Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2006 Peggy Bozeman Morse. Todos los derechos reservados.

MATRIMONIO A CIEGAS, N.º 1579 - marzo 2012

Título original: The Texan’s Convenient Marriage.

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-582-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

La guerra es miedo revestido de valor

William Westmoreland

El humo velaba la oscuridad y su olor acre abrasaba los pulmones de los soldados que se escondían entre la vegetación. Algunos habían aprovechado la inactividad para tumbarse con los ojos cerrados, los fusiles sobre el pecho y la mochila debajo de la cabeza. Otros, agazapados, observaban y esperaban.

Antonio Rocci, Romeo para sus amigos, quería dormir, pero no podía. El miedo lo mantenía con los ojos abiertos y los oídos aguzados. A lo lejos, los rescoldos y las columnas de humo indicaban el sitio donde estuvo la aldea. Las patrullas de reconocimiento habían informado de que soldados del Vietcong habían tomado la aldea y estaban disponiendo la artillería en la zona. Ese día, cuando el sol estaba en lo más alto, hubo un ataque aéreo. Las chozas que formaban la aldea, construidas con bambú, habían ardido como teas. Sólo quedaban los rescoldos y el olor empalagoso del humo.

Cuando llegó la mañana, también llegó la hora de que Romeo y los otros soldados del pelotón fueran a la aldea para buscar la artillería y la munición que debía de estar escondida allí. Además, tenían que comprobar si había supervivientes y contar los cadáveres. Romeo sintió un nudo en la garganta sólo de pensar en lo que se le avecinaba, pero lo tragó inmediatamente. Se recordó que era una guerra.

–Romeo…

Romeo dio un respingo, pero se tranquilizó cuando se dio cuenta de que era Pops, su sargento. Apretó la mandíbula para serenar el tono de voz.

–Aquí…

Oyó un ruido entre la vegetación y vio que se acercaba una sombra.

–¿Todo bien?

Romeo, sin soltar el fusil, se pasó el brazo por la frente sudorosa.

–Sí, pero estaría mucho mejor si supiera que somos los únicos que estamos aquí.

–Claro –reconoció Pops lacónicamente.

Se hizo el silencio y los dos siguieron escudriñando la oscuridad. Romeo no lo reconocería nunca, pero se sentía más seguro con Pops a su lado. Pops, el sobrenombre de Larry Blair, era mayor que casi todos los integrantes del pelotón, y ése era su segundo reemplazo en Vietnam. Romeo no podía entender que alguien se alistara para un segundo reemplazo. Desde que llegó a ese país, se sintió como si hubiera ido a caer en las calderas del infierno y sólo soñaba con tomar el avión que lo devolviera a su casa.

–Pops…

–Qué…

–¿Nunca te arrepientes de haberte alistado para un segundo reemplazo?

–No sirve de nada lamentarse de lo que no tiene solución.

Romeo miró al hombre cuya opinión respetaba tanto como si fuera la de su padre.

–¿Tienes miedo alguna vez?

–Claro –reconoció Pops sin alterarse–. El soldado que no teme nada acaba muerto. Si aprovechas el miedo en beneficio propio, estarás alerta, preparado. Si cedes a él, quedarás indefenso.

Romeo lo pensó un instante, pero le consoló muy poco. Siempre se había considerado valiente, incluso bravucón, pero en ese momento se preguntó si no sería un gallina.

–¿Tener miedo es ser cobarde? –preguntó vacilantemente.

–No. Un cobarde sale corriendo y se esconde.

–Algunos chicos creen que el predicador es un cobarde.

–Se equivocan. El predicador no puede soportar la idea de acabar con una vida humana. Se debate con sus creencias, no con la cobardía.

Romeo lo pensó un instante y sacudió la cabeza con pesadumbre.

–Da igual que seas un héroe o un cobarde, todos morimos de la misma manera.

Pops sacó un paquete de chicle del bolsillo.

–No pienses en la muerte –le aconsejó mientras le daba un chicle y se metía otro en la boca–. Piensa en vivir y en lo que harás cuando vuelvas a casa.

