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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Linda Lael Miller. Todos los derechos reservados.

SOMBRAS DEL PASADO, Nº 105 - enero 2012

Título original: McKettrick’s Heart

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Ana Peralta de Andrés

Publicado en español en 2010

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-431-6

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

Molly Shields se obligó a detenerse en la acera, delante de una enorme mansión. Tomó aire y lo soltó lentamente. Si no lo hubiera hecho, habría terminado saltando la verja del jardín y cruzando el camino que la separaba de la casa a toda la velocidad que le permitieran sus piernas.

Lucas.

Lucas estaba en algún rincón de aquella impresionante casa.

Pero también Psyche. Y a los ojos del mundo, Psyche Ryan era la madre de Lucas.

En el interior de Psyche todo se rebelaba contra aquella realidad, pero intentó situar las cosas en perspectiva al tiempo que se recolocaba la mochila con la que cargaba desde que se había bajado del autobús procedente de Phoenix en la gasolinera situada a la salida de Indian Rock, Arizona. Lucas no era su hijo, se recordó, era el hijo de Psyche.

El pequeño tenía ya dieciocho meses, dos semanas y cinco días. La última vez que le había visto, que le había sostenido en sus brazos antes de renunciar a él, era un sonrosado recién nacido que no paraba de llorar. Psyche le había enviado algunas fotografías desde entonces y Molly sabía que su hijo se había convertido en un niño guapo y robusto, tenía el pelo rubio y unos chispeantes ojos verdes. El color de los ojos y el pelo lo había heredado de ella, aunque a Molly se le hubiera oscurecido el pelo con los años. Sin embargo, se parecía más a su padre.

Y en cuestión de minutos, de segundos quizá, Molly volvería a ver a aquel bebé al que continuaba considerando hijo suyo en sus pensamientos, sobre todo en momentos de debilidad.

A lo mejor le dejaban abrazar a Lucas. Se moría de ganas de hacerlo. Quería respirar el olor de su pelo, de su piel…

«Cuidado», le advirtió la parte más pragmática de su personalidad.

Ya era un milagro que Psyche, prácticamente una desconocida y, no convenía olvidarlo, una esposa traicionada, le hubiera pedido que fuera a su casa después de todo lo que había pasado. De modo que haría bien en vigilar sus movimientos y no dar ningún paso en falso. Los milagros eran algo tan frágil como excepcional, había que tratarlos con infinita delicadeza.

Molly abrió el último cerrojo de la reluciente puerta de hierro. El metal estaba caliente y su tacto era suave. Una discreta placa proclamaba que aquél era un edificio histórico.

En uno de sus correos electrónicos, Psyche le había explicado que aquella mansión, situada en la esquina de Mapel con la avenida Red River, había sido el hogar de su infancia y llevaba casi diez años vacía.

Pero el jardín tenía un aspecto cuidado: los rosales y los lilos florecían sobre lechos de mantillo fresco y había luz en casi todas las ventanas de la casa. La madera parecía recién pintada de blanco y el ladrillo, aunque desgastado por el paso del tiempo, conservaba la humedad de un lavado reciente.

Molly se obligó a caminar lentamente hasta llegar al porche, parte del cual estaba cerrado, formando una galería. Imaginó que allí tendrían sillas, una mesa y quizá hasta un columpio de madera.

Se imaginó a sí misma sentada en el columpio, meciéndose con Lucas en el regazo durante las tardes de verano; inevitablemente, se le aceleró el corazón.

«Es el hijo de Psyche», se repitió en un silencioso mantra, «es el hijo de Psyche».

No tenía la menor idea de por qué la había llamado Psyche, ni sabía el tiempo que se quedaría allí. Aquella mujer había tenido la generosidad de ofrecerle un billete en primera clase desde Los Ángeles, además de la posibilidad de que fuera a buscarla un chófer al aeropuerto de Phoenix, pero Molly, quizá como una forma de penitencia, había optado por el autobús.

Por supuesto, lo más sensato habría sido rechazar la invitación, pero no había sido capaz de renunciar a la oportunidad de ver a Lucas.

La puerta de la casa se abrió justo en el momento en el que Molly llegaba al primer escalón de la entrada. Aquello la sacó inmediatamente de sus especulaciones. Tras la puerta apareció una mujer negra, casi una anciana, alta y delgada. Iba vestida con un uniforme de un blanco inmaculado y unos cómodos zapatos con suela de goma.

–¿Es usted…? –preguntó bruscamente.

Sí, era ella, la madre biológica de Lucas, la mujer que se había acostado con el marido de Psyche. Por supuesto, lo de menos era que Molly no se hubiera enterado de que era un hombre casado hasta que ya era demasiado tarde. Siempre había una excusa, ¿no? Ella era una mujer inteligente, con estudios universitarios y un negocio propio. Thayer había sido un gran mentiroso, sí, pero debería haber reconocido las señales.

Porque siempre había señales.

Tragó saliva y asintió en un mudo reconocimiento.

–En ese caso, pase –la invitó el ama de llaves, al tiempo que se abanicaba con una mano–. No puedo tener la puerta abierta durante todo el día. El aire acondicionado cuesta dinero.

Molly disimuló una sonrisa. Psyche le había hablado de su ama de llaves durante las semanas anteriores. Le había contado que era una mujer de mal genio, pero también de gran corazón.

–Usted debe de ser Florence –dijo Molly en tono conciliador, haciendo un enorme esfuerzo para dominar las ganas de decirle que ella no pretendía destrozar ninguna familia.

Florence frunció el ceño y asintió con un gesto muy poco amistoso.

–¿Esa mochila es todo el equipaje que trae?

Molly negó con la cabeza.

–He dejado parte del equipaje en la gasolinera –respondió–. Pesaba demasiado.

Pesaba tanto como su arrepentimiento; el problema era que continuaba arrastrando sus remordimientos porque no sabía qué otra cosa hacer con ellos.

Florence aspiró con gesto altivo y se ajustó las gafas, haciendo patente su desaprobación. No era extraño aquel recibimiento, teniendo en cuenta las cosas que Psyche debía de haberle contado de ella. Desgraciadamente, era muy probable que la mayor parte fueran ciertas.

