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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Ruth Ryan Langan

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La magia y el caballero, n.º 319 - junio 2014

Título original: The Knight and the Seer

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4350-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

Reino Mítico, 1552

 

—Ahora, quédate aquí, Jeremy.

Gwenellen del clan Drummond, de nueve años, ayudó al pequeño trol a subirse a una piedra plana antes de dar varios pasos atrás. La niña tenía el aspecto de un duendecillo, con hermosos y enredados rizos dorados cayéndole por la espalda y risueños ojos del color de la miel tostada.

—Tienes que extender las manos así —prosiguió, levantando las manos con las palmas hacia arriba. Esperó a que el trol hubiera hecho el mismo gesto—, para que no se te caiga ninguna de las flores que te voy a enviar.

Al captar la mirada de incredulidad que intercambiaron sus dos hermanas mayores, Kylia y Allegra, que estaban a un lado, la pequeña lanzó un bufido.

—Sé lo que estáis pensando. Sólo porque he tenido algunos... pasos en falso antes, creéis que nunca voy a conseguir que funcionen mis hechizos. Sin embargo, esta vez os demostraré que os equivocáis.

—¿Y si no consigues demostrarlo?

Allegra era la mayor de las tres hermanas. Tenía trece años, el cabello del color del fuego y ojos verdes que reflejaban una profunda diversión mientras observaban al trol que, ataviado con su sombrero de copa y su levita, parecía desear estar en cualquier otro sitio menos allí, siendo el objeto del experimento de las tres hermanas.

—El pobre Jeremy será el que salga volando por los aires o se caiga en un pozo —añadió.

—Sí —dijo Kylia, que era un año menor que Allegra, con su cabello negro como el azabache y ojos del color de la lavanda—. O colgado de lo alto de la copa de un árbol o volando por el cielo. Y todo por culpa de tus pasos en falso.

El rostro de Gwenellen enrojeció al escuchar las menciones que sus hermanas hacían de sus muchos accidentes. La pequeña era la desesperación y el gozo de las mayores. A pesar de sus muchos fracasos, no había dudado nunca que algún día dominaría las habilidades necesarias para ser una bruja como su madre, su abuela y sus hermanas.

Jeremy, el trol, no era más alto que un niño pequeño. Su cabeza apenas llegaba a los hombros de las tres hermanas. Afirmaba que había vivido en el mundo real durante más de cien años antes de convertir el Reino Mítico en su hogar, junto con las tres hermanas, la abuela y la madre de éstas. Desde el principio, había sentido una especial debilidad por Gwenellen, cuya dulce naturaleza hacía imposible que no se la amara a pesar de sus imperfecciones. Aunque no se conocía a Jeremy por su paciencia, había mostrado un impresionante grado de contención mientras la niña practicaba sus conjuros y hechizos, usualmente con resultados desastrosos.

—Nunca ha resultado herido —dijo Gwenellen mientras lanzaba una mirada suplicante al trol—. Díselo tú, Jeremy. Ninguno de mis pasos en falso te ha causado daño alguno.

—Hasta ahora —repuso el trol, con una voz que parecía el croar de una rana—, pero ten cuidado, mi pequeña amiga. Esta vez, preferiría los pétalos a las espinas.

—Sí. Lo tendré en cuenta —replicó Gwenellen. A continuación, dedicó a sus hermanas una mirada altiva—. Ahora mismo vamos a ver quién es capaz de conjurar las rosas más hermosas de toda la tierra.

Gwenellen se apartó el cabello del rostro y levantó los brazos hacia el cielo antes de adoptar un aire de profunda concentración. Entonces, empezó a entonar las antiguas palabras. Aunque se detuvo en varias ocasiones cuando se le trababa la lengua con una palabra o una frase poco familiar, prosiguió con tenacidad hasta que, al final, entonó triunfantemente:

—Te lo ruego, haz que le caiga encima y alrededor la más hermosa flor.

Una única y oscura nube se colocó sobre ellos, seguida del rugir de los truenos. Al oír el estruendo, acudieron la madre de las muchachas, Nola, y Wilona, la abuela. Las dos cruzaron a toda velocidad la pradera seguidas de Bessie, la vieja y jorobada anciana que también formaba parte de la familia. Todos miraron expectantes hacia el cielo y vieron cómo la nube se abría y derramaba sus contenidos por encima de Jeremy.

