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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.

LA AMANTE DEL LIBERTINO, Nº 15 - abril 2013

Título original: The Rake’s Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2006.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3093-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

uno

 

Octubre 1803

 

El hombre que se montó en el carruaje de la señorita Rebecca Raleigh esa noche parecía como si hubiera escapado de una casa de citas.

No era un encuentro que Rebecca hubiera esperado. El carruaje se había detenido brevemente para evitar a dos caballeros borrachos que iban haciendo eses por Bond Street, bajo la fina lluvia otoñal. Rebecca soltó la cortinilla con un suspiro mientras para sus adentros se decía que ojalá no hubiera salido tan tarde del Archangel Club. A esa hora de la noche los jóvenes petimetres salían a la calle en busca de un poco de entretenimiento, y el hecho de que ella fuera en un carruaje que llevaba el emblema del Archangel en la puerta sería una protección contra unos y una provocación para otros, puesto que se sabía que aquél era el club para caballeros más exclusivo de todo Londres.

El coche estaba acelerando de nuevo cuando la puerta se abrió de golpe y un joven se precipitó al interior en una maraña de brazos y piernas. De cerca, y Rebecca pudo verlo muy de cerca, le pareció que tenía unos diecinueve años. Su aspecto muchachil le ablandaría el corazón a cualquier viuda noble: cabello negro, ojos de color avellana y una expresión que de tan dulce era irresistible. También le faltaba ropa, despedía un fuerte olor a una mezcla de vino rancio, perfume barato y tabaco fuerte, y tenía la cara cubierta de manchurrones de carmín rojo, como si hubiera recibido una cantidad excesiva de besos ardientes. Rebecca tuvo ganas de reírse.

En cuanto notó que había una dama en el coche, el joven emitió un sonido semejante al de un gato estrangulado y movió las manos para tratar de cubrir en vano esas partes de su anatomía que evidentemente pensó que la ofenderían. Llevaba puesta la camisa, aunque poco más, y de haberse estado quieto la prenda le habría podido cubrir aquella parte que más deseaba ocultar.

Desgraciadamente, en su confusión, mostró a Rebecca un panorama muy claro de lo que precisamente trataba de ocultar.

Por su profesión, si no en su vida privada, Rebecca había visto cosas mucho peores que un hombre joven semidesnudo; y mientras él se derrumbaba en el asiento, ella se quitó la capa y se la pasó a él con una sonrisa amable en los labios.

—Tome esto —le aconsejó—. Protegerá su modestia y le dará calor. Desde luego se ve que está helado. Hace una noche muy fría para salir sin la ropa adecuada.

El joven se tapó muy agradecido con la capa, aunque seguía mirándola con recelo, como si pensara que pudiera desmayarse, o llamar a un oficial de policía.

Rebecca empujó con los pies el ladrillo caliente y asintió con ánimo. Tras unos segundos de sorpresa, el joven se había envuelto en la capa y apoyado los pies sobre el ladrillo caliente con un suspiro de alivio.

—Gracias, señora —dijo—. Debo disculparme por esta intrusión. Desde luego, debe de haberle parecido algo muy extraño por mi parte.

Se notaba que era una persona educada, con el encanto y la confianza en sí mismo de los aristócratas. Rebecca lo situó sin equivocarse como un joven dandi a quien alguien había sorprendido con una broma pesada.

—Pues sí que me extraña —concedió—, pero estoy segura de que habrá una explicación de lo más sensata.

El joven no parecía tan seguro. Le lanzó una mirada tímida bajo las pestañas exageradamente largas y negras como el carbón.

—Bueno, por supuesto que... —trataba de expresarse como un hombre de mundo, pero su tono resultaba demasiado débil para convencer y el castañeteo de sus dientes no añadía ninguna sofisticación a la ocasión.

—¿Me permite que me presente, señora? —dijo—. Lord Stephen Kestrel, a su servicio —se inclinó hacia delante y le tendió la mano para estrecharle la suya.

En ese momento la capa se le resbaló un poco, y el joven retiró la mano inmediatamente, como si se hubiera quemado.

—Haga el favor de no andarse con formalidades conmigo, lord Stephen —dijo Rebecca con una sonrisa—. Me alegra conocerlo. Soy la señorita Rebecca Raleigh.

Siguió un breve silencio. Rebecca supo que lord Stephen trataba de averiguar, con aquella mínima información, quién podría ser la señorita Rebecca Raleigh. Ella le adivinó el pensamiento por su confusa expresión.

De pronto se encontraba con una mujer soltera que viajaba sola de noche. Iba vestida sobriamente, con sencillez, o al menos eso parecía a la tenue luz que proyectaban las farolas del carruaje. Ella había pasado su primera juventud, pero no era mayor ni por asomo. Hablaba como una dama, pero no sería posible catalogarla como parte de la aristocracia...