Después de un carraspeo con el que expresó abiertamente su disgusto, Florence se hizo a un lado para dejarla pasar.

–Enviaremos a alguien a la gasolinera para traer el equipaje –dijo–. En este momento, la señorita Psyche está descansando en el piso de arriba, pero subiré a avisarla de todas formas.

La observó con atención, elevando la mirada por encima del grueso cristal de sus gafas y suspiró con tristeza.

–Pobrecita mía –musitó, prácticamente para sí–. Ha sido un esfuerzo agotador para ella abrir de nuevo esta casa para que viniéramos a vivir aquí. Si hubiera sido por mí, nos habríamos quedado en Flagstaff, que es donde deberíamos estar, pero cuando a esa mujer se le mete algo en la cabeza, es imposible hacerla entrar en razón.

Molly se moría de ganas de preguntar por Lucas, pero era consciente de que debía andarse con cuidado, sobre todo estando ante una persona que llevaba tantos años trabajando para aquella familia. Florence Washington había sido la niñera de Psyche hasta que ésta había tenido edad para ir al colegio; entonces se había convertido en el ama de llaves de la familia. Cuando Psyche se había casado con Thayer Ryan, Florence Washington se había hecho cargo de aquel nuevo hogar.

Molly sintió un ligero revoloteo en el estómago.

Thayer estaba muerto; había sufrido un infarto a los treinta y siete años, un año atrás. Aunque Molly jamás le habría deseado una muerte temprana, pese a que aquel hombre le había arruinado la vida, tampoco había llorado su desaparición.

No había ido al entierro.

No había mandado flores, ni siquiera una tarjeta.

Al fin y al cabo, ¿qué podría haber escrito?, «¿con cariño, de la amante de su marido?».

Florence cruzó lentamente la entrada, presidida por un reloj de pie, pasó por delante de una escalera de caracol y atravesó un largo pasillo con habitaciones a ambos lados. Molly la siguió con aire circunspecto hasta salir a una luminosa cocina que daba a la galería. Tras ella se veía un extenso y cuidado jardín.

Molly se quitó la mochila y la dejó en una de las sillas que rodeaban la mesa situada en el centro de la habitación.

–Puede sentarse si quiere –la invitó Florence.

Así que podía sentarse, pensó Molly. Estaba cansada, prácticamente no había descansado desde que había dejado Los Ángeles dos días atrás, pero continuaba ansiando recorrer aquella mansión habitación por habitación hasta encontrar a Lucas.

Sacó una de aquellas pesadas sillas de madera de roble y se sentó en ella.

–¿Café? ¿Té? –le ofreció Florence.

–Un vaso de agua, por favor –contestó Molly.

–¿Con gas o normal?

–Normal.

Florence sacó un vaso con hielo y una botella. Mientras Molly se servía el agua, el ama de llaves adoptó una expresión hostil y se reclinó contra el mostrador con los brazos cruzados.

–¿Qué está haciendo aquí? –preguntó por fin.

Era evidente que no aguantaba las ganas de hacerle aquella pregunta.

Molly, que estaba a punto de beber un sorbo de agua, dejó el vaso de nuevo en la mesa.

–No lo sé –contestó con sinceridad.

Psyche la había llamado por teléfono una semana atrás y le había pedido que se reuniera urgentemente con ella sin darle otra explicación.

«Tenemos que hablar de esto personalmente», le había explicado.

–A mí me parece que ya le ha hecho suficiente daño sin necesidad de presentarse en su casa. Sobre todo en un momento como éste –le reprochó Florence.

Molly tragó saliva. Tenía treinta años y dirigía una de las agencias literarias más importantes de Los Ángeles. Estaba acostumbrada a trabajar con autores influyentes, editores y gente del cine prácticamente a diario. Sin embargo, estando sentada en la cocina de Psyche Ryan, vestida con unos vaqueros, una camiseta y unas playeras y tras cuarenta y ocho horas de viaje, se sentía tan insignificante como si hubiera vuelto a los años de la universidad, cuando no tenía absolutamente nada a lo que aferrarse.

–No le hagas pasar un mal rato, Florence –intercedió por ella una voz delicada. Procedía de algún lugar situado tras la silla de Molly–. He sido yo la que le ha pedido que venga y Molly ha tenido la amabilidad de hacerme caso.

Tanto Molly como Florence se volvieron. La primera se levantó tan rápidamente que estuvo a punto de tirar la silla.

Psyche permanecía en el marco de la puerta, extraordinariamente delgada, envuelta en una bata de color salmón y con unas zapatillas a juego. Hubo dos rasgos de su aspecto que a Molly le llamaron particularmente la atención: en primer lugar, era una mujer muy bella y, en segundo lugar, era evidente que el gorro de ganchillo que cubría su cabeza tenía como misión el ocultar su calvicie.

–¿Quieres ir a ver a Lucas, por favor? –le pidió Psyche a Florence–. Hace unos minutos estaba durmiendo, pero todavía no está acostumbrado a esta casa y prefiero que haya alguien con él por si se despierta.

Florence vaciló un instante, asintió en silencio, fulminó a Molly una vez más con la mirada y abandonó la cocina.

–Siéntate –le pidió Psyche a Molly mientras se acercaba hacia ella con paso elegante.

Molly, una mujer más acostumbrada a dar órdenes que a recibirlas, obedeció inmediatamente.

Psyche sacó la silla que había al lado de la de Molly y se sentó con un ligero suspiro y una mueca de dolor.

–Gracias por venir –le tendió la mano–. Soy Psyche Ryan.

Molly estrechó una mano que tenía la ligereza de una pluma.

–Molly Shields –contestó.

Alzó la mirada involuntariamente hacia el gorro de Psyche y la fijó de nuevo en sus enormes ojos violeta.

Psyche sonrió ligeramente.

–Sí, tengo cáncer.

A Molly se le desgarró el corazón.

–Lo siento –musitó. Eran muchas las cosas que lamentaba, no sólo aquel cáncer–. ¿Y es…?

–Terminal –confirmó Psyche con un asentimiento de cabeza.

