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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.

ODIO Y PASIÓN, Nº 1 - abril 2013

Título original: True Colors

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3094-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Si las cosas hubieran salido de diferente manera, no habrían vuelto a encontrarse. Si el barco de él no hubiera atracado tan temprano en Plymouth, o si ella no hubiera escogido aquel día en particular para su viaje a Somerset, o incluso si la búsqueda del bolso perdido de la señorita Frensham se hubiera demorado cinco minutos más, el accidente nunca habría ocurrido y ambos se habrían cruzado sin enterarse. Y más tarde, durante la Temporada, en algún agobiante salón, una curiosa matrona habría clavado en ella su penetrante y ávida mirada para decirle:

—Hoy he visto a lord Mullineaux en el parque. ¿Sabía usted que ha vuelto a la capital, lady Carberry? Tengo entendido que había tenido algún trato con él antes, ¿verdad?

Y Alicia, lady Carberry, habría respondido con tono inexpresivo:

—¿Lord Mullineaux? No, no era consciente de que hubiera regresado a Inglaterra. Pero, por supuesto, nuestro trato no fue tan íntimo como para que se haya visto obligado a informarme de su vuelta…

Y Mullineaux, al escuchar en el club el respetado nombre de Alicia Carberry, no habría dicho nada, pero sí que habría meditado sobre lo mucho que podía comprar el dinero: incluso el honor en una sociedad que tanto disfrutaba con los escándalos.

Pero eso no fue lo que ocurrió, ya que el destino, que los había juntado en un principio para volver a separarlos, dictó otra cosa bien distinta.

Capítulo Uno

 

El accidente sucedió en un tramo de la carretera que los vecinos denominaban Verney Drove, en una curva en la que el camino abandonaba su curso recto por las llanuras de Somerset para rodear una pequeña colina. Ambos vehículos llevaban demasiada velocidad y ninguno vio al otro hasta que fue demasiado tarde. El carruaje apareció tan de repente y pasó tan cerca de la pequeña calesa que sus caballos se encabritaron. El primer vehículo a punto estuvo de volcar: de hecho, hundió una rueda en la cuneta e inmediatamente se oyó el chasquido del eje al quebrarse.

Durante unos instantes, todo fue pánico y confusión mientras el mozo saltaba a tierra para sujetar y tranquilizar a los aterrados caballos, ya que el cochero se había enredado con las riendas. Al mozo le estaba costando dominar a los caballos y pidió ayuda. El cochero no tuvo más remedio que cortar las riendas para saltar del pescante directamente al barro.

Mientras tanto, el conductor de la pequeña calesa había refrenado su propio tiro con una habilidad que habría resultado admirable bajo otras circunstancias. En seguida había entregado las riendas a su criado con la orden de que siguiera camino hacia el pueblo más cercano y diera parte del accidente. A continuación, saltó a tierra y corrió hacia el carruaje, justo cuando el cochero, sacudiéndose el agua como un perro y jurando horriblemente, ayudaba a su mozo a sujetar los caballos.

Para cuando el caballero se materializó al lado de los dos criados, los caballos se mostraban ya más tranquilos y el mozo lanzaba una dubitativa mirada al carruaje, sin saber si quedarse allí para sujetarlos o correr a rescatar a los viajeros. Aquella tarde de febrero era inusualmente cálida después del largo y frío invierno: las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer de un cielo plomizo, amenazando con convertir el camino en un lodazal. El caballero evaluó el escenario de un rápido vistazo y se volvió hacia el cochero:

—Quedaos los dos con los caballos. Mantenedlos bien sujetos mientras yo rescato a los pasajeros. ¿Cuántos son? —con la lluvia resbalando a chorros por su capote, se apartó el pelo empapado de la frente. En la súbita oscuridad de la tormenta, cochero y mozo apenas podían distinguir su rostro, pero ninguno de ellos se atrevió a preguntar quién era: simplemente reaccionaron a su voz de autoridad.

—Son dos, señor —le informó el cochero—. Dos damas.

El caballero juró entre dientes y concentró su atención en el carruaje, de moderno y elegante diseño. Basculado como estaba hacia un lado, con dos ruedas en la cuneta y las otras dos en la carretera, resultaba más que obvio que habría que moverlo con otro vehículo. Los caballos también eran de gran calidad, aunque no de raza tan buena como su propio tiro. A esas alturas ya estaban del todo tranquilos: bajo la lluvia ofrecían un aspecto triste, abatido. Uno, el de la izquierda, relinchó suavemente y bajó la cabeza para comer la escasa hierba que crecía al borde de la cuneta.

El caballero ya había llegado hasta la puerta cuando se abrió de pronto desde dentro. La figura de una dama de edad apareció en el hueco, alzando la voz por encima del rumor del viento en quejumbrosa protesta. Las palabras se perdieron, pero su significado era claro; era incapaz de bajar, porque el carruaje estaba tan inclinado que la escalerilla no llegaba al suelo… y además era demasiado mayor y demasiado pequeña para pensar en saltar.

