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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Trish Morey. Todos los derechos reservados.

BODA EN VENECIA, N.º 2234 - junio 2013

Título original: Bartering Her Innocence

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3095-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

La última vez que Tina Henderson lo había visto, Luca Barbarigo estaba desnudo. Deliciosa, descarada, sobrecogedoramente desnudo. Un prodigio de virilidad y perfección masculina, salvo por la marca roja que cruzaba su rígida mandíbula.

En cuanto a lo sucedido después...

Lo último que deseaba era recordar los detalles de lo sucedido. Debía haberlo entendido mal. Su madre no podía referirse a ese hombre. La vida no podía ser tan cruel.

–¿Quién has dicho?

–¿Me estás escuchando, Valentina? Necesito que hables con Luca Barbarigo. Necesito que le hagas entrar en razón.

Imposible. Se había jurado, prometido, jamás volver a ver a ese hombre.

–¡Valentina, tienes que venir! Te necesito.

Tina se pellizcó el puente de la nariz mientras intentaba deshacerse de los conflictivos recuerdos, de las imágenes grabadas en su cerebro desde aquella increíble noche. De la visión de Luca levantándose de la cama, desnudo, mostrándole sus largas y musculosas piernas, la espalda que parecía esculpida en mármol. También intentó borrar de sus recuerdos los sentimientos encontrados, la angustia y desesperación que siguió después.

Se apretó la nariz con más fuerza e intentó ignorar el dolor y, en su lugar, transformar la angustia en ira. Estaba muy enfadada, y no solo por lo sucedido en el pasado. Era típico de su madre llamar después de un año, pero no para felicitarla por su cumpleaños sino para pedirle algo.

¿Cuándo había sido la última vez que Lily no necesitara algo, ya fuera atención, dinero o adulación de su interminable lista de maridos y amantes?

¿De verdad creía que iba a dejarlo todo para viajar a Venecia y hablar con un tipo como Luca Barbarigo?

Ni loca.

Además, era imposible. Venecia estaba en la otra punta del mundo y ella debía permanecer en la granja de Australia. Iba a tener que solucionarlo ella solita.

–Lo siento –empezó mientras le dedicaba una mirada tranquilizadora a su padre. Las llamadas de Lily siempre ponían a todos de los nervios–. Pero me es imposible...

–¡Tienes que hacer algo! –chilló su madre, tan fuerte que Tina tuvo que apartar el teléfono de la oreja–. ¡Me ha amenazado con echarme de casa! ¿Lo entiendes? ¡Tienes que venir!

A la última exclamación le siguió un torrente de palabras en francés, a pesar de que Lily D’Areincourt Beauchamp había nacido y crecido en Inglaterra. El cambio de idioma no sorprendió a su hija, pues la mujer solía emplear esa táctica cuando deseaba transmitir más dramatismo. El melodrama siempre había acompañado a Lily.

Tina puso los ojos en blanco mientras la perorata en francés continuaba. Ni siquiera se molestó en prestarle atención. Estaba agotada. Había sido un largo día ayudando a su padre a preparar a las ovejas para el esquilado y aún le quedaban un montón de platos por fregar antes de ocuparse de las facturas que debía pagar antes de la entrevista con el gerente del banco al día siguiente. Empezaba a dolerle la cabeza.

Sin embargo, en esos momentos, el gerente del banco era el menor de sus problemas.

El padre de Tina dejó a un lado el periódico que había fingido estar leyendo y le dedicó una comprensiva sonrisa a su hija antes de desaparecer en la enorme cocina. Había roto los lazos con Lily hacía casi veinticinco años. El matrimonio no había durado mucho, pero, conociendo a su madre, el hombre se había ganado el cielo.

De la cocina surgían ruidos indicativos de que estaba poniendo agua a cocer, y del teléfono seguía surgiendo la letanía de su madre.

–Muy bien, Lily –consiguió decir Tina durante una pausa que hizo esta para respirar–. ¿Qué te hace pensar que Luca Barbarigo intenta echarte del palazzo? Es el sobrino de Eduardo. Y, por favor, háblame en inglés, sabes que mi francés está oxidado.

–Te dije que deberías pasar más tiempo en el continente –le recriminó su madre, cambiando de melodrama con la misma facilidad con que cambiaba de idioma–, en lugar de enterrarte en el Outback de Australia.

–Junee no es exactamente el Outback –protestó Tina defendiendo la ciudad de Nueva Gales del Sur, a apenas dos horas de Canberra. No se había enterrado en aquel lugar, había optado por una retirada de un mundo del que no deseaba formar parte–. Es un lugar de lo más civilizado. Incluso se dice que van a construir una nueva bolera.

El anuncio fue recibido con un profundo silencio y Tina se imaginó los labios fruncidos y la expresión perpleja de Lily.

