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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Barbara Hannay

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Boda a la vista, n.º 1788 - septiembre 2014

Título original: A Bride at Birralee

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4705-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

ALGUIEN se estaba aproximando.

Callum Roper se apoyó en la barandilla del porche y miró a lontananza. Una lejana nueve de polvo se dirigía hacia allí.

No estaba de humor para recibir a nadie.

Se dio media vuelta, se sentó en la silla de lona y agarró su cerveza.

La verdad era que no estaba de humor para casi nada. Ni siquiera la cerveza le sabía igual de bien.

–¿Por qué tuviste que hacerlo, Scotty?

Preguntó en alto y su voz se quedó suspendida en el denso y cálido aire como un lamento.

«¿Por qué has tenido que morir?», pensó.

Dio otro sorbo a su cerveza e hizo una mueca. ¿Cuánto tiempo iba a durar aquel dolor? Hacía seis semanas que su hermano pequeño había muerto y lo sentía tanto como el día del accidente de helicóptero. Todavía recordaba con total vivacidad el cuerpo de Scott atrapado en la cabina del piloto.

Se hundió aún más en la silla y sacó la mano para acariciar al perro que tenía a su lado con la esperanza de poder relajarse un poco. Pero la imagen de Scott le vino a la mente: sus rizos dorados, sus ojos sonrientes, su risa fácil. Se había marchado para siempre.

Aquella hora del día, después de comer, era la peor, porque Scott y él solían sentarse tranquilamente en el porche, mientras se tomaban una cerveza.

Su hermano había sido para él la mejor compañía. Beber allí solo no parecía tener sentido.

Miró al vehículo que seguía rumbo a su casa.

Recibir invitados sin Scott a su lado iba a ser un infierno. Por suerte, nadie solía acercarse hasta aquel recóndito lugar muy a menudo.

Pero aquel vehículo se dirigía sin duda hacia la casa. Por el sonido del motor, parecía, además, un pequeño utilitario. ¿Cómo podía nadie atreverse a meter un coche así por aquellos caminos?

Eso significaría que se trataba de alguien de la ciudad. Los visitantes de la ciudad eran peores que los vecinos de por allí. A él no le gustaba la ciudad.

A Scott, sí. Solía viajar a menudo a Sidney o a Brisbane para divertirse un poco. Callum, sin embargo, se conformaba con los pocos entretenimientos que le daba zona. Nunca sentía la necesidad de ir a la ciudad.

Bueno, casi nunca. Una amarga memoria le vino a la mente. No lo quería reconocer, pero había habido una mujer en la cuidad a la que habría deseado haber podido hacer suya. Pero, como siempre, la seductora sonrisa de su hermano se había interpuesto y se la había ganado. Aceptar que ella, como cualquier otra, había preferido a Scott le había resultado muy duro.

¡Maldición! ¿Qué sentido tenía sentarse allí y volver a darle vueltas a todo aquello otra vez?

Callum se levantó y frunció el ceño al darse cuenta de que el coche se había detenido.

Se quedó escuchando. Lo único que se oía era el graznido de un cuervo negro que sobrevolaba haciendo círculos en lo alto de la colina.

Según sus cálculos el coche debía de haberse detenido en el cruce.

Quizás el conductor estuviera comprobando el agua antes de torcer en dirección al manantial.

Pasaron cinco minutos antes de que el motor volviera a ponerse en marcha. Lo hizo con un sonido de ruedas chirriante y dañino para los oídos. Luego, volvió a detenerse, no sin antes provocar un pequeño derrape.

–Vaya, lo que me faltaba –lo último que necesitaba era tener que interpretar el papel de héroe con algún urbanita idiota. Pero no podía hacer oídos sordos al hecho de que alguien estaba teniendo serios problemas con el coche.

No tenía otra opción: debía socorrerlo.

Farfullando entre dientes, se encaminó a su vehículo.

 

 

Stella supo de inmediato que tenía problemas. Estaba atrapada en un camino de tierra y gravilla, en mitad de ninguna parte y sintiéndose tremendamente mareada.