—¡Oh, qué horror! —exclamó con un temblor en la voz que denotaba un incipiente ataque de histeria—. Esto es absolutamente intolerable. Jack, ¿dónde estás? ¡Ayúdame inmediatamente a bajar antes de que me desmaye!

Su mirada se posó en aquel momento en el desconocido, poco más que una alta sombra destacándose en lo oscuro… y por un momento pareció como si fuera a desvanecerse de miedo o a gritar pidiendo ayuda. Al final, sin embargo, se impuso el sentido común.

—Usted, señor, quienquiera que sea… ¡ayúdeme a bajar en seguida! ¡Oh, esto no hay quien lo soporte! ¡La escalerilla no llega al suelo!

Percibiendo el pánico que se escondía detrás de sus palabras, el caballero se apresuró a atenderla. Sin más preámbulos, la alzó en vilo y la bajó a la carretera.

—¡Qué impertinencia la suya, señor!

La dama hizo un desesperado gesto por sujetarse el sombrero mientras miraba a su alrededor buscando su bolso. Estaba temblando de miedo, y el caballero experimentó una doble punzada de arrepentimiento. Primero, por haber causado el accidente, y segundo por haber sometido a tan dura prueba a un ser tan frágil.

—Le suplico me perdone, señora —hizo una elegante reverencia que pareció una incongruencia en aquellas circunstancias—. Le ruego acepte mis disculpas tanto por el accidente como por cualquier aflicción que haya podido causarle. Permítame que me redima ayudándola.

Su voz era ronca y atractiva, y la extremada sensibilidad de la señorita Frensham empezó a sentirse algo aliviada. Aunque de corazón tímido, la necesidad de ganarse la vida la había enseñado a ser práctica. Dejó que el caballero la tomara delicadamente del brazo y la situara a un lado del carruaje, al abrigo del viento y de la lluvia. Se recordó que sus atenciones eran las apropiadas; parecía un hombre de confianza y, lo que era más importante, de buena familia.

—Permítame presentarle mi persona a la vez que mis disculpas, señora mía —continuó el caballero—. James Mullineaux, enteramente a su servicio. Es necesario que la pongamos a resguardo, pero primero… ¿me equivoco al suponer que había otra dama con usted en el carruaje?

No había rastro alguno de alarma o urgencia en su voz. La señorita Frensham, por el contrario, se llevó una mano a la boca al tiempo que soltaba un grito de horror.

—¡Alicia! Oh, ¿cómo he podido ser tan desconsiderada? —agarró a James Mullineaux del brazo, en un gesto de urgente súplica—. Oh, por favor, señor, ¿podría ver qué es lo que ha sido de ella? ¡Ambas caímos al suelo cuado el coche basculó y yo no podía reanimarla! ¿Cómo he podido olvidarme? ¡Soy un verdadero monstruo!

Sus palabras se disolvieron en un sollozo de aflicción. Una vez más miró a su alrededor con gesto desesperado, buscando un pañuelo.

—No se aflija, señora —Mullineaux le puso su pañuelo bordado en la mano—. Ha sufrido usted una fuerte impresión y su reacción es perfectamente normal. Espere aquí, que voy a buscar a su amiga.

—Ella está a mi cargo… —lloriqueaba la señora Frensham, inconsolable—… ¡y yo debería haberme ocupado de ella! Oh, ¿qué dirá lady Stansfield? ¡Nunca más podré volver a mirarla a la cara…!

Aquellas palabras suscitaron un extraordinario efecto en el caballero, aunque la señorita Frensham se encontraba demasiado afectada para notarlo. Hubo un momento de absoluto silencio, hasta que él preguntó con tono inexpresivo, neutral:

—¿Lady Stansfield, señora? ¿No se tratará por casualidad de la condesa viuda de Stansfield?

La señorita Frensham asintió mientras se enjugaba las lágrimas con una punta del pañuelo, empapado ya por la lluvia. Estaba demasiado alterada y preocupada para darse cuenta de que aquella digresión sobre título y rango resultaba ciertamente absurda en las presentes circunstancias.

—Milady es abuela de Alicia, a la que profesa un gran afecto. ¡Y yo que le prometí que cuidaría de ella!

—Lady Carberry no es precisamente una niña —comentó Mullineaux secamente, con más sinceridad que tacto—. Es de esperar que sepa cuidarse a sí misma… ¡En el pasado, desde luego, siempre se las ha arreglado perfectamente bien!

—¿Conoce usted a lady Carberry, señor?

Mullineaux no respondió y, por un instante, la señorita Frensham tuvo la insólita impresión de que iba a dar media vuelta para marcharse. De repente el caballero pronunció con tono brusco:

—Conocí a lady Carberry antes de su matrimonio.

La señorita Frensham se lo quedó mirando sorprendida, sin entender, pero Mullineaux no dijo nada más; simplemente trepó ágilmente al carruaje y desapareció en su interior.

Dentro del coche, el suelo estaba acusadamente inclinado hacia el lado de la cuneta. Estaba resbaladizo por la lluvia y no había luz alguna. Agarrándose con una mano a la puerta, esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad.