En vez de flores, observaron cómo un polvillo blanco se le acumulaba alrededor de los pies, se le derramaba por el sombrero, cubría sus ropas y le provocaba unos fuertes estornudos.

Gwenellen permaneció completamente inmóvil mientras las demás se acercaban presurosamente a Jeremy para empezar a sacudirle el polvo. Mientras lo hacían, Allegra y Kylia se echaron a reír.

—¿Acaso os parece esto divertido? —preguntó el pequeño trol, con el rostro tan enrojecido y sombrío como la tormenta que acababa de desaparecer.

—No se trata de ti, Jeremy —respondió Allegra. Metió un dedo en el polvo y lo saboreó para, a continuación, caer sobre la hierba presa de un ataque de risa—. Es sólo que Gwenellen ha estado tan cerca esta vez...

—¿Cerca? —quiso saber la pequeña, que estaba a punto de llorar—. ¿Cómo puedes decir eso? Lo que yo quería eran rosas.

—No dijiste rosas, sino que le cayera encima y alrededor la más hermosa flor. Dijiste que le cayera una flor encima y lo que has conseguido ha sido... —dijo Allegra. Casi no podía hablar por las risas—... ha sido harina. Harina fina y bien molida, como polen.

Las dos muchachas siguieron riendo mientras Jeremy observaba muy disgustado su sombrero y su levita, ambos cubiertos de blanca harina.

En cuanto a Gwenellen, se dejó caer sobre la hierba y apoyó la barbilla sobre los puños, tratando de reprimir las lágrimas.

Cuando los demás se hubieron marchado, Wilona se sentó al lado de su nieta. Nola, por su parte, estaba de pie con las manos sobre las caderas, observándolas muy detenidamente.

—¿Otro paso en falso, querida niña?

Gwenellen asintió.

—Estos hechizos os resultan tan fáciles a vosotras, abuela... ¿Por qué para mí son tan difíciles?

La anciana estrechó a su nieta entre sus brazos y le dio un beso en lo alto de la cabeza.

—Sólo necesitas tiempo para descubrir tus dones, Gwenellen.

—Sí. Eso es lo que me dijo mi padre.

—¿Tu padre? —preguntó sorprendida Wilona. Rápidamente miró a Nola—. ¿Cuándo te ha hablado?

—Anoche. Tenía problemas para dormir por... por el pequeño accidente de ayer —contestó. Se negaba a considerar que el resultado de sus hechizos eran equivocaciones e insistía en que sólo se trataba de errores de cálculo.

Wilona pensó en el pobre Jeremy, que en aquellos momentos se estaba lavando muy airadamente en el fondo del pozo mientras gritaba a pleno pulmón que, en lo sucesivo, lo libraran de los intentos de Gwenellen por realizar sus hechizos. La denominación que él habría dado al resultado de los hechizos de la niña habría sido «catástrofe».

—¿Estás segura de que se trataba de tu padre, querida mía?

—Sí —afirmó Gwenellen—. Parecía tan alto y tan guapo, con su manta sobre un hombro y el destello de una daga adornada con piedras preciosas que llevaba en la cintura.

Nola cayó de rodillas y tocó suavemente el brazo de su hija con una mano. Habló con una fuerte urgencia reflejada en la voz.

—¿De qué color eran las joyas?

—Rojas muy oscuras, del color de la sangre, mamá, a excepción de la del centro, que era tan verde como los ojos de Allegra —respondió la niña. Entonces, se volvió a su abuela—. Además, sobre la frente le caía un mechón de cabello justo así —añadió mientras tocaba la frente de la anciana con un dedo.

Las dos mujeres se quedaron inmóviles. Gwenellen acababa de describir perfectamente a su padre, a pesar de que nunca lo había visto. Él había muerto antes de que la muchacha naciera. Era un mortal que había desafiado a su clan para casarse con Nola, aun sabiendo que ella poseía poderes que eran despreciados por los suyos. La unión de Nola y su esposo había sido puramente por amor y, hasta el día en que él murió había conseguido que su esposa fuera increíblemente feliz.