Rebecca sonrió para sus adentros y decidió no decirle nada. Si había visto el emblema del Archangel al entrar, estaría pasando a concluir cosas aún más interesantes sobre su identidad. El Archangel Club era un lugar para hombres de la alta sociedad que tenían gustos exóticos y medios económicos para satisfacerlos. Rebecca siempre había conocido la fama de libertinaje del Archangel, pero de todos modos había aceptado el encargo. El negocio era el negocio, y ella tenía que ganarse el pan.

Pero estaba claro que lord Stephen no había visto el emblema de la puerta; y cuando se dirigió de nuevo a ella, la trató como la dama que parecía ser.

—De nuevo me gustaría disculparme, señorita Raleigh —dijo él—. Yo estaba en mi club... —dijo con cierto orgullo, como si el ser un miembro de White’s o de Boodle’s fuera todavía una novedad para él— y algunos caballeros decidieron gastarme una broma —frunció el ceño. Supongo que todos habíamos bebido demasiado coñac, pero en ese momento me pareció divertido. Hicieron una apuesta de que si me daban dos minutos de ventaja, yo podría evitar al grupo y llegar a casa antes de que ellos se lanzaran tras de mí. Por cincuenta guineas les dije que lo haría.

Rebecca lo miró, medio compadeciéndose medio riéndose de la triste figura.

—Supongo que perdió —dijo ella en tono comprensivo.

—Más bien me perdí —dijo lord Stephen con pesadumbre—. Pensé que me conocía bien Londres, pero es muy difícil orientarse de noche y a pie sin un sirviente que te ayude. En poco tiempo salí a Norton Street, donde los demás caballeros empezaron a acecharme, así que me metí en el edificio más cercano, que resultó ser...

—¿Un burdel? —adivinó Rebecca.

Lord Stephen se sonrojó de vergüenza.

—Bueno, sí, supongo que uno podría llamarlo así —se movió en el asiento con incomodidad—. Entré corriendo y esas mujeres se me echaron encima con tal entusiasmo que tuve suerte de salir con vida.

Rebecca dudaba que fuera su vida lo que aquellas damas ligeras de cascos habían perseguido, pero de todos modos sonrió.

—Qué pena —concedió.

—¡Desde luego! —lord Stephen abrió los ojos como platos sólo de pensar en lo que le había pasado.

Rebecca se dio cuenta de que, a pesar de toda su elegancia, lo que le había ocurrido había sido algo totalmente nuevo para él.

—Me desnudaron casi del todo en menos de cinco segundos y entonces quisieron atarme las muñecas a los postes de una cama y... —lord Stephen dejó de hablar—. Pero tal vez no desee oírlo, señorita Raleigh.

—Tal vez no —concedió ella.

—No —lord Stephen parecía abrumado—. No es relato para los oídos de una dama. Afortunadamente conseguí zafarme, pero entonces llegó el oficial de guardia y conseguí escapar...

—Y se metió en el primer carruaje que pasó —terminó de decir Rebecca.

Lord Stephen se mudó de postura con vergüenza.

—Bueno, sí. Le ruego me disculpe, señorita Raleigh, pero ha sido mi única oportunidad para salvarme. Lucas estará furioso conmigo —añadió con pesar.

—¿Lucas? —repitió Rebecca.

—Mi hermano, Lucas Kestrel —le explicó con una sonrisa de adoración en los labios—. Es un tipo fenomenal, señorita Raleigh, todo un vividor. Cuando se entere de lo que ha pasado me echará un buen rapapolvo. Y bien merecido que me lo tengo —suspiró.

—Tal vez no tenga por qué decírselo —sugirió Rebecca—. ¿Si le fuera posible entrar a su casa sin ser visto, cómo iba a enterarse su hermano?

Stephen la miró con un brillo de esperanza en los ojos.

—¿Quiere decir que no me va a delatar? Quiero decir... —empezó en tono entrañable— Señorita Raleigh, es usted una dama admirable.

Rebecca se echó a reír. Lord Stephen Kestrel tenía algo que le provocaba un sentimiento maternal, aunque no podía ser más de cinco años menor que ella. De todos modos, poseía un aire de inocencia innegable.

—No veo por qué voy a tener que contarle nada a su hermano —dijo ella—. Yo no soy su niñera.

El carruaje había continuado su camino en dirección a Clerkenwell, donde vivía Rebecca, pero ella dudaba que aquella fuera la dirección correcta para lord Stephen, que sin duda viviría más bien en un sitio como Grosvenor o Berkeley Square.

