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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Christie Ridgway

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un lobo solitario, n.º 2050 - septiembre 2015

Título original: Beginning with Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6800-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Por qué tienes que ser tan guapo? —le preguntó Phoebe con un suspiro al bebé que tenía en sus brazos.

Pasaba ya de la medianoche del uno de agosto, y la luna colgaba del cielo, oronda como un fruto maduro en la rama de un árbol. Las estrellas brillaban, y una suave brisa con olor a jazmín entraba por la ventana de su dormitorio, agitando su camisón, con el chirrido de los grillos de fondo.

Su sobrino Rex, de dos meses, hijo de su hermanastro, se quedó mirándola, como interrogante, antes de bostezar, y a Phoebe aquello le pareció tan adorable que sintió que estaba a un paso de perder la cabeza y meterse en camisas de once varas.

—Tenemos que encontrar a tu padre —le dijo—; antes de que cometa un gran error.

Se bajó de la cama con él en brazos, salió de la habitación y fue al salón. Ni siquiera se molestó en intentar acostar de nuevo al pequeño en la cuna que había colocado en una esquina. Si lo hacía, empezaría a llorar.

Fue hasta la mesa del comedor, donde tenía el portátil que utilizaba para su trabajo y tomó el teléfono inalámbrico que había dejado junto a él. Sosteniendo al bebé en un brazo, marcó el número de su hermanastro.

—Por favor, por favor, contesta… —murmuró mientras esperaba.

Llevaba dos semanas sin responder a sus llamadas, pero Phoebe era optimista por naturaleza, y no perdía la esperanza. Sin embargo, el alma se le cayó a los pies al oír a una voz robótica decirle:

El número al que llama está fuera de servicio o ha sido desconectado.

—¿Qué? —exclamó con voz ahogada.

Por favor, compruebe el número y vuelva a marcar.

Phoebe colgó y volvió a intentarlo, pero de nuevo saltó el mismo mensaje automatizado. Gimió desesperada y le dijo a Rex:

—No te preocupes, chiquitín. No es que me quiera deshacer de ti. Es solo que…

«Que me gustaría quedarme contigo para siempre, y eso no puede ser», pensó, y se mordió el labio. Tenía que encontrar a su hermanastro Teddy. Le había dejado al bebé hacía un par de semanas, diciéndole que solo sería esa tarde, que necesitaba un poco de tiempo para aclararse las ideas, y no le había sorprendido cuando, al llegar la hora de la cena, Teddy aún no había regresado. Su novia, la madre de Rex, había fallecido por un aneurisma a las pocas horas de dar a luz, y Teddy no estaba preparado para sobrellevar la pérdida y criar él solo al pequeño.

Pero luego habían pasado otros tres días, y aunque había llamado a todos los amigos y conocidos de su hermanastro, nadie sabía dónde podría haber ido. El pánico se había apoderado de ella, pero un día había salido de casa y al volver se había encontrado con que Teddy había llamado y le había dejado un mensaje en el contestador diciéndole que estaba bien, pero que necesitaba un poco más de tiempo, quizá un mes, y que luego ya pensarían «qué hacer con el bebé».

Phoebe cerró los ojos con fuerza y apretó a Rex contra su pecho. No podía seguir esperando, tenía que encontrar a Teddy. Marcó el número del mejor amigo de este, pero estaba comunicando. Maldijo entre dientes. «Piensa», se dijo, «piensa». Tomó el listín de teléfonos y empezó a pasar las páginas. ¿No podría habérsele pasado por alto alguien que pudiera saber el paradero de Teddy? Y entonces, como en respuesta a sus plegarias, sus ojos se posaron en el nombre de Natalie Minton, que había sido amiga de Teddy desde el instituto.

Era tarde, pero tenía que hablar con ella por si supiera algo. Marcó el número, intentado calmar a la vez a Rex, que había empezado a lloriquear.

—Shhh… shhh…

Por fin, unos cuantos tonos después, alguien contestó.

—¿Diga?

—¿Natalie? Soy Phoebe Finley, la hermana de Teddy —aunque técnicamente eran hermanastros, el padre de Teddy la había adoptado después de casarse con su madre—. Perdona que te moleste a estas horas. ¿Has visto a Teddy últimamente?

—¿Cómo? —inquirió Natalie con voz soñolienta.

—A Teddy —repitió Phoebe, acunando al bebé, que no dejaba de llorar—. Estoy buscando a mi hermano.