Alicia Carberry yacía en la esquina más alejada del carruaje. Un leve resplandor resaltaba la palidez de su rostro. Mullineaux se acercó lentamente resbalando con cuidado por el suelo en cuesta, agarrándose a los asientos tapizados de terciopelo. El crujido de la carrocería al asentarse aún más profundamente en la cuneta no resultó precisamente muy tranquilizador. La lluvia tamborileaba sin cesar en el techo.

Por fin fue capaz de arrodillarse al lado de Alicia Carberry y pensar en lo que haría a continuación. Estaba inconsciente pero seguía respirando con normalidad; dudaba que estuviera gravemente herida. Sin embargo, le resultaría imposible revisar sus heridas sin sacarla antes del carruaje. Le parecía poco digno arrastrarla por el suelo, pero no podía alzarla en vilo por miedo a que el coche volcara del todo. Por otra parte, en su actual estado apenas notaría nada… Aparte de que no se sentía particularmente inclinado a tratarla con una especial consideración.

Mullineaux se las arregló para arrastrarla hacia la puerta: una vez allí, nada más fácil que saltar a tierra y sacarla en brazos. No se movió apenas y él casi se alegró de ello, porque de esa manera le ahorró la lógica aflicción y confusión que habría experimentado de haber recuperado la consciencia.

Era sorprendentemente liviana y Mullineaux se sorprendió pensando con sombrío humor que sus años como viuda rica no parecían haberle pasado factura. Con aquella oscuridad, no podía distinguir su rostro con claridad. No importaba, porque recordaba perfectamente sus rasgos. Lo que sí resultó desconcertante fue la sensación de tenerla en sus brazos, después de siete años.

—Conocí a Lady Carberry antes de su matrimonio...

Era una ridícula confesión de labios del hombre con quien había estado comprometida y del que se había separado en circunstancias tan extraordinarias como escandalosas, cuando ella lo abandonó por un hombre acaudalado y lo suficientemente mayor como para ser su padre. Mullineaux, que había estado ausente del país desde entonces, no pudo menos de reflexionar desapasionadamente sobre aquella irónica jugada del destino: que casi la primera persona con la que se había tropezado a su regreso a Inglaterra hubiera sido precisamente la mujer a la que había deseado evitar a toda costa.

Había dado por hecho que terminaría encontrándose con Alicia Carberry algún día. Tenía intención de volver a ocupar su lugar en la alta sociedad, y era bien consciente de que lady Carberry era uno de sus grandes personajes y seguiría siéndolo por muchos años. Sin embargo, había confiado en que le resultaría fácil evitarla y tratarla con una fría cortesía si sus caminos llegaban a cruzarse. El pasado, después de todo, estaba muerto. Y muerto estaba también cualquier sentimiento que alguna vez le hubiera profesado.

En ese momento, mientras la sostenía reacio en sus brazos, no podía sentirse más contrariado por la situación en la que parecía haberle colocado el destino. Pero eso no era todo. Traicionera, peligrosamente, empezaba a ser cada vez más consciente del aroma de su piel, del roce de su cabello en su mejilla, de la confiada manera en que su cabeza se apoyaba en la curva de su hombro. Resultaba intolerable que pudiera seguir sintiendo alguna atracción hacia ella, sobre todo cuando su mente racional le recordaba constantemente lo mucho que le desagradaba.

La señorita Frensham surgió entonces de las sombras. Había recuperado su bolso y la compostura, pero también había empezado a temblar de frío y tenía un aspecto extremadamente frágil.

—¡La ha rescatado! ¡Alabado sea Dios! Pero… —inclinándose sobre Alicia, le apartó el cabello mojado de la cara—… ¿está gravemente herida, caballero?

—No tengo ninguna duda de que sobrevivirá —replicó fríamente Mullineaux—. Parece que lady Carberry ha recibido un golpe en la cabeza, pero no creo que sea nada serio, y dudo que se haya roto algún hueso. Puede estar segura de que posee la suficiente fortaleza como para soportar situaciones peores que ésta —de repente miró detenidamente a la señorita Frensham y su tono se suavizó—. Pero está usted empapada, señora, y aterida de frío. Seguro que la villa más cercana tiene un buen surtido de posadas donde alojarse. Si fuera capaz de caminar un pequeño trecho, yo podría llevar a lady Carberry en brazos. Una vez allí, podremos llamar inmediatamente a un médico.

La señorita Frensham no puso objeciones a su plan. La villa de Ottery distaba unos quinientos metros de allí, y aunque era poco más que una aldea, era de esperar que encontrarían refugio. James Mullineaux transportó su preciada carga con una delicadeza fruto del disgusto, que no del cuidado, mientras la señorita Frensham trotaba a su lado. La mujer se estremecía con el rostro azotado por la lluvia cada vez que lanzaba nerviosas miradas a la figura inerte de Alicia.

El cochero había conseguido liberar a los caballos y los llevaba de las riendas mientras el mozo cargaba con lo que había podido rescatar del equipaje. Poco se podía hacer de momento por el carruaje. Cochero y mozo, después de una discusión en voz baja, habían decidido abandonarlo hasta que la luz del nuevo día les diera la oportunidad de recuperarlo.

