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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Marilyn Pappano. Todos los derechos reservados.

EN MANOS DEL ENEMIGO, Nº 1981 - mayo 2013

Título original: In the Enemy’s Arms

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3084-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Bienvenidos a Cozumel —dijo el ayudante de vuelo mientras el avión se detenía.

Los hombres uniformados y armados que vio entre el avión y la terminal no era la bienvenida perfecta para Cate Calloway, pero tampoco la inquietaron tanto como la primera vez que visitó la isla mexicana. Tomó una bocanada del aire húmedo y cálido, sonrió a los soldados, que no le sonrieron a ella, y entró arrastrando la maleta detrás de ella. Ya había mandado el material por delante y cumplió rápidamente con los trámites de inmigración. Sin embargo, no vio ni a Trent ni a Susanna ni a nadie medianamente conocido en el vestíbulo. A los diez minutos, se apoyó en una pared. A los veinte minutos, sacó el móvil y llamó a Trent, pero saltó el contestador automático. Le pasó lo mismo con el número de Susanna. A los treinta minutos, buscó un taxi, enseñó la dirección de La Casa al taxista y se montó en el asiento trasero. No le importaba que la hubieran dejado en el aeropuerto de un país cuyo idioma desconocía casi completamente, pero Trent había ido a recogerla las otras veces que fue de visita. Nunca había ido sola a ninguna parte. El taxista no era muy hablador, pero no le importó. Los buceadores de Luisiana que la habían rodeado durante el viaje ya habían hablado bastante. Se abrió paso entre las bulliciosas calles, esquivó coches y motos y por fin llegaron a la zona más tranquila de La Casa. Un muro de cemento con una puerta de hierro oxidado rodeaba el terreno. El cartel que identificaba el sitio era tan discreto que casi no se veía: La Casa para Nuestras Hijas. Era la cuarta vez que iba allí y todavía le asombraba que Trent Calloway, su vago, malcriado y egocéntrico exmarido, dedicara su tiempo, dinero y esfuerzo a un albergue para niñas maltratadas, huérfanas o abandonadas. Naturalmente, lo hacía por amor a Susanna, al menos eso decía él, pero aun así…

El taxista se paró delante de la casa, se bajó y le sacó la maleta del maletero. Ella le pagó, le dio las gracias y miró alrededor. Había varios edificios dentro del recinto. La casa estaba a la izquierda del camino. Tenía dos pisos, rejas de hierro, tejado de tejas rojas y un porche profundo y muy sombreado. Detrás había un garaje con pupitres y pizarras en vez de coches. A la derecha del camino, también detrás y alejado de la casa, estaba el dormitorio, un edificio bajo y rectangular cuya única decoración eran las pinturas amarillas, rojas, verdes y azules sobre las paredes de cemento. El silencio le puso la carne de gallina. Normalmente, había música, risas y voces. Si las niñas no estaban en clase, estaban estudiando debajo de los árboles o jugando en la hierba con algún voluntario.

—¡Hola! —exclamó.

No contestó nadie y subió los dos escalones del porche, donde vio las cajas que había enviado apiladas contra la pared. Estaban llenas de material médico, desde vendas y antisépticos hasta antibióticos y suero intravenoso. Lo que no empleara ella durante las dos semanas se almacenaría o se repartiría con otros albergues de La Casa. La puerta estaba abierta y entró arrastrando la maleta.

—Trent… Susanna…

Oyó un ruido en el piso de arriba que le pareció como el eco de las ruedas de su maleta. Apareció una mujer y la miró desde la barandilla mientras arrastraba una maleta.

—GayAnne —la saludó Cate con alivio—. Me alegro de verte. ¿Dónde está todo el mundo?

—Todo el mundo se ha marchado —contestó GayAnne bajando con la maleta detrás.

—¿Adónde?

—Jill y Kyla se marcharon la semana pasada a visitar a su familia y esta mañana, cuando me desperté, me encontré a Marta que estaba llevándose a las niñas a casa de un familiar. No sé qué está pasando, pero yo también me marcho. Voy a quedarme con mi novio hasta que vuelva todo el mundo.

