cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Jennifer Taylor

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hijo del deseo, n.º 1212 - noviembre 2015

Título original: Rachel’s Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7330-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

STEPHEN no se molestó en decirle a nadie que se iba. Simplemente descendió en su ascensor privado hasta la planta baja. No tardarían en averiguar que se había marchado... cuando las negociaciones hubieran acabado.

Con franqueza, ya no le importaba cuál pudiera ser el resultado ni si aún seguiría con el control de la empresa que había levantado con implacable determinación en los últimos diez años. La noche anterior, al oír la noticia, había sabido lo que tenía que hacer ese día.

Le resultó divertida la ironía de la situación. Había buscado a Rachel desde que se hizo la oferta de absorción y decidió no plantarle cara. El equipo de detectives que había contratado había tenido poco éxito en localizarla, hasta la llamada telefónica de la noche anterior.

Lo había dejado atónito descubrir que Rachel se encontraba en la ciudad. Ella había salido de su vida en el momento en que todo comenzaba; que regresara en ese instante resultaba apropiado. Tenía intención de atar algunos cabos sueltos antes de cerrar el libro de ese capítulo de su vida.

El viento soplaba con fuerza por el parque. Le apartó el pelo castaño de la cara, marcando aún más sus rasgos nítidos. Captó su reflejo en la puerta de cristal y volvió a sonreír sin placer.

La vida y la experiencia habían quedado grabadas en su rostro y llenaban sus ojos grises con cinismo. Ese era el legado que le quedaría cuando todo terminara. Desde luego, también habría dinero, más del que necesitaría en toda una vida, pero nada que hiciera que lamentara la decisión tomada. Parecía una amarga acusación de todo lo que había conseguido.

Las calles estaban despejadas, pero se tomó su tiempo para seguir una ruta que no había recorrido en años. Su vida había continuado desde esas calles estrechas, y la enorme casa que se alzaba entre innumerables acres era el entorno adecuado para un hombre de sus medios; no obstante, mientras conducía, sintió como si el tiempo no existiera...

Apretó las manos en el volante al acercarse al exterior. Se sintió abrumado por la súbita sensación de que podría estar cometiendo un error. ¿Qué esperaba conseguir con esa reunión? Rachel no había realizado intento alguno de buscarlo y se preguntó si no sería un necio al agitar el pasado cuando quizá era mejor dejar las cosas tal como estaban.

Titubeó solo unos segundos antes de que su decisión se reafirmara. Durante los últimos diez años había querido respuestas, y ese era el momento perfecto para oírlas.

Observó la calle al bajar del coche y experimentó un nudo en el estómago al ver a la mujer que caminaba hacia él. Iba enfundada en un abrigo grueso con capucha, aunque habría reconocido ese andar elástico en cualquier parte...

–Rachel.

El nombre salió con tanta facilidad de sus labios que podrían haber pasado días y no años desde la última vez que la vio. Stephen había pensado que estaba preparado para el encuentro, pero supo que no era así al revivir todo lo que había sentido aquel verano intenso.

–¿Podemos ir luego al parque, mamá? ¿Por favor?

La voz del niño sonó con claridad en la calle. Stephen se sobresaltó, dándose cuenta por primera vez de que Rachel no se hallaba sola, y unos segundos más tarde asimiló lo que había oído. Miró al niño que iba a su lado y experimentó otro sobresalto.

Tenía que ser su hijo; cuando el pequeño se adelantó y se aproximó más a él, vio que el parecido era notable. No solo por el cabello dorado ni por sus facciones pequeñas y regulares, sino por el mentón alzado, que insinuaba una voluntad que le era familiar, y por el modo en que lo miró directamente, sin pestañear, al detenerse ante la casa...

Contempló los ojos del niño y vio algo que jamás había soñado que vería.

De pronto, sintió que la ira bullía en su interior y desterraba los años de incertidumbre. En el pasado la necesidad de averiguar la verdad le había carcomido el alma. En ese momento sabía al fin cuál era esa verdad, aunque no tenía todas las respuesta.

Alzó la vista y sus ojos fueron como hielo al mirar a Rachel detenerse y abrir el bolso. No le cupo duda de que iba a conseguir sus respuestas... ¡y algo que por derecho tendría que haber sido suyo mucho tiempo atrás!

 

 

Rachel sacó las llaves y suspiró. Lo último que tenía ganas de hacer era llevar a Jamie al parque, pero odiaba negarle ese pequeño placer. Si al menos no se sintiera tan cansada, pero cuidar de la tía Edith en las semanas anteriores al fallecimiento de la anciana había sido agotador.