–Además, aún no me has explicado cuál es el problema. ¿Por qué amenaza Luca con echarte? ¿Qué poder tiene sobre ti? Eduardo te dejó a ti el palazzo, ¿no?

–Bueno –contestó al fin la otra mujer en un tono más conciliador, tras un prolongado silencio, inusual en ella–. Puede que le haya tomado prestado algo de dinero.

–¿Qué?

Tina cerró los ojos con fuerza. Luca Barbarigo tenía una bien merecida fama de usurero. Con sus prácticas prestamistas se había labrado una gran fortuna. De todas las personas a las que su madre podría pedirle dinero, ¡había tenido que ser a él!

–¿Por qué? –preguntó desesperada.

–No tuve elección –protestó la otra mujer–. Necesitaba el dinero y supuse que al ser un miembro de la familia se ocuparía de mí. Me prometió que se ocuparía de mí.

Y desde luego que se había ocupado de ella. Para su propio beneficio.

–¿Y para qué necesitabas el dinero?

–Pues para vivir. Sabes que Eduardo solo me dejó una pequeña parte de su fortuna.

«Y jamás le perdonaste por ello».

–De modo que le pediste prestado dinero a Luca y ahora quiere que se lo devuelvas.

–Dijo que si no le podía pagar, se quedaría con el palazzo.

–¿Y de cuánto dinero hablamos? –preguntó Tina. A pesar de no estar junto al Gran Canal, el viejo palazzo seguía valiendo millones–. ¿Cuánto le debes?

–Por Dios santo, ¿por quién me has tomado? ¿Acaso te hace falta preguntarlo?

–Muy bien –Tina se frotó la frente–. Entonces, ¿cómo es posible que te eche?

–¡Por eso necesito que vengas! Tú le harás comprender lo poco razonable que está siendo.

–Para eso no me necesitas. Seguro que conoces a un montón de gente en Venecia que podrá hacer eso por ti.

–¡Pero él es tu mejor amigo!

Tina sintió que se le helaba la sangre. No podía considerarlo su amigo. Había visto a Luca en tres ocasiones nada más. La primera, durante la boda de su madre, en Venecia. Allí había sentido la atracción que desprendían sus encantadoras palabras mientras le tomaba la mano. En una décima de segundo había decidido que era la clase de hombre por la que se moriría su madre y lo había rechazado cuando él le había propuesto pasar la noche juntos. Lily sería su madre, pero ella no era de ninguna manera hija de su madre.

La segunda vez había sido durante la celebración del septuagésimo cumpleaños de Eduardo y en esa ocasión no habían hecho más que intercambiar cumplidos. Desde luego había sentido la mirada ardiente de Luca sobre su piel, pero había guardado las distancias y ella se había alegrado de ello. Era evidente que había recibido el mensaje.

La tercera ocasión había sido en Klosters adonde había acudido para celebrar el cumpleaños de una amiga. Se había pasado con el champán y bajado la guardia, y Luca había aparecido de repente entre la multitud y le había engatusado con sus encantos. Era divertido y cálido y cuando la había llevado a un rincón apartado para besarla, todos sus instintos de conservación habían saltado por la ventana.

Solo habían pasado juntos una noche. Una noche que había terminado desastrosamente, causándole una angustia que no iba a poder borrar jamás de su mente.

–¿Quién te ha dicho que somos amigos?

–Él, por supuesto. Me preguntó por ti.

–Pues mintió –¡menudo bastardo!–. Nunca hemos sido amigos.

–Bueno –contestó su madre–, quizás, dadas las circunstancias sea lo mejor. Así no arriesgarás nada intercediendo por mí.

–Escucha, Lily –Tina se sujetó la frente con una mano–, no sé de qué serviría mi presencia allí. Además, no puedo marcharme. Estamos a punto de empezar a esquilar y papá me necesita aquí. Quizás deberías contratar a un abogado.

–¿Y cómo voy a pagar a un abogado?

–No tengo ni idea –y en esos momentos no podría importarle menos–. A lo mejor podrías vender alguna lámpara de cristal –su madre poseía tantas como para llenar una docena de palazzos.

–¿Vender mi cristal de Murano? ¡Debes haberte vuelto loca! Cada pieza es única.

–Muy bien, Lily –suspiró su hija–, no era más que una sugerencia. Pero dadas las circunstancias, no veo qué otra cosa podría aconsejarte. Yo no te serviría de ayuda y realmente hago falta aquí. Los esquiladores llegarán mañana y vamos a estar a tope.

–Pero, Valentina, ¡tienes que venir!

 

 

Tina colgó el teléfono y apoyó la cabeza contra el auricular mientras el punzante dolor que sentía detrás de los ojos se convertía en un sordo y persistente martilleo. ¿Por qué? ¿Por qué él? Su madre seguramente exageraba sobre su situación económica, solía hacer una montaña de cualquier problema, pero ¿y si en esa ocasión tenía razón? ¿Y si estaba en serios apuros económicos? ¿Qué podría hacer ella? No era probable que Luca la escuchara.