—¿Qué es ese llanto que se oye? ¿Es un bebé?

Phoebe tragó saliva.

—Es Rex, el hijo de mi hermano. ¿Lo has visto?

Natalie se quedó callada un momento antes de responder.

—Ah, sí, creo que lo vi en el funeral. ¿No lo llevó Teddy con él al funeral de Angela?

—No, te pregunto si has visto a mi hermano —le explicó Phoebe con paciencia.

La voz de Natalie sonó más despierta cuando volvió a hablar.

—¿Se ha largado de la ciudad? Te ha cargado a ti con el crío y se ha largado, ¿no?

Las palabras de Natalie la inquietaron.

—¿Te dijo que iba a hacer eso?

Natalie asintió con un gruñido.

—Dijo que sabía que podía contar contigo para que te ocupases del bebé, y que incluso estaba pensando en proponerte que lo adoptaras.

El llanto de Rex iba a más, y Phoebe le frotó la espalda con la mano y volvió a cerrar los ojos.

—¿Y te dijo algo más?, ¿no te dijo dónde pensaba ir?

A duras penas oyó la negativa de Natalie por encima del llanto del bebé.

—No, lo siento.

Phoebe, que temía que los berridos de Rex pudiesen molestar a su vecino, se despidió de Natalie y colgó para intentar calmar al pequeño.

Cuando hubo logrado aplacarlo un poco, tras pasear arriba y abajo con él por el salón, inspiró profundamente y le dijo pensando en voz alta:

—A ver, tenemos que considerar esto de un modo racional, ¿verdad, Rex? —el pequeño, que la miraba con sus grandes ojos, no podía entender lo que estaba diciéndole, pero continuó hablando de todos modos, como si estuviesen teniendo una conversación—. Lo sé, sé que siempre he sido más emocional que racional —concedió.

Además de ser idealista, y tan romántica que estaba ansiosa por conocer el amor.

—Pero podría funcionar, Rex. Tú y yo podríamos arreglárnoslas. Yo tengo un trabajo flexible, y podría organizarme para ocuparme de ti sin tener que desatenderlo.

También estaban sus estudios, por supuesto, pero podía posponerlos si fuese necesario, o podría llevar a Rex a una guardería en el campus de la universidad.

—No, el trabajo y mis estudios no serían un problema —dijo en voz alta mirando al bebé, que parpadeó—. Bueno, sí, también está eso —añadió ella.

Criar a un niño supondría también posponer cualquier posible relación sentimental, y ella, que era una romántica, llevaba años soñando con encontrar el amor.

—Pero ya tengo veinticuatro años y hasta ahora mi príncipe azul no ha dado señales de vida —le dijo al pequeño.

Había tenido citas y todo eso, pero estaba decidida a encontrar la clase de amor que su madre había encontrado al conocer a su padrastro.

A Rex por fin estaban empezando a cerrársele los ojos, y Phoebe se sentó con él en el sofá. A pesar de lo cansada que estaba se quedó mirándolo, maravillándose de lo perfectas que eran su naricita, sus orejitas, sus manitas… Y una vez más volvió a sentir en su pecho esa sensación cálida que la inundaba cada vez que lo miraba.

—Te quiero muchísimo, y estoy aquí, a tu lado —le susurró.

Y luego, aunque no era su madre, de sus labios escaparon las palabras «mamá está aquí».

 

El bebé del apartamento de al lado estaba llorando otra vez. Jackson intentó ignorarlo y volver a dormirse, pero no había manera. A través de las paredes, que parecían estar hechas de papel, se oía el llanto de aquel niño como si estuviese en su dormitorio, y hasta la dulce voz de su madre, hablándole para calmarlo.

Sentía cierta curiosidad. Llevaba un mes allí, en Strawberry Bay, e iba a quedarse cinco semanas más. Durante las primeras semanas apenas había oído a su vecina, y no había oído ni una sola vez el llanto de aquel bebé. Durante buena parte del día solo se escuchaba un ruido de teclas, por lo que suponía que trabajaba en casa con un ordenador, y de vez en cuando el teléfono y su voz. Y entonces, de repente, hacía un par de semanas, había empezado a oír el llanto de aquel bebé, como si hubiese aparecido de la nada.

De hecho eso parecía, porque había visto de pasada un par de veces a su vecina, y no le había dado la impresión de que estuviese embarazada. Ni se había ausentado de su apartamento el tiempo suficiente como para ir a dar a luz al hospital.