—¿Qué te dijo tu padre, muchacha?

La sonrisa volvió a reflejarse en el rostro de Gwenellen.

—Me dijo que tenía un don, un don muy especial que no poseía nadie más en el Reino Mítico. Me dijo que no podía utilizarse aquí, aunque no me explicó por qué. Sin embargo, lo que sí me contó fue que, cuando yo abandone nuestro reino para ir al mundo de los mortales, me protegerá —dijo—. ¿Qué te ocurre, abuela? —añadió, al ver el modo en el que la observaba Wilona—. ¿Qué es lo que pasa?

La anciana acarició suavemente el cabello de su nieta menor.

—No ocurre nada, querida niña. Tu padre tiene razón. Tu don es efectivamente muy especial. Un día, en el mundo de los mortales, descubrirás lo importante que es. Ahora ve a hacer las paces con Jeremy.

Cuando Gwenellen se hubo marchado, Wilona se puso de pie.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad, hija mía?

Nola no parecía muy dispuesta a admitirlo.

—No es de extrañar que su don no sea aparente aquí, en el Reino Mítico. Aquí no hay tumbas.

—Sí, pero en el otro mundo, podrá hablar con los muertos.

—Es un don excepcional y muy valioso.

La anciana parecía pensativa.

—Un don que se malinterpreta con mucha frecuencia —añadió.

—Debemos protegerla para evitar que abandone el Reino Mítico.

Con un suspiro, Wilona estrechó a su hija entre sus brazos.

—Es imposible protegerla del mundo, hija mía. Lo que debe hacer es encontrar la fuerza necesaria para sobrevivir si alguna vez se marcha de aquí.

El objeto de su conversación atravesaba corriendo la pradera para ir en busca de su compañero de juegos. Necesitaría practicar mucho antes de que se la pudiera considerar una bruja como a sus hermanas. Sin embargo, se juró que tarde o temprano lo conseguiría. Sólo tenía que esforzarse un poco más... y encontrar el modo de congraciarse con Jeremy hasta que lograra sus objetivos.

Uno

 

Reino Mítico, 1561

 

—Tranquila —dijo Nola Drummond, mientras colocaba las manos sobre su hija menor, Gwenellen, que yacía tumbada sobre el brezo con aspecto aturdido.

Ver cómo su hija se desplomaba desde el cielo había provocado que el corazón de Nola comenzara a latir a toda velocidad, como un caballo desbocado. No era nada nuevo. Le parecía que llevaba toda una vida preocupándose por el espíritu salvaje de su hija, que parecía estar siempre metiéndose en líos. Sin embargo, cada vez que ocurría le parecía que el corazón se le moría un poco.

—Deja que primero me ocupe de tus cortes, hija. Ha sido una caída muy fuerte.

—Sí —dijo Gwenellen. Trató de ponerse de pie, pero cuando todo pareció empezar a dar vueltas a su alrededor, se dejó caer de nuevo sobre las fragantes flores y permitió que su madre empleara sus dotes de curación—. Estaba atravesando a lomos de Estrella de Luz unas nubes cuando... cuando sentí que me caía al vacío —añadió mientras observaba a su caballo alado, que mordisqueaba la hierba muy cerca de allí.

—No tendría que ver con el hecho de que estabas intentando ganar otra carrera a Jeremy, ¿verdad?

Gwenellen vio que el pequeño trol tenía que correr para mantener el paso con Wilona, que estaba atravesando en aquellos momentos la pradera con un gesto de preocupación en el rostro.

—¿Estás herida, hija mía? —preguntó Wilona. Se apartó el cabello del rostro y empezó a examinar las heridas de su nieta—. Jeremy me ha dicho que te caíste del caballo cuando volabais por el cielo.

—Estaba probando un hechizo nuevo que le permitiera volar —dijo Jeremy, con voz aguda y nerviosa—. Ha funcionando antes y estaba segura de que volvería a funcionar.