Molly sintió aflorar a sus ojos lágrimas de compasión, pero no se permitió mostrarlas. No conocía a Psyche suficientemente bien.

Inevitablemente, pensó en Lucas.

Si Psyche se estaba muriendo, ¿qué sería de él? Molly, que había perdido a su madre a los quince años, sabía del vacío y la constante e infructuosa búsqueda que una pérdida como aquélla podía llevar a la vida de un niño.

Psyche pareció adivinar lo que estaba pensando, por lo menos en parte. Volvió a sonreír y alargó la mano para estrechar la de la recién llegada.

–Como ya sabes, mi marido murió. Ninguno de nosotros tenía familia y como eres la madre biológica de Lucas, espero que…

A Molly le dio un vuelco el corazón al imaginar las palabras con las que terminaba aquella frase, pero se contuvo, temiendo sufrir una dolorosa desilusión si se equivocaba.

–Me gustaría que cuidaras de él cuando yo no esté –terminó Psyche–. Que seas su madre no sólo en los papeles, sino de verdad.

Molly abrió la boca y volvió a cerrarla. Estaba demasiado conmovida como para confiar en la firmeza de su voz.

–A lo mejor me he precipitado al hacerte venir –continuó Psyche suavemente–. Supongo que si hubieras querido hacerte cargo de Lucas, no habrías renunciado a él.

La desesperación, la tristeza y la esperanza fluyeron en el interior de Molly fundidas en un amasijo de sentimientos que seguramente ya nunca sería capaz de separar.

–Claro que quiero hacerme cargo de él –anunció antes de que Psyche pudiera reconsiderar y retirar su ofrecimiento.

Psyche pareció aliviada. Y también agotada.

–Habría que dejar atados algunos cabos –le advirtió con voz queda.

Molly sintió que se le subía el corazón a la garganta. Esperó, temiendo estar forjando vanas esperanzas.

–Lucas debería ser criado en Indian Rock –le dijo Psyche–. Preferentemente, en esta casa. Yo crecí aquí y me gustaría que también lo hiciera mi hijo.

Molly parpadeó. Era propietaria de una agencia literaria y de una casa en Pacific Palisades. Tenía amigos, un padre anciano, una vida. ¿Podía renunciar a todo ello para quedarse a vivir en una pequeña localidad del nordeste de Arizona?

–Lucas heredará una gran propiedad –continuó diciendo Psyche. Pareció reparar entonces en la ropa de Molly y en la mochila que había dejado en el suelo–. No tengo la menor idea de en qué situación económica te encuentras, pero estoy dispuesta a ser generosa contigo hasta que Lucas sea mayor de edad, por supuesto. Además, podrías convertir esta casa en una posada si quisieras.

–No será necesario –le aclaró Molly–. Lo del dinero, quiero decir.

Era extraña la rapidez con la que podía tomarse una decisión que podía cambiar toda una vida cuando había cosas importantes en juego. Algunos de sus clientes, por no decir todos, comenzarían a poner pegas en cuanto se enteraran de que pensaba trasladarse a Indian Rock. Seguramente muchos anularían sus contratos, pero no importaba. A pesar de que era una mujer austera, tenía una abultada cuenta corriente en el banco y podría seguir cobrando comisiones durante toda su vida gracias a algunos de los libros que había vendido.

–Muy bien –dijo Psyche. Se sorbió la nariz, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las lágrimas.

Durante algunos segundos, permanecieron las dos mujeres en silencio.

–¿Por qué renunciaste a Lucas? –preguntó Psyche de pronto–. ¿No le querías?

«¿No le querías?». Aquellas palabras apenas susurradas azotaron el corazón de Molly con la fuerza de un violento huracán. Podría haberse quedado con Lucas. Desde luego, tenía los medios para ello y las ganas de hacerlo, pero imaginaba que renunciar a su hijo había sido una forma de castigar su error.

–Pensé que estaría mejor con un padre y una madre –contestó por fin.

No era la única respuesta, pero de momento no tenía otra que ofrecerle.

–Si no hubiera sido por Lucas, me habría divorciado de Thayer –le aclaró Molly.

–No sabía… –comenzó a decir Molly, pero no fue capaz de terminar la frase.

–¿Que Thayer estaba casado? –terminó Psyche por ella, con extraña amabilidad.

Molly asintió.

–Te creo –dijo Psyche, sorprendiéndola–. ¿Estabas enamorada de mi marido, Molly?

–Por lo menos eso creía –contestó.

Había conocido a Thayer en una fiesta en Los Ángeles e inmediatamente le habían robado el corazón su aspecto, su encanto y su ingeniosa y tortuosa mente. El embarazo había sido un accidente, pero le había entusiasmado saberse embarazada, por lo menos, hasta que le había comunicado a Thayer la noticia.

A pesar del tiempo pasado, el recuerdo de aquel día continuaba resultándole tan doloroso que optó por arrinconarlo.

–Mi abogado ya ha preparado un borrador de todos los documentos –le explicó Psyche.

Intentó levantarse de la silla, pero renunció a ello al descubrir que le fallaban las fuerzas.

–Supongo que querrás que los estudie tu abogado antes de que redacte los documentos definitivos –añadió.

Molly apenas asintió. Todavía estaba intentando asimilar lo que implicaban las palabras de Psyche. Se levantó instintivamente y la ayudó a incorporarse.

Como si tuviera un radar, Florence apareció en ese instante, agarró a Molly del brazo para apartarla y rodeó a Psyche por la cintura.

–Será mejor que vuelva a tumbarse –le advirtió–. Yo la llevaré a la cama.

–Molly –musitó Psyche casi sin aliento, como si temiera morir antes de haber resuelto el futuro de su hijo–, ven tu también. Ya es hora de que conozcas a Lucas. Florence, ¿te importaría enseñarle a Molly su habitación y ayudarla a instalarse?

Florence le dirigió a Molly una mirada cargada de veneno.

–Como usted quiera, señorita Psyche.

Molly siguió a las dos mujeres por el pasillo hasta llegar a un ascensor con una antigua puerta de rejilla. La pequeña caja temblaba como el corazón de Molly mientras subía hasta el tercer piso.

