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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Linda Lael Miller. Todos los derechos reservados.

VUELTA A CASA, Nº 123 - enero 2012

Título original: Montana Creeds: Logan

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Daniel García Rodríguez

Publicado en español en 2011

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-435-4

Imágenes de cubierta:

Pareja: EASTWEST IMAGING/DREAMSTIME.COM

Caballos: DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

A Steve Miller, un mago del Oeste, un alma generosa, y un gran amigo. Un millón de gracias por enseñarle a una chica de pueblo y a los suyos el Gran Rodeo… ¡y a lo grande!

CAPÍTULO 1

Rancho Stillwater Springs

El erosionado letrero de madera colgaba de tres eslabones oxidados sobre la puerta. El nombre del rancho, tallado a mano por el propio Josiah Creed más de un siglo y medio atrás y grabado con un hierro candente, apenas podía leerse ya.

Logan Creed maldijo en voz baja con medio cuerpo dentro de su camioneta de segunda mano y medio cuerpo fuera.

El perro vagabundo que había recogido en un área de descanso a las afueras de Kalispell aquella misma mañana soltó un débil gemido inquieto. No era extraño que el pobre animal tuviera miedo; había salido de un infierno para entrar en otro.

–Lo siento, amigo –murmuró Logan. Las emociones le atenazaban la garganta, aunque sabía desde un principio que el rancho de su familia, una herencia compartida con sus dos hermanos menores, Dylan y Tyler, estaría en un estado lamentable. La propiedad llevaba años abandonada, desde que los hermanos se pelearon tras la muerte de su padre y cada uno tomara un camino por separado.

Al menos el perro no parecía guardarle rencor, sentado junto a él y mirándolo fijamente con sus ojos marrones.

Logan sonrió y volvió a sentarse en el asiento del conductor.

–Si fuera la mitad de hombre de lo que crees que soy –le dijo al perro–, me habría convertido en un santo.

La idea de que un miembro de la familia Creed fuera canonizado era tan ridícula que lo hizo reír.

El perro soltó un alegre ladrido, como si estuviera dispuesto a interceder por su salvador ante los responsables de las beatificaciones.

–Te hace falta un nombre –dijo Logan–. Pero ahora no puedo pensar en ello –se giró en el asiento y observó las cercas caídas y la basura podrida–. Nos queda mucho trabajo por delante, así que manos a la obra.

El letrero golpeó el techo de la camioneta, acompañando el traqueteo provocado al pasar sobre la vieja rejilla que impedía el paso del ganado. Los hierbajos cubrían el largo y serpenteante camino de entrada, pero los surcos de los carromatos seguían siendo visibles. Logan añadió unas cuantas toneladas de grava a la lista mental de necesidades.

Había tres casas, cada una en una parte de la finca. A él, como el mayor de los hermanos, le correspondía la más grande. Pero tendría suerte si el lugar era mínimamente habitable.

–Menos mal que he traído el saco de dormir –le dijo al perro mientras daban tumbos sobre la cuesta–. Espero que no te importe dormir bajo las estrellas…

La mirada del perro le dijo que estaba dispuesto a cualquier cosa, siempre que estuvieran juntos. Ya había pasado demasiado tiempo solo, buscando comida y refugio cuando el tiempo empeoraba.

Logan le acarició la cabeza. Era imposible saber el color de su pelaje, tan sucio y desaliñado como estaba. Seguramente era una mezcla de labrador, setter y otras razas. Se le veían las costillas y le faltaba un pedazo de la oreja izquierda.

Cuando Logan se detuvo en el área de descanso para estirar las piernas tras el largo trayecto desde Las Vegas, no contaba con que recogería a un autoestopista de cuatro patas. Pero cuando el perro salió de los arbustos, Logan no pudo ignorarlo. No había nadie más por allí, y tampoco se veía ningún collar ni placa.

Entonces supo que él era la última esperanza de aquel pobre animal, y al haberse visto en una situación similar en más de una ocasión le resultó imposible darle la espalda. Subió al animal a la camioneta y compartieron un opíparo desayuno en el siguiente pueblo. El perro vomitó su comida casi enseguida, y pareció sinceramente arrepentido cuando Logan tuvo que pararse en una gasolinera para lavar la alfombrilla.

Mientras se preparaba para ver el rancho por primera vez en muchos años, Logan se alegró de tener compañía, aunque la conversación se redujera a un monólogo por su parte.

Coronaron la última colina y lo primero que vio fue el granero. Aún se mantenía en pie, aunque peligrosamente inclinado hacia un lado. Logan se obligó a desviar la mirada hacia la casa y se animó un poco al ver que, aunque una parte del tejado se estaba hundiendo, la estructura de madera y una sola planta, que originalmente fue una cabaña más pequeña que un simple cobertizo, había resistido el paso del tiempo. Las tres chimeneas de piedra seguían en pie y las ventanas aún tenían cristales.

«Hogar, dulce hogar», pensó Logan con una mezcla de determinación y tristeza. Fuera cual fuera su estado, el rancho Stillwater Springs seguía siendo su hogar.

Las cañerías debían de estar en un estado lamentable, pero Logan se había preocupado al menos de llamar con antelación a las compañías eléctrica y telefónica.

A su peludo amigo le hacía falta urgentemente un baño, pero ir por agua a los manantiales sería demasiado. El lujoso estilo de vida que llevaba en Las Vegas no lo había preparado para prescindir de las comodidades.

–Supongo que querrás corretear un poco por ahí, ¿no, socio? –murmuró mientras bajaba de la camioneta.

Socio saltó sobre la palanca de cambios y se posó en el asiento que Logan acababa de dejar vacío. Logan se echó a reír y lo levantó para dejarlo en el suelo. En cuanto tuviera ocasión lo llevaría al veterinario para que lo examinara a fondo y le pusiera algunas vacunas. Tal vez llevase un microchip con los datos de su dueño implantado en alguna parte, pero no parecía muy probable. Lo más seguro era que Socio fuese un perro vagabundo.