¿Viejos amigos? ¿A qué estaba jugando?

–Deduzco que tu madre no ha llamado para felicitarte por tu cumpleaños –su padre habló desde la puerta de la cocina con una taza de humeante café en cada mano.

–¿Esa es la impresión que has recibido? –ella sonrió a pesar de su estado de ánimo.

–¿Te apetece un café? Aunque quizás preferirías algo más fuerte.

–Gracias, papá –Tina aceptó la taza de café–. Ahora mismo mataría por un café.

–¿Y qué hay de nuevo en el Circo Lily? –preguntó él tras probar un sorbo–. ¿Se ha derrumbado el cielo? ¿El agua de los canales se ha secado?

–Más o menos –ella hizo una mueca–. Al parecer alguien intenta echarla del palazzo. Por lo visto le pidió un préstamo al sobrino de Eduardo y, curiosamente, ese tipo quiere que se lo devuelva. Lily piensa que yo podría razonar con él.

–¿Y no puedes?

Tina se encogió de hombros deseando que, con ese gesto, pudiera también sacudirse de encima los recuerdos de un hombre cuyo aspecto desnudo no tenía rival, un hombre frío y despiadado como había resultado ser después. Ojalá pudiera olvidar lo sucedido después...

–Digamos que lo conocí –«y por favor, no me preguntes cómo ni cuándo»–. Le aconsejé que contratara a un abogado.

Su padre asintió y Tina dio por hecho que la conversación había terminado. Aún le quedaban los platos por fregar y las facturas por pagar. A medio camino hacia la cocina, la pregunta de su padre la detuvo en seco.

–¿Y bien? ¿Cuándo te marchas?

–No me voy –contestó ella, parándose en seco. «No quiero. No puedo». A pesar de haberle prometido a su madre que se lo pensaría y que volvería a llamarla, no tenía la intención de ir. Se había jurado a sí misma que jamás volvería a ver a ese hombre y no podía permitirse el lujo de romper esa promesa. Solo de pensar en lo que le había costado la última vez...–. No puedo dejarte solo, papá. No cuando vamos a empezar a esquilar las ovejas.

–Podré apañármelas.

–¿Cómo? Los esquiladores empezarán a llegar mañana. ¿Quién va a cocinar para una docena de hombres? Tú no.

–Buscaré a alguien en la ciudad que sí pueda –el hombre se encogió de hombros–. He oído que Deidre Turner hace unos asados de muerte. Y también hace unos postres deliciosos –la sonrisa se desvaneció y miró a su hija muy serio–. Ya soy un chico grande, Tina.

En circunstancias normales, Tina habría saltado ante la mención de otra mujer por parte de su padre. Llevaba años intentando convencerle para que volviera a casarse, pero en esos momentos tenía otras cosas más importantes en la cabeza.

–No deberías tener que arreglártelas tú solo. No podemos malgastar el dinero en aviones y en pagar a cocineros cuando ya estamos pidiendo préstamos al banco. Ya sabes cómo es Lily. Acuérdate del drama que organizó cuando cumplió los cincuenta. Cualquiera pensaría que su vida estaba acabada y estoy segura de que esta situación es idéntica.

Su padre asintió comprensivo. Era normal que lo comprendiera. Él, mejor que nadie, conocía los numeritos que esa mujer era capaz de orquestar.

Tina se sintió animada y casi aliviada, convencida de que su padre estaría de acuerdo con ella. Pero eso fue antes de que abriera la boca.

–Tina, ¿cuánto tiempo hace que no ves a tu madre? ¿Dos años? ¿Tres? Te ha pedido ayuda y quizás deberías ir.

–Papá, acabo de explicarte...

–No, lo que has hecho es darme una excusa.

Tina se puso rígida y alzó la barbilla. Quizás si su padre conociera la verdadera razón lo comprendería y no le insistiría en que fuera. Pero, ¿cómo iba a contarle el secreto que había guardado tanto tiempo? El vergonzoso secreto. ¿Cómo iba a admitir haber sido una estúpida irresponsable? Lo mataría. Y a ella la mataría el contárselo.

–¿Por qué has decidido enviarme a la otra punta del mundo para ayudar a Lily? –decidió pasar al ataque–. No es que ella te haya hecho muchos favores precisamente.

–¿Quién ha dicho que me gusta la idea? –su padre le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí–. Pero sigue siendo tu madre, cariño, e independientemente de lo que pasara entre nosotros, no puedes dejarla tirada sin más. Además, ¿qué es eso de una nueva bolera? No he oído nada.