Psyche dormía en una suite con una chimenea de mármol, muebles antiguos, probablemente de estilo francés, y una alfombra que mostraba el paso de los años. Una línea de ventanas daba a la calle y la otra al jardín. Los libros se acumulaban por todas partes; a pesar de los nervios y de las ganas de ver a Lucas, Molly no pudo evitar fijarse en los nombres de los autores grabados en los lomos de aquellos libros.

–Es esa puerta –señaló Psyche mientras Florence la acercaba a la cama.

Una vez más, Molly necesitó de toda su capacidad de contención para evitar salir corriendo a ver a Lucas, a su hijo, a su bebé.

La habitación del niño, de tamaño considerable, estaba junto a la de Psyche. Tenía una mecedora al lado de la ventana, estanterías repletas de libros de cuentos y una caja rebosante de juguetes.

Molly apenas reparó en ello; fijó la mirada en la cuna y en el niño que permanecía de pie en ella, aferrado a los barrotes y mirándola con cierta inquietud.

Con aquel pelo rubio resplandeciente bañado por el sol de la tarde, parecía de oro, un niño de cuento. Molly, que estaba loca por correr hasta la cuna y abrazarlo con todas sus fuerzas, no hizo ninguna de las dos cosas. Permaneció muy quieta junto a la puerta, dejando que el niño la examinara con aquellos ojos tan serios.

–Hola –le saludó con una emocionada sonrisa–, soy Molly.

«Tu madre», añadió en silencio.

Keegan McKettrick permanecía impaciente al lado de su Jaguar, esperando que le llenaran el depósito de gasolina y observando el equipaje que descansaba entre el expositor de periódicos y las bombonas de propano de la gasolinera que había a la salida del pueblo. Incluso desde aquella distancia era posible adivinar que aquellas bolsas de marca no eran imitaciones. Quienquiera que fuera su propietario, probablemente había llegado en el autobús de las cuatro procedente de Phoenix. Analizó aquel misterio mientras su coche continuaba bebiendo oro líquido y estaba colocando de nuevo la manguera en el surtidor, cuando vio entrar en la gasolinera un coche conocido con Florence Washington al volante.

Keegan deseó esconderse en el Jaguar y salir a toda velocidad, fingiendo no haber visto el coche, pero eso habría ido en contra de sus principios, de modo que no lo hizo. Sabía que Psyche Ryan, Lindsay de soltera, había vuelto a casa junto a su hijo adoptivo para pasar sus últimos días.

Se había preparado para ir a verla en un par de ocasiones desde que sabía que estaba de nuevo en Indian Rock, pero al final no lo había hecho por miedo a molestar. Si estaba tan enferma como le habían dicho, prácticamente estaría postrada en la cama.

El coche rodó y se detuvo justo al lado de las bombonas de propano y de las bolsas de Louis Vuitton.

Keegan se enderezó y vio a Florence dirigiéndole una mirada torva.

Se recordó a sí mismo que él era un McKettrick, que había nacido y había sido criado como tal. Decidió entonces avanzar en vez de retroceder, e incluso fue capaz de esbozar una sonrisa.

Mientras tanto, la puerta de pasajeros del coche de Florence se abrió y salió una joven delgada con una melena de color miel.

Keegan la miró, desvió la mirada, registró quién era y volvió a mirar. Sintió entonces que la sonrisa desaparecía de sus labios y olvidó su intención de preguntarle a Florence si Psyche estaba en condiciones de recibir visitas.

Apretó la barbilla mientras rodeaba el coche para enfrentarse con la amante de Thayer Ryan.

–¿Qué demonios estás haciendo aquí? –gruñó.

No recordaba su nombre, pero sí haberla visto en un pretencioso restaurante de Flagstaff una noche. Estaba sentada con el canalla de Ryan, en una mesa aislada, vestida con un vestido negro y luciendo unos diamantes que, probablemente, le había regalado su amante cargándolos a la cuenta de Psyche, puesto que Ryan jamás había tenido dónde caerse muerto.

La mujer hizo una mueca sobresaltada. Un ligero rubor cubrió sus mejillas y a sus ojos verdes asomó la culpa. Aun así, le sostuvo la mirada con firmeza con una actitud más desafiante que avergonzada.

–Keegan McKettrick –dijo, e intentó pasar por delante de él.

Pero Keegan le bloqueó el paso.

–Tienes buena memoria para los nombres. Yo he olvidado el tuyo.

Mientras tanto, Florence abrió el maletero del coche, presumiblemente para guardar el equipaje.

–No estoy haciendo esto por mí –respondió Molly.

Keegan recordó entonces sus buenos modales, por lo menos en parte, y le hizo un gesto a Florence para que dejara allí el equipaje.

–Hay otro autobús esta noche… –le dijo a aquella mujer cuyo rostro tan bien recordaba.

–Molly Shields –respondió ella, y alzó la barbilla para dejarle muy claro que no iba a dejarse intimidar–. Y no pienso ir a ninguna parte. Le agradecería, además, que se apartara de mi camino, señor McKettrick.

Keegan se inclinó ligeramente. La señorita Shields era una cabeza más baja que él, pero no retrocedió, una actitud que le hizo ganarse cierto respeto.

–Psyche está enferma –le advirtió Keegan–. Lo último que necesita es que vaya a verla la amante de su marido.

El sonrojo se hizo más intenso, pero sus ojos continuaban manteniendo un brillo desafiante.

–Apártese –le pidió.

Keegan todavía estaba indignado por su audacia cuando intervino Florence, clavándole un dedo en el pecho.

–Keegan McKettrick –le dijo–, si no quieres hacer algo útil, como ayudarnos a cargar esas maletas, ya puedes ir apartándote. Y si no estás muy ocupado, no estaría mal que pasaras por casa un día de estos a saludar a la señorita Psyche. Estoy segura de que le gustaría verte.

Keegan cambió inmediatamente de expresión.

–¿Cómo está? –preguntó.

Molly aprovechó aquella oportunidad para esquivarle y agarrar una de sus bolsas.

–Muy enferma –contestó Florence. Se le llenaron los ojos de lágrimas–. Ha sido ella la que ha invitado a Molly Shields a venir. Por supuesto, no me hace más gracia que a ti, pero supongo que tiene una buena razón para ello, y te agradecería que colaboraras.