Una náusea se apoderó de ella. Trató de controlarla, sentándose muy quieta y rogando a su estómago que se calmara.

Ya tenía bastantes problemas antes de quedarse atrapada allí, pero aquello había sido el remate final. Estaba a miles de kilómetros de un teléfono cuando más necesitaba llamar a Scott.

Debería haberlo hecho antes de salir de Sidney y haberle dicho que iba a verlo. Pero no quería tener que explicarle lo que le sucedía por teléfono.

Al fin y al cabo, habían roto y no le resultaba fácil comunicarle que estaba embarazada. Había demasiadas cosas muy complicadas de las que hablar. Tenían que buscar la mejor solución para el futuro de su bebé y necesitaba encontrárselo cara a cara.

El billete de avión era excesivamente caro para su apretaba economía, así que había decidido conducir durante cinco días hasta llegar allí.

Suspiró, miró el reloj y luego alzó la vista al cielo. Pronto se haría de noche. Por primera vez sintió verdadero pánico.

Se obligó a sí misma a controlar el miedo y a analizar cuáles eran sus opciones: no podía pasarse la noche en el coche, y acampar al aire libre le resultaba muy poco sugerente. Lo mejor que podía hacer era tratar de ir andando hasta la casa más cercana.

Buscó en la parte de atrás unos zapatos más cómodos, pero antes de poder encontrarlos, oyó un motor que se aproximaba hacia ella. Levantó la cabeza y vio, recortada contra el sol, la figura de una camioneta.

–¡Gracias a Dios! –dijo ella aliviada. Incluso podría ser que se tratara de Scott. Sabía que la casa no estaba muy lejos de allí–. ¡Ojalá sea él!

Vio una figura masculina sentada al volante, y acompañada de la de un perro pastor. El sombrero le oscurecía el rostro, pero, al alzarlo, pudo vislumbrar sus facciones.

¡Oh, no! No solo no era Scott, sino que era la persona que más había querido evitar: su hermano Callum.

Stella comenzó a respirar aceleradamente. Aquel había sido el momento que más había temido. No había imaginado que tendría que enfrentarse a él nada más llegar.

–Hola, Callum –le dijo ella, mirándolo desafiante.

Él no respondió.

–Me temo que me he quedado atascada aquí.

Abrió la puerta de la camioneta, bajó y se aproximó arrastrando desganadamente las botas por el suelo. A las botas las seguían unas piernas eternas, un torso musculoso y varonil y unos hombros anchos y fornidos. Bajo el sombrero, había un rostro oscuro y serio... el mismo rostro que había visitado sus sueños más secretos desde hacía doce meses.

Él se quedó en un agónico silencio, de pie ante ella, con los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón.

–¿Qué demonios estás haciendo aquí?

¡Vaya bestia! Ni un saludo, ni una palabra cortés...

Ella se quedó inmóvil unos segundos, indecisa sobre lo que debía hacer o decir, hasta que, finalmente, le tendió la mano.

–¿Qué tal estás, Callum?

Sus ojos se encontraron y la expresión de él le resultaba tan feroz y dura que supo, de inmediato, que no se había olvidado de ella, como en algún momento había temido. Sin duda, recordaba aún lo ocurrido en aquella lejana fiesta.

–Stella –asintió y farfulló un ininteligible saludo. Luego le estrechó la mano. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.

Aquel era el hermano de Scott, el tío del niño que llevaba en su vientre, y tendría que aprender a relajarse cuando lo tenía cerca.

Sin duda era más fácil decirlo que hacerlo.

–¿Cómo se te ha ocurrido parar el coche en mitad de esta cuesta?

–No lo he hecho a propósito. Deberías poner un cartel que advirtiera a la gente del estado de esta carretera.

–Si hubiera un cartel sería para prohibir el acceso –dijo Callum con rabia y se aproximó a su vehículo. Esperaba que ella no notara su turbación.

