza de Cate.

A los veintiséis años iba camino de convertirse en una importante directiva del mundo empresarial. Sabía que a ojos de otros parecía tenerlo todo. Solo una persona, Stella, la más cercana a Cate, conocía toda la historia. No habría podido salir adelante sin su desinteresado apoyo. Fue Stella quien se hizo cargo de Jules mientras era un bebé y ella terminaba sus estudios en la universidad. Stella era su ángel guardián. Stella, su madre adoptiva.

Había tardado más de veinte años en averiguar quién era su madre biológica, y lo había averiguado porque su madre biológica decidió declararlo en su lecho de muerte. A veces pensaba que nunca podría perdonar a Stella por no habérselo dicho. Había visto en contadas ocasiones a «tía Annabel», la hermana de Stella, cuando acudía a Australia a visitar a esta. Cate comprendió entonces que no debían ocultarse ciertas cosas a los niños. Inevitablemente, todo acaba saliendo a la luz, creando confusión y conflicto. No podía retrasar más el momento de hablar claro con su hijo. ¿Qué otra opción tenía? Si no abordaba el tema pronto, Jules empezaría a bombardearla a preguntas.

 

 

–Buenos días, Cate –saludó la atractiva morena que se hallaba en recepción.

–Buenos días, Lara.

–El señor Saunders y los demás te esperan en la sala de juntas. Creo que viene a visitarnos un pez gordo.

–¿Sabes cómo se llama?

–No –dijo Lara con un encogimiento de hombros–. La cita es a las nueve y cuarto. Me encanta tu traje.

Lara había aprendido mucho sobre cómo cuidar su aspecto a base de observar a Cate Hamilton. Cate tenía mucho estilo, y además era una persona muy accesible, no como la aterradora Murphy Stiller, que mantenía las distancias con todo aquel que no estuviera en la cadena de mando. Stiller se mostraba indiferente a la percepción que pudieran tener de ella en la oficina, pero Cate sabía por instinto que las alianzas en la oficina eran muy importantes.

–Gracias, Lara –dijo mientras se alejaba hacia su espacioso despacho.

Tras entrar, dejó su bolso en el escritorio y fue a mirarse en el espejo de cuerpo entero que había en una de las paredes. Siempre vestía con sumo cuidado. Era importante tener buen aspecto. Era algo que se esperaba de ella, que iba con el trabajo. Vestía un traje comprado recientemente, un diseño de dos piezas con una estrecha falda tipo lápiz y una chaqueta blanca con una raya negra. Llevaba su melena rubia sujeta hacia atrás, normalmente en un moño. Tener buen aspecto era una obligación, aunque con comedimiento, pues de lo contrario podría suponer una distracción demasiado fuerte para los clientes. A pesar de todo, en más de una ocasión le habían dicho que era realmente bonita.

 

 

Cuando entró en la sala de reuniones, Cate encontró a todos los directivos sentados en torno a la enorme mesa que ocupaba el centro.

–Buenos días a todos –saludó, y recibió diversos asentimientos de cabeza que ocultaban una diversidad de sentimientos... incluyendo los libidinosos de Geoff Bartz, el encargado de los temas medioambientales y un hombre muy poco atractivo.

–Ah, Cate –Hugh Saunders, el director de Inter Austral Resources, empresa dedicada a explotar recursos minerales, químicos, y diversas propiedades, presidía la mesa. Se le achacaba el mérito de haber convertido la pequeña empresa minera a punto de hundirse en una corporación multimillonaria. Al ver entrar a Cate dejó escapar un audible suspiro de satisfacción. Hombre atractivo, de gran estilo y a punto de cumplir los sesenta, había reclutado personalmente a Cate hacía tres años. Se consideraba su mentor y, si hubiera tenido diez años menos, habría tratado de ser algo más, totalmente ajeno al hecho de que a Cate nunca se le había pasado aquel pensamiento por la cabeza–. Ven a sentarte a mi lado –dijo a la vez que señalaba el sitio libre que había a su derecha.

Murphy Stiller apretó los dientes. Brillante, áspera y ferozmente competitiva, su única aspiración era ocupar la silla de Hugh Saunders mientras aún estuviera caliente. Pero Saunders parecía como hipnotizado por la advenediza Cate Hamilton. No tenía más remedio que reconocer lo efectiva que había sido en su puesto desde un primer momento, pero sabía muy bien lo que había en la mente de Saunders: sexo. ¿Acaso no era eso en lo que más tiempo pasaban pensando los hombres? Especialmente cuando no lo obtenían. Iba a tener que intensificar su rezos nocturnos para que su rival se llevara su merecido. Esperaba que no tardara en meter la pata en algo, en casarse, en meterse en política, en caer bajo las ruedas de un autobús. Cualquier cosa.

Murphy decidió dejar de soñar despierta. Aquello no iba a pasar.

En cuanto Cate ocupó su asiento junto a Saunders, todas las miradas de volvieron hacia este.

–Lo que hagamos y digamos aquí antes de que aparezca nuestro visitante va a ser muy importante. Se trata de un hombre acostumbrado a reunirse con gente al más alto nivel. Creo que incluso es amigo personal del príncipe de Gales.

Cate simuló sentirse muy interesada, pero tenía su propia opinión sobre las clases altas inglesas, aunque se decía que el príncipe de Gales no era nada clasista.