Keegan estaba confundido y disgustado al mismo tiempo. Asintió, levantó dos de las cinco bolsas y las dejó en el maletero sin ninguna ceremonia, haciendo todo lo posible por ignorar a Molly Shields, que estaba en aquel momento a su lado.

–Dile a Psyche que iré a verla cuando tenga ganas de compañía –contestó.

–Normalmente se encuentra bastante bien hasta las dos de la tarde –le explicó Florence–. Puedes venir mañana alrededor de las doce. Os prepararé un almuerzo a los dos en la galería.

A Keegan no le pasó por alto que había especificado «a los dos» y, a juzgar por su expresión, tampoco a Molly, que en aquel momento arrastraba la maleta más pesada.

–Me parece estupendo –contestó, y agarró la maleta de Molly para dejarla junto a las demás.

Molly le fulminó con la mirada.

Él continuó ignorándola.

–Ya que estoy aquí, aprovecharé para comprar pan y leche –dijo Florence, dirigiéndose en aquella ocasión a Molly.

Y sin más, se metió en la tienda que había al lado de la gasolinera.

–¿Sabe Psyche que se acostaba con su marido? –preguntó Keegan en un furioso suspiro en cuanto se quedaron a solas.

Molly le miró boquiabierta.

–¿Lo sabe? –repitió Keegan con fiereza. Molly se mordió el labio.

–Sí –contestó con voz queda, cuando Keegan ya casi había renunciado a obtener una respuesta.

–Si está intentado estafarla de alguna manera…

Molly, que unos segundos antes parecía sentirse humillada, alzó en aquel momento la cabeza y le miró como si estuviera a punto de abofetearle.

–Ya ha oído a la señora Washington. Ha sido Psyche la que me ha pedido que viniera.

–Pero supongo que usted habrá hecho algo para conseguir esa invitación, estoy seguro –replicó Keegan–. ¿Qué demonios se propone?

–No me propongo nada –respondió Molly, haciendo un obvio esfuerzo para no perder la compostura–. Estoy aquí porque Psyche… necesita mi ayuda.

–Psyche –replicó Keegan, inclinándose de nuevo hasta casi tocarla–, necesita a sus amigos. Necesita estar en su casa, en la casa en la que creció, y lo último que necesita, señorita Shields, es verla a usted. Sea lo que sea lo que se propone, haría mejor en reconsiderarlo. Psyche está demasiado débil para luchar, pero le aseguro que yo no.

–¿Eso es una amenaza? –preguntó Molly, mirándole con los ojos entrecerrados.

–Sí –le respondió Keegan–, y yo nunca amenazo en vano.

Florence regresó en ese momento con el pan y la leche, rodeó el coche y dejó la bolsa con la comida en el asiento de atrás.

–Si ya habéis terminado de discutir –dijo, dirigiéndose a Keegan–, me gustaría volver con Psyche.

Keegan suspiró.

Molly le dirigió una mirada asesina y se sentó en el asiento de pasajeros.

Keegan le dijo entonces a Florence:

–Estaré allí mañana a las doce, ¿llevo algo?

Tendría muchas cosas que llevar, entre otras, las preguntas que quería hacerle a Psyche.

Por lo menos consiguió hacer sonreír a Florence con aquella pregunta.

–Bastará con que vayas tú. Estoy segura de que a mi niña le vendrá bien estar con alguien tan guapo.

Si no hubiera estado tan enfadado que se sentía capaz de abrir de un bocado una de esas bombonas de propano, Keegan le habría devuelto la sonrisa.

–Hasta mañana, entonces –se despidió.

Permaneció donde estaba mientras Florence ponía el coche en marcha, salía de la gasolinera y se alejaba a toda velocidad.

–Maldita sea –musitó entonces para sí.

Cinco minutos después, de camino ya por la carretera del rancho Triple M, en el que la familia McKettrick llevaba viviendo más de un siglo y medio, sacó el teléfono móvil y marcó un número.

Le respondió el buzón de voz de su primo Rance. Mientras escuchaba el mensaje, soltó una maldición. Desde que estaba saliendo con Emma Wells, la encargada de la librería del pueblo, su primo había sufrido una gran transformación. Había renunciado a ser un alto cargo de McKettrickCo, el conglomerado de empresas de la familia, para comenzar a montar su propio rancho.

Sonó el pitido y se decidió entonces a dejar su mensaje.

–Esa zorra con la que estaba Thayer Ryan está ahora mismo en el pueblo –anunció sin preámbulos–. ¿Y adivina dónde se aloja? En casa de Psyche.

Interrumpió la llamada sin más y llamó a Jesse, su otro primo. Jesse, un hombre particularmente activo, era más difícil de localizar incluso que Rance, porque se negaba a llevar teléfono móvil. En aquella ocasión, Keegan ni siquiera pudo dejar un mensaje en el buzón de voz.

Estaba a punto de volver al pueblo, imaginando que podría encontrar a Jesse en la trastienda de Lucky’s Bar & Grill, desplumando a algún devoto del póquer del dinero que tantos sudores le había costado ganar, cuando se acordó de que Jesse y Cheyenne, su flamante esposa, estaban todavía de luna de miel.

Le invadió entonces una triste sensación de soledad y se alegró de que no hubiera nadie allí para verla. Jesse estaba enamorado de Cheyenne, Rance, de Emma, y él estaba solo.

Su matrimonio había terminado en fracaso y su hija Devon, que vivía en Flagstaff con su madre, le veía muy de vez en cuando. Lo último que le apetecía en aquel momento era regresar a la enorme casa del rancho, pero tampoco tenía ganas de volver a la oficina.

Muchos miembros de la familia querían que McKettrickCo cotizara en bolsa y a pesar de los esfuerzos que estaba haciendo Keegan para evitarlo, le superaran en número. Sentía ya cómo aquella compañía, lo único que le permitía conservar la cordura, comenzaba a escapársele de las manos.

¿Qué haría cuando la perdiera?

