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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.

UN IRRESISTIBLE LORD, Nº 1 - abril 2013

Título original: The Notorious Lord

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2006.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3092-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

uno

 

Junio 1803

 

Había tomado demasiada sidra para desayunar.

A la señorita Rachel Odell no se le ocurría otra cosa que explicara la aparición totalmente inesperada de aquel hombre desnudo que salió de entre unos sauces a unos cincuenta metros río abajo, y echó a andar hacia ella con todo el aplomo de un caballero que entra en la sala de la viuda de un noble

Rachel pestañeó, se quedó mirándolo y fijó la vista en la botella de barro que tenía en la mano. Sabía que beber alcohol era peligroso, especialmente para desayunar, pero no había querido ofender a la cocinera, que con tanta insistencia le había puesto la botella en las manos mientras comentaba que el zumo de la manzana era lo más adecuado para una mañana calurosa. Rachel no aguantaba la bebida, y menos la sidra de la señora Goodfellow, así que sólo había dado dos sorbos. ¿Sería posible imaginar cosas como lo que había visto con sólo un dedo de alcohol? Se dijo que no. Por lo tanto, lógicamente, aquel hombre debía de ser real.

Levantó la vista y comprobó que así era.

El sol se colaba entre los árboles e iluminaba su cuerpo con sus potentes haces de luz dorada y esplendorosa. Él parecía ajeno a su presencia. Su postura era relajada, y en ese momento levantaba la cabeza, como si quisiera beberse el sol de la mañana. Era alto y perfectamente proporcionado, y se movía con precisión serena y gracia. Se pasó las manos por la cabeza y su cabello castaño rojizo quedó liso y brillante, como el pelaje mojado de una nutria. Entonces se estiró. A Rachel le pareció como un dios pagano que hubiera surgido directamente de la tierra.

Siendo la hija de uno de los anticuarios de más renombre del país, Rachel sabía muchas cosas relacionadas con la adoración a los dioses paganos. Sus padres desenterraban reliquias de culturas diversas, desde Egipto hasta el Rin, y de Grecia a Alejandría. Rachel había aprendido cosas sobre la mitología griega y las deidades romanas en su primera juventud, pero jamás había visto a un hombre que se asemejara más a las criaturas de las leyendas. Hasta ese momento.

Pasó un buen rato fijándose en los contornos potentes de sus hombros, en su pecho ancho, en su estómago plano, en el brillo de su piel morena y en la primitiva fuerza e intensidad que emanaba todo él. Resultaba imposible no darse cuenta de las emociones que aquella inspección le estaba provocando. La garganta se le quedó seca, el corazón se le aceleró y por todo el cuerpo sintió un leve cosquilleo acompañado de una sensación de calor.

Jamás había visto un hombre desnudo en su vida. Había visto estatuas, frescos, dibujos y cuadros como resultado de la poco ortodoxa formación clásica que le habían dado sus padres; pero nunca había visto a un hombre de carne y hueso sin ropa.

El libro que Rachel había estado leyendo se le resbaló de la mano y pegó contra la botella de barro con un leve tintín. En el silencio el sonido se repitió fácilmente. Rachel vio que el hombre se quedaba inmóvil, como un animal que presiente el peligro. Volvió la cabeza y miró directamente hacia donde estaba ella. A Rachel le dio un vuelco el corazón. La emoción que había sentido se desvaneció. Toda vez que en ese momento le vio la cara con claridad, se dio cuenta de que el desconocido era Cory Newlyn, un amigo de la infancia y colega de sus padres. Se avergonzó de no haberlo reconocido antes y sintió una curiosa mezcla de vergüenza y confianza. Y no lo había reconocido porque se había estado concentrando, del modo menos apropiado en una señorita, en su anatomía en lugar de en su cara. Y le había gustado lo que había visto. Era un viejo amigo, después de todo, y una no debía mirar a los amigos de ese modo. Hacía más de un año que no veía a Cory, y no había podido imaginar que fuera a verlo allí, pero él no era la clase de hombre fácil de olvidar. Y teniendo en cuenta lo que había visto, a partir de ese día le costaría mucho olvidarse de lord Newlyn.