El mal avenido grupo llevaba recorrida la mitad del camino cuando Alicia Carberry empezó a moverse. El frío de la lluvia en la cara fue la primera sensación que reconoció. No tenía noción de dónde estaba, o de lo que le había sucedido, pero pudo percibir la tensión de los brazos que la rodeaban en respuesta a su involuntario movimiento… y se sintió extrañamente reconfortada.

—Quédese quieta —le instruyó Mullineaux en voz baja—. Está usted a salvo —lo último que deseaba en aquel momento era que recuperara la consciencia, porque eso complicaría demasiado las cosas. Cuanto antes la dejara en la posada y se marchara, mejor para todos.

Alicia inmediatamente se relajó e hizo lo que se le ordenaba. No sabía quién le había hablado y tampoco le importaba en realidad. Había percibido algo consoladoramente familiar en aquella voz, aunque no había conseguido identificarlo. La cabeza le dolía terriblemente y resultaba agradable poder apoyarla en aquel hombro tan ancho. Por primera vez en mucho tiempo, experimentó una insólita sensación de bienestar y seguridad.

Mullineaux bajó la mirada al sentir que se arrebujaba tan confiadamente en sus brazos. Viejas pasiones y recuerdos se despertaron automáticamente en su corazón y no pudo evitar sentir una oleada de instinto protector, seguido de una fuerte punzada de furia. Después de todo lo que le había hecho aquella mujer… ¿cómo podía seguir sintiendo algo por ella? Ni siquiera la había visto bien, pero ya experimentaba aquella insidiosa atracción que siempre había estado presente en su vida… amenazando con volver a ponerlo en ridículo.

La había conocido cuando ya era un hombre hecho y derecho de veinticinco años, y, por alguna razón, el hecho de que lo hubiera embaucado a esa edad le dolía más que si lo hubiera hecho cuando sólo era un mozalbete. James, marqués de Mullineaux, con su título, su aspecto y su escandalosa reputación, no habría debido ser presa fácil de una bella aventurera. Porque eso y no otra cosa era lo que había sido Alicia Carberry.

Una aventurera. Nieta de un conde, al cuidado de su temible abuela, heredera de una gran fortuna, hermosa a más no poder… al parecer todo eso no le había parecido suficiente. Mullineaux todavía recordaba con amargura las últimas palabras que le había escrito para dar por terminado su compromiso:

 

… de modo que, mi querido James, me temo que debo romper nuestro compromiso. Carberry será un marido mucho más cómodo para mí, y un buen acuerdo financiero como el nuestro, aunque desagradable, siempre será mejor que ser pobre como ratón de iglesia. Tu título es importante, querido mío, pero por desgracia no basta…

 

Como prueba de su codiciosa naturaleza resultaba casi insuperable, y después de la primera oleada de desilusión, James Mullineaux había tenido tiempo para sorprenderse no sólo de los sentimientos de Alicia sino del detalle de que se hubiera condenado a sí misma con una escritura tan elocuente. Que sólo hubiera valorado su título y no su persona, eso podía aceptarlo; aunque si no hubiera visto la carta con sus propios ojos, jamás habría creído algo así de ella. Cuando la conoció, le había parecido tan inocente, tan ajena al engreimiento y a la codicia… Había creído descubrir en ella un alma gemela… y se había equivocado completamente.

El título de Mullineaux era muy antiguo y, aunque en años recientes la fortuna familiar había mermado considerablemente, James siempre se había visto acosado por madres casamenteras e hijas demasiado atrevidas. A Alicia Carberry la había juzgado de forma harto distinta, de ahí su triste desencanto. Era la primera vez que se había enamorado desde su adolescencia, y no sólo se habían resentido sus sentimientos por su rechazo, sino también su orgullo. Siempre había tenido buen juicio, y su confianza en sí mismo se había visto severamente afectada por la manera tan fría e inteligente con que ella lo había engañado. Lo había cazado para desecharlo luego a favor de una presa más rica.

Tales amargas reflexiones sobre el pasado solamente sirvieron para reforzar su antipatía hacia Alicia, y cuando llegaron a Ottery no podía sino contemplarla con un fuerte disgusto. La villa misma tampoco le levantó demasiado el ánimo: apenas un grupo de casas repartidas a ambos lados de la carretera. Tenía una posada, pero cerrada a cal y canto. Eso no lo disuadió, sin embargo, decidido como estaba a desembarazarse de su carga. Una vez ante la puerta, tiró con fuerza de la campanilla.

Temblando en el umbral, a la señorita Frensham se le hizo eterna la espera hasta que oyeron unos pasos seguidos del ruido del cerrojo. La puerta se abrió con un chirrido para revelar a un hombre con aspecto rufianesco.