—Segura... Tú siempre estás segura —susurró Nola. Había un matiz nuevo en el tono de su voz. No sólo era acusador, sino algo más, que parecía subirle desde lo más hondo para atenazarle la garganta. ¿Terror? ¿Desesperación? Miró fijamente a su hija menor—. De una cosa puedes estar segura. Tus fallos en los hechizos te pueden causar problemas muy graves.

Como siempre, Wilona trató de aliviar tensiones entre su hija y su nieta.

—Bueno, parece que no se ha hecho daño. Yo sólo veo unos cortes y hematomas sin importancia.

—¿Ves, mamá? —replicó Gwenellen. Se puso de pie con mucho cuidado, esperando que el mundo dejara de dar vueltas a su alrededor.

—Te podrías haber matado —insistió Nola, poniéndose también de pie y sacudiéndose las faldas—. ¿Cuándo vas a aprender que no se pueden correr tantos riesgos sin pagar un precio? —le preguntó. Entonces, se volvió al otro—. Jeremy, desensilla a Estrella de Luz. Gwenellen no va a volver a montarlo durante el resto del día.

Jeremy le guiñó un ojo a su amiga antes de dirigirse a ocuparse de los caballos. Cuando Nola se hubo marchado, Gwenellen se dirigió a Wilona.

—Mi madre está furiosa.

—Se preocupa por ti.

—Oh, abuela... ¿Por qué sigo cometiendo estos errores tan estúpidos?

—Se llama crecer, querida mía...

La anciana acarició suavemente los rizos dorados de su nieta, que en aquellos momentos se habían convertido en una madeja llena de nudos. Un cabello dorado tan hermoso, en profundo contraste con aquellos ojos de color miel... Wilona estaba segura de que Gwenellen no sabía que tenía una belleza arrolladora. ¿Cómo iba a saberlo? No tenían espejos, a excepción de la plateada superficie del Lago Encantado, ni nadie en el Reino Mítico que pudiera ser reflejo de su belleza.

—Yo nunca voy a crecer. Mírame. Tengo dieciocho años y aún no puedo sanar heridas como Allegra ni lanzar hechizos como Kylia.

—Tú tienes tus propios y especiales dones, Gwenellen.

—¿Qué dones? Oh. Te refieres al de hablar con mi padre, pero, ¿de qué sirve eso?

—¿Que de qué sirve? Yo te lo diré. En ese otro mundo...

—No me importa ese otro mundo. En este, mis conjuros me salen mal con más frecuencia de lo que me salen bien —dijo Gwenellen. Entonces, sacudió la cabeza e hizo que se agitaran sus rizos rubios—. Ni siquiera puedo domarme el cabello —añadió. Se cubrió el rostro con las manos—. Nunca voy a ser como mi madre, ni como tú, ni como Allegra o Kylia.

—Eso es cierto, querida mía —afirmó Wilona. Se puso de pie e hizo que su nieta hiciera lo mismo antes de abrazarla con fuerza—. Tú nunca te parecerás a nadie más que a ti misma y así es exactamente como debería ser —prosiguió mientras enmarcaba el rostro de la joven con sus nudosas manos—. Escúchame, Gwenellen. La vida es un viaje. A veces, se trata de una fantástica aventura. Otras, puede resultar ser un desafío.

—La mía parece ser constantemente un desafío —se lamentó Gwenellen.

—No le prestes atención. Lo que vemos como errores son simplemente lecciones que debemos aprender mientras viajamos por este mundo.

—Entonces, ¿por qué parece que yo tengo más lecciones que aprender que mis hermanas?

Wilona sonrió.

—Yo no tengo la respuesta a esa pregunta, querida mía, pero lo que sí sé es que tú eres muy especial para mí y que un día demostrarás lo mucho que vales, no sólo a ti misma sino a alguien que significará más para ti que cualquier persona que hayas conocido hasta ahora.

Gwenellen besó la mejilla de su abuela.

—Abuela, sé que tu intención es consolarme sugiriéndome que un día tendré a un hombre que me ame como Merrick MacAndrew ama a Allegra o como Grant MacCallum ama a Kylia. Sin embargo, no tengo intención de dejarme seducir por un hombre mortal que me lleve a su fortaleza de las Tierras Altas para que yo me ocupe de sus asuntos domésticos mientras él se marcha a la batalla. Prefiero la vida que llevo aquí en el Reino Mítico, con mi madre, con Jeremy, con Bessie y contigo.