Rachel consiguió articular palabra.

—¡Eh, Cory! ¿Qué diantres estás haciendo?

Sus palabras sonaron como el grito de una pescadera en las lonjas de Deptford. Vio que Cory pegaba un respingo y abría los ojos como platos. Arrancó una enorme hoja de lirio acuático de un estanque cercano y se la colocó estratégicamente mientras continuaba caminando hacia ella por la orilla. Como prenda de vestir dejaba mucho que desear, y Rachel decidió fijar la vista en su cara, evitando una sorprendente tendencia a hacerlo en otro sitio.

—¡Rachel! Qué alegría verte aquí —le llegó la voz de Cory, que estaba ya a menos de diez metros de distancia—. Últimamente he estado pensando que sería estupendo vernos más.

—Pues en este momento te estoy viendo casi por completo —le contestó Rachel, colocándose la mano delante de los ojos a modo de pantalla—. ¿Qué estás haciendo así? ¿Dónde está tu ropa? ¡Vete a vestir inmediatamente!

Un poco tarde, Rachel agarró el sombrero de paja de la manta que tenía a su lado y se lo caló bien para que el ala le tapara los ojos. Entonces, al darse cuenta de que no veía nada de nada, se asomó por debajo para ver qué estaba pasando. La escena no era nada tranquilizadora. Lejos de retirarse con pudor tras la cortina de los sauces, Cory continuaba avanzando directamente hacia ella, caminando con brío por el margen del Winter Race como si entrara en el salón de alguna casa de Londres en lugar de estar paseando desnudo por la campiña de Suffolk.

—¡Para! —le gritó Rachel—. ¿No te acabo de decir que te vayas a vestirte?

Cory se detuvo. No estaba a más de dos metros de Rachel y, como estaba sentada en el suelo, los muslos de Cory quedaban justo al nivel de su línea de visión. Tenía el cuerpo firme, bronceado, algo que habría esperado si alguna vez se hubiera parado a pensarlo. Cory trabajaba mucho al aire libre, y la mayor parte de su trabajo implicaba ejercicio físico. No era de extrañar que fuera tan atlético.

Rachel se dijo para sus adentros que no era apropiado pensar tanto en los atributos físicos de uno de los colegas de sus padres. Eso nunca había sido un problema para ella en el pasado, pues la mayoría de ellos eran mayores y sus cuerpos, sin ropa, estarían fofos o tal vez deformados. Ésa no era una descripción que pudiera aplicársele a lord Newlyn.

Rachel trató de pensar en otras cosas, pero se dio cuenta de que no era capaz de apartar la vista del suave espolvoreo de vello dorado que le cubría los muslos. Cuanto más pensaba en lo poco apropiado de su conducta, más se sofocaba, sudorosa y acalorada. Volvió la cabeza y fijó la vista en el tronco de un álamo a pocos metros de allí, obligándose a enderezar sus pensamientos hacia la botánica para apartarlos de la anatomía. ¿Sería un álamo blanco o uno negro? Tenía que acordarse de mirarlo en sus libros de consulta cuando llegara a casa. Las hojas eran muy bonitas, con el envés blanquecino... Empezaba a dolerle el cuello del esfuerzo que estaba haciendo para no mirar a Cory. Lo cierto era que no veía absolutamente nada; pero el resto de sus sentidos, y su imaginación, compensaban con creces el déficit. Sentía los rayos del sol en la cabeza, mientras se empapaba del aroma a pino de las agujas calentándose al sol. Y sin querer empezó a imaginarse a Cory desnudo, tan alto, fuerte y viril.

—¿Por qué sigues ahí? —le preguntó ella—. No quiero hablar contigo en este momento; no mientras sigas sin vestir.

—Entonces te has dado cuenta —dijo él claramente divertido.

—¡Pues claro que me he dado cuenta! —exclamó Rachel—. ¡Tendría que haber estado muy despistada para no dármela! ¿Pero qué estás haciendo aquí, Cory?

—Por favor, deja de dirigirte a mí como si quisieras que me marchara —dijo Cory en tono razonable—. No puedo observar la propiedad y la cortesía al mismo tiempo.