Romeo tragó saliva al acordarse de lo que le esperaba allí.

–¿Alguna vez te he contado por qué me alisté?

–No.

–Dejé embarazada a una chica.

Notó la mirada de Pops y agradeció la oscuridad y que no pudiera ver su cara, su vergüenza.

–Insistía en que me casara con ella, y pensé que el ejército era una forma tan buena como cualquiera de librarme.

Si Pops tuvo alguna opinión, se la reservó, y Romeo lo agradeció. No buscaba la absolución ni un sermón, sólo quería que alguien lo escuchara.

–Me equivoqué –reconoció con arrepentimiento–. Al salir corriendo, quiero decir. Aunque no quisiera casarme con ella, tenía que haber aceptado mi parte de responsabilidad. El hijo es mío. No debería haberla dejado sola con él –miró a Pops–. ¿Crees que ya es demasiado tarde?

–¿Para qué? –preguntó él con el ceño fruncido por el desconcierto.

–Para hacer algo. Estaba pensando en mandarle algo de dinero.

–Estoy seguro de que ella lo agradecería –replicó Pops.

–Eso. Cuando vuelva y tenga un trabajo de verdad, le mandaré una cantidad fija todos los meses. Como la manutención que le tuvo que pagar mi padre a mi madre cuando se divorciaron.

–Me parece justo. Un hombre debería ocuparse de lo que es suyo.

Romeo frunció el ceño al caer en la cuenta de algo.

–Sin embargo, ¿qué pasaría si no vuelvo? –miró a Pops–. ¿Quién se ocuparía del niño?

Pops agarró el hombro de Romeo y lo apretó.

–No pienses en eso. Volverás, todos volveremos.

Romeo agradeció que lo tranquilizara, pero sabía que sólo eran palabras. No había garantías para nadie. ¿Qué pasaría con el niño si lo mataban? No tenía nada de valor. No tenía ahorros ni posesiones. Ni siquiera había dejado un coche.

–Pops…

–Qué…

–¿Te acuerdas de la escritura que el ranchero partió en dos y nos dio el día antes de que nos embarcáramos?

–Sí. ¿Qué pasa?

–El anciano dijo que nos daría el rancho cuando volviéramos. Mi parte de la escritura está en mi taquilla, en el campamento. Si me pasa algo, ¿te encargarás de dársela a mi hijo?

–No va a pasarte nada –insistió Pops.

–Prométeme que si me pasa algo, se la mandarás a Mary Claire Richards. Dile que es para su hijo.

Se hizo un silencio.

–Dalo por hecho –prometió Pops al cabo de un rato.

Capítulo Uno

Addy se frotó la mano contra el dolor que sentía entre los ojos. Otros cinco minutos hablando por teléfono con su madre y podría llegar a ser insoportable.

–Ya sé que no te gusta hablar de mi padre –reconoció con toda la paciencia que pudo–, pero esto es importante. Ha llamado una tal Stephanie Parker. Dijo que su padre estuvo en Vietnam con el mío.

–¿Y qué? –replicó su madre con tono airado–. Miles de muchachos fueron a Vietnam.

Addy pasó por alto la amargura de su madre e intentó no levantar la voz.

–Stephanie me contó que su padre mandó una carta a su madre desde Vietnam con el trozo de un documento dentro. Cree que Tony podría haberte mandado un trozo parecido.

–Tú fuiste lo único que me dio Antonio Rocci en su vida, y eso fue un accidente.

A Addy no le impresionó que le recordara su ilegitimidad. Se lo había echado tantas veces en cara que ya no le dolía.

–Ese documento puede ser valioso –insistió ella–. ¿Te acuerdas de si Tony te mandó algo por el estilo?

–¡Aquello acabó hace más de treinta años! ¿Cómo iba a acordarme? Ni siquiera me acuerdo del correo de ayer.

–Un trozo de un documento, mamá. Es tan raro que deberías recordarlo.

–Si has llamado para hablar de él, voy a colgarte. Estoy perdiéndome mi programa favorito.

Efectivamente, Addy oyó un zumbido.

–El bebé y yo estamos bien, gracias por interesarte.