A Jesse, que jamás se había involucrado en la compañía, salvo para recibir su correspondiente parte de los dividendos, le importaba un comino. Rance, que en otro tiempo había estado dispuesto a trabajar dieciocho horas al día junto a Keegan, prefería pasar su tiempo libre con sus hijas, con Emma, o con las doscientas cabezas de ganado que pastaban en su parte del rancho.

Su prima Meg, que se había visto obligada a trasladarse a San Antonio para ocuparse de una de las ramas de aquel conglomerado empresarial, podría haberse puesto de su parte, pero también andaba muy distraída últimamente. Cada vez que llegaba a Indian Rock, se encerraba en la casa que originalmente, allá por mil ochocientos, había pertenecido a Holt y a Lorelei McKettrick, pensando en lo que quisiera que la tuviera preocupada.

Keegan podría haber llamado a Travis Reid, su mejor amigo, después de Jesse y de Rance, o incluso a Sierra, otra de sus primas y esposa de Travis. Pero en aquel momento Travis y Sierra estaban ocupados mudándose de casa y por amables que hubieran sido con él, sabía que estaría molestándolos. Al fin y al cabo, eran prácticamente unos recién casados, estaban comenzando una vida en común y necesitaban cierta intimidad.

Lo que significaba que, en lo que se refería a amigos de confianza, no andaba de suerte.

CAPÍTULO 2

El cuarto de baño y la habitación de Molly estaban al otro lado de la habitación de Lucas, enfrente de la suite de Psyche. Con la ayuda de Florence, subieron las maletas en el ascensor.

Florence permaneció después en el marco de la puerta.

–Ese niño se parece mucho a usted –dijo, señalando con la cabeza hacia la habitación de Lucas–. Me ha costado darme cuenta, pero al final lo he descubierto. Es usted su madre, ¿verdad?

Molly no contestó. Era Psyche la que tenía que decidir si quería que Florence lo supiera o no y Molly no quería entrometerse.

–Thayer y la señorita Psyche pasaron años intentando adoptar un niño –continuó explicando Florence–. Estuvieron a punto de conseguirlo en un par de ocasiones, pero al final siempre salía algo mal. O bien la madre se arrepentía o aparecía algún pariente dispuesto a hacerse cargo del niño. No puede imaginarse cuánto sufría al ver a la señorita Psyche armándose de valor para ocultar su decepción y no perder la esperanza. Y de pronto, apareció Lucas, un niño perfecto, rubio y de ojos azules. Debería haberme imaginado que era el fruto de su aventura con Thayer.

Molly, que estaba a punto de comenzar a deshacer el equipaje, se tensó y miró a Florence. Afuera, en el jardín se puso en funcionamiento el aspersor; su rítmico sonido llegaba a través de las ventanas, refrescando la delicada brisa de la tarde.

–Nada de esto es culpa de Lucas.

Florence le dirigió una fría sonrisa.

–Así que por lo menos tiene algo de coraje –observó–. Si pretende quedarse por aquí, va a necesitarlo. Ahora bajaré a preparar la cena, pero antes de irme quiero decirle una cosa más: no sé qué está haciendo aquí, pero la vigilaré de cerca. Como se le ocurra hacer algo, cualquier cosa, que haga más difícil esta situación de lo que ya lo es para mi niña, a mi lado el demonio le parecerá un ángel. ¿Entiende lo que quiero decirle, Molly Shields?

Molly se mantuvo erguida. Había llegado a Indian Rock como un perro apaleado, pero tenía que pensar en Lucas. Ya iba siendo hora de que se comportara como una mujer adulta y comenzara a tomar las riendas de la situación.

–Preferiría tenerla como amiga, pero si me veo obligada a pelear, no dudaré en hacerlo.

Florence la miró entonces con un respeto inesperado, pero aquella expresión desapareció casi de inmediato.

–La cena se sirve a las seis –dijo, y se fue tras cerrar la puerta delicadamente tras ella.

Molly sabía que aquella delicadeza era una cortesía hacia Psyche, no hacia ella, pero lo agradeció de igual manera.

Miró alrededor de aquella habitación que sería su casa en el futuro inmediato: chimenea de ladrillo, una cama con el cabecero de cobre, una cómoda, un escritorio, un diván y montones de estanterías; todos ellos muebles lujosos desgastados por el tiempo.

Sonrió con pesar al recordar su ultramoderno apartamento de Los Ángeles, en el que todo era nuevo. Un lugar que no conservaba historia alguna, que no almacenaba ningún recuerdo. Qué contraste.

Su sonrisa desapareció al recordar su encuentro con Keegan McKettrick en la gasolinera a la que habían ido a recoger su equipaje. Había visto el desprecio en sus ojos y, desde luego, Keegan no había tenido reparos a la hora de dejar claro que quería que saliera de la vida de Psyche y que desapareciera de Indian Rock para siempre.

Se había llevado un buen sobresalto al encontrarse con él. En cierto modo, comprendía, continuaba resentida por lo ocurrido durante su primer encuentro en un restaurante de Flagstaff, cuando Thayer la había presentado como una de las socias de su negocio.

Por supuesto, Keegan no le había creído.

Y al mirar atrás, Molly comprendió que debería haber sospechado de la reacción de Thayer aquella noche. Si pensaba en ello, no podía menos que reconocer que era el escenario típico: el marido culpable se encuentra con un amigo e inventa cualquier excusa para alejar a su amante. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?

«Porque eras una estúpida, por eso», pensó.

Molly abrió la maleta y sacó un vestido de verano de flores y ropa interior limpia. Se sentiría mejor después de una ducha. Volvería a ser la de siempre, una mujer segura y confiada.

En cuanto a la baja opinión que el señor McKettrick tenía sobre ella, no tenía la menor importancia teniendo en cuenta el rumbo que había tomado su vida. Lo único que verdaderamente importaba era Lucas. Y Psyche.

Keegan McKettrick sólo era una nota discordante.

Sintió una punzada en el estómago y un nudo en la garganta.

Si eso era cierto, ¿por qué le dolía tanto recordar su mirada?

Rance cabalgaba por el arroyo en un caballo pinto que Keegan no había visto antes.

Tal y como iba vestido, con vaqueros, botas, una camisa de tela vaquera y un viejo y vapuleado sombrero, recuerdo de sus días en los rodeos, parecía recién salido de la época en la que se había levantado el rancho.