El animal empezó a olisquear a su alrededor y levantó la pata junto a un viejo carromato medio enterrado en la tierra. Acabada su faena, echó a correr detrás de Logan en dirección a la casa.

Cualquier persona sensata echaría abajo la destartalada estructura y empezaría a construir desde los cimientos. Pero Logan no se consideraba a sí mismo una persona sensata. Así lo demostraban sus dos matrimonios fallidos, su carrera como jinete de rodeos y todo el sufrimiento que llevaba a cuestas.

Empujó la puerta con el hombro, abriéndola con un fuerte chirrido, y respiró profundamente antes de cruzar el umbral. El interior estaba lleno de porquería, periódicos viejos, latas de cerveza y Dios sabía qué más, pero las maderas del suelo aún se conservaban y la gran chimenea de piedra parecía tan sólida como si acabaran de construirla.

Se detuvo en medio de aquel lugar ancestral y se preguntó, no por primera vez, qué demonios estaba haciendo allí. Desde que siguió el rastro de sus primos los McKettrick seis meses antes y visitó la Triple M en el norte de Arizona, no habían dejado de asaltarlo las preguntas sobre el estado del rancho y lo que quedaba de su familia.

Y todo ello provocado por un profundo sentimiento de culpa.

Se sentó en la cornisa frente a la chimenea y suspiró. Los hombros se le hundieron ligeramente bajo la camiseta blanca. Se pasó una mano por sus oscuros cabellos y sonrió tristemente cuando Socio se acercó para apoyar el hocico en su rodilla.

–Hay personas que siempre se están metiendo en problemas –le dijo al perro–. Y ¿sabes qué, viejo? Yo soy una de esas personas.

Los ranchos de Montana estaban muy cotizados en el mercado inmobiliario, fuera cual fuera su estado. Especialmente si poseían una historia como aquél. Las estrellas de cine los compraban a un precio desorbitado y les añadían pistas de tenis, piscinas olímpicas y platós de rodaje. Logan y sus hermanos podían ganar una fortuna si conseguían venderlo. Sólo había que cortar los lazos emocionales y seguir adelante.

En realidad, a Logan no le hacía falta el dinero. Se había hecho rico al vender la página web de servicios legales que diseñó nada más graduarse en Derecho. El dinero, no obstante, no le había acarreado más que dolor.

Pero había otra razón mucho más profunda por la que no podía vender. Por muy destartalado que estuviera, en aquel rancho habían vivido siete u ocho generaciones de Creed. Sus antepasados habían nacido en aquellas casas, habían pasado sus vidas trabajando en aquellas tierras y habían sido enterrados en el cementerio que se extendía más allá del huerto.

Logan no podía dejar todo eso atrás, como tampoco habría podido subirse a su camioneta en el área de descanso y abandonar a Socio.

Aquella horda de fantasmas le pertenecía, al igual que su reputación pendenciera y rebelde. Al ver el rancho de la Triple M sintió que algo cambiaba en su interior. Decidió dejar de huir y plantar unas raíces tan hondas que acabaran saliendo por la China. El legado de los Creed, sin embargo, no era como el de los McKettrick, quienes habían permanecido firmemente unidos desde los días de Angus, el viejo patriarca, y cuyo nombre era sinónimo de honor, integridad y coraje. Los Creed, en cambio, se habían disgregado y su nombre se asociaba con la tragedia, la miseria y la mala suerte.

Logan había regresado para cambiar las cosas y construir algo nuevo y duradero desde los cimientos. Sus hijos, si alguna vez los tenía, llevarían el apellido Creed con orgullo, al igual que sus sobrinos y sobrinas… si Dylan y Tyler tenían hijos alguna vez. Por lo que él sabía, sus hermanos aún se dedicaban a los rodeos, acosar a mujeres de escasa o nula moralidad y buscar pelea en bares y garitos.

No iba a ser fácil, desde luego, pero se trataba de tomar una decisión y aferrarse a ella hasta sus últimas consecuencias.

Ni Dylan ni Tyler iban a tomar esa decisión, lo que dejaba a Logan como el único capaz de afrontar el reto.

Se levantó y entró en la cocina, que estaba en un estado aún peor que el salón. Pero cuando abrió el grifo del fregadero empezó a manar el agua fresca y limpia de los pozos de Montana. Al principio salió un poco turbia, pero enseguida se aclaró.

Complacido, Logan sacó un cuenco de un armario, lo lavó y lo llenó de agua para Socio. El perro sorbió ruidosamente y eructó como un vaquero tras beberse una jarra de cerveza.

Juntos recorrieron el resto de habitaciones, mientras Logan iba dándole vueltas a la cabeza y tomando notas mentalmente. En cuanto hubiera visitado los almacenes Home Depot y contratara a uno o dos centenares de carpinteros y fontaneros, estarían listos para ponerse manos a la obra.

Briana no llegó al cementerio hasta última hora de la tarde, y una vez allí se preguntó por qué había ido. Mientras sus hijos, Alec, de ocho años, y Josh, de diez, correteaban entre las tambaleantes lápidas y cruces de madera podrida, ella extendió la manta en el suelo y sacó el zumo y los sándwiches. Wanda, su vieja perra labrador de color negro, observaba plácidamente a los chicos bajo los últimos rayos de sol de aquel cálido día de junio.

–Ni siquiera conozco a los que están enterrados aquí –le dijo Briana a la perra–. ¿Por qué tengo que romperme el espinazo arrancando malas hierbas y plantando flores para un puñado de desconocidos muertos?

Wanda la miró pacientemente.