—No creo que a mi cochero le cueste tanto como a usted dar con su casa —dijo Rebecca—. Si me da su dirección yo le pediré que nos lleve hasta allí.

Enseguida le dio las órdenes al cochero. Lord Stephen vivía en Mayfair, tal y como Rebecca había anticipado, y muy pronto el carruaje dio la vuelta y tomó el camino del West End londinense. De camino, lord Stephen le confió muchas más cosas sobre sí mismo y su familia; que había vuelto de Cambridge a pasar unos días, que era el hermano pequeño del duque de Kestrel y que además tenía dos hermanos y dos hermanas más; y que su hermano favorito era Lucas, que también era militar y un gran tirador. Cuando entraron en Grosvenor Street, Rebecca estaba harta ya de oír repetir el nombre de Lucas Kestrel. Parecía ser precisamente la clase de caballero que instintivamente le disgustaba, e interiormente agradecía el no tener que conocerlo.

El coche se detuvo delante de una elegante mansión y lord Stephen se asomó por la cortinilla, para retirarse de inmediato mientras maldecía entre dientes.

—¡Narices! —de pronto se dio cuenta de dónde y con quién estaba—. Discúlpeme, señorita Raleigh, pero creo que Lucas está en casa. ¡Qué mala suerte! Esperaba que permaneciera en el club unas cuantas horas más y poder subir a mi dormitorio sin que nadie se diera cuenta.

—¿No podría dar la vuelta y entrar por la entrada de servicio? —le sugirió ella.

Era la ruta más familiar para ella, pero evidentemente a lord Stephen Kestrel no se le había ocurrido, puesto que en ese momento se le iluminó el semblante.

—¡Qué espléndida idea! ¡Vamos, está usted en todo, señorita Raleigh! Estoy totalmente en deuda con usted... —dejó de hablar.

Un clic ominoso anunció que alguien abría la puerta del carruaje desde el exterior. Una ráfaga de viento helado mezclado con algunas finas gotas de lluvia inundaron el interior del vehículo. En el hueco había un hombre con un candil en la mano. Parecía un ángel vengador con la luz iluminándole el cabello castaño rojizo y proyectando sombras sobre sus duras facciones. El hombre paseó su mirada fría de ojos avellanados por Rebecca con gesto apreciativo y desafiante.

Aquel hombre era mayor que Stephen, al menos diez años, pero su rostro apuesto tan parecido al de Stephen le descubrió al instante el parentesco. Sin embargo, había en aquel rostro un toque de dureza que intimidaba, frente al encanto juvenil de Stephen. Ese, pensaba Rebecca, debía de ser el mismo Lucas Kestrel.

Por el atuendo informal que sólo encajaba con el que un caballero utilizaría en el salón de su casa, se veía que aquél había regresado para no volver a salir. Pero la informalidad de su atuendo no contrarrestaba en absoluto su masculinidad. Rebecca se estremeció. Aquélla era la clase de hombre de quien siempre advertían las acompañantes. El instinto le dijo a Rebecca que tuviera mucho cuidado con él. No tuvo dificultad alguna en identificarlo como un libertino redomado.

Rebecca retrocedió al rincón mientras una ráfaga de viento helado soplaba por el interior del carruaje. Lord Stephen se agarró la capa en vano, pues como hacía mucho aire se quedó otra vez medio desnudo y a la luz de la lámpara de aceite sorprendido en toda su gloria.

—¿Stephen? —dijo Lucas Kestrel en tono incrédulo.

Frunció el ceño con gesto funesto. Se volvió a mirar a Rebecca y pareció fijarla al asiento con la dureza de su expresión. Ella sintió una extraña y turbadora sensación en la boca del estómago, un recelo mezclado con un toque de emoción que le aceleró el ritmo cardiaco, y que, a pesar del viento helado, le hizo sentir un extraño calor en el pecho.

—Stephen —repitió Lucas Kestrel de nuevo sin apartar los ojos de Rebecca—. ¿Qué demonios está pasando?

—Hola, Lucas —tartamudeó Stephen—. Yo... me disculpo. Esta situación debe de dar un aspecto horrible... Yo... Ésta es la señorita Raleigh...

—¿Cómo está, señorita Raleigh? —dijo Lucas Kestrel.

Su voz suave y pausada le provocó un escalofrío por la espalda. Una sonrisa poco amigable acompañó al saludo, mientras sus ojos no la abandonaban.

—Creo que no nos conocemos de antes —continuó Lucas Kestrel.

—¿Cómo está, lord Lucas? —dijo Rebecca—. Estoy segura de que es la primera vez que nos vemos. Lo recordaría. Parece que su familia sí que causa impresión.