Tenía el corazón acelerado. Lo último que se había esperado era encontrarse a aquella mujer en su propiedad. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Esa era, sin duda, una pregunta estúpida. El corazón se le encogió al caer en la cuenta de que solo podía haber una razón. ¡Había ido a ver a Scott!

Su hermano no le había dado muchos detalles sobre el estado de su relación con ella y Callum tampoco se lo había preguntado. Al no ser familia, ni una amiga cercana, Callum no se había molestado en informarla de su muerte.

¿Cómo demonios se lo iba a decir?

–¿Crees que me podrás sacar de aquí? –preguntó ella.

Él la observó desconcertado. Sus ojos grises, aquella boca sugerente y sensual y su pelo negro y brillante eran una peligrosa combinación de elementos y no lo dejaban pensar con claridad. Su voz grave y suave era el otro problema. Tenía el poder de embrujarlo.

Se obligó a sí mismo a centrarse en cuestiones prácticas. Su ridículo coche de ciudad era un aparato inútil en aquellas circunstancias, no obstante, su escaso peso iba a facilitar el remolque.

–Te empujaré con la camioneta –le dijo él secamente–. Ponte al volante.

Stella abrió la puerta y, al sentarse, dejó que la abertura de la falda dejara sus piernas al descubierto. Él no pudo por menos que seguir sus movimientos con la vista y fijar los ojos en la tersa piel de sus extremidades y en sus pies. Llevaba las uñas pintadas de un azul pálido. Alrededor del tobillo lucía una fina cadena.

De pronto, se encontró con que la puerta se cerraba, dando por concluido el espectáculo.

Callum se preguntó si había sido patente que estaba mirándola. Iba a resultar que, después de todo, se comportaba como un pueblerino más.

Alzó la vista y se encontró con sus labios seductores. Por primera vez, intuyó una expresión de vulnerabilidad en su boca.

–He venido a ver a Scott. Espero que esté en casa –dijo ella.

Callum tragó saliva. Sabía que había ido a buscar a su hermano y debería haber estado pensando en el modo de darle la noticia en lugar de haberse fijado en lo que no se tenía que fijar.

–Ya... –dijo él con la voz tensa y un nudo en la garganta–. Me... me temo que no está.

–¿Cómo? –lo miró incrédula–. ¿Dónde está? –pareció perder todas sus fuerzas de repente–. He conducido desde Sidney. Tengo que verlo.

Callum miró con desazón al cielo que empezaba a oscurecerse.

–Será mejor que te saque de aquí y hablaremos una vez que lleguemos a la casa –dijo él.

–Gracias –respondió ella en un susurro. Estaba muy pálida–. ¿Podré contactar con Scott desde allí?

Callum carraspeó.

–Me será más fácil explicarte dónde está Scott cuando estemos en mi casa.

Sin esperar a la reacción de ella, él se montó en la camioneta.

–Quita el freno de mano –le gritó por la ventanilla–. Y pon punto muerto.

Empujó el coche hasta la cima de la colina y, una vez allí, se detuvieron.

–Mi casa está a un kilómetro y es todo bajada, así que nos veremos allí.

Sin más dilación, arrancó el motor y se marchó.

 

 

Scott no estaba allí. Aquello era más de lo que podía soportar. Stella trató de mantener la calma, pero la situación estaba llegando a un punto álgido.

Había tenido que sobrellevar todo lo sucedido ella sola. Y, a pesar de no ser alguien que tendiera a apoyarse excesivamente en sus amigos, el secretismo de lo acaecido en los últimos meses había hecho aún más pesada la situación.

Primero se había dado cuenta de que Scott no estaba tan comprometido en su relación como ella pensaba. Luego había venido su ruptura. Y, finalmente, el descubrimiento de su embarazo.

Después de pensárselo mucho, había decidido contárselo a Scott. Pero, al llamar a su casa, se había encontrado con un mensaje en el que le decía que no estaría localizable en las próximas semanas.