–He recibido tu mensaje –dijo Rance con su habitual expresión taciturna.

Se inclinó hacia delante para desmontar.

Keegan miró hacia la laberíntica casa de Rance, que era casi idéntica a la suya. Las dos habían sido levantadas en el siglo XIX, cuando Angus McKettrick y sus cuatro hijos todavía cabalgaban por los extensos campos del Triple M. Con el paso de los años, las diferentes generaciones habían ido añadiendo toda clase de comodidades a las viviendas.

–¿Has dejado a las chicas solas? –preguntó Keegan, refiriéndose a Rianna y a Maeve, las hijas de Rance.

–Están con Emma –contestó Rance con una ligera y bobalicona sonrisa–. Está haciendo la cena. Si quieres, puedes quedarte a cenar con nosotros.

Por un momento, Keegan se sintió como si le faltara algo. Quería aceptar la invitación, sentirse parte de la familia, aunque sólo fuera durante una hora o dos, pero, al mismo tiempo, se preguntaba si sería capaz de enfrentarse al contraste entre la vida de su primo y la suya.

–Sí, a lo mejor –contestó intentando ser educado, pero sabía que probablemente no iría. Y seguramente también Rance lo sabía.

Rance soltó las riendas para que el caballo pudiera pastar por los campos de Keegan, que necesitaban una buena siega.

–¿Qué es eso de que la amante de Thayer está viviendo con Psyche? –preguntó–. Para empezar, ni siquiera sabía que Thayer tenía una amante.

Keegan se pasó la mano por el pelo. Estaba tan furioso y tan ansioso por contarles a Rance y a Jesse lo ocurrido que había salido corriendo en cuanto había visto a su primo cruzando el arroyo. Pero en aquel momento no estaba seguro de cómo explicar todo lo que sabía.

–Engañó a Psyche desde el primer día –dijo Keegan entre dientes.

Siendo niños, Psyche y él habían hecho un pacto: se habían prometido casarse y formar una familia numerosa cuando crecieran. Seguramente, si Psyche no estuviera muriéndose, él ni siquiera lo recordaría.

–No lo sabía –contestó Rance con voz queda.

Pero sí estaba al corriente del pacto. Rance y Jesse se habían reído de Keegan sin piedad recordando aquel día, pero al final habían terminado ellos tan enamorados como lo estaba él entonces.

–Si hubiera podido, le habría puesto los ojos morados a ese canalla.

Keegan recordó la noche que se había encontrado a Thayer y a Molly; les había descubierto cenando a escondidas de Psyche. Sintió el mismo vacío en el estómago que había sentido entonces. En parte era un sentimiento provocado por la rabia, pero había también algo más. Algo que prefería no identificar.

–Se propone algo –aseguró rotundo.

–¿Como qué? –preguntó Rance.

–No lo sé –admitió Keegan, después de soltar un suspiro exasperado–. Según Florence, ha sido Psyche la que ha invitado a esa arpía. Así que supongo que Molly debe haberla manipulado de alguna manera.

Rance arqueó una ceja.

–Me parece extraño. Normalmente, las amantes y las esposas no se llevan nada bien, sobre todo si tienen que vivir bajo el mismo techo –se interrumpió un momento–. ¿Molly?

–Molly Shields –dijo Keegan.

Rance curvó ligeramente los labios y a sus ojos asomó una expresión divertida, pero no dijo nada.

–Psyche es una mujer rica –le recordó Keegan a su primo, poniéndose nervioso otra vez–. Aquí está pasando algo raro.

Rance lo pensó detenidamente.

–Es posible –musitó–. O a lo mejor esta… ¿Molly Shields, has dicho? A lo mejor está buscando una oportunidad de enmendar sus errores. Psyche se está muriendo, la señorita Shields cometió un error. ¿No es posible que esté intentando arreglar las cosas antes de que sea demasiado tarde?

Keegan soltó un bufido burlón.

–El amor te ha reblandecido el cerebro –se burló de su primo.

Rance se echó a reír.

–Eso es lo único que me ha reblandecido –respondió.

Keegan no pudo evitar una sonrisa.

–Eres un hombre con suerte. Y también Jesse.

–Ya te llegará a ti el turno –respondió Jesse muy serio.

–Yo ya he pasado por la experiencia del matrimonio.

Y Shelley, su ex esposa, le había curado todas las aspiraciones románticas que pudiera haber tejido en torno al amor y la tarta de bodas. Lo único que Keegan quería era poder disfrutar regularmente del sexo con alguien sin que mediara entre ellos ningún tipo de atadura.

–Sí, eso pensaba yo también –contestó Rance.

Miró por encima del hombro hacia su propia casa y la fuerza de la presencia de Emma se hizo presente durante una fracción de segundo en su forma de inclinarse hacia allí.

–Has tenido mucha suerte –repitió Keegan.

–Vamos, anímate a cenar con nosotros –le urgió Rance, volviéndose de nuevo hacia él.

Keegan negó con la cabeza.

–No, esta noche no –dijo.

Rance le palmeó el hombro brevemente con una de sus callosas manos.

–Sé que para ti es duro –dijo–, eso de que Psyche haya vuelto aquí para morir. Pero no es ninguna estúpida. Si ha sido ella la que le ha pedido a esa mujer que viniera, es porque se propone algo. ¿Has visto ya a Psyche?

Keegan volvió a negar con la cabeza, tragó saliva y desvió la mirada antes de volver a mirar a su primo a los ojos.

–Mañana comeré en su casa.

Rance asintió con un gesto de solemne aprobación.

–Dile a Psyche que iré a verla esta semana, cuando haya tenido tiempo de instalarse.

–Sí, se lo diré.

Rance comenzó a alejarse y llamó al caballo con un silbido. Agarró las riendas, posó un pie en el estribo y montó dispuesto a regresar con su mujer y sus hijas.

–¿Keeg?

Keegan esperó en silencio.

–Si surge algún problema y Psyche necesita ayuda, podrá contar con nosotros. Contigo, con Jesse y conmigo, quiero decir. Mientras tanto, intenta no dejar que te salga otra úlcera.