Ese comentario le ganó otra mirada dura y antipática por parte de Lucas Kestrel.

—Haga el favor de excusarme un momento —dijo lord Lucas con ejemplar cortesía.

Apartó los ojos de ella, y Rebecca pareció poder respirar de nuevo. Se alisó la falda y se ajustó los guantes para disimular un poco; era totalmente innecesario, pero la ayudó a serenarse algo. No había estado lista para recibir el impacto de la presencia de Lucas Kestrel, que la había turbado mucho más que la de cualquier otro hombre.

—Sal del coche, por favor, Stephen —dijo lord Lucas—. Espérame en la biblioteca dentro de media hora. Si no te importa, totalmente vestido.

Rebecca observó cómo Stephen se enrollaba la capa con la olvidada dignidad de un emperador destronado y bajaba del coche con toda la compostura posible. Nada más bajar, el joven se dio la vuelta y le hizo una reverencia de lo más cómica.

—Estoy en deuda con usted, señorita Raleigh —dijo—. Si quisiera darme su dirección, le haría una visita para cumplir con mi sentido de la obligación; y para devolverle la capa, por supuesto...

—Suficiente, Stephen —lo interrumpió Lucas—. Yo me ocuparé de la señorita Raleigh.

A Rebecca no le gustó aquel comentario. Arqueó las cejas con orgullo e, ignorando a Lucas, se volvió hacia su hermano, que ya tiritaba con la fría brisa otoñal.

—Ha sido un placer conocerlo, lord Stephen —dijo—. Me alegro de haber podido serle útil.

Ese comentario consiguió que Lucas frunciera el ceño con gesto ominoso y le dirigiera una mirada de intimidación. Stephen asintió tímidamente, se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras de la entrada, donde un sorprendido mayordomo le sostenía la puerta abierta. Stephen desapareció, pero Lucas no. A pesar de lo nerviosa que estaba Rebecca, logró mirarlo con evidente desdén.

—Le aseguro que no necesito que nadie se ocupe de mí, lord Lucas —dijo ella—. Si hace el favor de cerrarme la puerta del coche, me marcharé a casa. Ya me he retrasado bastante.

En respuesta a eso, Lucas abrió un poco más la puerta.

—Si fuera tan amable de acompañarme adentro, señorita Raleigh —dijo con cortesía—, podríamos continuar conversando en un lugar menos frío.

—No, gracias —respondió Rebecca.

Lucas estuvo a punto de sonreír, y Rebecca se relajó un poco. Le pareció como si no pudiera resistirse. Estaba claro que el hombre tenía sentido del humor, por muy escondido que lo tuviera.

—No ha sido una invitación —dijo Lucas con suavidad.

Rebecca sonrió.

—Ni una aceptación por mi parte —respondió.

Él entrecerró los ojos.

—Baje, señorita Raleigh —repitió en tono más firme.

—No, gracias —repitió de nuevo ella—. Una dama tendría que estar bastante loca como para acceder a entrar en casa de unos caballeros que acabara de conocer.

Lucas apretó los labios y le dirigió unas palabras al cochero antes de meterse él en el coche y cerrar la puerta con firmeza. Inmediatamente el espacio en el interior del vehículo pareció encogerse y el ambiente se tornó de pronto inquietante. Stephen Kestrel no le había parecido a Rebecca ni la mitad de alarmante, ni siquiera habiendo estado medio desnudo. Lucas era otro asunto. Su presencia intimidaba, vestido o no. Rebecca respiró hondo para tratar de calmar los erráticos latidos de su corazón.

El cochero arrancó con un leve traqueteo. Rebecca sintió una oleada de pánico que le subía por la garganta, pero que al momento hizo lo posible por dominar. No podía fingir que la situación pareciera prometedora. Los sirvientes del Archangel Club estaban acostumbrados, y bien remunerados para ello, a recibir órdenes de los caballeros sin discutir. Que ella supiera, Lucas podría ser un miembro también de ese selecto club. Y si a ella se le ocurriera decirle al cochero que diera la vuelta o cualquier otra cosa, el hombre la ignoraría.

A pesar del propósito de que tales pensamientos no se le tradujeran a través de su expresión, algo debía de haber salido a la superficie, puesto que Lucas Kestrel le tendió una mano y le habló con suavidad.

—No tema, milady. Como no quería entrar en mi casa me pareció más sencillo acompañarla yo. Sólo le he pedido al cochero que dé unas cuantas vueltas para que los caballos no se queden helados. Todo esto terminará enseguida, si tiene a bien hacerme caso.

Su tono era equilibrado, pero a Rebecca no se le pasó por alto la amenaza implícita en sus palabras. Levantó el mentón y se dirigió a él en tono cortante, mirándolo con un brillo furioso en sus ojos azules.