—Prefiero que guardes tanto tu pudor como el mío por el momento —dijo Rachel—. ¿Dónde está tu ropa?

Oyó el suspiro de Cory.

—La he dejado un poco más arriba y he nadado hasta aquí —dijo—. Me apeteció darme un baño, y la verdad es que no esperaba ver a nadie tan temprano. Me gustaría que me prestaras tu manta un momento —añadió mientras se acercaba un poco más a Rachel, aumentando su turbación—. Si fueras tan amable de ayudarme a cubrirme mis vergüenzas...

Rachel emitió un leve chillido de exasperación y tiró de la manta donde estaba sentada para echársela a él.

—¡Toma! ¡Y rápido! ¡Vete!

—Gracias —respondió Cory en tono cortés, pero con un toque de humor—. Y no muevas las manos así, Rae, porque a lo mejor vas a acabar viendo más de lo que esperabas.

Rachel no pudo soportarlo más. Se puso de pie de un salto con el único propósito de poner cierta distancia entre los dos.

Inevitablemente, al saltar así sin mirar y tan impulsivamente, Rachel se chocó con el cuerpo esbelto y musculoso de Cory. Tenía la piel cálida y ligeramente húmeda; pero cuando Rachel sintió el suave cosquilleo del vello estuvo a punto de desmayarse.

—No pasa nada —dijo Cory—, sólo era mi...

—¡Cory! ¡No quiero saberlo! —exclamó Rachel con un hilo de voz—. Me doy cuenta de que somos viejos amigos —añadió con voz temblorosa—, pero hay ciertas cosas que sencillamente no deseo compartir.

Cory se echó a reír mientras se enrollaba la manta. Rachel sabía que se estaba cubriendo, pero se volvió a mirar a otro lado por si acaso.

—Estoy casi listo... —murmuró Cory.

Rachel se volvió hacia él con alivio. Pero como lo hizo unos momentos antes de lo debido, atisbó la curva de sus nalgas. El sobresalto no fue pequeño.

—Pero no del todo —terminó de decir Cory.

—¡Oh, esto es horrible! —Rachel trató de apartarse, pero tenía las rodillas tan débiles que lo único que hizo fue tropezarse con la cesta de la merienda.

Cory la agarró del brazo, muerto de risa, para impedir que se cayera.

—Con cuidado —dijo riéndose—. Si sigues así, uno de los dos va a salir malparado.

—Me las apañaría mucho mejor si te marcharas —le soltó Rachel muy sofocada—. ¡No hace falta que te regodees con el asunto!

—Pues yo creo que te las apañarías mejor si te quitaras ese ridículo sombrero y miraras a tu alrededor con naturalidad —dijo Cory.

—Gracias, pero ya he visto suficiente —Rachel se apartó de él con cuidado y se levantó el sombrero un poco.

Al asomarse vio con alivio que Cory se había enrollado la manta a la cintura a modo de falda. Pero el paño le quedaba bajo, a la altura de las caderas, y aún dejaba mucho al descubierto, aunque sin duda resultara mucho mejor que antes. Vestido, Cory poseía una vitalidad y una masculinidad tan atractivas que ni siquiera una vieja amiga podía pasar por alto. Pero el verlo con tan poca ropa era un sobresalto para los sentidos más básicos.

Al darse cuenta de que continuaba mirándolo fijamente, Rachel carraspeó suavemente y decidió mirarlo a la cara. Cory seguía con aquel gesto burlón en su mirada. Con sus ojos de color gris plateado y su sonrisa pícara, Cory tenía una cara tan atractiva e interesante como el resto de su persona. Había aquellos que decían que Cory Newlyn no era guapo de un modo convencional. Entre otras cosas, no tenía la nariz perfecta puesto que se le había roto durante una expedición, cuando un desprendimiento de rocas había estado a punto de matarlo; la cicatriz que tenía en la mejilla también se la había hecho en esa ocasión. Su rostro era demasiado anguloso para poder decir que poseía una belleza clásica. Sin embargo, ninguna de esas cosas importaba. Él tenía carácter, personalidad, y eso se notaba. Prueba de ello era que las mujeres se tiraban a sus brazos con tediosa regularidad.