Cate sabía que Marta era una mujer de allí, la encargada cuando Trent y Susanna estaban atareados. Se ocupaba de las niñas tanto como Susanna y estarían a salvo con ella.

—¿Dónde está Trent?

—No lo sé. Susanna y él han desaparecido.

GayAnne era menuda, pelirroja y con una piel tan blanca que parecía que nunca le había dado el sol. La maleta que arrastraba era tan grande que habría cabido dentro y, a juzgar por la expresión de sus ojos azules, no le importaría esconderse en ella.

—Si supiera algo, te lo diría, pero no sé nada. Si ves a Susanna, dile que siento mucho largarme así, pero no voy a quedarme sola aquí.

GayAnne tragó saliva, se encogió de hombros y siguió su camino esquivando a Cate.

—GayAnne, espera…

Se oyó el sonido de una bocina.

—No puedo —replicó la pelirroja por encima del hombro—. No tengo tiempo.

Cate dejó la maleta donde estaba y se acercó a la puerta. Un joven se bajó de una motocicleta, le dio un casco a GayAnne y ató la maleta a la parte de atrás de la motocicleta. Un momento después, salieron por la puerta de hierro y se hizo el silencio otra vez. Cate tragó saliva con un nudo en el estómago. ¿Dónde estaban Trent, Susanna y los demás voluntarios? ¿Dónde estaban las niñas que vivían en La Casa? ¿Qué estaba pasando allí?

Se dio la vuelta otra vez. En comparación con la actividad habitual, esa quietud era muy rara. El albergue no solo parecía abandonado, transmitía la sensación de descuidado. Los suelos de madera parecían más apagados que de costumbre y la pintura de las paredes más desvaída. Hasta el aire olía a vacío y la desasosegó profundamente. Se dirigió silenciosamente hacia la habitación donde estaba la oficina, como si hubiera alguien que pudiera oírla. Era posible que Trent se hubiese marchado aunque tuviese obligaciones allí y supiese desde hacía seis meses que ella iba a llegar ese día. Siempre había sido vago, malcriado y egoísta. Había perdido la cuenta de las veces que la había abandonado cuando las cosas se habían complicado, entre ellas, la última, cuando ella pidió el divorcio. Sin embargo, Susanna Hunter no tenía ni un ápice de vaga, malcriada o egoísta. Había ido de voluntaria a comedores de beneficencia cuando era una niña y había ayudado a chicos con problemas cuando todavía estaba en el colegio. Ese sitio y esas niñas significaban todo su mundo. Nunca las abandonaría sin más. Quizá GayAnne estuviese equivocada, quizá tuviese algo de melodramática, quizá…

Susanna había dirigido el albergue desde esa oficina mientras el personal vivía en el resto de la casa. Normalmente, eran Trent y otros tres o cuatro voluntarios de Estados Unidos. GayAnne llevaba allí desde su primera visita. Los demás llegaban de la universidad donde había estudiado Susanna o de alguna de las iglesias que ayudaban a financiar la misión y se quedaban desde una semana a seis meses. Además, también trabajaban un par de mujeres de allí. La oficina también tenía un aspecto abandonado. Vio una galleta mordida en un plato y una taza de café a medio terminar, como si Susanna se hubiese tomado un descanso y fuese a volver en cualquier momento. La mesa estaba llena de papeles, pero así era como la había visto siempre. El tablón que había encima no tenía el más mínimo espacio vacío y las sillas estaban llenas de cosas para archivar. En el otro extremo había una mesa más pequeña que estaba minuciosamente ordenada. No porque Trent fuese ordenado, sino porque siempre elegía la solución más fácil y, en ese caso, era archivarlo. Al lado de su mesa había un tablón de corcho, con las fechas de su llegada y partida marcadas en rojo, y media docena de fotos. Eran las mismas que vio en su última visita; tres de Susanna, dos de sus padres y hermanos y una de él mismo con Justin Seavers, su mejor amigo de la universidad. Dos hombres increíblemente guapos que juntos no valían un comino. Desclavó la foto, como hacía siempre, y la miró con detenimiento. La primera vez, Trent arqueó una ceja y ella se encogió de hombros, se preguntó dónde habría escondido los cuernos y el tridente. La segunda vez, sola en la oficina, se preguntó si alguna vez habría disgustado a alguien tan pronto como a Justin. No estaba acostumbrada a que la despreciaran nada más verla. Normalmente, tenía que hacer algo grave para molestar tanto a alguien. La foto la habían tomado hacía unos años, en un barco cerca de la costa de Cozumel. Trent y Justin llevaban trajes de buceo bajados hasta la cintura. Aunque eran, más o menos, del mismo tamaño, también eran tan distintos como la noche y el día. Trent era moreno y con los ojos negros, un legado de su madre italiana, y Justin era rubio y con los ojos color café. Uno era de Georgia y el otro de Alabama, pero los dos habían tenido una vida privilegiada. Los Seavers habían tenido más dinero incluso que los Calloway y Justin se había creído más distinguido todavía que Trent. La antipatía que sintió hacia ella fue más fuerte que eso. No soportó que no fuese una diversión más para Trent. No quiso perder a su amigo de juergas, al que no perdió, y consideró que ella no se merecía a Trent. Él se lo dijo la noche que ensayaron la cena de la boda. Ella no lo había visto desde el día siguiente y esperaba no volver a verlo.