Jackson se tapó la cabeza con la almohada y gruñó irritado. ¿Y qué le importaba a él nada de eso? Lo que necesitaba era dormir para poder rendir en su trabajo esa noche. Su equipo y él estaban reforzando los pasos elevados para que soportasen mejor los terremotos, bastante frecuentes en California, y para cerrar una autopista y trabajar en ella la única franja horaria posible era entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, cuando había menos tráfico.

Jackson apartó la almohada, miró el reloj de la mesilla, que marcaba las cuatro de la tarde, y resopló. En los dos años que llevaba trabajando de noche no había tenido problemas para dormir durante el día, igual que no le había importado mudarse de un sitio a otro cada vez que terminaba un proyecto. Pero, si no podía dormir, ¿cómo iba a trabajar? Se levantó y se puso unos vaqueros y una camiseta. No podía continuar así ni un día más.

Cuando salió de su apartamento al minúsculo pasillo y se plantó frente a la puerta de su vecina, el llanto del bebé se oía con la misma intensidad. Se sentía incómodo por ir a quejarse por aquello, pero tenía derecho a dormir. Llamó a la puerta con los nudillos, y al poco rato esta se abrió.

Jackson parpadeó al ver a la mujer frente a él, con el bebé llorando desconsolado en sus brazos. Sus ojos eran de un gris claro azulado, como el cielo al amanecer, y las espesas pestañas que los bordeaban tan oscuras como la noche… ¿Pero en qué diablos estaba pensando?, se reprendió.

—¿Sí? —le preguntó ella recelosa.

Incapaz de articular palabra, Jackson la miró embelesado. Llevaba un vestido camisero con un estampado de flores y sandalias. El cabello, largo, oscuro y ondulado, le caía sobre los hombros. Tenía las mejillas redondeadas, una piel sin una sola imperfección y unos labios carnosos.

Su apariencia era tan ingenua que se habría sonrojado si hubiese tenido que explicarle cómo se «hacían» los niños, como el que sostenía en sus brazos.

Ella le lanzó otra mirada nerviosa y acunó suavemente al bebé, que no hizo sino berrear con más fuerza.

—¿Qué quería? —le preguntó.

—Discúlpeme —comenzó él frunciendo el ceño, con la esperanza de parecer tan irritado como estaba. Ella tragó saliva y lo miró como asustada. Tampoco era eso lo que quería. Sin saber qué decir, Jackson señaló con un ademán la puerta entreabierta de su apartamento—. Yo…

El nerviosismo de ella se desvaneció de inmediato.

—¡Ah, eres mi vecino! —exclamó con una sonrisa de alivio—. Pasa, por favor —le dijo mientras le daba palmaditas al inconsolable bebé.

¿Y qué podía hacer un hombre ante una invitación tan amistosa? Pasó al pequeño vestíbulo, y nada más hacerlo se dio cuenta de que no debía haberlo hecho. Debería haber expresado su queja en el pasillo, en territorio neutral, se dijo. Pero los berridos del bebé le hicieron cuadrar los hombros y apretar la mandíbula.

—Me llamo Jackson Abbott y he venido porque…

—¡No sabes cómo me alegra que hayas venido! —lo interrumpió ella sacándose un chupete del bolsillo. Lo acercó a la boca del bebé, pero este lo rechazó una y otra vez—. Tenía intención de ir a presentarme y darte la bienvenida. Soy Phoebe Finley —sonrió de nuevo y añadió—: Y también quería darte las gracias.

Jackson parpadeó contrariado. ¿Que quería darle las gracias?

—Pero como puedes ver he estado un poco ocupada —dijo ella cambiando el peso de un pie a otro y acunando al bebé.

Era la ocasión perfecta, pensó él, preparándose de nuevo para decir lo que tenía que decir. Sin embargo, en ese momento sus ojos se posaron en la carita del bebé, que paró de llorar un momento y se quedó mirándolo entre sollozos quejumbrosos. Y cuando Jackson finalmente abrió la boca para hablar, se encontró dirigiéndose al bebé sin saber por qué.

—¿Qué pasa pequeña…?

Entornó los ojos, intentando dilucidar si era un niño o una niña, y su vecina pareció darse cuenta, porque le dijo con una sonrisa divertida:

—Este es Rex, el hijo de mi hermano. Y es el motivo por el que quería darte las gracias.

—¿Las gracias por qué?—inquirió él sin comprender.

—¡Por no quejarte del ruido, claro está!