Avergonzada por haber sido sorprendida mirándolo, Rachel desvió la mirada.

—Gracias a Dios que es una manta grande —le dijo.

—Me halaga que pienses que necesito algo grande para cubrirme bien —dio Cory con ojos risueños.

Rachel se sonrojó. Había olvidado la tendencia de Cory a sorprender tanto por lo que decía como por lo que hacía. Conocía a la perfección los requerimientos sociales de educación; simplemente a veces elegía no seguirlos.

—Márchate, por favor, Cory —le dijo ella—. No estás visible.

Cory se echó a reír.

—Claro que lo estoy. Pero eso siempre lo has sabido, y sigues apreciándome.

Rachel le lanzó una mirada severa.

—Tal vez seas mi amigo, pero siendo como soy una joven de reputación intachable, no tengo intención de hacer peligrar mi buen nombre dejándome ver en conversación con un mujeriego envuelto en una manta.

—¡Un mujeriego envuelto en una manta! —repitió Cory con sorna—. ¡Qué imagen más delicada!

Rachel lo miró con altivez. Se sentía más segura toda vez que por lo menos aquella manta cubría la desnudez de Cory.

—Tú de delicado tienes poco, Cory —le dijo.

Cory se encogió de hombros.

—Tal vez no —contestó—. Siento haberte molestado, Rae. Veo que aún estás bastante sofocada.

Rachel sabía que era cierto, y el hecho de que él se hubiera fijado en ello le provocaba aún más bochorno.

—Por supuesto que estoy sofocada —dijo—. No esperaba verte desnudo, Cory. Esas cosas no suelen ocurrir entre antiguos compañeros de colegio.

—No, desde luego —dijo Cory—. Debes excusarme, Rae. No tenía intención alguna de asustarte.

—Y pensar que he bajado aquí en busca de paz y tranquilidad —dijo Rachel mientras suspiraba con pesar—. Ya sabes lo difícil que resulta encontrar un poco de soledad en cuanto empieza una excavación. Mamá y papá están tan ocupados cavando de sol a sol desde hace dos semanas —apoyó con suavidad una mano en el brazo de Cory—. ¿Pero qué estás haciendo en Suffolk? —le preguntó—. No esperaba que te unieras a nosotros; te hacía todavía en Cornualles.

—Llegué a Londres el mes pasado —dijo Cory—. Tus padres escribieron una carta a mi club invitándome a unirme a ellos en la excavación —arqueó una ceja con gesto interrogativo—. ¿No te lo dijeron?

Rachel suspiró.

—Supongo que tendrían la intención de decírmelo, pero... ya sabes que a mamá se le olvidan las cosas.

Cory se arrodilló para meter la mano en el cesto de la merienda. Levantó la vista, con un pedazo de pan con queso en la mano.

—¿Te importa?

—¿Que estés aquí o que me robes el almuerzo? —Rachel se echó a reír—. Ninguna de las dos cosas me importa, Cory. Aunque te aconsejaría que en el futuro te vistieras si quieres quedarte aquí. En Inglaterra no es normal ir por ahí caminando desnudo, al menos no en público. Me doy cuenta de que has estado tanto tiempo en el extranjero que has olvidado nuestros convencionalismos.

—Por los cuales jamás me dejé gobernar —dijo Cory, quien seguidamente se estiró con placidez.

Al ver que la manta se le resbalaba un poco, Rachel avanzó rápidamente hacia la orilla.

—Vete —dijo ella—, antes de que te enfríes o de que se te caiga la manta y se lleve consigo lo que me queda de compostura. Hablaremos cuando te hayas vestido.

Cory sonrió.

—Jamás pensé que pudiera oír de tus labios una frase tal, Rae.

—Bueno, sin duda no seré la primera que te lo haya dicho —dijo Rachel, ahogando una sonrisa de pesar.

Conocía a la perfección la reputación de Cory.

Cory se volvió para desandar sus pasos orilla abajo.