—¡Caballos! ¡Coches! ¡Y ahora esto! —empezó el hombre, indignado—. Lo siento, no abrimos hoy y…

Pero James Mullineaux lo interrumpió implacable:

—Se ha producido un accidente en la carretera y andamos necesitados de refugio. Tenga la bondad de acogernos y de llamar a su esposa para que atienda a estas damas. Supongo que mi criado y mi calesa ya estarán en el patio… —le dijo. Pero luego, al ver que el patrón seguía mirándolo alelado, acabó por perder la paciencia—. ¡Venga, hombre! ¡Nos vamos de morir de frío si no nos deja entrar!

El hombre soltó un sonoro suspiro y abrió del todo la puerta. Acto seguido los guió por un pasillo mal iluminado, rezongando sobre los caprichos de la nobleza. De mala gana abrió una de las puertas para descubrir una pequeña y mezquina alcoba de paredes desconchadas. El rancio olor a cerveza parecía haber impregnado hasta el último rincón del edificio. Había poca luz y ningún fuego en la chimenea. Mullineaux lo contempló todo con incredulidad, desagrado y decepción.

—Es lo mejor que puedo ofrecerles —dijo el hombre, sin la menor sombra de disculpa—. Los caballos de la calesa están fuera, en el patio trasero, pero no están en condiciones de viajar. ¡Están calados hasta los huesos! —y, girando sobre sus talones, desapareció pasillo abajo.

Mullineaux, mientras tanto, ganó una breve pero violenta batalla con su genio. La siguiente posada más cercana debía de quedar a kilómetros de distancia y carecían de medio alguno de transporte. Lady Carberry podría requerir los servicios de un médico y la señorita Frensham estaba empezando a presentar muy mal aspecto. Él podía desafiar a la tormenta para buscar refugio en una vicaría o en alguna mansión que tuviera a bien alojarlos, pero no conocía bien la zona y acercarse a cualquier desconocido exigiría unas complicadas explicaciones que prefería evitar. Cualquier cosa que asociara su persona con lady Carberry o que pudiera juntarlos bajo un mismo techo era anatema para él. No habría tenido el menor escrúpulo en abandonarla allí mismo. Y lo habría hecho si no hubiera sido por el triste espectáculo que ofrecía la señorita Frensham, chorreando agua mientras esperaba en vano la llegada de la patrona.

No, lo único que podía hacer por el momento, pensó resignado, era asegurarse de que las damas fueran debidamente atendidas y tantear luego alguna mejor opción. De hecho, todavía no había renunciado a la esperanza de poder dejarlas allí y continuar viaje, evitando por tanto una embarazosa confrontación con lady Carberry. Por el momento, sin embargo, no podía abandonar a la señorita Frensham a merced de aquel hombre.

Depositó a Alicia Carberry con escasas ceremonias en el único sillón del salón. Parecía como si hubiera perdido la consciencia una vez más o se hubiera dormido, porque no se movió cuando la señorita Frensham corrió a su lado. Después de quedársela mirando sin hacer nada durante un rato, la señorita tuvo la feliz idea de sacar sus sales del bolso y dárselas a oler. Segundos después, el olor picante obró el efecto deseado.

—¡Se ha despertado! —exclamó la señorita mientras Alicia se movía ligeramente y abría los ojos, para volver a cerrarlos casi de inmediato—. Oh, señor… —se volvió hacia Mullineaux, que había estado observando sus esfuerzos con sardónica diversión, sin hacer amago de ayudar—, ¿cree usted que deberíamos llamar a un médico? Mi pobre Alicia…

—Estoy perfectamente, Emmy —lady Carberry habló por primera vez, sobresaltando a su dama de compañía—. Por favor, no te molestes en llamar a un médico. ¡Ya sabes que detesto los escándalos! Un poco de descanso y quizá una taza de té dulce bastarán. En seguida me sentiré mucho mejor.

Apoyó la cabeza en una mano y mantuvo los ojos cerrados. La señorita Frensham, habituada a la actitud siempre tan resuelta de su señora, no se molestó en contradecirla, pero apretó con labios con gesto desaprobador. Alcanzó entonces a ver una irónica sonrisa en los labios de James Mullineaux, lo cual la sorprendió. Se daba cuenta ahora de que el caballero no parecía especialmente dispuesto a ayudar a lady Carberry. Estaba acostumbrada a que los caballeros miraran a Alicia con todo tipo de expresiones, desde la tímida admiración hasta el más descarado deseo. Pero no recordaba que ninguno la hubiera mirado nunca con tan frío y evidente desagrado.

Aquélla era la primera oportunidad que dama de compañía y caballero tenían de contemplarse detenidamente, y se miraron con recíproca curiosidad. La señorita Frensham era una menudencia de mujer: de edad indeterminada, vestía una capa gris sobre un vestido negro bordado, de estilo sobrio. Su cabello, que sin duda había empezado el día cuidadosamente peinado, colgaba ahora en blancos y húmedos mechones bajo el sombrero. Sus ojos grandes, grises y preocupados, viajaban en aquel momento de Alicia Carberry a James Mullineaux con expresión perpleja.

Mullineaux se volvió bruscamente hacia la puerta y desahogó su irritación exigiendo a gritos al patrón que encendiera las velas y la chimenea. Eso al menos sí que podría conseguirlo, aunque la perspectiva de una taza de té se antojaba cada vez más improbable.