—¿Y de qué manera puedo ayudarlo, milord?

Lucas la miró detenidamente, desde el espeso cabello castaño que asomaba por debajo del sombrero hasta los pies calzados con botines de ante beis. La miró con tanta insolencia y tanta intensidad que a Rebecca se le subieron los colores bajo su escrutinio. No estaba acostumbrada a tolerar la impertinente inspección de un libertino.

—Se me ocurren muchas maneras en las que podrías ayudarme —murmuró—, pero de momento sólo me importa mi hermano. De momento —repitió.

Un rubor rabioso teñía ya las mejillas de Rebecca, que decidió someterlo entonces a él al mismo escrutinio. Desgraciadamente para ella el resultado fue nefasto, ya que una vez que había empezado a observar, no era capaz de dejar de mirarlo a la cara.

Resultaba que Lord Lucas Kestrel tenía un rostro llamativo de pómulos altos, cabello caoba oscuro, casi castaño, y unos ojos avellana oscuro que destacaban bajo unas cejas bien marcadas. No era guapo de un modo convencional, pero la suma de todos los elementos resultaba tan poco usual que el impacto era de lo más potente. Rebecca se dio cuenta de que su deseo era continuar mirándolo, y no sólo porque fuera tremendamente atractivo. Ella se ganaba la vida grabando cristal, y como tal tenía facilidad para captar las imágenes más llamativas. Lucas Kestrel tenía un rostro en el que cualquier grabador se perdería, un bello conjunto de líneas y ángulos. En cuanto a su cuerpo, poseía una elegancia compacta que se trasladaría sin dificultad a cualquier escultura o dibujo. Ese cuerpo potente se vería magnífico sin ropa...

Rebecca sintió que se ponía colorada de pies a cabeza, como si alguien la hubiera encerrado en un invernadero. Aquella clase de reacción instantánea ante un hombre no le había pasado nunca. Los artistas como ella estaban acostumbrados a ver el cuerpo humano como un objeto artístico; acostumbrados a permanecer ajenos. Pero ésa no era la palabra que pudiera describir su reacción ante Lucas Kestrel.

Él la miraba con expresión interrogante y una sonrisa en los labios, como si supiera lo que ella estaba pensando. A Rebecca le fastidió que la hubiera pillado mirándolo.

—Es lógico que le preocupe su hermano —se apresuró a decir ella para disimular su vergüenza—. Un joven que se emborracha en su club y participa en una jugarreta estúpida con otros jóvenes, corriendo descontrolados por las calles...

—Y que acaba en brazos de una prostituta del Archangel Club, para practicar el sexo en un carruaje —terminó de decir Lucas por ella—. Sí, señorita Raleigh, si es que ése es su nombre; estoy totalmente de acuerdo con usted. Las proezas de Stephen son alarmantes. Los chicos son así, pero habría preferido que Stephen escogiera otro lugar para pasar el rato que no fuera en las peligrosas manos de las Angels. Serán su ruina.

Rebecca sintió una rabia violenta, que estuvo a punto de hacerle perder el control. Aspiró hondo para calmarse y cuando pudo hablar se complació de que apenas le temblara la voz.

—Me temo que se está confundiendo, milord —dijo ella—. La primera vez que he visto a su hermano ha sido cuando se ha metido sorpresivamente en mi carruaje, hará una media hora, en Bond Street. Al enterarme de la broma pesada de sus amigos, que le habían abandonado en un burdel, accedí a llevarlo a su casa. Ése es el resumen de nuestro contacto —lo miró con gesto desafiante—. Pero basándome en nuestro breve encuentro, puedo asegurarle que su compañía es con mucho preferible a la vuestra.

Lucas se echó a reír.

—Me lo imagino —concedió—. Supongo que Stephen ha sido con usted de lo más encantador, mientras que yo, que tengo mucho más mundo que él, no soy tan inocente como un joven de su edad.

De nuevo la miró de arriba abajo, estudiando la curva de sus pechos bajo el grueso estambre de su vestido pasado de moda, para regresar a la turbadora inspección de sus labios.

—¿Por cuánto lo ha aceptado, señorita Raleigh? —le preguntó en voz baja—. ¿Por cien guineas? ¿Por más? ¿Cuál es su precio?

Rebecca se encogió de hombros, sin saber cómo reaccionar de lo enfadada que estaba.

—Su discernimiento no es tan acertado como cree, milord —le costaba hablar con cortesía, pero los años de trato con los clientes de su tío le habían enseñado a dominar su genio—. Un caballero que no puede diferenciar entre una prostituta y una artesana tiene muy poco discernimiento.