Sin soltar la foto, se dio la vuelta para volver a echar una ojeada a la oficina. Quizá debiera llamar a la policía o a los padres de Trent. Quizá debiera salir de allí y llevar a las autoridades antes de que se destruyera alguna prueba. Sin embargo, ¿qué podía decirle a la policía? ¿Que su irresponsable exmarido se había olvidado de que iba a llegar ese día? ¿Que la muy responsable novia de él se había marchado de la casa sin esperar a que ella llegara? ¿Acaso había algo en esa habitación que indicara que hubiera sucedido alguna cosa? Ella no podía verlo, pero podía notarlo.

Poco a poco, fue dándose cuenta de que la foto tenía un tacto distinto. Le dio la vuelta y vio un pequeño post-it pegado detrás con una nota escrita por Trent:

Cate, si pasa algo, llámalo. Él sabrá qué hacer.

¿Que llamara a Justin Seavers? Las únicas veces que lo había llamado había sido porque Trent no había vuelto a casa después de pasar una noche con sus amigos. Siempre se había quedado en su casa y había tenido demasiada resaca para hablar con ella, según le había explicado Justin en su tono de superioridad. Luego, le decía que hiciera lo que tuviera que hacer y que Trent ya volvería a casa cuando estuviera repuesto. Era un malnacido y ¿Trent esperaba que acudiera a él? ¿Qué podía hacer un niñato vago, irresponsable y malcriado para ayudar a otro?

Volvió a leer la nota. Que el albergue estuviera vacío y silencioso significaba que había pasado algo. Quizá Trent le hubiese contado algo y supiera qué hacer. Quizá Justin pudiera decirle algo que ella pudiera contarle a la policía. Quizá él supiera dónde estaban Trent y Susanna y por qué se habían marchado todos los demás.

Apretó los dientes, volvió a clavar la foto en el tablón, abrió el cajón de la mesa de Trent y sacó una agenda de cuero. Trent confiaba mucho en los aparatos electrónicos, pero también le gustaba guardar las cosas escritas en papel. Encontró lo que buscaba y marcó el número en su móvil. Oyó la llamada, pero también oyó algo fuera de la oficina. Se apartó el móvil de la oreja, se acercó a la puerta y aguzó el oído. La música le llegó desde dentro de la casa y estaba acercándose. Se le paró el pulso antes de desbocarse. ¡Había alguien en la casa!