Briana llevaba dos años luchando por sobrevivir, desde la noche en que Vance, su marido, la abandonó junto a los niños y a Wanda delante del supermercado Wal-Mart de Stillwater Springs tras una larga discusión. Al principio pensó que Vance se limitaría a dar unas cuantas vueltas a la manzana en su vieja furgoneta y que luego volvería a por ellos. Pero no fue así. Vance abandonó el pueblo y no apareció hasta tres meses después, dispuesto a olvidarlo todo. Para entonces, Briana ya había presentado una demanda de divorcio, había encontrado un lugar para vivir y un trabajo en el casino sirviendo refrescos y cafés gratis a cambio de propinas. Los pocos dólares que conseguía en sus agotadores turnos de ocho horas apenas le llegaban para llevar comida a casa, pero a base de esfuerzo y tesón consiguió ascender a recepcionista en el club de jugadores y posteriormente a supervisora de planta, encargada de controlar el cambio y de pagar los premios importantes.

Los supervisores de planta cobraban un salario decente y también disfrutaban de seguro médico, permisos por enfermedad y vacaciones pagadas. Y Briana lo había conseguido por sí misma, en contra de lo que Vance siempre le había hecho creer.

Poco después de instalarse en la casa al otro lado del arroyo, Alec y Josh descubrieron el cementerio y Briana lo inspeccionó para asegurarse de que era un lugar seguro para jugar. Briana siempre estaba buscando sitios seguros, pero a sus treinta años aún no había encontrado ninguno.

Nada podría haberla preparado para el efecto que tuvo en ella la imagen de aquel cementerio olvidado, solitario, cubierto de maleza y basura. Desde el primer momento, sintió que su misión era atender el camposanto abandonado. Entre ella y sus hijos limpiaron el terreno, segaron la hierba, plantaron flores y enderezaron las lápidas. La jornada siempre acababa con los niños jugando al corre-que-te-pillo y luego una cena campestre.

Briana no pensaba que aquel día fuera a ser distinto de los anteriores, lo que vino a demostrarle que aún era capaz de sorprenderse.

Un hombre delgado y desgreñado, vestido con unos vaqueros, botas y camiseta, salió del bosque acompañado por un perro de color castaño y se detuvo al verla. Briana sintió un escalofrío y algo más que no supo identificar.

Era moreno y fuerte, a pesar de su esbelta anatomía.

Wanda gruñó, pero sin moverse de su sitio sobre la manta.

–Calla –le ordenó Briana. Los niños habían dejado de jugar y se dirigían hacia ella con curiosidad y quizá también con miedo.

El desconocido sonrió, le dijo algo a su perro y se mantuvo a distancia.

Alec fue directamente hacia él.

–Hola –lo saludó–. Me llamo Alec Grant. Ésos son mi madre, Briana, y mi hermano, Josh, alias cara de moco. ¿Quién eres tú?

–Logan Creed –respondió el hombre con una sonrisa–. Encantado de conocerte, Alec –tenía la vista fija en Briana, examinando de arriba abajo su metro setenta y tres de estatura, enfundada en unos vaqueros descoloridos y una camiseta rosa, sus ojos verdes, su rostro pecoso y su largo pelo rojizo peinado hacia atrás y recogido en una trenza.

Briana dudó un momento al reconocer el apellido, pero esbozó una sonrisa cordial y avanzó con la mano extendida.

–Briana Grant.

–Conocemos a alguien que se llama Dylan Creed –dijo Alec. El pequeño nunca se había encontrado con un desconocido, lo cual complacía y preocupaba a Briana. El típico sermón de «no hables con gente que no conozcas» no servía de nada con Alec–. Mamá, Josh y yo nos ocupamos de su casa. Tiene un toro. Cimarron.

De cerca, Logan Creed era incluso más atractivo que visto de lejos. Su pelo, un poco largo, era negro como el carbón, y sus ojos eran de un intenso color marrón, llenos de inteligencia y secretos. Sus pómulos eran fuertes y marcados, señal de que por sus venas corría sangre de los indios nativos. No se parecía en nada a su hermano Dylan, de pelo rubio y ojos azules, y sin embargo había un innegable parecido entre ellos. Tal vez no físico, pero sí interior, aunque Briana aún no sabía nada de aquel hombre.

–Así que Dylan ha contratado a una portera, ¿eh? –preguntó perezosamente–. Y además tiene un toro… –miró hacia el cementerio–. ¿Mi hermano también te paga para que te ocupes del cementerio? Porque si es así, debería darte un aumento. Está mucho mejor que la última vez que vine.

Briana se ruborizó ligeramente. No sabía cómo responder y se sentía muy vulnerable ante su penetrante mirada. Dylan no le había dicho nada del cementerio cuando la contrató en la puerta del supermercado Wal-Mart aquella fatídica noche. Estaba de visita en el pueblo por negocios y vio a Vance arrojar un par de billetes de veinte dólares por la ventanilla de la furgoneta, antes de alejarse a toda velocidad.

Seguramente debió de sentir lástima por Briana, los niños y la perra. Le entregó un juego de llaves y le dio la dirección de su casa. La previno contra Cimarron, un toro blanco retirado de los rodeos al que un vecino daba de comer y al que no convenía acercarse. Briana tomó un taxi hasta el rancho, furiosa con Vance y deseando que volviera a buscarlos y no los encontrara. Lo tendría bien merecido.

Al día siguiente, le llegó un envío de provisiones con una nota de Dylan en la que le decía que había una vieja camioneta Chevy en el granero y que Briana podía utilizarla si era capaz de arrancarla. Desde entonces, el contacto se había limitado a unas pocas llamadas telefónicas o correos electrónicos. Cuando había que arreglar algo que excedía las habilidades de Briana, Dylan enviaba rápidamente a un técnico y ella le pedía una factura, aunque él nunca le había reclamado ninguna.

Josh se pegó a su costado. Contrariamente a Alec, Josh consideraba a todo el mundo un extraño y guardaba las distancias hasta que demostraran ser dignos de confianza.

–Nadie nos paga por ocuparnos del cementerio –dijo–. Lo hacemos porque alguien tiene que hacerlo.