Lucas parecía incrédulo. Se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas a la altura de los tobillos. Rebecca retiró a un lado las faldas para no tocarlo. Él observaba sus maniobras con humor.

—Mi querida señorita Raleigh —dijo—. ¿No cree que los hechos hablan por sí solos? —hizo un gesto señalando el carruaje—. Este coche es propiedad del Archangel Club para uso exclusivo de sus clientes. La encuentro dentro con mi hermano. Él está medio desnudo, apestando a alcohol y a perfume y cubierto de manchas de carmín. Y usted está...

—¿Cómo estoy? —contestó ella—. ¿Totalmente vestida? Se ha dejado llevar por la imaginación, lord Lucas. Los hechos ocurrieron tal y como se los he relatado, como sabrá cuando interrogue a su hermano. Le sugiero que vaya a hacerlo ahora mismo. ¡Su compañía me irrita!

Lucas se estaba riendo.

—Qué modales más encantadores tiene, señorita Raleigh. ¿Los practica con sus clientes, sea a lo que sea a lo que se dedique?

Rebecca se mordió el labio con fuerza. Se le ocurrió que quería hacerle daño, preferiblemente de un modo doloroso y desagradable.

—Mis clientes merecen cortesía, milord —dijo ella—. Usted ha perdido ese derecho a causa de su propia descortesía.

Lucas le dirigió una leve reverencia con gesto irónico.

—Le pido disculpas, señorita Raleigh. ¿Tendría la bondad de explicarme de qué manera la he insultado?

Rebecca le dirigió una mirada furibunda.

—Sin duda está muy claro, milord. Usted es un caballero que posee un gran talento para insultar a una dama. Me arrepiento profundamente de la generosidad que me llevó a brindarle mi ayuda a su hermano. De haber sabido que con ello tendría que departir con usted, no me lo habría pensado dos veces.

Rebecca percibió el destello de su sonrisa.

—Un insulto muy elegante, señorita Raleigh. Se defiende usted con energía. Sin embargo, creo que se está sobrepasando —su tono se volvió cínico—. Ninguna persona que se asocie con las Angels actúa jamás movida por la generosidad. ¿Por qué no se sincera de una vez? Puede estar segura de que Stephen no ocultará la verdad demasiado tiempo cuando hable con él.

Rebecca cerró los ojos y contó hasta diez antes de volver a abrirlos. Lo miró y se dirigió a él en tono mesurado.

—Le aseguro, milord, que el encuentro con su hermano se desarrolló exactamente como le he relatado. En cuanto a mi persona, yo diría que no es asunto suyo. No soy la prostituta que se haya propuesto desplumar a su hermano o arrastrarlo a la perversión moral que evidentemente usted teme. Tampoco estoy empleada en el Archangel Club...

Vaciló un momento, puesto que eso no era enteramente cierto, y Lucas aprovechó su indecisión.

—¿Por qué vacila, señorita Raleigh? Casi me había convencido...

Rebecca se encogió de hombros con rabia.

—Muy bien. La razón por la que estoy en este carruaje es porque voy a hacer un encargo para el Archangel Club. Es un encargo...

Dejó de hablar al ver la expresión sardónica de Lucas.

—Un encargo —murmuró—. Supongo que podría llamarlo así.

—No sé por qué tengo que defender mi virtud ante usted, milord —dijo Rebecca muy enfadada—. No es asunto suyo.

—Desde luego, no tiene que defender nada, señorita Raleigh —concedió Lucas en tono moderado—. Sobre todo cuando hay otras maneras de defender su inocencia.

Antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, él le tomó la mano y, con estudiada parsimonia, le quitó el guante. Su gesto fue tan repentino, tan sensual y provocativo, que Rebecca emitió un gemido entrecortado. Trató de retirar la mano, pero Lucas la tenía bien agarrada, y en ese momento estaba acariciándosela con mucha suavidad. El roce de sus dedos fríos le provocó sin embargo un latigazo por todo el cuerpo. Se sonrojó, un cosquilleo recorría su piel y no pudo ahogar un estremecimiento.

—Verá usted que las mías no son las manos de una dama —dijo ella—, sino las de una artesana.

Rebecca percibió su propio tono de voz algo ronco y rezó para que lord Lucas no se hubiera percatado. Ya era insufriblemente arrogante, como para darle más ventaja.

Él la miró a los ojos, y Rebecca se dio cuenta de que su esperanza era en vano. Lord Lucas Kestrel era un hombre sin duda muy experimentado con las mujeres y sabía el efecto que les causaba. Se lo notó en los ojos.

En ese momento le acariciaba la palma de la mano con el pulgar provocándole un cosquilleo eléctrico por todo el cuerpo.