—Eso lo dices ahora, porque aún no has conocido al hombre que te robe el corazón.

—No pienso dejar que nadie me robe el corazón —afirmó—. Sin embargo, estaría encantada de encontrar un buen hechizo que funcione cada vez que lo intente.

—Di uno, querida mía.

Gwenellen pensó durante un momento antes de responder.

—Un hechizo que me permita volar.

—¿Y qué necesidad tienes tú de volar, cuando tienes a Estrella de Luz para que te lleve donde tú quieras?

—Estrella de Luz sólo puede llevarme al cielo y devolverme a la tierra. Mi madre y tú podéis viajar donde deseéis tan sólo con el pensamiento.

Wilona se echó a reír.

—Querida mía, a nosotras nos ha llevado una vida entera aprender a viajar como lo hacemos. Ten paciencia. Con el tiempo, tú también podrás hacerlo. De hecho, probablemente te ocurrirá cuando menos lo esperes. Bueno —dijo Wilona mientras se daba la vuelta—. Le prometí a Bessie que prepararía unos panecillos para acompañar al estofado que ella está preparando.

Empezó a apartarse de su nieta, pero entonces se detuvo y se dio la vuelta.

—Creo que a tu madre le agradaría profundamente que Jeremy y tú llevarais a casa algunas bayas del bosque para el postre.

Gwenellen asintió.

—Creo que más bien quieres decir que nos ayudaría mucho a hacer las paces.

Wilona sonrió.

—Sí, creo que no estaría de más.

—Muy bien —repuso Gwenellen—. Dile a Bessie que bata la nata para acompañar a las bayas.

 

 

—Toma, Jeremy —dijo Gwenellen—. Le entregó al pequeño trol una cesta y le señaló unos arbustos que estaban completamente cargados de frutos. Daban una baya que era única en el Reino Mítico y que era tan dulce como la cereza, tan ácida como la frambuesa y que carecía de huesos o semillas—. Tú encárgate de las que crecen en las ramas más bajas y yo recogeré las de las más altas.

Estuvieron recolectando las bayas en silencio durante algunos minutos. Finalmente, mientras engullía un puñado de bayas, Jeremy se dirigió a su amiga.

—¿Estás segura de que te encuentras bien, Gwenellen?

—Estoy bien. Lo único que resultó herido fue mi orgullo.

—Eres una bruja tan buena como tus hermanas, pero eres demasiado ambiciosa. Deberías aceptar los dones que tienes y no preocuparte de los demás.

—Te pareces a mi abuela —comentó Gwenellen, entre risas—. Ella dice que yo puedo hablar con los muertos. Tal vez ése sea un buen don, pero no hay muertos aquí en nuestro reino —explicó, mientras arrancaba unas bayas perfectas—. Mi abuela dice que debo seguir intentando encontrar el resto de mis dones, porque, cada fallo, es simplemente otra lección de que la que poder aprender.

—Si eso es cierto, ya deberías ser perfecta.

—Sí —repuso Gwenellen. Le había gustado la broma de Jeremy, por lo que su risa retumbó en el aire, tan clara como una campana. A continuación, se puso muy seria—. Tal vez me estoy esforzando demasiado. Tal vez la respuesta sea relajarse un poco más y jugar con una variedad más amplia de conjuros sin preocuparse en absoluto del resultado.

—¿Por qué no? —preguntó el pequeño trol—. Merece la pena intentarlo. ¿Quieres que empecemos ahora con algo sencillo?

Gwenellen miró a su alrededor. Al ver que las bayas más jugosas estaban en lo alto del arbusto, sonrió.

—Creo que volveré a intentar ese conjuro de volar. Además, esta vez, si fallo, no me caeré desde tan alto.

Agarró bien la cesta y extendió los brazos. A continuación, cerró los ojos y comenzó a entonar los antiguos cánticos. Con cada frase, el aire se iba haciendo más suave, más cálido. Los pájaros y los insectos quedaron en silencio a medida que las nubes empezaron a cubrir el cielo.