La señorita Frensham, por su parte, no se mostraba del todo indiferente a la apariencia del caballero que tenía ante ella. Familiarizada como estaba tanto con los caballeros de la buena sociedad como con los héroes de las novelas románticas, James Mullineaux parecía reunir los atributos de ambos. Alto, de hombros anchos, poseía un físico envidiable, destacado por su perfecto traje hecho a medida. Tanto sus ojos como su cabello eran negros, lo que combinado con su rostro atezado le daba un cierto aspecto de pirata; la señorita Frensham no había visto a ninguno, pero sabía que eran así.

Poseía asimismo un aire de autoridad y una sutil elegancia en su economía de movimientos. El brillo de diversión de sus ojos, por otro lado, quedaba desmentido por el gesto tenso de su boca, que no delataba humor alguno.

—Creo, señor, que todavía no le he agradecido de manera apropiada la prontitud con que nos ha rescatado a lady Carberry y a mí —pronunció, un tanto vacilante—. Y tampoco me he presentado a usted como es debido. Soy Emmeline Frensham, antigua institutriz y actual dama de compañía de lady Carberry.

El caballero le tomó la mano y se la llevó a los labios en un gesto tan galante que la señorita Frensham experimentó un inesperado estremecimiento. Su sonrisa, reflexionó aturdida, resultaba perversamente atractiva.

—Aunque deploro las circunstancias de nuestro encuentro, es un verdadero placer conocerla, señorita Frensham —murmuró—. Como le mencioné antes, soy James, marqués de Mullineaux, para lo que guste mandar.

La memoria de la señorita Frensham siempre había dejado mucho que desear, de ahí que sólo en aquel instante tomara conciencia del motivo por el cual el nombre de James Mullineaux le había resultado vagamente familiar desde un principio. Rápidamente retiró la mano, desorbitó la mirada y formó con los labios una perfecta y horrorizada «O».

Fue en aquel preciso momento cuando Alicia abrió los ojos.

 

 

Alicia Carberry tenía una belleza que satisfacía plenamente el canon de la época. Incluso James Mullineaux, pese al desagrado que le provocaba, tenía que reconocerlo. Hasta el punto de que le costaba apartar la mirada de ella, mal que le pesara.

La capucha de su capa había caído y su melena de color cobre oscuro había escapado de las horquillas para derramarse en gloriosa cascada sobre sus hombros. De la familia de su abuela había heredado el característico rostro en forma de corazón, los altos pómulos y la decidida barbilla que hablaba bien a las claras de su carácter. Pero el rasgo que más llamaba la atención eran los ojos, de un vívido verde esmeralda, enmarcados por largas pestañas negras. Ni siquiera las pecas que salpicaban el puente de su pequeña nariz podían estropear la belleza de Alicia Carberry: en todo caso la volvían más entrañable, de una hermosura menos etérea.

El leve color estaba volviendo en aquel momento a su rostro, y a James Mullineaux le pareció igual a la vez que distinta de la joven de diecinueve años que había conocido. Su belleza había, si eso era posible, mejorado con la edad. Poseía un aire de sofisticación y distinción que había reemplazado a la inocencia y frescura de la joven provinciana que apareció por primera vez en Londres.Y también, desde un punto de vista espiritual, tenía la sensación de que ahora era una mujer mucho más compleja e interesante.

Alicia alzó la cabeza y sus miradas se encontraron durante unos segundos.

—Me pareció que era usted —dijo lentamente—, pero luego pensé que me lo había imaginado.

La expresión de Mullineaux era tan fría e indiferente como un muro de piedra. Parecía a punto de soltarle una descortesía cuando la señorita Frensham intervino en la conversación:

—El marqués tuvo la amabilidad de detenerse para ayudarnos después del accidente de nuestro carruaje, querida. Y además nos ha traído a esta posada, donde confiamos en encontrar refugio… —pareció un tanto triste cuando pronunció la última frase, dado que el patrón no había regresado para encender el fuego, y el salón seguía tan lóbrego e inhóspito como cuando entraron.

Alicia se sentó un poco más derecha mientas se quitaba la capa empapada con un gesto de disgusto. Luego intentó levantarse, pero esbozó una mueca de dolor y se dio por vencida; cerrando los ojos por un momento, volvió a apoyar la cabeza en el respaldo del sillón. La señorita Frensham soltó un gemido de consternación y se apresuró a acudir a su lado, mientras que Mullineaux no movió un solo músculo.

Un momento después, Alicia abrió los ojos de nuevo y su mirada viajó de la preocupada expresión de su dama de compañía a la absoluta indiferencia del rostro del marqués.

—¡Oh, claro, su señoría se detuvo para ayudarnos! —exclamó, maravillada—. ¡Qué caballeroso por su parte! Recuerdo muy poco al respecto, claro está, pero… ¿acaso no fue él la causa del accidente al pasar a nuestro lado casi rozándonos?