—Estoy de acuerdo con que son las manos de una persona que se gana la vida trabajando —concedió en tono tranquilo—. Pero no por eso es menos dama, señorita Raleigh.

—No deseo discutir de semántica con usted, milord —dijo Rebecca—. En realidad, no deseo discutir nada en absoluto. Sin embargo, aceptaré sus disculpas.

Lucas la miró fijamente. En su mirada percibió cierta satisfacción que la hizo temblar por dentro. Era consciente de una insidiosa sensación de atracción entre ellos que trató de sofocar con todas sus fuerzas. Sin duda lord Lucas Kestrel era un hombre peligroso.

—Las tiene, señorita Raleigh —dijo en el mismo tono.

Rebecca retiró la mano de las suyas y se aclaró la voz.

—Creo que ya es hora de que se marche, milord —golpeó en el techo del habitáculo para avisar al cochero—. ¡Pare, por favor! Lord Lucas se baja ahora.

Rebecca medio se temió que el cochero del Angel ignorara su orden, pero el carruaje aminoró la marcha obedientemente hasta detenerse. Lord Lucas permaneció sentado observándola con mirada desafiante, como si estuviera retándola a que lo echara físicamente.

—¿Cómo, me quiere abandonar aquí?

—Estoy segura de que podrá recorrer las calles de Londres mejor que su hermano —dijo Rebecca con dulzura—. Y como no tengo deseo alguno de quitarle la ropa no necesitará pedirle ninguna capa a ningún viajero amable.

Lucas sonrió.

—Me está dando ideas, señorita Raleigh.

Rebecca se sonrojó. Las ideas estaban también en su imaginación, eróticas y turbadoras, por mucho que tratara de ignorarlas.

—Pues quíteselas de la cabeza y dese un respiro, milord. Le doy las buenas noches.

Lucas la miró a los ojos largamente. En su escrutinio había algo vigilante.

—No estoy del todo seguro de que me quiera marchar, señorita Raleigh —murmuró.

Rebecca metió la mano libre en el bolso y la cerró sobre la forma fría y reconfortante de su buril de punta de diamante. Lo sacó rápidamente y se lo acercó a la garganta.

—Permítame apremiar su partida.

—¡Maldición! —en la mirada de Lucas se encendió un brillo de humor mientras se fijaba en la afilada punta de diamante—. ¿Pero qué es eso?

—Un buril con punta de diamante para cortar cristal. Lo utilizo para la misma profesión de la que se ha burlado hace un momento —Rebecca tocó la punta del buril con un dedo enguantado—. Los diamantes son la sustancia más dura que el hombre conoce, milord.

Lucas se frotó el mentón con gesto pesaroso.

—Entonces parece que tiene usted algo en común con ellos, señorita Raleigh.

—No creo que ahora tenga duda de cuál es mi profesión, ni de mi sinceridad cuando le digo que quiero que se marche —dijo Rebecca.

—Desde luego que no.

Lucas la miró a la cara y esbozó una sonrisa genuina, encantadora y sin duda peligrosa. A Rebecca se le aceleró el pulso mientras él le hacía una leve inclinación.

—Muy bien, señorita Raleigh, ahora la voy a dejar; pero me ocuparé de que le sea devuelto lo que es de su propiedad.

—Por favor, no se moleste —dijo Rebecca.

—No es molestia alguna. Las capas son caras, particularmente para una dama que se ve obligada a ganarse la vida. Yo mismo se la devolveré en persona.

Rebecca sintió rabia de nuevo.

—Le ruego se ahorre la incómoda tarea enviándomela con un sirviente. Sin duda eso sería mucho más apropiado.

Rebecca notó la gracia que le hacía a Lucas haberla irritado de tal modo.

—Eso sería un mal detalle. ¿Será tan amable de darme su dirección, señorita Raleigh?

—Desde luego que no —respondió Rebecca.

Lucas suspiró.

—La averiguaré de todos modos.

—Pero no de mis labios.

Lucas suspiró de nuevo.

—Entonces la dejo, señorita Raleigh, con la promesa de volver a verla muy pronto.

Abrió la puerta del carruaje y saltó sin molestarse en bajar los escalones. Lo último que Rebecca vio de él fue una figura espigada bajo la luz de una farola.

Se recostó en el asiento cuando el carruaje se puso de nuevo en movimiento y suspiró con impresión. No se arrepentía de haber ayudado a Stephen Kestrel, que parecía un joven muy agradable. Su hermano mayor era harina de otro costal. Prepotente, confiado, con un rostro como el de un ángel caído y un gesto que amenazaba con hacerle perder la sensatez... Rebecca sacudió la cabeza. Su lema siempre había sido mantenerse apartada de los caballeros como Lucas, hombres libertinos y peligrosos que serían capaces de arruinarle la vida a una mujer que tenía que ganársela como ella.