 

 

El tono de llamada era una canción de Eric Clapton sobre un hombre que intentaba evitar ahogarse en un mar de lágrimas. Naturalmente, la culpable era una mujer, como pasaba muchas veces, aunque él, Justin Seavers, había tenido la suerte de eludir el destino de casi todos los hombres que conocía. Sin embargo, ese tono de llamada no tenía un significado especial. Había sabido que Cate lo llamaría, la canción estaba en su teléfono y no había sido una elección premeditada. No significaba que le importara lo suficiente como para huir de Cate, y nunca le importaría, y tenía la certeza absoluta de que no significaba que ella pudiera salvarlo. En realidad creía que ya no necesitaba que lo salvaran. Silenció el teléfono al llegar al pasillo y entró en la oficina. Ella estaba rígida y agarrando con fuerza su móvil. Era como veinticinco centímetros más baja que él y eso hizo que se sintiera fuerte y protector… o, más bien, un necio desproporcionadamente grande. Cuando lo reconoció, su expresión reflejó un destello de alivio, que pronto dio paso a la expresión de frío desdén que solía reservar para él.

—Tú…

Ella resopló para soltar casi toda la tensión. Justin se apoyó en el marco de la puerta.

—¿Qué hay de nuevo, doctora? —preguntó él con despreocupación.

—¿Dónde están Trent y Susanna? —preguntó ella estirándose para parecer más alta—. ¿Por qué se han marchado todos los voluntarios? ¿Qué está pasando?

—No lo sé —contestó él encogiéndose de hombros.

—¿Cómo que no lo sabes? Trent dijo…

—¿Cuándo has hablado con él?

Ella parpadeó porque no estaba acostumbrada a que la interrumpieran. Quizá fuera menuda y delicada y, según Trent, muy dulce la mayoría de las veces, pero, seguramente, también era la persona más inteligente y formada que había conocido Justin y estaba acostumbrada a llevar las riendas. La gente no interrumpía a la doctora Cate Calloway, directora de urgencias del hospital de Copper Lake.

—Hace unos diez días. Lo llamé para decirle que había enviado material médico y para saber si necesitaban algo más.

—¿Qué impresión te dio?

—Como siempre —ella parpadeó otra vez—. Estaba atendiendo otra llamada y me dijo que, si a Susanna se le ocurría algo, me llamaría y que, si no, nos veríamos hoy.

—¿No te llamó ninguno de los dos?

Ella hizo un esfuerzo inmenso por no poner los ojos en blanco.

—No. Si no, habría dicho que esa fue la última vez que hablé con él —Cate volvió a resoplar—. ¿Qué haces aquí?

Él se encogió de hombros otra vez. Siempre le había resultado fácil desquiciarla. Estaba seguro de que si alguien lo llevaba moribundo a su sala de urgencias, ella estaría tentada de expulsarlo a pesar del juramento hipocrático.

—Me apeteció ver cómo está el buceo este otoño.

—Entonces, ¿por qué no estás en un barco en medio del mar?

—Mis amigos de buceo se han tomado un descanso. ¿Qué hay en esas cajas?

—Material médico, libros, ropa…

—¿Algún medicamento?

—Antibióticos, antihistamínicos, algunos analgésicos. Nada especial. ¿Por qué estás aquí de verdad? Trent dijo que si pasaba algo… —ella levantó una mano cuando fue a interrumpirla otra vez—. Dejó una nota que decía que, si pasaba algo, tenía que llamarte… y has aparecido. Muy oportuno. ¿Por qué tú y no la policía, sus padres o la fundación?

Él, sin hacer caso de sus preguntas, entró en la habitación.

—¿Qué nota?

Ella se acercó al tablón de corcho y tomó la foto. Él, casi sin mirarla, leyó la nota.

—¿Organizasteis un sistema de mensajes secretos con esta foto mía?

Cate arrugó los labios como si se hubiese tragado algo muy amargo.

—Claro que no. Él sabía que… normalmente… yo tomaba esta foto cuando venía aquí.

Ella se sonrojó y eso no la favorecía. Sin embargo, el pelo castaño y liso, que llevaba recogido con una trenza, los ojos azules, la boca tan dulce como decían que era ella, las magníficas piernas, el precioso cuerpo… Seguramente, se había vestido así para el viaje. Llevaba unos pantalones cortos marrones, una camiseta tostada que se ceñía a todas las curvas de su cuerpo y unas sandalias planas con tirillas. Aunque la verdad era que siempre se vestía para estar cómoda. Trent decía en broma que por eso se había hecho médica, que no había nada tan cómodo como llevar siempre una bata.