Había percibido la antipatía de Mullineaux desde el instante en que recuperó la consciencia. Lo sorpresivo de aquel encuentro le había dejado muy poco tiempo para examinar sus propios sentimientos, pero instintivamente había reaccionado a aquella animosidad. De modo que la despreciaba… ¡Por lo que a ella se refería, la opinión que tenía de su persona tampoco era muy alta! Estaba delante de un hombre cuyas declaraciones de amor habían sido de tan poca consistencia que se había quedado de brazos cruzados cuando su padre la obligó a desposarse con otro hombre. Peor aún: había dañado irrevocablemente su reputación al denunciarla públicamente después como una cazafortunas.

El orgullo siempre había sido el principal pecado de la familia Mullineaux, pensó Alicia con una punzada de resentimiento. James Mullineaux se había mostrado incapaz de soportar los rumores y comentarios de la alta sociedad: había reaccionado desligándose por completo de ella, temeroso del escándalo. Ella se había llevado un gran desengaño; desesperadamente enamorada, carente al mismo tiempo de cualquier experiencia, había esperado confiada, como la heroína de una novela romántica, a que James acudiera en su rescate. Incluso después de que su padre la obligara a enviarle aquella carta dando por roto su compromiso, había confiado en que James Mullineaux se daría cuenta al instante del carácter fraudulento de la misiva, dada la sintonía que habían compartido desde un principio.

No había sido así. Los días se convirtieron en semanas y Alicia comenzó a tomar conciencia de que algo marchaba mal. Finalmente, su padre le mostró triunfante una gaceta de sociedad en la que su reputación quedaba veladamente en entredicho. El pasquín publicaba una cruel historia en la que una encantadora e hipócrita señorita X era calificada de aventurera por un atractivo marqués que previamente había caído rendido a sus pies.

Alicia se esforzó por desechar esos recuerdos al tiempo que sostenía la despreciativa mirada de Mullineaux.

—Su carruaje, milady, viajaba a una velocidad muy poco considerada con los otros usuarios de la carretera —replicó fríamente el marqués—. Ante su súbita aparición, no tuve tiempo de reaccionar de otra manera. Compruebo aliviado, sin embargo, que el golpe que recibió en la cabeza no ha logrado mermar sus facultades. ¡Ya imaginaba yo que se recuperaría rápidamente!

—¡Su galantería deja mucho que desear, señor!

—¡Pero es cierto, querida, que circulábamos a demasiada velocidad! —intervino la señorita Frensham con tono conciliatorio—. Salimos tarde de Glastonbury, si mal no recuerda, y le dijo a Jack que azuzara a los caballos…

—En eso tiene razón —el brillo de diversión que asomó a los ojos de Alicia poco hizo para tranquilizar a su compañera de viaje. Aquella milagrosa recuperación suya se estaba revelando bastante incómoda. La señorita Frensham conocía muy bien a Alicia y ya había adivinado que estaba resuelta a mostrarse decididamente difícil. En cuanto a Mullineaux, tenía un aspecto tan amenazador que respecto a él no albergaba esperanza alguna.

Frunció los labios. Había sido institutriz de Alicia hasta que su señoría fue enviada a la escuela de la señorita Hannah More en Bath, para asumir posteriormente la función de dama de compañía en su viudedad. En el ínterin había tenido lugar la presentación en sociedad de Alicia, bajo los auspicios de su abuela, lady Stansfield… y su frustrado compromiso con el marqués de Mullineaux. Alicia nunca le había hablado de aquel asunto ni del subsiguiente y apresurado matrimonio con lord Carberry, y la señorita Frensham se había cuidado mucho de preguntarle al respecto, aunque sabía que aquel doloroso recuerdo seguía hostigando a su ama. En cuanto al marqués, se había marchado al extranjero inmediatamente después del rechazo de Alicia; durante los años siguientes, en los salones de la buena sociedad se habían comentado sus numerosas hazañas en Europa e Irlanda. Por lo que sabía la señorita Frensham, aquélla era la primera vez que había vuelto a Inglaterra desde entonces.

—Qué agradable sorpresa encontrarlo aquí, lord Mullineaux —estaba diciendo Alicia con dulce y engañoso tono—. Estoy segura de que todo el mundo lo creía instalado en el extranjero, en Italia, o quizá Francia… ¿Qué es lo que le ha traído de vuelta a Inglaterra? ¿Su abuelo, tal vez? ¿Se encuentra bien, por cierto?

Sus palabras eran perfectamente corteses, pero Mullineaux detectó en ellas una oculta insinuación. A pesar de su larga estancia en el extranjero, seguía siendo el heredero de su abuelo, el duque de Cardace, cuya salud se había visto deteriorada últimamente. El duque era uno de los mayores terratenientes del país.

—Su señoría está muy bien, gracias, señora —replicó con frialdad—. De hecho, ahora mismo vengo de Cardace Hall. Desembarqué en Plymouth apenas hace dos semanas y el duque fue la primera persona a la que visité.

—Qué devoción tan admirable —exclamó Alicia—. Aunque tampoco me extraña. Su abuelo es sumamente acaudalado, ¿verdad?