La sonrisa de Logan impresionó favorablemente a Briana, que añadió unos dientes blancos y perfectos a la lista de rasgos físicos.

–Me parece bien –dijo–. Es tan buena razón para hacerlo como cualquier otra.

Josh pareció tranquilizarse un poco, pero seguía con los puños apretados y sin sonreír. Le estaba haciendo ver a Briana que la protegería si fuera necesario, y también a Alec y a Wanda. Por culpa de Vance, Josh se había vuelto demasiado serio y triste con tan sólo diez años.

–¿Dónde vives? –le preguntó a Logan.

–En la casa del rancho –respondió él, señalando con un pulgar por encima del hombro.

–Nadie vive ahí –arguyó Josh.

–Josh… –lo reprendió Briana.

–Ahora sí –repuso Logan en tono cordial–. Socio y yo nos hemos mudado hoy.

Josh miró al perro de color cobrizo.

–Está en los huesos. ¿Es que no le das de comer?

–Acabamos de conocernos –dijo Logan–. Ya engordará con el tiempo.

Wanda movió su pesado cuerpo hasta el perro. Los dos se olisquearon y pronto perdieron el interés el uno en el otro.

–Creo que le sentaría bien un sándwich de mortadela –insistió Josh–. Parece estar limpio.

–Debe estarlo, después de haberme dejado sin jabón y casi sin agua en el pozo –dijo Logan.

Josh sonrió finalmente, y a Briana se le ocurrió entonces que Logan debía de haber ido al cementerio a visitar la tumba de alguien. Había que concederle un poco de intimidad, sobre todo después de una ausencia tan prolonga.

–Deberíamos irnos –dijo. Logan negó con la cabeza.

–Quedaos y seguid con vuestro picnic – se volvió hacia Josh–. A Socio le gustará ese sándwich, si la oferta aún sigue en pie. Pero te advierto que puede gruñir. Tiene el estómago muy delicado.

–La comida de perro le sentará mejor –dijo Josh–. Podemos darte un poco de la de Wanda.

Logan se rio. Parecía a punto de revolver el pelo del niño, pero no lo hizo.

–Gracias, pero antes fuimos al pueblo a comprar provisiones. Briana sonrió y se llevó a Wanda y a los niños de vuelta a la manta. Socio se quedó con su amo, que se agachó junto a una lápida.

–¿Puedo darle un poco de mortadela a Socio? –susurró Alec.

–No –respondió Briana sin apartar la vista de Logan–. Ahora no.

–Ahora necesita intimidad, idiota –le recriminó su hermano.

–Los perros no tienen intimidad, imbécil –replicó Alec.

–Callaos los dos –les ordenó Briana.

¿Por qué le temblarían tanto las manos mientras servía las bebidas y desenvolvía los sándwiches?

A Logan le escocieron los ojos mientras trazaba con los dedos la sencilla inscripción en la lápida de su madre: Teresa Courtland Creed. Madre y esposa. Logan sólo tenía tres años cuando su madre perdió la batalla contra el cáncer de mama, y su desaparición dejó un hueco que no había podido llenar desde entonces. Su padre, Jake Creed, lejos de ser un ciudadano modelo, se refugió en el alcohol desde el día del funeral. El dolor no le impidió, sin embargo, casarse con la madre de Dylan seis meses después. La pobre Maggie murió en un accidente de coche cuatro días después de que su hijo cumpliera siete años. Jake volvió a casarse a los pocos meses, esa vez con Angela, una joven e idealista profesora que creía que el amor bastaría para cambiar a un alcohólico agresivo. Fue una buena madrastra para Logan y Dylan y muy pronto dio a luz a Tyler. Aguantó cinco años, hasta que las continuas juergas de Jake acabaron por consumirla. Un bonito día de verano preparó un pollo frito, les dijo a Logan, Dylan y Tyler que hicieran sus tareas y rezaran sus oraciones y se marchó.

Jake enloqueció de ira y la buscó por todas partes, convencido de que lo había abandonado por otro hombre y dispuesto a llevarla a casa aunque fuera a rastras. Pero Angela no estaba con nadie. Víctima de una crisis nerviosa, alquiló una habitación en un motel a las afueras de Missoula, se tomó un frasco de calmantes y murió.

Ésa era la gloriosa historia de los Creed.

Tras enviudar por tercera vez, Jake renunció a la idea de volver a casarse y se mató mientras talaba árboles cuando Logan estaba en la universidad.

El recuerdo de su funeral le revolvió el estómago. Por absurdo que pareciera al verlo en perspectiva, teniendo en cuenta los estragos que el alcoholismo de Jake había provocado en sus vidas, los tres hermanastros se emborracharon con whisky y se enzarzaron en una pelea a puñetazos hasta acabar pasando la noche en celdas separadas por cortesía del sheriff Floyd Book.

No habían vuelto a hablarse desde entonces, aunque Logan les había seguido el rastro a sus hermanos por Internet. Dylan, cuatro veces campeón mundial de rodeo y toda una celebridad, parecía haber colgado los arneses para siempre. Había actuado en un par de películas, aunque hasta donde Logan sabía, era famoso por no hacer nada en particular.

Esas cosas sólo pasaban en América…

Tyler aún seguía participando en los rodeos. Había tenido varias aventuras bastante sonadas y había invertido sus considerables ganancias en propiedades inmobiliarias, además de firmar un lucrativo contrato con una empresa de calzado.

A pesar de ser el menor de los hermanos, Tyler era también el más salvaje de los hijos de Jake Creed. No le faltaban motivos, después de haber perdido a su madre y haber sufrido la brutalidad de su padre.

Pero las historias de sus hermanos tan sólo les pertenecían a sus hermanos y a nadie más. A Logan lo esperaba un arduo trabajo por delante si quería enderezar su vida, y tenía que aceptar que la separación de su familia tal vez durase para siempre. El orgullo era tan fuerte que el arrepentimiento no bastaba.