—Entonces, te interesa mi foto —afirmó él mientras quitaba el post-it y lo arrugaba.

—Más bien, me desconcierta. La miro y me pregunto cómo es posible que dos hombres con todas las ventajas que puede dar el dinero acaben siendo… Trent y tú.

Él iba a replicar algo ingenioso cuando se oyeron unas ruedas sobre la gravilla y el ronroneo ronco de un motor. Él se guardó la foto en el bolsillo, fue hasta la ventana y apartó lo justo un visillo para ver el vehículo negro en el camino. El primer hombre que se bajó era alto y fuerte y empuñaba una pistola negra. Justin no tuvo ninguna duda de que trabajaba para los Wallace. Dejó escapar un improperio en voz baja y la agarró del brazo mientras salía de la habitación.

—Tenemos compañía y puedes estar segura de que no es un comité de bienvenida. Vamos.

Él esperó resistencia, pero ella se limitó a levantar la maleta con una mano y dejó que la llevara por el pasillo hacia la parte trasera de la casa. Cuando entraron en la cocina para salir por allí y agarrar la mochila que había dejado él, oyeron un golpe en la puerta principal. Él se colgó la mochila y abrió la pequeña puerta que llevaba a lo que fueron los aposentos del servicio. El estrecho patio estaba vacío y no había nadie en el camino que llevaba a la puerta del muro trasero. Quedarían ocultos durante unos ocho metros, pero luego, desde allí hasta la puerta, los vería cualquiera que mirara desde el coche. En el mejor de los casos, todos los ocupantes del coche estarían dentro de la casa y nadie miraría afuera, pero lo más probable era que alguien se hubiera quedado dentro del coche o estuviera comprobando el garaje y el dormitorio. En el peor de los casos, uno de los hombres podría estar vigilando la puerta por fuera y ellos no lo verían hasta que salieran al callejón, donde lo esperaba su moto. Sin embargo, oyó pasos en el pasillo y comprendió que no podían quedarse donde estaban. Salió y sujetó la puerta hasta que Cate también lo hizo. Luego, la cerró con mucho cuidado. La tomó de la mano otra vez y avanzó pegado a la casa mientras oía los ruidos de dos o tres hombres dentro de la casa.

—¿Preparada para divertirte un rato, doctora? —le preguntó cuando llegaron a la esquina.

Ella, con los nudillos blancos de agarrar la maleta, tragó saliva y asintió con la cabeza. Él hizo un gesto con la cabeza y empezaron a correr hacia la puerta herrumbrosa. Ella no podía correr tanto como él ni mucho menos, pero la agarró del brazo y casi la arrastró. Cuando llegaron a la puerta abierta, la soltó y le dio el casco extra que llevaba siempre.

—Póntelo.

Él se puso su casco y sujetó la maleta con un cordón elástico. Ella seguía intentando ponerse el casco, pero él la levantó y la montó en la moto.

—¡Eh!

—No es una operación a corazón abierto, doctora, y tenemos que largarnos de aquí.

Él pasó la pierna por el espacio que le quedaba y arrancó la moto. Miró hacia atrás para ver si ella estaba bien colocada, pero vio un movimiento por el rabillo del ojo y se oyó un disparo. La bala pasó entre los dos y se hundió en un trozo de cemento al otro lado del callejón. Justin aceleró, soltó el embrague y la moto salió disparada. Condujo como un demonio por cuatro manzanas de callejones sin frenar casi en los cruces hasta que giró en ángulo recto y entró en una carretera ancha con poco tráfico, pero con edificios militares y de la policía. Estaba cerca de su destino. Giró dos veces a la derecha y se metió en una calle atascada que trascurría junto a barcos de crucero, tiendas de buceo y hoteles. La velocidad bajó mucho por los coches, las motocicletas y los turistas. Con los nervios a flor de piel, vigiló el tráfico tanto por delante como por detrás hasta que cruzó por debajo de un paso elevado para peatones. Entonces, aceleró al máximo, se cambió de carril por delante de un Volkswagen escarabajo, subió la rampa para discapacitados, cruzó el paso elevado por encima, llegó a una puerta abierta y se encontró con un muro de cemento. Frenó y clavó la rueda delantera justo antes de que tocara el muro. Apagó el motor, se bajó, se quitó el casco y se pasó los dedos entre el pelo con una ligera sonrisa.