No había querido regresar, pero su conciencia no le habría permitido permanecer alejada después de haber recibido la carta de su tía y, en cualquier caso, sus temores habían resultado infundados.

Ya solo le quedaba hacer las maletas, guardar lo poco que le había dejado la tía Edith y volver a casa. Sin embargo, la idea de retornar a su apartamento en Birmingham no la entusiasmaba. Estar encerrado en un bloque de apartamentos no era lo mejor para un niño de nueve años.

Jamie esperaba ante la puerta, contemplando el coche lujoso aparcado junto a la acera. Rachel lo estudió con curiosidad al introducir la llave en la cerradura. Posó la vista en el hombre apoyado contra el capó y la sorpresa que sintió le quitó el aliento.

Durante un momento dio la impresión de no poder moverse. De pronto, sopló el viento y le quitó la capucha de la cabeza, haciendo que el pelo largo y rubio le tapara la cara, aunque permaneció allí, quieta, y oyó la risa baja del hombre, en absoluto divertida.

–Hola, Rachel. ¿Cómo estás? Espero que no me hayas olvidado. Stephen Hunter... ¿recuerdas? –miró a Jamie y sus ojos reflejaron una furia dura y fría cuando volvieron a centrarse en ella–. Seguro que no.

«¡Lo sabe!», Rachel oyó las palabras en su interior, llenándola de miedo y arrebatándole la capacidad de pensar de forma racional. Recuperó el aire en jadeos cortos al tomar la mano de Jamie para hacerlo entrar pero, de repente, Stephen estuvo a su lado, grande y de aspecto peligroso, con el brazo atravesado sobre la puerta para impedirle el paso.

–¡No! No vas a ninguna parte. Es hora de que hablemos. De hecho, yo diría que ya es necesario, ¿no crees?

El tono burlón hizo que se sintiera amilanada, ya que nunca antes le había hablado así. Sin proponérselo, el recuerdo de aquel verano la invadió, la voz de Stephen pronunciando su nombre, tan profunda y resonante por la emoción, mientras le decía que la amaba...

–¡Mamá, me haces daño!

Jamie le movió el brazo y en su carita se reflejó el temor. Rachel luchó por recuperar el control al soltarle la mano y obligarse a sonreír.

–Lo siento, cariño. Yo... quería que te cobijaras del viento.

–No tengo frío. ¿Puedo jugar fuera un rato antes de ir al parque?

Stephen bajó la vista al niño y su expresión se suavizó.

–¿Por qué no entras por ahora? –miró a Rachel sin ningún atisbo de suavidad–. Mamá y yo somos... viejos amigos. Hay muchas cosas que tenemos que contarnos.

Rachel captó la ironía en su voz. El corazón le dio un vuelco, pero con Jamie presente no podía hacer nada. Bajó la vista a su hijo, embargada por el amor al observar la preocupación en su cara. ¿Qué sentido tenía inquietar aún más al pequeño, cuando quizá pudiera zanjar eso sin necesidad de revelarle quién era Stephen Hunter?

–Sí, entra, Jamie. No tardaré.

El pequeño los estudió a ambos y luego desapareció en el interior de la casa. Rachel respiró hondo antes de volverse hacia Stephen. Al principio, había imaginado esa escena muchas veces, y en sus peores momentos casi había deseado que tuviera lugar. Pero habían pasado los años y la probabilidad de que alguna vez volvieran a encontrarse se había vuelto remota... tanto como el propio Stephen.

Había leído sobre él en los periódicos, desde luego, seguido su éxito y experimentado consuelo al descubrir que no se había equivocado en hacer lo que había hecho. Lo único que siempre había deseado era la felicidad de Stephen. Sin embargo, al observarlo en ese momento, de pronto se preguntó si, al garantizar eso, no había abierto el camino hacia su peor pesadilla.

–¿Por qué, Rachel? Contéstame eso. ¿Por qué lo hiciste?

Habló en voz tan baja, que Rachel tuvo que esforzarse para oírlo. Sintió un escalofrío al percibir la furia que lo dominaba y apartó la vista.

–No sé a qué te refieres.

Él soltó una risa áspera y con los dedos le hizo daño al girarle la cara para poder contemplar sus ojos.

–¡No mientas! Maldita seas, Rachel, no te atrevas a mentir después de todo lo que has hecho. Solo tuve que mirar al pequeño para conocer la verdad. Es mi hijo, ¿no es cierto? ¿No es cierto?