Estaba a punto de marcharse cuando Alec, el más pequeño de los críos, se acercó con una rodaja de mortadela para Socio.

–¿Eres vaquero? –le preguntó al fijarse en las desgastadas botas de Logan.

–Lo fui hace tiempo –respondió él, pasándose una mano por el pelo y consciente de la mirada de Briana… ¿De dónde habría sacado un nombre así?

–Mi padre era vaquero –dijo Alec–. Pero no lo vemos mucho.

–Lo siento.

–Es jinete de rodeo –explicó Alec–. Mamá se divorció de él después de que nos abandonara delante del Wal-Mart.

Logan sintió una punzada de odio en el estómago. ¿Qué clase de hombre abandonaría a una mujer, dos niños pequeños y un perro? Pero también sintió un cierto alivio. Volvió a mirar a Briana, que estaba abriendo la boca para llamar a Alec. Era una mujer realmente apetecible, con unas curvas muy sensuales, una melena brillante y una bonita piel salpicada de pecas.

–Mamá nos cuida muy bien –siguió Alec ante el silencio de Logan. Jake no había sido el padre perfecto, pero a pesar de su carácter mujeriego, alcohólico y pendenciero, trabajaba muy duro talando árboles para llevar comida a casa, y nunca habría abandonado a su mujer y sus hijos a su suerte.

–Seguro que sí –murmuró mientras Briana se acercaba.

–Es supervisora en el casino –declaró Alec.

Briana llegó junto a ellos y puso la mano en el hombro de Alec. Los dos niños tenían el pelo y los ojos oscuros, a diferencia de la tez clara de su madre. Una imagen de su exmarido se formó en la cabeza de Logan. Seguramente era el típico seductor latino.

–Ya basta, Alec –le dijo Briana tranquilamente. No miraba a Logan a los ojos, como si de repente se hubiera vuelto tímida–. Debemos volver a casa. Tienes que hacer los deberes.

Alec arrugó la nariz.

–Mamá nos da clases en casa –le dijo a Logan–. No tenemos ni vacaciones de verano.

Logan arqueó una ceja y apoyó las manos en las caderas.

–Si no hubieras hecho tanto el vago, ahora no tendrías que ponerte al día.

–Ojalá pudiéramos ir al colegio de Stillwater Springs, como los otros niños –se lamentó Alec–. Ellos juegan al béisbol, se van de excursión y hacen de todo.

El rostro de Briana se iluminó casi imperceptiblemente y volvió a ruborizarse.

–Alec –le dijo en tono severo–. Al señor Creed no le interesan nuestras cosas. Vámonos a casa antes de que esto se llene de mosquitos.

–Logan –corrigió él. La verdad era que le interesaba todo lo que estaba descubriendo.

Briana consultó su reloj y asintió.

–Logan –repitió distraídamente.

–¿Josh y yo también podemos llamarte Logan? –preguntó Alec en tono esperanzado.

Una mujer que daba clases a sus hijos en casa debía de tener unas ideas muy estrictas sobre la etiqueta, y Logan no era quien para cuestionar sus métodos delante de los niños.

–Si a vuestra madre le parece bien…

–Ya lo veremos –dijo ella, todavía con las mejillas coloradas. Acto seguido, reunió a su prole y se los llevó hacia el arroyo, seguidos por la perra negra. Sólo le faltaba cloquear para parecer una gallina con sus polluelos.

La casa de Dylan se levantaba al otro lado de un pequeño puente de madera, escondida bajo las exuberantes copas de los abedules. Viéndolos alejarse, Logan sintió una extraña sensación de pérdida. También debió de sentirla Socio, porque dejó escapar un débil gemido de protesta.

Logan se agachó y le dio un golpecito en la cabeza.

–Vámonos a casa, chico –dijo–. A estas horas todo el pueblo debe de haberse enterado de mi regreso, por lo que no va a faltarnos la compañía.

Pero ninguno de los dos se movió hasta que Briana, los niños y el perro se perdieron de vista. Logan pensó en visitar la tumba de Jake, pero temía escupir sobre ella si lo hacía, de manera que optó por dirigirse hacia el huerto.

Cassie Greencreek lo estaba esperando en el porche. Tenía un aspecto magnífico, con un vestido morado de poliéster lo bastante grande para cubrir un Volkswagen, su larga melena negra salpicada de canas y sus brillantes ojos marrones.

–Logan Creed –lo saludó mientras acariciaba al perro–. Nunca pensé que tendrías agallas para volver, después de lo que pasó en el funeral de Jake.

Logan sonrió avergonzadamente y se detuvo en el camino lleno de hierbajos.

–¿Desde cuándo no te afeitas? –le preguntó Cassie–. Pareces un pordiosero con esas pintas.

Logan se acercó para besarla en la mejilla.

–Yo también te quiero, abuela.

CAPÍTULO 2

La casa que había acogido a Briana Grant, a sus dos hijos y a la perra durante más de dos años seguía teniendo el mismo aspecto que siempre, pero al mismo tiempo parecía distinta. Briana sintió un hormigueo en el estómago mientras miraba a su alrededor a la luz del crepúsculo.

El mismo frigorífico abollado y ruidoso, semioculto por los dibujos de Alec y Josh.

El mismo deteriorado suelo de linóleo.

El mismo teléfono de pared de color dorado con un cable de plástico en espiral. El mismo contestador automático en la misma encimera y la misma luz roja parpadeando sin cesar.

¿Qué había cambiado?

No era la casa. Era ella la que había cambiado. En lo más profundo de su ser había brotado una nueva y peligrosa energía.

Se mordió el labio con fuerza mientras los niños hacían lo mismo que siempre hacían al llegar a casa. Josh encendió el ordenador que había en la mesa bajo la ventana de la cocina, Wanda ladraba y daba vueltas en torno al recipiente con agua y Alec se lanzó hacia el contestador al ver que la luz roja estaba parpadeando.