Para colmo, en aquellos días, había recibido una llamada desde Londres ofreciéndole el trabajo de su vida. Una cadena de televisión británica solicitaba sus servicios como meteoróloga para dirigir una serie de documentales sobre el calentamiento global en Europa.

¡Era increíble que todo hubiera coincidido a la vez!

Había estudiado mucho para poder llegar a tener aquella oportunidad. Pero el trabajo conllevaba viajar y no le iba a ser posible hacerlo con un bebé pequeño.

Scott y ella deberían haber tenido mucho más cuidado. Pero había sido difícil: demasiadas risas, demasiado encanto de chico de campo, demasiadas falsas promesas de que ella era la única mujer para él...

Stella sabía que aquellas no eran más que inútiles excusas. Era una mujer inteligente y educada, ¡una científica! Pero, por primera vez en su vida, se había dejado llevar, y aquellas habían sido las consecuencias.

Se había permitido ser un poco como su madre, y había acabado por sufrir la misma suerte.

Tenía que hablar con Scott cuanto antes. El contrato que le habían ofrecido era demasiado suculento, pero solo podría realizar el trabajo si Scott se prestaba a ayudarla.

Delante de ella, vio que Callum detenía la camioneta ante la casa. Aquel era el lugar en el que había nacido el padre de su hijo, donde había corrido de niño, donde se había convertido en un hombre apegado a la tierra y a tan hermosa naturaleza.

Pero también era el hogar de Callum.

Él salió de la camioneta y se quedó allí, de pie, esperándola a ella mientras aparcaba el coche. Su rostro permanecía impasible, sin la más mínima traza de simpatía.

Qué distinto era de su hermano. Mientras que Scott era rubio, alegre y sonriente, Callum era oscuro y atormentado por dentro y por fuera. No obstante, era un hombre tremendamente atractivo. Tenía que reconocer que se había sentido atraída hacia él en el instante mismo en que lo había visto. Pero tenía un aspecto peligroso que le gustaba tanto como la atemorizaba.

Había reconocido aquella destructiva intensidad en él la noche misma que se habían conocido.

Esperaba no tener que pasar mucho tiempo con aquel hombre, porque lo último que necesitaba era aquella tormentosa sensación. Quería que alguien le subiera el ánimo, le hiciera sentirse bien.

Necesitaba a Scott.

Pero, ¿dónde estaría? ¿Por qué Callum no le había dicho directamente dónde se encontraba?

–¿Tienes mucho equipaje? –le preguntó Callum.

–Solo una maleta y una jaula con un pájaro.

–¿Un pájaro? –dijo él sin tratar de disimular su sorpresa.

Ella alzó la barbilla en un gesto desafiante.

–Me lo he tenido que traer. Mi compañera de piso es incapaz de cuidar de un animal.

Sacó la jaula con sumo cuidado del maletero del coche, mientras el perro seguía con detenimiento los movimientos del pequeño pájaro.

–Este es Oscar –Stella le presentó al pájaro–. ¿Cómo se llama tu perro?

–Mac.

Mac levantó las orejas a oír su nombre.

–Espero que no le gusten los pájaros –dijo ella.

–Desde que nació se ha dedicado a cuidar vacas, así que dudo mucho que le vaya a prestar demasiada atención a Oscar.

–Es un alivio saberlo.

Callum le acarició la cabeza al perro.

–El viejo Mac está retirado de su trabajo. Ahora se queda siempre en casa –esbozó una sonrisa que pronto se desvaneció–. Si llevas la jaula, yo me ocupo de tu maleta.

Entraron en la casa, y Callum la condujo hasta una habitación impersonal y sencillamente decorada que parecía de invitados.

–Tendrás que quedarte aquí esta noche –dijo él, y dejó con sorprendente cuidado la maleta junto a la cama.

–Siento estar abusando de tu hospitalidad –dijo ella. Callum no respondió, pero miró la jaula–. Lo pondré en el porche –concluyó ella.

–Será mejor que lo dejes en la cocina. Mac no va a hacerle nada, pero si lo dejas fuera, por la noche pueden atacarlo las serpientes.