—Ya me marcho —levantó la mano con gesto conciliador—. Me disculpo si te he disgustado, Rae.

—No ha sido para tanto —mintió Rachel—; tan sólo una leve sorpresa.

Cory se agachó y sacó otro pedazo de pan y un poco de jamón de la cesta de Rachel.

—Delicioso —dijo después de dar un bocado—. Justo lo que necesitaba después de nadar por la mañana.

Agitó la mano para despedirse y echó a andar.

—Cuidado con los rosales que hay más arriba cerca de la orilla —dijo Rachel de pronto—. Las espinas son muy grandes... —hizo una mueca al oír el ruido de una caída y una maldición ahogada—. ¡Ay, demasiado tarde!

Rachel se sentó cerca de la orilla, contra el tronco del pino más cercano, y cerró los ojos mientras inclinaba un poco la cabeza hacia atrás. La luz del sol le acariciaba los párpados. Una vez que estuvo convencida de que Cory se había marchado de verdad, Rachel aspiró hondo y suspiró largamente, dispuesta a relajarse un poco.

No había esperado que fuera a ver a Cory allí, en aquella excavación de Suffolk. Su madre se había olvidado totalmente de decirle que él iría a visitarlos; pero eso no era ninguna sorpresa, ya que lady Odell no tenía memoria para nada que no fueran sus antigüedades. Podría recitar de memoria los emperadores de Roma en orden cronológico, o ser la experta de más renombre en tumbas egipcias, pero cuando se trataba de asuntos de sociedad, era un auténtico desastre.

La última vez que Rachel había sabido de él había sido seis meses atrás. Lord Newlyn había escrito desde su casa en Cornualles para decir que había regresado de la expedición a la Patagonia y que tenía malaria. Rachel le había enviado una tintura que había preparado ella misma, del mismo modo que había preparado tantos remedios para tratar las más misteriosas enfermedades de sus padres.

Cory había enviado una nota dándole las gracias acompañando a un precioso ramo de rosas, y Rachel había sonreído al recibirlo porque había sido un detalle. El traslado a Suffolk la había tenido muy atareada, y no se había vuelto a acordar de Cory Newlyn hasta que no lo había visto saliendo del río.

Durante los diecisiete años anteriores, Cory había sido un estandarte en su vida, pero uno que iba y venía como una cometa caprichosa. Lord Newlyn era un explorador y un coleccionista de legendaria fama. Según se decía, había luchado con cocodrilos, batallado por su vida con serpientes venenosas, explorado las tierras baldías de los desiertos más recónditos y descubierto tesoros fantásticos. Rachel sabía que mucho de todo aquello eran tonterías. Como anticuario, Cory pasaba mucho tiempo excavando tumbas que sólo contenían polvo y trozos de huesos. Dudaba mucho que las damas londinenses, a quienes se les hacían los ojos chiribitas sólo de oír mencionar el nombre de Cory, lo vieran tan intrépido si lo hubieran visto cubierto de barro hasta las rodillas en medio de un viento huracanado en las Orcadas. Una cosa que tenía que reconocer, sin embargo, era que Cory era muy bueno en lo que hacía. Era un anticuario muy habilidoso, culto y con talento, que también poseía la sorprendente pericia de hallar utensilios interesantes. Muchos hombres viajaban por todo el mundo comprando antigüedades, pero Cory era especial. No era un anticuario que se quedara sentado en su tienda; él siempre quería salir a buscar las piezas.

Rachel suspiró. Sin duda por esa razón Cory estaba allí, en Midwinter Royal. Él sabía que sus padres estaban trabajando en la famosa excavación del cementerio anglosajón, y seguramente querría también formar parte de la excavación. Habría sido muy útil si lady Odell se hubiera acordado de decírselo. Pero eso, pensaba Rachel, no la habría preparado para ver a lord Newlyn desnudo como lo había visto esa mañana. Sólo de pensarlo se estremeció de arriba abajo, sofocada y extrañamente turbada.