Antes de conocer a Emma, o Echo, que era el nombre por el que se la conocía la primera vez que había aparecido en Indian Rock conduciendo un coche de color rosa con un perro blanco sentado en el asiento del conductor, Rance estaba tan comprometido con McKettrick como lo estaba Keegan en aquel momento. Vestía entonces siempre con traje, viajaba por todo el mundo negociando contratos ventajosos para la compañía y trabajaba dieciséis horas diarias cuando estaba en Indian Rock.

Pero se había enamorado intensa e irremediablemente, como le había pasado a Jesse antes que a él, y desde entonces nada había vuelto a ser lo mismo. Y allí estaba en aquel momento, advirtiéndole a Keegan sobre una posible úlcera.

Keegan todavía estaba intentando acostumbrarse a aquel cambio y a veces tenía la sensación de que nunca lo conseguiría.

Consiguió esbozar una sonrisa y asintió otra vez.

–Cuídate –le dijo.

–Igualmente.

Y se alejó cabalgando. Mientras le veía marcharse, Keegan se sintió más solo de lo que se había sentido jamás en su vida, y teniendo en cuenta algunas de las circunstancias por las que había pasado, aquello era mucho decir.

Psyche le observaba desde la ventana de su dormitorio con una sonrisa nostálgica mientras Keegan salía del coche que acababa de aparcar delante de la casa. Le vio armarse de valor para lo que le esperaba de una forma sutil, pero inconfundible para ella, y abrir la puerta de la entrada.

«Debería haberme casado con él», pensó.

–¡Keegan está aquí! –anunció Florence.

Florence la había ayudado a cambiar el camisón por un vestido de seda de color azul. Psyche había considerado incluso la posibilidad de ponerse una peluca, pero al final había optado por un pañuelo. Le parecía que era menos digno de lástima.

–Será mejor que vaya a abrirle la puerta –dijo el ama de llaves–. ¿Quiere que le haga subir?

Psyche cuadró los hombros y se volvió hacia su vieja amiga.

–No –contestó, esbozando una sonrisa con la que no consiguió engañar a Florence–. Quiero hacer una entrada triunfal.

Florence sonrió, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Asintió en silencio y salió.

Psyche podía oír la voz de Molly, que llegaba hasta ella desde la habitación de Lucas. Le estaba leyendo un cuento. Sintió una punzada en el corazón. No era fácil apartarse de su hijo para que pudiera pasar más tiempo con Molly, pero sabía que tenía que hacerlo. Había luchado con todas sus fuerzas, había hecho todo lo posible para continuar viva, pero iba a perder la batalla y lo sabía. Cada día se sentía más débil que el anterior, más frágil, como si estuviera disolviéndose como una voluta de humo.

Todavía no había muerto, pensó, y ya se sentía como si fuera un fantasma.

Sonó el timbre de la puerta en el piso de abajo. Apoyándose en la pared del pasillo, Psyche avanzó lentamente hacia el ascensor.

Cuando la puerta se abrió en la planta baja, descubrió allí a Keegan esperándola, ofreciéndole el brazo con una delicada sonrisa. Sus ojos azules, tan típicos de los McKettrick, quedaban oscurecidos por una sombra de tristeza que intentaba disimular.

A Psyche se le hizo un nudo en la garganta. Le resultaba imposible hablar.

Keegan se fijó en el vestido y en el pañuelo que cubría su cabeza.

–Estás tan guapa como siempre –la alabó.

Psyche sabía que estaba mintiendo, y le bendijo por ello, y también por darle aquellos segundos para recobrar la compostura.

–Déjalo, sinvergüenza halagador –y le guiñó el ojo–, pero no todavía.

Keegan soltó una carcajada y se inclinó para darle un beso en la frente. Continuó sujetándola delicadamente del brazo y cuando Psyche se meció ligeramente al volverse hacia la galería, la levantó en brazos.

A Psyche se le llenaron los ojos de lágrimas. A esas alturas de su vida, había olvidado que podía existir algo parecido a la galantería.

Cuando llegaron a la parte de atrás de la casa, se encontraron con Florence, que estaba colocando unas peonias tan grandes como una ensaladera en un jarrón de cristal.

Psyche soltó una exclamación ahogada al ver sus flores favoritas. Era el tres de julio y las últimas peonias del jardín de Flagstaff habían desaparecido ya hacía semanas.

–¿De dónde las has sacado? –le preguntó a Florence, llevándose una mano al corazón.

–Las ha traído Keegan –contestó Florence.

Se sorbió la nariz antes de cuadrar los hombros y recuperó su habitual pose orgullosa.

Keegan dejó a Psyche en una de las sillas. Tenía el cuello ligeramente sonrojado.

Psyche le dio un beso en la mejilla y expresó en voz alta lo que antes había estado pensando.

–Debería haberme casado contigo, Keegan McKettrick.

Keegan sonrió.

–Creo que intenté decírtelo –bromeó él.

–Siéntate para que pueda empezar a servir la comida –le ordenó Florence bruscamente, incómoda con tantas emociones–. Llevo toda la mañana trabajando como una esclava en la cocina.

Keegan se echó a reír, sacó la silla que había al lado de la de Psyche y se sentó.

Florence llevó entonces una sopera con crema de aguacate y un plato de galletas saladas. Después sirvió una de sus elaboradas y deliciosas ensaladas. Mientras tanto, Keegan descorchó una botella de champán y sirvió dos copas.

–Está delicioso –dijo Psyche tras beber el primer sorbo.

Keegan arqueó una ceja.

–¿Puedes tomar alcohol a pesar de la medicación? –preguntó.

Psyche se echó a reír y brindó antes de llevarse de nuevo la copa a los labios. Después de beber un sorbo, contestó alegremente:

–Esto podría matarme.

Keegan sonrió, pero le brillaban sospechosamente los ojos.

–No tiene gracia.

Psyche alargó la mano y estrechó durante unas décimas de segundo la mano de Keegan. Todavía conservaba cierto orgullo y ya era suficientemente terrible permitir que su amor de la infancia la viera como una inválida sin necesidad de que notara también la fragilidad de sus dedos escuálidos.