Gwenellen sintió una repentina ráfaga de aire que le levantaba las faldas y la elevaba del suelo. Era la sensación más agradable del mundo cuando un conjuro se producía tal y como se esperaba...

Abrió los ojos, decidida a recoger las bayas que había visto en las ramas más altas de los arbustos. Entonces, horrorizada, descubrió que estaba ya tan lejos de la tierra que el Reino Mítico no era más que un punto del paisaje que divisaba a sus pies.

—Oh, no. Esto no sirve.

Cerró los ojos y repitió el cántico, invirtiendo el orden de las palabras con la esperanza de poder volver a empezar. Sin embargo, cuando volvió a abrir los ojos, vio campos y bosques, montaña y ríos que se movían a sus pies tan rápidamente que empezó a marearse.

¿En qué se había equivocado? Repitió mentalmente el cántico con la esperanza de encontrar las palabras que la ayudaran a romper el hechizo.

Necesitaba regresar a su hogar.

Para no marearse, cerró los ojos y concentró toda su energía en su hogar, en su familia. Visualizó a cada uno de los que residían en el Reino Mítico. Su madre, trabajando en el telar, tejiendo una hermosa tela que jamás habían visto los mortales y tan hermosa que podría haber sido fabricada por los ángeles. Su abuela, sacando doradas galletas del horno y untándolas con mantequilla recién hecha y miel que acababa de ser extraída del panal. La vieja Bessie, con un sucio delantal anudado a la amplia cintura y con la cuchara de madera en la mano removiendo el más delicioso estofado en un ennegrecido puchero. Y Jeremy, que probablemente en aquellos momentos estaría corriendo hacia la casa tan rápido como sus cortas piernas se lo permitían para relatar las noticias del último error de Gwenellen.

«Dios mío. En estos momentos ya sabrán todos que he fracasado una vez más», pensó.

Tal vez si se concentraba todo lo que pudiera, podría regresar antes de que su madre tuviera tiempo para preocuparse.

De repente, como por arte de magia, sintió que empezaba a descender. Con una sonrisa, abrió los ojos justo a tiempo para ver que se estaba acercando al suelo. En aquella ocasión, en vez de estrellarse contra una pradera de brezo, planeó hasta llegar al suelo y aterrizó sin novedad.

—Bueno, eso ha estado mucho mejor.

Miró a su alrededor para buscar a Jeremy. Sin embargo, en vez de los arbustos, se encontró entre las humeantes ruinas de lo que parecía una fortaleza. Estaba rodeada de maderos, muebles y tapices completamente abrasados.

El hedor del humo y de la muerte la rodeaba por todas partes y le llenaba los pulmones. Empezó a toser y a sentir náuseas. Cuando por fin consiguió reponerse, se irguió y, tras escuchar unos pasos, se dio la vuelta.

Se encontró mirando a los ojos de un hombre cuyos rasgos estaban distorsionados por la furia. En la mano, llevaba una espada que levantó hasta que consiguió apuntar directamente al corazón de Gwenellen.

—Vaya. Veo que han abandonado a uno de los suyos —rugió, con voz enfurecida—. Prepárate a morir, mujer.

Dos

 

Gwenellen trató de pensar en un conjuro, en cualquier hechizo que pudiera dejar inmóvil a aquel desconocido antes de que la atravesara con su espada. Desgraciadamente, se había quedado completamente en blanco. Lo único que se le ocurrió fue extender las manos como si éstas de alguna manera pudieran impedir el avance de una espada que era casi tan alta como ella misma.

El hombre miró la cesta que Gwenellen llevaba colgada del brazo con cierta sospecha.

—¿Qué armas llevas escondidas ahí?

—¿Escond...? ¿Escondidas? —consiguió decir por fin—. Yo no escondo nada, señor. Había salido a recoger bayas.

—¿Aquí? —replicó el guerrero, señalando con la mano extendida las ruinas abrasadas que los rodeaban—. ¿Acaso esperas que crea que estabas recogiendo bayas y que no te diste cuenta de que habías entrado en la fortaleza de mi familia?