—¡Vaya! Esta vez voy a matar a Trent.

Tuvo que apoyarse en el muro porque le flaqueaban las rodillas y tomó un par de bocanadas de aire. Cate también se bajó de la moto. Estaba más entera que él, pero, al fin y al cabo, era médica de urgencias y todos los días se encontraba alguna vez entre la vida y la muerte… aunque empezaron a temblarle las manos y comprendió que no eran su vida o su muerte.

—¿Esos hombres eran policías?

—Lo dudo. Si nos hubiesen disparado unos policías, no habríamos llegado hasta aquí —Justin se apartó del muro y soltó la maleta de ella—. ¿Llevas un traje de baño?

Ella parpadeó, aunque fue la única muestra de sorpresa por el cambio de tema.

—Claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque tenemos que pasar desapercibidos y en esta zona de la ciudad casi todas las mujeres van en traje de baño —él hizo un gesto para demostrarle lo que acababa de decir—. Póntelo.

Ella abrió los ojos como platos con un recato anticuado y muy bonito.

—¿Aquí?

Él sonrió. Sería divertido que Cate Calloway se desnudara en la calle, pero eso no ocurriría jamás.

—Hay cuartos de baño un poco más abajo, en la tienda de buceo. Vamos.

Una rampa y una escalera llevaban a la tienda de buceo. Había buceadores en el embarcadero comprobando el material y los empleados de la tienda entraban y salían para llevar bombonas de aire y dar algunos consejos antes de que zarpara el barco de la tarde. A él le habría gustado tener su equipo y unirse a esa gente. Aquellos hombres nunca los buscarían debajo del mar.

Naturalmente, la doctora no sabía bucear, pero tampoco era responsable de ella. Estaría encantado de pagar lo que fuera para que se montara en el próximo avión que saliera de allí. Cualquier cosa menos tener que lidiar con ella, pero no lidiar con ella nunca había sido sencillo.

Una vez en la tienda, le señaló el cuarto de baño y se acercó al hombre que estaba en el mostrador. Mario levantó la mirada con cierta sorpresa.

—No he visto tu nombre inscrito para esta inmersión. ¿Qué tal estás?

—Bien, pero esta vez no voy a bucear. Estoy con una… amiga que todavía no conoce el placer de bucear.

—Tiene que ser… una buena amiga para retenerte tanto tiempo fuera del agua. ¿Dónde está? ¿La tienes escondida para que no te la robemos?

—En el cuarto de baño. Acabo de recogerla en el aeropuerto y me gustaría dejar aquí sus cosas mientras vamos a comer algo.

Mario rebuscó debajo del mostrador y sacó un candado con una llave.

—Toma. Usa cualquier taquilla vacía.

—Gracias. También necesito una camiseta.

Justin tomó la llave, se quitó la mochila y la camiseta y se puso la que le había dado Mario. Era azul, con una sirena sonriente y la leyenda Los buceadores lo hacen hasta el fondo. La pagó y miró hacia el embarcadero.

—Hay mucha gente…

—Habituales de Luisiana y Argentina. El grupo de buceadores sin pareja. Seguramente, habrás buceado con todos ellos.

Él volvió a mirar dentro de la tienda. No quería que lo reconociera nadie excepto los empleados. En ese momento, era importante que pasara desapercibido.