Tina arrugó la nariz y tomó el paño de cocina que su padre tenía en una mano. Sabía que él también tenía muchas cosas que hacer antes de poder irse a la cama y, además, si la conversación se prolongaba, si le hacía más preguntas sobre su madre y el hombre al que debía dinero, no podría contestarle con la verdad.

–¿Sabes qué? –ella rio–. Yo tampoco tenía ni idea.

Su padre soltó su típica carcajada que significaba que sabía muy bien lo que había pretendido hacer su hija.

–No voy a ir, papá.

–Sí vas a ir. Mañana cuando vayamos a la ciudad nos informaremos sobre los vuelos –la abrazó nuevamente y le besó la rubia cabellera–. Buenas noches, mi amor.

Tina reflexionó sobre las palabras de su padre y empezó a sentirse culpable por el tiempo que hacía que no había visto a su madre. Quizás él tuviera razón.

No podía dejar tirada a su madre.

No tenía por qué huir de Luca Barbarigo.

Y eso era lo que había hecho. Huir. Había huido hasta la otra punta del mundo para olvidar el mayor error de su vida. Para escapar.

Pero había algunos errores de los que no se podía escapar. Errores que te perseguían y te atrapaban cuando menos te lo esperabas. Errores que seguían haciéndote daño mucho tiempo después. Esos eran los peores.

Mientras contemplaba el sumidero por el que escapaba el agua, unas gruesas lágrimas se mezclaron con el jabón de fregar los platos. Secándose las mejillas, se negó a sentir lástima de ella misma.

No había motivo para tener miedo de volver a ver a Luca. No había sido más que un revolcón de una noche. Un revolcón que había terminado de la peor de las maneras. Y si Luca Barbarigo estaba amenazando a su madre, quizás Lily tuviera razón y ella era la mejor persona para plantarle cara. A fin de cuentas, su amistad no estaba en juego. Y tampoco iba a caer presa de sus encantos.

No por segunda vez.

¡No era tan imbécil!

Capítulo 2

 

Iba a ir.

Tal y como había asegurado su madre que haría.

Luca contemplaba el Gran Canal desde el balcón, sus sentidos hirviendo de anticipación.

Valentina iba a acudir al rescate de su madre con la esperanza de liberarla de las garras del malvado banquero.

Tal y como había pretendido que hiciera.

Una sonrisa tensó sus labios.

Había sido un golpe de suerte que la madre fuera una despilfarradora y necesitara desesperadamente dinero en metálico. Tan desesperadamente que ni siquiera se había molestado en leer la letra pequeña del préstamo. Qué inocente había sido al dar por hecho que el haberse casado con su tío le concedía algún privilegio.

El nudo con el que la asfixiaba estaba tan apretado que la legendaria belleza estaba a punto de perder su precioso palazzo.

Un taxi acuático pasó bajo sus pies. La pulcra camisa blanca del conductor destacaba en la oscura noche. Luca observó la estela que el vehículo dejaba en la superficie y sintió el golpeteo del agua, parejo al latido de su corazón. La hija se acercaba.

Levantó la vista hacia el cielo y contó las horas que faltaban, imaginándosela en el avión, sabiendo que no podría dormir consciente de que él la estaría esperando en Venecia.

Luca sonrió deleitándose ante una deliciosa perspectiva.

Deliciosa.

No era ningún jugador. La suerte era para los imbéciles. Él se movía en el terreno de las certezas y los detalles y no dejaba nada al azar. Su idea de la suerte era cuando se juntaban una excelente preparación y una sublime oportunidad.

El campo había sido sembrado con ambas y había llegado el momento de la cosecha.

El palazzo había pertenecido a su tío antes de que esa mujer lo hubiera atrapado y se hubiera aferrado a él con sus aceradas garras. Pero había llegado la hora de que regresara a la familia. Sin embargo, en esos momentos no era lo que más placer le provocaba. Lily Beauchamp poseía algo mucho más valioso para él.

Su preciosa hija.

Esa mujer lo había abandonado. Le había marcado el rostro con su mano, como si perteneciera a una categoría moral superior a la suya. En aquella ocasión le había permitido marcharse. El sexo había estado bien, pero ninguna mujer, por buena que fuera en la cama, merecía la ansiedad que generaba tener que perseguirla.

Así pues la había borrado de su mente.

Pero cuando su madre le había pedido ayuda económica, recordó la noche de sexo que había terminado demasiado pronto. Y se había mostrado encantado de ayudar. Era lo menos que podía hacer por la viuda de su tío, le había dicho, consciente de que podría volver las tornas a su favor.

El destino le daba la oportunidad de enmendar dos errores. De tomarse la revancha.

Y no solo con la derrochadora madre.

También con la mujer que se creía diferente. Que se creía mejor.

Le iba a enseñar que era igual que su madre. Le demostraría que a él no le abandonaba nadie.

Y después la abandonaría, públicamente y sin ningún miramiento.