–¡A lo mejor ha llamado papá! –exclamó, pulsando los botones frenéticamente.

–O a lo mejor ha llamado el presidente –se burló Josh.

–¡Cállate, cara de cartón!

–Callaos los dos –les ordenó Briana. Retiró una silla de vinilo rojo de la mesa y se sentó con una extraña sensación, como si se encontrara en una dimensión paralela.

La voz de Vance se elevó del contestador como un genio saliendo de la lámpara y prometiendo tres deseos… ninguno de los cuales se cumpliría, naturalmente.

Wanda dejó de ladrar.

–Hola, familia –dijo en un tono ronco y engatusador. Briana miró a Josh y vio que sus hombros se ponían rígidos bajo la camiseta a rayas–. Siento lo del cheque de la pensión, Bree. Creía que tendría dinero en el banco a tiempo.

Briana cerró los ojos. A Vance le encantaba pronunciar la palabra «familia» siempre que podía, como si de esa manera pudiera reescribir la historia y olvidar que se había desembarazado de su mujer, hijos y perro igual que si fueran trastos viejos.

–Puede que me pase por Stillwater Springs dentro de una semana –continuó Vance–. Dormiré en el sofá, si te parece bien, y veremos qué puedo hacer con lo del cheque –una pausa–. El sofá tiene una cama plegable, ¿no?

El zumo y la mortadela que había tomado en el cementerio se le revolvieron en el estómago.

Alec lanzó un grito de alegría y se puso a dar saltos por la cocina.

–Si él viene, me escaparé de casa –amenazó Josh.

–Hasta pronto –se despidió la voz de Vance–. Os quiero a todos.

Clic.

«Hasta pronto… Os quiero a todos».

Briana maldijo en silencio. La sensación de cambio que se había apoderado de ella un rato antes fue rápidamente sustituida por una dolorosa palpitación en las sienes.

–¡Eso es, escápate de casa! –provocó Alec a su hermano–. ¡Yo me quedaré con la litera de abajo!

–Ya basta –zanjó Briana. Se levantó lentamente y llenó de agua el cuenco vacío de Wanda, pero sin apartar la mirada del contestador. Vance no había dejado ningún número y ella no tenía identificador de llamada–. ¿Tenéis el móvil de vuestro padre?

–¿Para qué quiero yo el móvil de ese imbécil? –murmuró Josh. A pesar de su aparente estoicismo se adivinaban lágrimas bajo su severa fachada. Briana podía reconocerlas porque ella también las había derramado en abundancia por Vance, aunque ya hacía tiempo que se habían secado, junto a todo lo que alguna vez sintió por él. En realidad, buscaba la manera de escapar de esa relación mucho antes de que Vance la abandonara en el aparcamiento del Wal-Mart.

–¿Por qué quieres el número de papá? –preguntó Alec–. No vas a llamarlo para decirle que no venga, ¿verdad?

Eso era exactamente lo que Briana quería hacer, pero al ver la angustia de Alec supo que no podría hacerlo. No mientras él y Josh pudieran oírla, al menos.

–De todos modos, lo más seguro es que no aparezca –comentó Josh sin dejar de navegar por Internet. ¿Qué estaría haciendo en aquel ordenador?–. Con su palabra te podrías limpiar el trasero.

–Joshua –lo reprendió Briana.

–¡Te odio! –gritó Alec–. ¡Os odio a los dos!

Wanda gimió y se tumbó junto al cuenco del agua. Extrañamente, no siguió a Alec cuando el niño se marchó corriendo a la habitación que compartía con Josh.

Briana volvió a suspirar, agarró la cafetera y la llenó de agua en el fregadero.

«Maldito seas, Vance. ¿Por qué no nos dejas en paz para siempre? Al fin y al cabo es tu especialidad».

–Es un vaquero –dijo Josh en tono triunfal. Se pasaba muchas horas en Internet y, para preocupación de su madre, era muy hábil borrando sus huellas.

Briana frunció el ceño y siguió preparando el café, aunque realmente no le hacía falta la cafeína. La bomba que Vance acababa de soltar le impediría conciliar el sueño en toda la noche.

–¿Tu padre?

Josh imitó el suspiro que ella había soltado antes.

–Logan Creed –dijo con la misma paciencia que si fuera un sabio dirigiéndose a un idiota–. Lo he investigado. Ganó en dos ocasiones el premio All-Around Cowboy. También estuvo casado dos veces. No tiene hijos ni ninguna aparente fuente de ingresos.

–¿Es un vaquero? –repitió Briana estúpidamente. Aquella revelación la desconcertaba aún más que la inminente llegada de Vance.

–Es licenciado en Derecho –siguió Josh–. Quizá sea rico o algo.

Los Creed eran una leyenda en Stillwater Springs, y hasta Briana había oído hablar de ellos y sus hazañas. Pero si el estado del rancho significaba algo, estaban muy lejos de ser ricos.

–¿Por qué te interesa tanto el señor Creed? –le preguntó a su hijo mientras sacaba una taza del armario.

«Es un vaquero», le repetía una voz en su cabeza. «Considérate advertida».

–Dijo que podíamos llamarlo Logan –le recordó Josh.

–Vale, pues Logan –concedió ella, echando edulcorante y leche en el café–. ¿Por qué buscas información de él en Internet?

–Sus botas… –murmuró Josh, ignorando la pregunta de su madre–. No eran unas botas chulas, como las que llevaba el tipo del concesionario, con estrellas, osos y cactos.

–Cactus –lo corrigió Briana automáticamente.

–Lo que sea –Josh se volvió hacia ella–. Las botas de Logan estaban muy desgastadas. Alguien que lleva unas botas así monta a caballo y trabaja muy duro para vivir.

Briana pensó en las botas de Vance. Les había reforzado la suela varias veces y siempre estaban llenas de arañazos.