Addy colgó con furia y se enfureció más todavía por permitir que la falta de interés de su madre la alterara. Mary Claire Richards-Smith-Carlton-Sullivan era una mujer neurótica y egocéntrica que iba de matrimonio en matrimonio impulsada por una amargura a la que se aferraba desde hacía treinta años y sin importarle las necesidades de los demás, entre otros, su hija.

Addy suspiró, se apartó un mechón de pelo y se dijo que no tenía importancia. Llevaba treinta años soportando la indiferencia de su madre. ¿Por qué iba a esperar algún interés en ese momento?

Se inclinó para soltarse los cordones de los zapatos, pero se quedó paralizada cuando vio su reflejo en la puerta del patio. Se incorporó lentamente, se miró y le costó reconocer a la mujer que la miraba a ella. Tenía el vientre como si se hubiera tragado un balón de fútbol y los pies y las piernas tan hinchados que parecían los de un elefante. Además, su pelo, negro y largo, que siempre le había parecido su rasgo más destacable, estaba sujeto en un moño desaliñado. Si a esa imagen tan encantadora se le añadían una bata de enfermera de un color verdoso indefinido y unas zapatillas de deporte muy viejas, casi se alegraba de que Ty no pudiera verla. Volvió a inclinarse para soltarse los cordones.

–Como si fuera a dejarle que cruzara la puerta –se dijo para sí misma.

Ty Bodean era una serpiente rastrera y estaba mucho mejor sin él, aunque eso significara que tendría que criar sola al bebé. Se mordió el labio inferior, se quitó la zapatilla y pensó en todo lo que la esperaba. El dinero iba a ser un problema. Había comprado la casa hacía dieciocho meses, y eso la había dejado sin ahorros y la había atado a una hipoteca que casi la dejaba sin presupuesto mensual. Cuando la compró, le pareció una inversión juiciosa. Siempre había querido tener una casa propia, y el dueño se la había dejado a un precio muy bueno. Naturalmente, cuando la compró, no estaba embarazada ni pensaba estarlo inminentemente. Una aventura inolvidable, aunque breve, con Ty Bodean lo cambió todo.

El segundo problema, indisociable del primero, era el cuidado de su hijo. Detestaba la idea de que su hijo se criara con desconocidos, pero tampoco podía plantearse la idea de dejar el trabajo y quedarse en casa con él. El tercer problema era criar a un hijo en un hogar monoparental. Tampoco tenía otra alternativa, pero estaba dispuesta a hacerlo mejor que su madre.

Al acordarse de su madre también se acordó del padre que no había conocido y de la llamada que había recibido relacionada con él. Frunció el ceño con un gesto meditabundo y pensó en el trozo de documento que le mencionó Stephanie Parker. Se preguntó si sería valioso y soltó una carcajada. Aunque lo fuera, cosa que dudaba, no podía hacer efectivo algo que no podía encontrar. Pensó que podría rebuscar en el baúl que había dejado su madre en el garaje como caja de caudales. Si estaba en algún lado, estaría allí. Sin embargo, no lo haría esa noche. Estaba machacada después de un turno de ocho horas en Urgencias, y sólo podía poner los pies en alto y ver la televisión.

Se apoyó en la encimera y levantó el pie para quitarse la otra zapatilla. Al hacerlo, sintió un dolor espantoso que la dejó sin respiración. Se pasó un brazo por el abdomen y se arrodilló lentamente. Apoyó una mano en el suelo, respiró lenta y profundamente e intentó pensar en una explicación lógica para ese dolor. No podía estar de parto. Todavía faltaban unos dos meses para la fecha prevista. Tenían que ser una especie de contracciones falsas. Ya había tenido dolores parecidos. Ninguno tan fuerte como ése, pero sabía que se le pasarían pronto. Sin embargo, los dolores se hacían más intensos, como si unas tenazas le apretaran el vientre. Empezó a sudar. No podía moverse y le costaba respirar. Miró a la encimera, pero el teléfono estaba fuera de su alcance y tragó una náusea de miedo porque sabía que tenía que pedir ayuda. Pero ¿a quién? No quería llamar al teléfono de emergencias si no era un verdadero parto. Trabajaba en Urgencias y sabía el tiempo y los medios que se desperdiciaban con madres convencidas que estaban de parto.