Esa vez la insinuación era más que evidente, y la señorita Frensham contuvo el aliento ante semejante demostración de malos modales.

—¿Piensa establecerse de nuevo en Inglaterra, señor? —se apresuró a preguntar a Mullineaux, para distraerlo.

—Espero que sí, señora —su expresión se iluminó nada más volverse hacia ella—. Y ahora, con su permiso, iré a buscar al patrón. Necesitan iluminación, un fuego y una bebida caliente, para no hablar de un dormitorio donde pasar la noche, Luego me dirigiré a las cuadras para comprobar el estado de mis caballos.

La señorita Mullineaux abrió la boca para agradecérselo, pero su ama se le adelantó.

—¿Tantas ganas tiene de escapar de nosotras, lord Mullineaux? —le preguntó, burlona—. ¡Qué apresuramiento tan poco galante el suyo!

Esa vez tuvo la satisfacción de verlo furioso. Un brillo que la señorita Frensham sólo pudo calificar de asesino asomó a su mirada.

—Preferiría no quedarme con usted ni un momento más del estrictamente debido —gruñó y, girando sobre sus talones, abandonó la habitación.

—¡Vaya! —exclamó la señorita Frensham en medio del silencio que siguió a aquellas palabras—. ¿Había necesidad de comportarse así, señorita Alicia? ¡Ignoraba que fuera usted tan maleducada!

Alicia tuvo la delicadeza de parecer avergonzada. Tales críticas eran muy poco habituales en los labios de su normalmente tímida dama de compañía, pero era consciente de que su comportamiento había sido pésimo. Cerró los ojos por un momento: le dolía la cabeza y estaba a punto de llorar. Había soñado cientos de veces con volver a encontrarse con James Mullineaux. ¿Por qué había tenido que suceder así? Volvió la cabeza para mirar a la señorita Frensham, que se estaba quitando la capa para ponerla a secar en una esquina de la habitación.

—Sé que no ha estado bien, Emmy, pero ese hombre me desprecia… ¡y no puedo consentir que me trate de esa manera! ¡No permitiré que Mullineaux me juzgue, no cuando él tiene tanta culpa de lo sucedido como yo! ¡Si yo le hubiera importado algo, se habría dado cuenta de que la ruptura de nuestro compromiso no fue algo voluntario por mi parte! —le brillaban los ojos de rabia—. Pero él prefirió pensar lo peor de mí… ¡y no tuvo el menor escrúpulo en pregonarlo!

Semejante discurso llevó a la señorita Frensham a pensar que su ama estaba verdaderamente alterada, lo cual consiguió aplacarla un tanto. Lady Carberry era la mujer más tranquila y serena del mundo, al menos en apariencia. En todos los años que llevaba como dama de compañía suya, ningún hombre había tenido el poder de alterarla tanto… hasta ahora. En cinco minutos, el marqués de Mullineaux había conseguido lo que no había logrado nadie en cinco años.

—¡Bien, estuvo muy mal por su parte, de acuerdo, pero todo eso ahora pertenece al pasado! —observó la señorita Frensham, en un intento por consolarla—. ¿No puede al menos intentar mostrarse un poco civilizada con él? Después de todo, nos ha prestado un notable servicio al rescatarnos a las dos. Yo no tenía la menor idea de que había regresado al país —añadió con tono reflexivo—, pero si los dos van a volver a encontrarse en el futuro, como parece previsible, querida mía… ¡necesitará mantener siquiera un mínimo de formalidad!

—No veo razón alguna para volver a hablar con él —repuso Alicia con tono enfurruñado, pero tenía los ojos brillantes por las lágrimas y la señorita Frensham decidió prudentemente abandonar el tema. Era muy raro ver a Alicia tan fuera de así. Aunque había heredado el legendario carácter de los Stansfield, que perdiera el control de aquella forma era algo ciertamente insólito.

—Permítame su capa, por favor, querida —le pidió mientras se acercaba para ayudarla a levantarse—. ¡Todavía no sé cuánto tiempo pasará antes de que alguien nos encienda un buen fuego! Sin chimenea, sin dormitorios… ¡seguro que tampoco hay médico!

—Yo no necesito ningún médico —insistió Alicia—. De verdad, Emmy, me vendrá muy bien descansar un poco —dejó que la señorita Frensham le quitara la capa y se la colgara del respaldo de una silla. Temblaba ligeramente. El vestido de viaje color bronce que llevaba, a juego con la capa, no estaba mojado, ya que Alicia no había estado tanto tiempo bajo la lluvia como la señorita Frensham, pero la muñeca derecha había empezado a dolerle mucho. Estaba decidida, sin embargo, a no mencionarlo para no aumentar la preocupación de su acompañante.

Sacudiéndose las faldas, Alicia contempló por primera vez la habitación y suspiró. ¡No sólo tenía que bregar con su propia confusión mental, sino también con incomodidades físicas! Cuando miró detenidamente a la señorita Frensham, no pudo sino inquietarse: tenía un rubor en las mejillas y un fulgor en los ojos que no le gustó nada.