Jackson se sintió como un gusano miserable.

—¿El ruido? —repitió.

El bebé empezó a llorar de nuevo.

—Has tenido que oírlo llorar.

—Ah, sí —respondió él vagamente.

—Pues es que no ha habido un solo vecino que no se haya quejado. Pero gracias a ti he podido decirle a la casera que, si a ti no te molesta, ¿por qué habría de molestarle a los demás?

Jackson tragó saliva.

—Claro, ¿por qué habría de molestarles? —repitió. ¿Y él por qué estaba comportándose como un idiota? ¿Por qué no había ido a quejarse desde el primer día como los demás?—. ¿Tu hermano ha venido a verte y está pasando unos días contigo? —inquirió esperanzado.

Una expresión extraña cruzó por el rostro de ella.

—No, solo Rex. Lo tendré conmigo por lo menos un mes, o quizá más.

¿Un mes? ¿El tiempo que le quedaba de estancia allí, en Strawberry Bay? Estupendo, si el bebé seguía llorando las semanas siguientes como había estado haciendo durante las dos últimas, seguiría sin poder pegar ojo.

Pero entonces se quedó pensando y frunció el ceño. ¿Su hermano iba a dejarle todo un mes a su sobrino? Aquello no tenía sentido. Ella debió de advertir su extrañeza, porque le explicó:

—Es un poco… complicado. La madre de Rex murió tras dar a luz, y mi hermano necesitaba un poco de tiempo. Yo solo estoy… haciendo de «suplente», por así decirlo —bajó la vista al bebé y plantó un beso en su cabecita.

A él no le pareció un beso de «suplente», ni el modo amoroso en que miró al pequeño le pareció una mirada de «suplente».

—De hecho —añadió ella—, has sido tan amable y tan tolerante que te diré, en confianza, que espero poder quedarme con él. Para siempre, quiero decir.

El cerebro de Jackson dio un frenazo al oír eso.

—¿Cómo?

Su vecina se aclaró la garganta.

—Bueno, es que ahora mismo mi hermano está… no sé dónde está, pero va a volver, y cuando vuelva resolveremos la cuestión de la custodia del bebé.

Jackson no podía creerse lo que estaba oyendo. Alguien tenía que decirle a aquella pobre chica que los finales felices solo ocurrían en los cuentos de hadas. En sus treinta años de vida él había aprendido que a veces la gente salía de la vida de uno por voluntad propia y otras porque algo los arrancaba de su camino.

Sin embargo, aquello no era asunto suyo, ni tenía que ver con el motivo que lo había llevado allí.

—Mira, Phoebe, yo había venido porque…

—¿Necesitas que te preste algo? —le preguntó ella, alzando la voz por encima del llanto del bebé.

—Lo que necesito es descansar —masculló él para sí. Quizá acabaría antes comprándose unos tapones para los oídos.

—¿Azúcar? —aventuró ella, que evidentemente no le había oído.

Jackson arrojó los brazos al aire. Le sabía mal darle más problemas.

—Sí, eso es —claudicó—, venía a pedirte un poco de azúcar.

—Cómo no —contestó ella, con otra de esas sonrisas radiantes.

Y fue entonces cuando ocurrió. Su vecina lanzó una mirada a la cocina, que se entreveía a unos metros detrás de ella, y luego miró al pequeño que no dejaba de llorar.

Jackson leyó la desesperación en su rostro. ¿Cómo ir a la cocina y calmar a la vez al bebé? Lo cual era irónico, teniendo en cuenta que él ni siquiera necesitaba el azúcar.

Pero cuanto antes fuese a por el azúcar, antes podría marcharse, así que se ofreció a echarle una mano.

—Déjamelo —dijo extendiendo las manos hacia el pequeño.

Ella vaciló, pero luego pareció darse cuenta de que el bebé no podría enrabietarse más, y se lo pasó con cuidado. Y de repente Rex dejó de llorar y se quedó mirándolo con sus grandes ojos. Al principio Jackson creyó que el sobresalto de encontrarse en los brazos de un gigante era lo que había hecho que dejase de llorar, pero pasaron los segundos y seguía tranquilo, y al cabo de un rato empezaron a cerrársele los ojos.

Alzó la vista hacia su vecina, que estaba mirándolo anonadada. Él, que también estaba sorprendido, se encogió de hombros. En el pasado se le habían dado bien los niños, pero nunca habría imaginado que, después de catorce años, seguía conservando aquella habilidad.