Sin la manta donde sentarse, el suelo estaba frío y algo húmedo. Era temprano y el rocío aún cubría la hierba. Rachel se puso de pie, se sacudió la falda y guardó la comida restante en la cesta. Sabía que ya no podría centrarse en la lectura del libro que se había llevado, puesto que su caprichoso pensamiento mostraba la tendencia a deleitarse con la apariencia de Cory que recreaba su imaginación. Sería mejor volver a la casa para ver cómo iba su madre con las maletas.

No se fue por el bosque por miedo a encontrarse con Cory otra vez, sino bordeando el enterramiento de Midwinter Royal, la antigua excavación que había llevado a sus padres a viajar a Suffolk. El sol brillaba en el cielo, bañando el campo con su luz dorada. Aquél iba a ser otro día caluroso.

 

 

Cuando Rachel entraba en casa oyó a su madre hablando en voz alta en el recibidor; la mujer estaba dándole instrucciones al criado sobre las excavaciones de la mañana.

—Y asegúrate de tamizar la tierra de la zanja de ayer, Tom, antes de empezar a cavar en el túmulo largo...

Rachel sonrió levemente. Cuando había aceptado el puesto, el pobre Tom Gough no había tenido ni idea de que ninguna de sus tareas serían convencionales, ni tampoco que todas ellas se centrarían en las excavaciones que se desarrollaban en el campo cercano. Durante los últimos veinticinco años las vidas de lady Odell y sir Arthur habían girado en torno a la búsqueda de antigüedades. Esa excavación de Suffolk era tan sólo la última de la larga lista que llevaban a sus espaldas. Sir Arthur tenía miedo de que la guerra contra Napoleón no los dejara moverse de casa, y contaba historias de la ocasión en la que seis años atrás había tenido que huir de las tropas francesas y abandonar los trabajos que habían estado haciendo en el Valle de los Reyes.

Cuando Rachel se quitó el sombrero de paja y devolvió la cesta a la cocina, fue a ver a lady Odell, que estaba en la biblioteca sacando unas reliquias históricas de una caja grande. Rachel entró despacio en la habitación. El sol brillante de la mañana iluminaba las grietas del techo de escayola y las calvas de la alfombra de lana. Midwinter Royal no era peor que las otras dos docenas de casas en las que Rachel había vivido, y por lo menos era mucho menos vieja y destartalada que muchas de ellas. No tenía expectativas de quedarse allí más tiempo del que se había quedado en otros sitios. Seis meses era mucho para que sir Arthur y lady Odell se quedaran en un solo sitio.

Lavinia Odell era una mujer fuerte en cuyo rostro siempre había una expresión de dulzura. Sus ojos, de un bellísimo marrón dorado, eran su mejor atributo; y afortunadamente Rachel los había heredado de ella. Su cabello era marrón grisáceo, algo más claro que la melena castaña de su hija, y su piel, tan acostumbrada ya al sol y a la arena abrasadores, estaba curtida y bronceada.

—Acabo de encontrarme con Cory junto al río, mamá —le dijo Rachel—. No me habías dicho que fuera a venir.

Lady Odell la miró con gesto confuso.

—¿Ah, no? Recibí una carta ayer mismo diciéndonos que se uniría a nuestra excavación. ¿No te parece sencillamente espléndido? ¿Y dices que ya está aquí?

—Sí, mamá —Rachel sonrió—. Estaba dándose un baño mañanero. Creo que vendrá a verte en cuanto se haya vestido.

—Bien, bien... —dijo lady Odell vagamente.

Sacó lo que parecía la estatua de un gato pequeño. Era un animal marrón y muy delgado, de expresión malevolente, con las patas listas para atacar. Rachel hizo una mueca de asco al verlo.

—Pensé en colocar esto sobre la repisa del salón. Nos dará suerte.

Rachel se estremeció.

—Mamá, no lo hagas, por favor. Lo único que atraerá será a las moscas. Me da la impresión de que huele mal.

Con gesto medio ofendido, medio desamparado, Lady Odell se apretó el gato contra el pecho generoso.

—¡No huele! Esto es una antigüedad del tercer milenio ante de Jesucristo, Rachel.