—¿Es esta fortaleza... suya, mi señor?

El desconocido asintió mientras la observaba con la mirada entornada.

—Si vivieras en el pueblo, conocerías este lugar porque yo soy Andrew Ross y este castillo se conoce por el nombre de Ross Abbey. Mi familia ha vivido aquí durante cientos de años —dijo. Cuando vio que Gwenellen no parecía reconocer nada, lanzó un silbido de impaciencia—. Dime rápidamente quién eres y lo que estás haciendo aquí.

—Me llamo Gwenellen, y soy del clan Drummond. Mi hogar es una tierra conocida como Reino Mítico.

Al escuchar aquellas palabras, el guerrero dio un paso atrás.

—He oído hablar de ese lugar. Todos los habitantes de las Tierras Altas conocen la historia del mortal Kenneth Drummond que se casó con una bruja y dio después su vida para salvar la de ella. Del dragón que guarda las aguas del Lago Encantado. Del Bosque de la Oscuridad que se encuentra entre el lago y el resto de las Tierras Altas. Sin embargo, todo eso no es más que un mito.

—Si todo fuera un mito, yo también lo soy —replicó Gwenellen. Entonces, bajó la cesta para mostrarle las bayas que llevaba en su interior. Sin embargo, el guerrero no pareció muy convencido. Ella extendió una mano para tocarle el brazo—. Le aseguro, señor, que yo soy real como lo son estas bayas.

«Demasiado real», pensó él. Se vio obligado a absorber un extraño calor que estuvo a punto de cortarle la carne. Se apartó como si le hubieran quemado y se miró para ver si ella lo había marcado de alguna manera. Aunque no aparecía señal alguna sobre su piel, Andrew sintió un hormigueo que lo recorría por todas partes.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—No lo sé —respondió Gwenellen—. Estaba recogiendo bayas y, ahora, me encuentro delante de usted, tal y como me ve.

—Tal vez hayas sido objeto de un hechizo. No habrás traído la brujería a este lugar, ¿verdad?

—En su tierra se llama brujería. En mi reino, simplemente practicamos los dones de nuestros antepasados. Mis hermanas, mi madre y mi abuela tienen muchos dones.

Una vez más, Gwenellen observó un gesto de incredulidad en el rostro del guerrero.

—¿Y tú, mujer? ¿Cuáles son tus dones?

—Me temo que no destaco en el arte del misticismo, pero sí que tengo una extraordinaria habilidad para caer del cielo y para perderme, según parece —contestó ella. Se empezó a reír, pero rápidamente se serenó cuando vio la actitud del hombre que estaba ante ella—. Desconozco por completo cuáles son mis dones y por qué estoy aquí.

—Ni yo tampoco —replicó él. Entones, repentinamente, se dio la vuelta para contemplar las humeantes ruinas de su fortaleza—. Déjame. Tengo tumbas que cavar y seres queridos a los que enterrar.

—Yo podría ayudarlo.

—Dudo que una delicada mujer como tú pudiera ser de mucha ayuda, a menos que puedas conjurar a mi enemigo y hacer que se arrodille delante de mí para enfrentarse al filo de mi espada. Te aseguro que si ése fuera el caso pagaría por haber destruido todo lo que yo amo. Ahora, déjame.

El guerrero se alejó de Gwenellen a grandes zancadas, y la dejó sola de pie entre el humo y las cenizas. La joven observó cómo él empezaba a apartar maderos ennegrecidos, sin importarle las quemaduras que tenía que soportar en las manos. Como un poseso, recorría las ruinas de un lado a otro. De repente, se dejó caer de rodillas y levantó el cuerpo de un hombre cuya mano aún tenía agarrada una espada.

—Oh, padre... —susurró. Su voz era un mudo gemido de dolor mezclado con furia—. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto? He sido tan estúpido. Ojalá me hubiera quedado.

—No...

Aquel monosílabo resonó con poca más fuerza que un susurro en el ciento. Sin embargo, Gwenellen lo escuchó claramente, como si hubiera tenido la oreja junto a los labios del cadáver.