–Yo... ¡No... no! Te equivocas, Stephen –se obligó a reír, aunque le sonó carente de convicción–. No sé de dónde has sacado esa idea...

–El niño tiene mis ojos, Rachel. Lo miré y vi el mismo reflejo que todos los días veo en el espejo. Mis ojos, tus facciones... ¡nuestro hijo! Ahora lo único que deseo saber es por qué no me lo contaste. ¿Por qué, durante todos estos años, has mantenido a mi hijo en secreto?

Los dedos de Stephen se tensaron sobre su mentón y en sus ojos brilló un fuego salvaje. Rachel sintió una descarga de miedo verdadero. Parecía fuera de control. ¿Quién sabía de qué era capaz en ese momento, de qué sería capaz luego?

En ese momento Stephen Hunter era un hombre poderoso, con fama de conseguir siempre lo que quería. ¿Y si decidía que quería a Jamie? ¿Y si su ira se convertía en deseo de recuperar lo que ella le había ocultado todos esos años? Que lo hubiera hecho para garantizar que alcanzara el éxito que con tanta desesperación había anhelado ya no significaría nada para él.

¡Perder a Jamie era un riesgo que no podía asumir!

–¡No! Te equivocas. Jamie no es... no es tuyo –tragó saliva, dolida por la mentira que debía contarle–. Jamie tiene los ojos de los Hunter... no los tuyos, Stephen.

Sintió que se ponía tenso. Hizo una mueca por la presión de sus dedos, aunque él no pareció notarlo. La miró fijamente, con ojos tan sombríos que casi parecían negros.

–¿Qué quieres decir?

–Ja... Jamie es hijo de Robert, no tuyo. Nos... nos acostamos juntos durante tu estancia en Londres. Jamás quise que lo supieras, Stephen. Por eso me marché después de que Robert muriera y de haber descubierto que estaba embarazada –lo miró, rezando para no revelar la agonía que sentía al negar todo lo que Stephen y ella habían sido el uno para el otro–. No es tu hijo, sino de tu primo, y tú... tú no tienes derecho sobre él.

Durante un instante él no se movió ni la soltó. Rachel pudo sentir cómo se extendía la desagradable mentira. Quiso gritar que no era verdad, que lo había amado, pero contuvo las palabras por miedo a lo que pudiera ocurrir.

–¡Maldita seas, Rachel! ¡Maldita seas!

La soltó y la paralizó con la mirada antes de dar media vuelta y regresar al coche.

–¡Stephen! –suplicó, pero él no dio señales de haberla oído.

Se metió en el coche y se marchó sin mirar atrás, dejándola tal como una vez ella lo había dejado... aunque los motivos de Rachel habían sido por amor; los de él nacían del odio.

–Mamá, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras? ¿Qué te ha dicho ese hombre?

Jamie le tocó el brazo y su voz irradió inseguridad. Ella se pasó una mano por la cara, inconsciente hasta ese momento de que estaba llorando. Miró a su hijo y el corazón se le rompió al recordar lo que había visto en los otros ojos grises...

–Espero que no volvamos a verlo. No me gusta.

Rachel desterró su dolor al ver el mohín rebelde en los labios de Jamie. Supo que no podía permitir que eso pasara. Le había negado su hijo a Stephen, pero no podría vivir consigo misma si dejaba que Jamie odiara a su padre.

–Hacía mucho que no veía a Stephen y le... le dije algo que él desconocía y que lo perturbó. No fue él quien me hizo llorar, Jamie. Es el viento el que me irrita los ojos. ¿Qué te parece si nos vamos ahora al parque? Cuando volvamos, podemos preparar unas tostadas para tomar con el té junto a la chimenea.

–¡Estupendo! –el rostro del pequeño se iluminó–. ¿Puedo prepararlas yo, mamá? Te prometo que tendré cuidado.

–Ya veremos –sonrió con gesto trémulo.

Tomó la mano de Jamie, volvió a cerrar la puerta y marcharon juntos. Al llegar a la esquina se detuvo para mirar atrás, pero la calle estaba vacía. Sin embargo, sabía que el recuerdo de su encuentro iba a perseguirla, igual que la mentira que le había contado. Que Stephen la hubiera creído con tanta presteza era algo con lo que también tendría que aprender a vivir.

Si de verdad la hubiera amado, tendría que haber sabido que jamás habría podido traicionarlo de esa manera.