—Y por eso huele, mamá —señaló Rachel—. El pobre animal lleva muerto varios miles de años, y creo que debería permitírsele descansar en paz ahora. No me extraña que parezca tan malhumorado.

Lady Odell suspiró y dejó el gato en el fondo de la caja de cartón medio vacía, junto a un jarrón griego.

—Bueno, tal vez tengas razón. Los métodos de embalsamamiento no siempre daban buenos resultados.

—No, mamá —dijo Rachel.

Lo sabía todo sobre los antiguos métodos de embalsamamiento, ya que había aprendido muchísimas cosas con sólo acompañar a sus padres en sus viajes. No había aprendido por vocación. Una vez, de pequeña, su tía materna se la había encontrado sentada en la alfombra, chupando un hueso humano que tenía agarrado en su puño pequeño y regordete. El grito de la tía había conseguido que lady Odell corriera junto a su bebé para arrullar con deleite el interés precoz de su hija pequeña por las antigüedades.

Ésa había sido la única señal de interés que Rachel había mostrado por el trabajo de sus padres. A la edad de seis años había elegido que la llamaran Rachel, su segundo nombre, en lugar de Cleopatra, su nombre de pila, y se había negado a contestarle a nadie que la llamara de otro modo. Transportada de un sitio a otro mientras los Odell desarrollaban su excéntrica afición por todo el mundo, Rachel había llegado a detestar la pasión de sus padres. Habría dado lo que fuera por tener un salón lleno de porcelana de Wedgewood, donde no se viera ni una de esas barbáricas máscaras de muertos.

—No creo que las damas del Midwinter estén listas para tus antiguallas, mamá —le dijo—. Dudo que alguien venga de visita si ven tu colección de cráneos anglosajones.

Lady Odell encogió los hombros regordetes bajo la camisa de algodón que siempre se ponía para trabajar.

—De todos modos no tendré tiempo para dedicarme a las visitas, con todo el trabajo que se requiere en la excavación. Eso te lo dejaré a ti, Rachel.

—Pues claro, mamá —murmuró Rachel.

Había sido ella la que se había encargado de atender a las visitas por toda Inglaterra. Era su misión en la vida. Organizar a sus padres, darles órdenes a los sirvientes, tratar con todas las minucias de la vida diaria... Rachel había representado ese papel desde los doce años más o menos.

Siguió a su madre a la puerta de la casa de Midwinter Royal. El día podría describirse como otro caluroso día de junio. La hierba que bordeaba el camino estaba amarillenta por la falta de lluvia, y en el cielo azul no se veía ni una nube. El gallo de la veleta del tejado de la casa estaba inmóvil. En los campos, al sur, Rachel distinguió las figuras de su padre y de un par de sirvientes midiendo el largo de uno de los enterramientos que se desperdigaban caprichosamente entre la casa y el río.

Lady Odell suspiró felizmente.

—Qué día más perfecto para excavar. Después de tantos años, no me acostumbro a cavar con lluvia.

—Por favor, ten cuidado de que las paredes de las zanjas no se te desmoronen encima —dijo Rachel, incapaz de contenerse—. El clima es muy seco. ¿Te acuerdas cuando te quedaste enterrada bajo aquel montón de tierra en el túmulo de Wiltshire, y Cory y yo tuvimos que desenterrarte? Que no te vuelva a pasar. Y la señora Goodfellow y yo tendremos preparado un almuerzo frío para todos vosotros a las doce. Por favor no te olvides, mamá.

Lady Odell le dio unas palmadas en la mano afectuosamente.

—Por supuesto que no, querida mía. Ahora debo volver al trabajo. Tu padre ya lleva más de hora y media fuera.

—Lo vi en la excavación —dijo Rachel—. Mira a ver si lleva el sombrero puesto, mamá. El sol es muy peligroso en esta época del año —entrecerró los ojos para fijarse en la fila de álamos polvorientos que ocultaban el río, y no se sorprendió al ver la figura de un hombre cabalgando hacia ellas—. Creo que Cory ha llegado ya.

—¡Oh, qué espléndido! —lady Odell echó a correr escaleras abajo, acompañada por el alegre tintineo de su collar de cuentas persas.