Esperaba que no volviera a buscarla; aunque sabía que lo haría.

 

 

Lucas Kestrel miraba a su alrededor con cierta perplejidad. Entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba. Había pasado todo el trayecto centrado en la señorita Rebecca Raleigh hasta el punto en que se había olvidado de todo lo demás. Que él supiera podrían haber estado a medio camino en la carretera entre Londres y Brighton. No recordaba la última vez que le hubiera ocurrido eso al conversar con una mujer.

Echó a andar. Sabía que pronto vería algún sitio conocido. Después de conducir su regimiento por medio Egipto, no le preocupaba perderse en las afueras de Londres. Lo único que le pesaba era no haberse puesto un abrigo. Eso demostraba una falta de previsión. No había pensado que la señorita Raleigh pudiera ocuparle tanto tiempo, y menos aún que acabara echándolo de su carruaje.

Sonrió con pesar. La señorita Raleigh le resultaba una fascinante combinación de confianza y vulnerabilidad, de fuerza e inocencia. Cuando había posado sus ojos en ella por primera vez, había percibido con el corazón la fuerza de su mirada. Jamás había conocido nada igual.

Había tenido pruebas suficientes esa noche de que la señorita Raleigh no era una prostituta. A pesar de la extraña circunstancia de haberla encontrado montada en un coche del Archangel Club, su apariencia y su manera de actuar eran totalmente opuestas a las de una cortesana. Cualquiera de las Angels preferiría estar muerta antes de dejarse ver con el raído refinamiento que caracterizaba el atuendo de la señorita Raleigh. Y no por ello dejaba de ser atractiva. Lucas sospechaba que, adecuadamente vestida, la señorita Raleigh podría ensombrecer a muchas de las acreditadas bellezas de aquella temporada. Bajo aquel sombrero tan feo había asomado parte de una lustrosa melena rojiza; su figura era muy bonita y sus ojos azules sorprendentes. Se había fijado. Por supuesto que sí. Ningún hombre de sangre caliente sería capaz de mirarla y no sentir cierto interés; ninguno podría mirar aquellos labios sin desear besarlos...

Si la señorita Raleigh se defendía de todos los que se acercaban a ella con tal efectividad, entonces tales pensamientos eran inútiles. A lo largo de su carrera militar Lucas había sido amenazado por muchas armas, pero aquélla era la primera vez que alguien lo amenazaba con un buril de punta de diamante para grabar cristal. Aceptó con pesar que se lo había merecido por tentar a la suerte. Él la había desafiado; y ella le había respondido con una valentía y una serenidad que se habían ganado su admiración. Lucas se sonrió. No le había gustado a la señorita Raleigh, pero de todos modos no se había mostrado indiferente a él como hombre. Eso no se lo había podido ocultar. Él se lo había notado en la mirada cuando la había tocado; en el gesto vulnerable que ella no había sido capaz de ocultar.

Finalmente llegó a Grosvenor Square y subió corriendo las escaleras de su casa. Byrne, el mayordomo, vio que llegaba con la chaqueta mojada pero no hizo ningún comentario salvo arquear las cejas levemente. Los sirvientes estaban acostumbrados a que Stephen llegara de cualquier manera. Ver a Lucas llegar del mismo modo era muy, muy extraño.

Stephen lo esperaba en la biblioteca, impecablemente ataviado con unos pantalones de ante y una chaqueta azul del mejor paño. Lucas se quitó la suya y se la pasó al lacayo antes de acercarse él mismo a la mesa para servirse una copa de coñac. Movió la copa en dirección a Stephen.

—¿Quieres una, hermanito?

Stephen asintió. Una sombra de recelo apagaba su mirada mientras observaba a Lucas servirle la copa. Aceptó la bebida con una palabra de agradecimiento y esperó a que su hermano se hubiera sentado junto al alegre fuego antes de hacerlo él también.

Lucas se recostó con un suspiro, se quitó el pañuelo y estiró las piernas hacia el calor de las llamas, en las que fijó su mirada. Llegado ese momento estaba más que convencido de que la señorita Raleigh le había estado diciendo la verdad y desde luego no creía a su hermano capaz de mentir. Sin volver la cabeza, se dirigió a él.

—¿Cuéntame, Stephen, cómo es que te encuentro llegando a casa en un coche del Archangel Club?

Por el rabillo del ojo, vio que Stephen pegaba un respingo mientras maldecía entre dientes. Estaba pálido y lo miraba con gesto suplicante.

—¿El Archangel? Pero no tenía ni idea... Quiero decir... ¡Ay, Dios!