Un par de mujeres con trajes de neopreno salieron del cuarto de baño. La vestimenta negra resaltaba sus curvas y, una al lado de la otra, tapaban a la mujer que iba detrás, hasta que se dirigieron hacia el embarcadero. Ella era esbelta, con unos pechos muy bonitos, unos bíceps bien definidos y el abdomen plano. Llevaba una camisa blanca desabotonada para mostrar la parte superior de un biquini con un dibujo hawaiano de colores intensos: rojo, azul, morado, amarillo y algunos trazos naranjas. Un sombrero de paja le cubría la cabeza y le ocultaba la cara, pero los pantalones vaqueros cortos y desteñidos no ocultaban casi nada de sus piernas, que acababan en unas chancletas y unas uñas de los pies pintadas de rojo. La isla estaba llena de mujeres sexys, pero ella conseguiría que los hombres se dieran la vuelta para mirarla… y se dirigía hacia él. Era Cate… Nunca había parecido menos una médica y la conocía desde mucho antes de que lo fuera. Se detuvo a su lado, sin soltar la maleta, y esperó en silencio. Mario dejó escapar un silbido y sonrió.

—Es posible que te retenga fuera de las aguas profundas, amigo, pero ten cuidado de que no te meta en aguas turbulentas.

Justin sonrió, pero fue más bien una mueca de disgusto. Ya estaba en aguas turbulentas. Solo esperaba que Cate no hiciera que hirvieran.

 

 

Capítulo 2

 

Cate protestó por tener que dejar la maleta en la taquilla con candado. Le daba igual que los demás dejaran allí material que valía miles de dólares. Lo que había en la maleta era todo lo que ella tenía en la isla. El estetoscopio era el mejor para captar los sonidos más delicados del corazón; se lo habían regalado sus padres cuando se licenció en Medicina y no creía que pudiera oír nada con uno peor. No usaba mucho maquillaje, pero le costaría un brazo y una pierna reemplazar el que usaba. Además, también estaban sus zapatillas de deporte favoritas, el libro electrónico y el protector solar que impediría que se achicharrara.

—No puedes ir arrastrando una maleta y no llamar la atención —argumentó Justin mientras cerraba el candado y se colgaba la llave del cuello—. ¿Has comido algo? Yo, no.

Ella frunció el ceño y lo miró mientras se alejaba. Luego, echó a correr para alcanzarlo, lo agarró del brazo y se puso delante cuando llegó al pie de las escaleras.

—¿Te has olvidado de que Trent y Susanna han desaparecido, de que La Casa está abandonada y de que nos han disparado?

Eso era algo que todavía le paraba el pulso. Había curado un montón de heridas de bala, pero nunca se había imaginado que ella pudiera ser el objetivo de una. Había sentido que la bala le pasaba casi rozando la cara y había notado el polvo de la pared de cemento.

—No han desaparecido —replicó Justin con una obstinación increíble—. Estarán descansando en algún sitio después de una comida opípara y yo también necesito una comida opípara. Si quieres ayunar hasta que vuelvan, allá tú. Puedes acompañarme mientras como.

Él la sorteó y empezó a subir los escalones del paso elevado para peatones.

—Vago, malcriado y egocéntrico… —farfulló ella quedándose rezagada.

Ella dejó de farfullar cuando llegaron al puente. Delante había un hotel con un césped verde esmeralda, palmeras, flores y una piscina que resplandecía al lado de un restaurante con tejado de paja. Detrás estaba el mar más azul turquesa que había visto en su vida.

—Precioso, ¿verdad?

Justin lo preguntó con su voz grave y rebosante de autocomplacencia de siempre, pero, esa vez, ella no podía contradecirlo.

—Allí está el continente. ¿Ves aquellos edificios? Es Playa del Carmen.

Él apoyó el antebrazo en su hombro para señalarlo y ella captó el olor a sol mezclado con colonia. Era un olor que indicaba claramente el alto nivel adquisitivo de él. Parecía una especie de dios del Sol. Cerró los ojos con todas sus fuerzas y se reprendió a sí misma. No era una necia romántica. Prefería el interior a la superficie. Un hombre tan parecido a él que podían ser gemelos ya le partió el corazón y había aprendido la lección. Además, él no le caía bien, ni ella a él, y se había impuesto un descanso de todo tipo de relaciones, incluso con los hombres que le caían bien.

—No es la primera vez que vienes a Cozumel, ¿verdad?