Rachel la siguió más despacio. La figura que se acercaba se había convertido en un caballero montado sobre un purasangre gris, y Rachel se dijo que, tanto con ropa como sin ella, Cory Newlyn era lo que muchas damas considerarían un espécimen de primera. Y a pesar de su atuendo más formal, Cory seguía estando extremadamente atractivo.

Rachel observó a Cory con gesto de desaprobación. Galopó hasta las escaleras de la casa y se bajó del caballo con un sólo movimiento fluido, consiguiendo que las herraduras del caballo desperdigaron una leve lluvia de grava. Instintivamente Rachel se apartó de en medio y agarró las bridas del caballo. Alguien tenía que hacerse cargo, y Cory estaba demasiado ocupado saludando a lady Odell como para darse cuenta de que su purasangre podría pisotearlos a todos.

Cory sonreía mientras se inclinaba a abrazar a Lavinia Odell. Tenía los dientes blancos y sus ojos grises eran risueños y notablemente brillantes en contraste con su piel bronceada. Cory siempre tenía un aire de calidez y buen talante, y Rachel observó a su madre responder a ello como había visto a las demás damas responder al encanto de Cory una y otra vez. Daba lo mismo que fueran jóvenes o viejas; él las encandilaba a todas.

—¿Qué tal estás, Lavinia? —le preguntó Cory, sosteniéndole las manos a lady Odell a cierta distancia para mirarla bien—. ¡Estás estupenda!

—¡Cory! ¡Querido niño! —Lavinia Odell lo abrazaba y chillaba como una colegiala emocionada—. ¡Nos alegramos tanto de que hayas podido venir!

—No me lo perdería por nada del mundo —dijo lord Newlyn, soltándola suavemente y plantándole un sonoro beso en la mejilla—. Los enterramientos de Midwinter son famosos, ya sabes. Llevo años queriendo meter la pala en esos túmulos, desde que oí hablar del tesoro de Midwinter.

—Si alguien va a encontrar el tesoro, seremos nosotros —dijo Lavinia Odell con emoción—. ¡Lo presiento!

—¿Dónde está el mozo de cuadra, mamá? —la interrumpió Rachel, tratando de controlar al purasangre, que en ese momento ejercitaba un bailoteo nervioso sobre la grava—. Supongo que está en el campo con papá.

—Por supuesto, cariño mío —respondió lady Odell, vagamente confusa, como si lo natural fuera que todo el mundo empleara a sus sirvientes para que hicieran de ayudantes en las excavaciones—. Podría enviar a llamarlo, supongo, pero tu padre necesita que alguien lo ayude a medir los túmulos y...

—Yo me ocuparé de Castor —dijo Cory, que avanzó hacia Rachel con un crujir de grava bajo las suelas de sus botas de cuero.

Le quitó las bridas de la mano y tranquilizó al caballo con una suave caricia en el morro.

—Buenos días, Rachel —continuó Cory, con una sonrisa ligeramente más enigmática que la que le había dedicado a lady Odell; pero al momento la sonrisa se hizo amplia y abierta, como si los rayos del sol quedaran atrapados en las profundidades plateadas de sus ojos—. ¿Tenemos que fingir que no nos hemos visto aún?

Él le tomó la mano, y Rachel experimentó un leve desconcierto al notar que se le aceleraba el pulso ligeramente. Dos imágenes parecieron pasar ante el ojo de su mente: la de Cory en ese momento, totalmente vestido, y la otra, completamente desnudo, saliendo del río, con el agua resbalándole por la piel... Y otra vez se sintió temblorosa y sofocada, como si hubiera sufrido un sobresalto repentino. Incluso le temblaban las piernas.

Tragó saliva, cerró los ojos y gracias a su fuerza de voluntad consiguió que la imagen se desvaneciera. Aquello tenía que ser una aberración. Estaba empeñada en que sus pensamientos no quedaran ofuscados por la desnudez viril y natural de Cory. No deseaba pensar en su amigo de la infancia de ese modo.

Pero aun así, de pronto experimentó la deprimente sensación de que iba a ser un verano mucho más complicado de lo que había imaginado.