—No debes culparte. Yo he sido el estúpido, he sido tan estúpido...

—Es culpa mía —decía Andrew, sin dejar de acunar el cuerpo sin vida de su padre entre sus brazos—. Si no me hubiera dado tanta prisa en marcharme... No obstante, ¿cómo podía quedarme sabiendo lo que estabas a punto de hacer? ¿Cómo?

Se produjo un largo momento de silencio, seguido de un profundo suspiro.

—Tú debes ayudarlo, muchacha... ¿Lo harás?

Una vez más, había resonado el susurro, con más intensidad en aquella ocasión. Gwenellen observó atentamente a padre e hijo y vio el dolor y la rabia reflejados en los ojos de Andrew. ¿Por qué estaba sufriendo tanto cuando su padre seguía allí? ¿Acaso no podía escuchar lo que ella había oído tan claramente?

—¿No te das cuenta, muchacha? Yo ya no puedo hablar con él, pero sí puedo hacerlo contigo. Tú puedes ser el puente entre mi mundo y el de mi hijo.

Cuando comprendió lo que estaba ocurriendo, Gwenellen se quedó tan atónita que no pudo hacer nada más que observarlos a los dos con asombro. Andrew estaba sufriendo porque su padre ya no estaba allí. El anciano se había marchado realmente al otro mundo, como lo había hecho su padre antes de que ella naciera. Sin embargo, aquel hombre, como su padre, podía comunicarse con ella. Al contrario de los demás, no había barrera alguna entre ella y el otro mundo. Sus palabras eran tan claras, tan evidentes, como el hecho de que el hijo tenía al padre entre sus brazos.

Recordó las palabras de su abuela. Todo en la vida ocurre por una razón. Aun cuando lo que ocurre se considera un problema, se trata simplemente de lecciones que deben aprenderse.

Entonces, aquél era uno de sus dones. ¿Acaso no se lo había dicho así su madre? Como le había parecido completamente natural hablar con su padre, había hecho caso omiso a las palabras de su abuela. Por fin, después de todos aquellos años de incertidumbre, lo comprendía todo con más claridad que nunca.

—Yo... haré lo que pueda, señor.

Andrew no la oyó. Acababa de levantar el cuerpo sin vida de su padre y lo estaba llevando entre las ruinas, hacia un rincón apartado del jardín. Allí, comenzó a cavar una tumba.

Gwenellen dejó en el suelo su cesta y empezó a buscar entre las ruinas buscando a otros que pudieran necesitar de su don. Breve tiempo después, escuchó que Andrew lanzaba un grito. Cuando lo miró, vio que él estaba extendiendo un pergamino que estaba prendido en una mesa con la hoja de una daga. Después de leerlo, lanzó una exclamación de furia y aplastó el pergamino con el puño.

Gwenellen se acercó a él apresuradamente.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué ha encontrado?

Parecía estar completamente aturdido, tanto que ni siquiera parecía ser consciente de la presencia de Gwenellen.

—Tal y como sospechaba... Fergus Logan. Ha existido una enemistad entre su clan y el nuestro desde los tiempos de nuestros antepasados. Ahora, se ha tomando venganza y no sólo se vanagloria de haber matado a mi padre sino de haberse llevado a su esposa como rehén. Esta vez sus malvados actos no quedarán sin castigo.

—¿Qué va a hacer?

Andrew se dio la vuelta sin pronunciar palabra. En silencio, se dedicó de nuevo a rebuscar entre los escombros con un fuerte sentimiento de urgencia.

 

 

La puesta del sol sumió la tierra en profundas sombras de color púrpura. Gwenellen estaba sentada en un tronco, observando cómo Andrew alisaba la tierra sobre la última tumba y se arrodillaba para susurrar una plegaria. A su alrededor, había una serie de montículos recién formados. Cada uno de ellos marcaba la tumba de uno de los adorados miembros de su casa.

Todos y cada uno de ellos habían hablado con Gwenellen. Había sido como una presentación, una petición para que llevara palabras de consuelo a sus seres queridos. De vez en cuando, escuchaba una disculpa por algún daño que no habían podido reparar antes de abandonar el mundo de los vivos.