–Puede que sea un hombre pobre –sugirió. Josh negó con la cabeza.

–Tiene un título en Derecho.

–Y ninguna fuente de ingresos, como tú mismo has comprobado. Respóndeme, Josh, ¿por qué has buscado información de nuestro vecino?

–Para asegurarme de que no es un asesino en serie o algo así.

Briana ocultó la sonrisa. Esperaría unos minutos antes de ir a ver cómo estaba Alec. Tenía el presentimiento de que su hijo necesitaba un rato a solas.

–¿Y cuáles son tus conclusiones, detective? ¿El barrio es seguro para la gente decente?

Josh sonrió. Sus sonrisas eran tan escasas que hasta las más fugaces eran motivo de celebración. La alegría del muchacho se había apagado casi por completo tras la marcha de Vance.

–Sí, al menos hasta que llegue papá.

Briana ignoró el comentario y encendió la luz del techo.

–No decías en serio lo de escaparte, ¿verdad? –le preguntó con cautela mientras abría el frigorífico, haciendo que los dibujos se agitaran como las alas de un ave. Los chicos necesitarían una cena de verdad, aparte de los sándwiches de mortadela.

Josh guardó un largo silencio antes de responder.

–Tengo diez años, mamá –dijo, cabizbajo–. ¿Adónde podría ir?

Briana soltó la bandeja de muslos de pollo que acababa de sacar de la nevera y fue hacia su hijo. Le puso una mano en el hombro, pero enseguida la retiró.

–Josh…

–¿Por qué no puede dejarnos en paz? –se preguntó el niño en tono lastimero–. Te has divorciado. Yo también quiero divorciarme de él.

Briana se sentó en el suelo y miró fijamente a su hijo, un niño atribulado que se esforzaba por ser un hombre.

–Ya sé que estás disgustado, pero tu padre siempre será tu padre. Puede que no sea perfecto, Josh, pero tampoco lo somos nosotros.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Josh, abriéndose camino entre la capa de polvo que había dejado un día de juegos y risas.

–Me gustaría que pudiéramos cambiarlo por cualquier otra cosa.

Briana soltó una risita entrecortada por un sollozo. La visión se le empañó y se esforzó por sonreír.

–Regla universal número uno… No se puede cambiar el pasado ni a las personas. Y tengo que decirte que, aunque las cosas no siempre fueron bien, no me arrepiento de haberme casado con tu padre.

Josh sorbió ruidosamente por la nariz y la miró con perplejidad.

–¿No?

Briana negó con la cabeza.

–¿Por qué no? No tiene trabajo y no te paga la pensión. ¿No te habría gustado casarte con otro hombre? ¿O quedarte soltera, simplemente?

Briana levantó una mano y le acarició el pelo. En verano siempre lo llevaba muy corto.

–Nunca –dijo–. Porque si no me hubiera casado con tu padre, no os habría tenido a ti y a Alec. Y no puedo imaginarme una vida sin vosotros.

Josh se quedó pensativo. Ya habían tenido antes esa conversación, pero, al igual que Alec, Josh necesitaba que le recordasen que su madre no iba a abandonarlo y que haría lo que fuera por él. Cuando Vance los abandonó, Josh estuvo un año con pesadillas y se despertaba en mitad de la noche llamando a su madre a gritos. También Alec había sufrido enormemente, y se orinaba en la cama varias veces a la semana.

–Alec y yo te damos muchos problemas –dijo Josh finalmente–. Siempre nos estamos peleando y no hacemos nuestras tareas.

–Sois lo mejor que me ha pasado en la vida –le aseguró Briana con toda la sinceridad de su corazón–. Aunque sería un detalle por vuestra parte que dejarais de pelearos y que hicierais vuestras tareas.

La puerta del dormitorio de los chicos se abrió parcialmente y Alec asomó la cabeza.

–Ya se me ha pasado el enfado –anunció–. Casi –añadió, mirando a Josh.

Briana se echó a reír.

–Estupendo –se levantó y sacó la sartén eléctrica para freír los muslos–. Id a lavaros antes de cenar. Tú primero, Josh. Apaga el ordenador y ve derechito al cuarto de baño. Alec, tú puedes lavarte en el fregadero. Y luego repasaremos las tablas de multiplicar.

Por una vez, Josh no discutió.

Alec arrastró el taburete junto al fregadero y se subió en él para lavarse la cara y las manos.

–Es verano, mamá –protestó–. Seguro que los niños que van a la escuela no están repasando ahora la tabla de multiplicar.

–Alec.

–Uno por uno…

–¡Alec!

Alec llegó hasta la tabla del seis, que solía darle problemas, antes de bajarse del taburete con las manos y la cara chorreándole.

–Yo sé el número de móvil de papá –dijo.

Briana sintió una punzada en el corazón. Su hijo se desvivía por mantener el contacto con Vance, por breve o limitado que fuera. Tal vez temiera que ella iba a cancelar la visita, pero estaba dispuesto a darle la información de todos modos.

–Está bien –dijo con un nudo en la garganta. Alec sólo tenía ocho años y no podía entender por qué los cuatro ya no formaban una familia–. Sabes que tu padre cambia de opinión continuamente sobre las visitas y…

Alec la cortó con una expresión apenada y asintió.

–Sólo quiero verlo, mamá. Ya sé que a lo mejor no viene.

A Briana se le formó un doloroso nudo en la garganta. Vance siempre estaba persiguiendo algún premio gordo, alguna victoria esquiva, intentando cazar luciérnagas con las manos y emocionalmente cegado. Su matrimonio se había acabado para siempre, pero Vance aún tenía a sus hijos. Eran unos chicos maravillosos. ¿Por qué tenían que ocupar el último lugar en su lista de prioridades?

–Lo sé, lo sé –murmuró en voz baja.