Llamaría a su vecina. La señora Baker la acompañaría hasta que supiera si era una falsa alarma o no.

Levantó la mano para apoyarse en la encimera y levantarse, pero sintió tal dolor que volvió a caer de rodillas. Se hizo un ovillo para intentar aliviar el dolor. Notó un hilo de humedad entre las piernas y vio con espanto una mancha oscura que le llegaba hasta las rodillas.

–Dios mío, por favor –suplicó–, no permitas que pierda el bebé.

Mack se bajó del coche y comprobó que el número de la casa coincidía con el del remite del sobre que tenía en la mano. El aspecto humilde y el encanto anticuado le sorprendieron. Otros viajes como aquél lo habían llevado a pisos ultramodernos para solteros y a apartamentos selectos, pero a nada como eso. La casa parecía… hogareña. Los arriates de flores que bordeaban el camino de entrada y los cestos con helechos que colgaban en el porche daban la impresión de que era una casa donde podía vivir una familia. Se recordó que estaba allí por culpa de su propia familia, soltó un juramento entre dientes y avanzó con ganas de terminar con esa desagradable tarea. Llegó a la puerta de madera pintada de un rojo muy cálido, llamó con los nudillos y esperó. Pasó un minuto sin recibir respuesta y volvió a llamar. Acercó la oreja a la puerta para intentar oír algún ruido y oyó la voz de una mujer, pero no entendió lo que dijo. ¿Lo invitaba a entrar o decía que estaba yendo hacia la puerta? Supuso que era lo último y esperó a oír los pasos. No oyó nada e intentó abrir, pero la puerta estaba cerrada con pestillo. Frunció el ceño, miró a la izquierda y vio unas ventanas. Tenían las persianas bajadas, pero se acercó para intentar mirar por alguna rendija. Consiguió ver algo de la sala. No había señales de vida, y desvió la mirada hacia un pasillo que llevaba al fondo de la casa. Un movimiento en el suelo captó su atención.

–¿Qué es eso…?

Le pareció ver una mano con los dedos que se curvaban sobre el suelo. ¿Estaría borracha y se habría caído? ¿Estaría drogada? Ninguna de las posibilidades lo habría sorprendido si tenía en cuenta la gente que frecuentaba Ty. Sin embargo, también pensó en que podría ser la víctima de un robo o de una violación y salió corriendo hacia la parte trasera de la casa. Con el corazón a mil por hora, subió los escalones de un salto y abrió la puerta de par en par. Entró con cautela, por una posible agresión.

–Señora… ¿Le pasa algo?

–Ayúdeme… por favor…

La voz, débil y vacilante, le llegó desde el extremo opuesto de la habitación.

Rodeó los muebles que había en el centro de la cocina y se encontró a una mujer tumbada en el suelo y de espaldas a él. Se arrodilló detrás de ella y la agarró del brazo.

–¿Está herida?

–Yo…

Dejó escapar un lamento y se acurrucó más todavía.

–He… roto… aguas…

Mack sintió en escalofrío por toda la espina dorsal.

–¿Cada cuánto son las contracciones?

Ella tomó aire y lo soltó lentamente. Entonces, se tumbó de espaldas y lo miró.

–Continuas –se humedeció los labios–. Por favor… ayúdeme –los ojos se le empañaron de lágrimas–. No quiero perder el bebé.

Él apretó la mandíbula por el miedo que vio en sus ojos y la desesperación de su voz. Era una pesadilla que podía ahorrarse. Podía marcharse en ese momento y romper el cheque que llevaba para saldar cualquier responsabilidad que esa mujer considerara que su familia tenía hacia ella; nadie podría reprochárselo.

Ella lo agarró de la mano y le clavó los dedos en la piel.

–Por favor –volvió a suplicarle–, tiene que ayudarme.

Él dudó un instante, soltó otro juramento para sus adentros y se levantó. Con una mueca en los labios, marcó el teléfono de emergencias.