 

 

–Ahí estás. Maldita sea, Stephen, podrías haber dicho que te ibas. Esta última hora ha sido tumultuosa al no poder encontrarte.

Stephen se volvió de la ventana con las cejas enarcadas con expresión cínica.

–Pensé que te había dado autorización para negociar el trato, David. ¿Para qué necesitabas que estuviera aquí y te sostuviera la mano?

–Sé lo que me dijiste –el rostro del hombre más joven se ruborizó–, pero no es tan sencillo. Rogerson se niega a tratar con nadie que no seas tú –rio con ironía–. No lo culpo. ¡Cuesta creer que El Tiburón ha perdido su instinto!

Stephen reconoció el comentario con una leve sonrisa, bien consciente del apodo que había adquirido desde que un periodista ingenioso lo había empleado en uno de los periódicos financieros. Lo habían comparado con un tiburón, que devoraba y escupía cualquier cosa que se interponía en su camino.

Quizá en una ocasión había sido cierto, pero últimamente había perdido el gusto por la fase agresiva del negocio... razón por la que había surgido esa oferta de absorción. Después de lo que acababa de suceder, estaba menos inclinado que nunca a preocuparse por lo que le pasara a la maldita empresa.

Cerró las manos y giró para mirar otra vez por la ventana.

–Entonces es tarea tuya convencerlo, David. Para eso te pago y continuaré haciéndolo hasta que Rogerson se haga con la compañía. Después de todo, bueno... –se encogió de hombros con indiferencia, deseando que David se marchara. Quería estar solo, asimilar lo que le había revelado Rachel para poder entenderlo.

–¡Eres un necio, Stephen! Solo Dios sabe por qué tiras por la borda todo por lo que has luchado. Pero sé que estás cometiendo un gran error. ¡Lo peor del caso es que te darás cuenta cuando ya sea demasiado tarde!

Que hablara de esa manera era reflejo de lo mucho que toda la operación estaba afectando a David, y fue eso lo que frenó la respuesta de Stephen.

–Entonces, solo yo tendré la culpa. Tal vez te cueste entenderlo, pero ya no me importa. Si la pierdo, que así sea. Y ahora, si eso es todo...

–¡Sí, lo es! Pero si yo estuviera en tus zapatos, saldría a luchar. No dejaría que nadie me arrebatara esto. Querría legárselo a mis hijos, como algo de lo que podrían sentirse orgullosos.

David se marchó, sin ver la expresión que cruzó la cara de Stephen. Continuó mirando por la ventana, tratando de controlar el torrente de emociones que lo invadió. Era como si alguien le hubiera abierto un agujero en el pecho para desgarrarle lo que una vez había sido su corazón...

¡Había amado tanto a Rachel! Quizá hubiera sido simplemente la intensidad de la juventud lo que había potenciado sus sentimientos, la dulzura de su primer amor, pero desde entonces nada lo había afectado tanto, ni siquiera su matrimonio con Shelley. Esta había sido una mujer hermosa y culta, y había encajado a la perfección en la vida que había preparado para sí mismo... pero, ¿la había amado?

Conocía la respuesta sin necesidad de pensar en ella, sabía que esa había sido la causa por la que al final Shelley había pedido el divorcio. Y lo único que él había sentido había sido el pesar fugaz de haber fallado, nada más. No obstante, saber lo que Rachel había hecho años atrás le producía un daño tan amargo que apenas podía creer en el dolor y la furia que sentía.

Dio un puñetazo a la pared, giró y contempló el lujoso despacho. Todo lo que había conseguido había surgido de aquel largo y caluroso verano. Quizá hubiera intentado desterrar a Rachel de sus pensamientos, pero ella jamás había abandonado su espíritu. Se había afanado por alcanzar sus sueños porque eran los sueños de los que había hablado con ella, las ambiciones de las que solo había hecho partícipe a Rachel.

Ella había sido un faro brillante, su belleza y dulzura sin igual, su relación algo con lo que había comparado todas las posteriores... para su detrimento. Y había sido un simulacro, una burla. Todo lo que había hecho hasta ese momento en su vida había surgido por los motivos equivocados. Se sentía engañado.

Miró la hora y entrecerró los ojos. Quizá no pudiera cambiar el pasado, pero sí podía moldear su futuro. Durante mucho tiempo no había sabido lo que quería. De pronto, le resultó claro: ambiciones nuevas, sueños nuevos. ¡Y Rachel había desempeñado una parte en ello, igual que había desempeñado un papel vital en el pasado!