Cassie acariciaba al perro mientras traspasaba a Logan con la mirada. A diferencia de las otras mujeres, Cassie parecía sentirse muy cómoda con su sobrepeso y lo aceptaba como parte de ella. A Logan siempre le había parecido muy hermosa, como un árbol de exuberante follaje y hondas raíces que había cobijado a Logan y a sus hermanos cuando eran pequeños, junto a la mitad de los chicos del condado.

–Te pareces mucho a Teresa –observó ella–. Sobre todo en los ojos.

Logan no dijo nada. Cassie estaba expresando sus pensamientos en voz alta. Era una mujer que nunca hablaba por hablar.

Teresa, la madre de Logan, fue la hija adoptiva de Cassie. No había ningún vínculo de sangre entre Logan y su «abuela», pero él le profesaba el mismo cariño sincero que recibía de ella.

Cassie miró a su alrededor y suspiró profundamente.

–Este lugar está patas arriba –dijo mientras seguía acariciando a Socio, que se apretaba contra ella para recibir más atenciones–. Deberías quedarte en mi habitación de invitados hasta que acaben las reformas.

–Tu habitación de invitados es una tienda india.

Cassie se echó a reír.

–No te importaba dormir en ella cuando eras niño –le recordó–. Te gustaba fingir que eras Jerónimo, y Dylan y Tyler siempre se estaban quejando porque no les dejabas que fueran ellos los jefes.

El recuerdo y la mención de sus hermanos se le clavaron dolorosamente en el pecho.

–¿Alguna vez tienes noticias de ellos, Cassie? –le preguntó lentamente.

–¿Y tú? –preguntó ella de inmediato.

Logan se pasó la mano por el pelo. Necesitaba un buen corte, pero había cosas más urgentes que hacer.

–No. Ya sabes que no. ¿Por qué me lo preguntas?

–Quería oírtelo decir en voz alta –dijo Cassie–. Quizá así acabes dándote cuenta. Dylan y Tyler son tus hermanos, Logan. La única familia verdadera que tienes en el mundo. Pero tú te empeñas en dejar pasar el tiempo para arreglar las cosas entre vosotros, lo acabarás lamentando.

Logan se acercó finalmente al porche y puso el pie en el primer escalón. Su primer impulso fue preguntarle a Cassie por qué tenía que «arreglar las cosas», pero habría sido una pregunta meramente retórica.

Sabía muy bien por qué le correspondía hacerlo a él. Porque era el mayor de los tres. Porque nadie más iba a dar el paso. Y porque fue él quien lo provocó todo cuando, estando borracho, se puso a hablar mal de su padre el día del funeral.

La bebida no era excusa, pues había dicho realmente lo que pensaba: que no lo echaría de menos y que el mundo sería un lugar mejor sin él.

Al menos, eso había pensado en aquel momento.

Cassie alargó el brazo para revolverle el pelo.

–¿Por qué has vuelto, Logan? Creo saber la respuesta, pero también me gustaría oírla de tus labios.

–Para empezar de nuevo –respondió él tras un momento de duda.

–Te espera una gran tarea por delante –observó Cassie–. No bastará con reconciliarte con tus hermanos.

Logan asintió, sin decir nada. No confiaba en su voz para expresar lo que sentía.

–Te daré sus números –le ofreció Cassie. Agarró su bolso y sacó un bloc y un bolígrafo–. Tendrás que llamarlos.

–¿Y qué voy a decirles? –a pesar de todos sus planes y decisiones, no sabía cómo cerrar la brecha que lo separaba de sus hermanos.

Cassie se rio.

–Puedes empezar con un «hola» y seguir a partir de ahí.

–Sabes muy bien adónde puede conducir a partir de ahí.

–No lo sabrás si no lo intentas –replicó Cassie. Escribió de memoria dos números en el bloc y arrancó la hoja para entregársela a Logan. Acto seguido, se levantó con aquella elegancia natural que siempre había sorprendido a Logan, teniendo en cuenta su envergadura. Acarició a Socio una vez más y bajó los escalones lenta y decididamente, obligando a Logan a apartarse si no quería que le pasara por encima como una apisonadora. Socio se quedó en el porche, suspirando de pena al ver marcharse a Cassie.

Logan le abrió la puerta del coche como un caballero, preguntándose, una vez más, por qué Cassie no se compraba un vehículo decente. Dos veces al año cobraba un buen pellizco del casino, igual que el resto de su tribu.

–La próxima vez que nos veamos, más te vale decirme que ya has hablado con Dylan y Tyler. Y no estaría de más que te afeitaras y te pusieras una camisa con cuello y botones –se detuvo para darle un tirón a su camiseta–. En mis tiempos, esto se usaba como ropa interior.

Fue el turno de Logan para reírse.

–Te he echado de menos, Cassie –la besó en la mejilla–. Socio y yo nos pasaremos por aquí mañana. Quiero llevarlo al veterinario y tengo una cita con mi contratista. Te prometo que vendré afeitado y con camisa, incluso con un corte de pelo, pero lo de llamar a mis hermanos… eso ya es otro asunto.

–Cuanto más lo dejes pasar, más difícil será –dijo Cassie, sin hacer ademán de subirse al coche–. ¿Has vuelto para quedarte, Logan, o sólo has venido para escupir en la tumba de tu padre y vender tu parte de la herencia a algún actor famoso?

–¿Ahora eres la presidenta del club de fans de Jake Creed? –le preguntó él con sarcasmo.

–Jake y yo tuvimos nuestras diferencias –concedió Cassie–. Pero era tu padre, Logan. Y os quería a su manera.

–Sí, como en Leave it to Beaver –ironizó Logan. En su voz había nota de respeto, pero era sólo por Cassie, no para Jake–. Supongo que habrás olvidado el año que cortó el árbol de Navidad con una sierra. Y aquel día de Acción de Gracias que arrojó el pavo por la ventana porque le parecía que estaba demasiado cocido.

Cassie suspiró y le puso una mano en el hombro.