Mack iba de un lado a otro de la sala de espera de Urgencias. Esa inquietud no se debía a que estuviera preocupado por aquella mujer, sino al hospital. Los detestaba. Detestaba el olor a desinfectante y la decoración aséptica. Detestaba las continuas llamadas por megafonía a médicos y enfermeras. No sabía qué lo había dominado para acabar allí. Hizo lo que le pidió la mujer. Llamó a las emergencias y la acompañó hasta que llegó la ambulancia. Había cumplido con su cometido. Si perdía el bebé, no era asunto suyo. No era su hijo. Soltó un gruñido porque no pudo creerse que hubiera pensado algo así. No quería que perdiera el bebé. Sabía lo que era perder un hijo. Sabía el dolor, el remordimiento y el vacío que dejaba en el corazón, en la vida.

–¿Señor McGruder?

Se dio la vuelta al oír su nombre y vio a una enfermera en la puerta.

–Sí…

–La señorita Rocci pregunta por usted. Si me acompaña, le enseñaré el camino.

Él vaciló. Sabía que era un error volver a verla, que se implicaría más de lo que ya estaba. Debería volver a su casa y olvidarse de Adrianna Rocci y de su hijo no nacido. Sin embargo, siguió a la enfermera por un vestíbulo enorme.

–Es un héroe por aquí –le comentó ella por encima del hombro.

–No soy ningún héroe –replicó él con tono de fastidio.

–Lo es para nosotros. Auxilió a una de las nuestras. Addy trabaja aquí –le aclaró al notar su expresión de estupor–. Si no hubiera aparecido, podría haber perdido el bebé; incluso la vida.

Antes de que él pudiera reaccionar, ella se paró delante de uno de los recintos cerrados por una cortina, la abrió y la dejó a un lado.

–No se preocupe –susurró ella–. Está descansando muy bien.

Él tomó aliento y entró. Había tan poco espacio que la cortina le rozó las piernas cuando la enfermera la cerró. Addy, como la llamó la enfermera, estaba en una cama, tapada desde la barbilla hasta los pies, y a medio metro de él. Llevaba una pulsera identificativa en la muñeca izquierda y tenía una aguja intravenosa clavada en el dorso de la mano. La miró a la cara. Los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el vientre hinchado le daban un aire sereno. Supuso que estaría dormida y se acercó más para comprobar, con alivio, que su cara tenía mejor color que cuando se la llevó la ambulancia. Pensó que no era hermosa, pero tampoco era anodina. Tenía el cutis y el pelo morenos, supuso que como legado de su apellido italiano, unos pómulos altos y marcados y un cuello largo y elegante. Mientras intentaba recordar el color de sus ojos, ella parpadeó. Marrones. Los ojos eran marrones. Ella sonrió levemente y lo agarró de la mano.

–No puedo creerme que esté aquí. Estaba segura de que me lo había imaginado.

Ella lo dijo con un susurro casi inaudible, pero él captó el tono maravillado.

–La enfermera me dijo que quería verme.

–Quería agradecérselo.

Ella le apretó la mano, cerró los ojos y tragó saliva. Cuando volvió a abrirlos, una lágrima se le deslizó por la sien y desapareció entre el pelo.

–No sé qué habría sido de mí y de mi bebé si no hubiera aparecido.

Él miró hacia otro lado sin saber qué decir. Cuando volvió a mirarla, ella lo observaba con curiosidad, como si hubiera caído en la cuenta de que no sabía quién era ni por qué fue a su casa.

–¿Lo conozco?

Él dudó un instante y pensó que nunca encontraría la relación.

–Me llamo John McGruder, aunque casi todo el mundo me llama Mack.

–Mack –repitió ella con una sonrisa–. Es un nombre bonito y fuerte. Te sienta bien.

Antes de que él pudiera decir algo, ella cerró los ojos de golpe y se arqueó con los dedos clavados en el colchón. Mack, presa del pánico, miró alrededor para buscar el pulsador.

–¿Voy a buscar a una enfermera?

Ella resopló, abrió los ojos y esbozó una sonrisa tranquilizadora.