A Luis O. Gómez, maestro y amigo.

las cenizas al viento dibujarán un mapa.

JESÚS AGUADO

ardemos
en palabras incomprensibles.

ANTONIO GAMONEDA

SUMARIO

Agradecimientos

Introducción

I.         Existencia

II.        Deseo

III.       Ideas

IV.       Vacuidad

V.        Lenguaje

VI.       Medios de liberación

VII.      Meditación

VIII.     Nirvana

IX.       El ideal humano

Bibliografía

AGRADECIMIENTOS

Las circunstancias de la investigación que concluye con este libro merecen una breve explicación. Antropología del budismo nació de la preparación de un curso no presencial que impartí desde la Universidad de Michigan en la Universidad de Barcelona para el Master de Estudios de Asia y Pacífico en 2005. Para la confección de dicho temario utilicé materiales muy diversos, todos ellos ya publicados: artículos, monografías, libros, entradas de enciclopedias y escritos míos y de otros autores. Además de toda esta documentación, el profesor Luis O. Gómez se ofreció generosamente a cederme algunos textos suyos sin terminar a los que yo acabé dando la forma definitiva, incluidas algunas traducciones de fragmentos de la literatura budista de China, Tibet y Japón. El profesor Gómez ha insistido en que dichos materiales se incorporen a este libro. Su contribución ha sido especialmente significativa en los capítulos quinto (Lenguaje), séptimo (Meditación) y octavo (Nirvana), aunque el sello de sus enseñanzas impregna todo el volumen. Antropología del budismo no sería lo que es sin su generosa y sabia contribución. No obstante, cualquier error que pueda contener este libro es únicamente responsabilidad mía.

Quiero agradecer a Ana García Naharro y Joaquín Arnau Amo su excelente labor en la corrección del manuscrito original y sus valiosas sugerencias respecto a la organización de los contenidos.

Valencia, septiembre de 2006

INTRODUCCIÓN

Antropología del budismo analiza, en nueve entradas, algunos conceptos clave del pensamiento budista. Dichos conceptos sólo pueden entenderse como elementos de una forma de vida y de una concepción particular de lo humano. Todos ellos articulan una antropología, de modo que serán al mismo tiempo causa y efecto de los modos de organización social del budismo y de las formas específicas en las que cada tradición imagina el mundo y se desenvuelve en él.

Aunque el punto de partida será la terminología filosófica, se prestará una atención especial a los contextos devo-cionales, rituales y éticos donde dichos conceptos tienen lugar y al modo en el que organizan la forma de vida de los budistas. Esta antropología no se limitará por tanto al informe lingüístico y filosófico, sino que abordará la descripción de los diferentes juegos de lenguaje y su modo de configurar los universos de significado en las diversas tradiciones budistas.

La idea, toda idea, tiene su razón de ser, su aliento, en el texto que habita, entendiendo por «texto» las múltiples formas de hablar, escribir y pensar en que respira la idea. Ese tejido muestra límites imprecisos. Si el texto teje la idea, la intertextualidad de toda una tradición trama la urdimbre de cada texto en un diálogo que todavía no ha cesado. Este libro es un acercamiento a la inacabada conversación que viene ocurriendo en el budismo desde hace más de dos milenios: un intento de escucharla y tratar así de entender, aunque sea por un instante, su compromiso con la historia de lo humano.

La imagen que podemos hacernos de la “realidad budista” a partir de sus fuentes canónicas o de los testimonios de sus seguidores en el trabajo de campo, no es siempre una imagen coherente. Cuando abordamos ese artefacto cultural llamado budismo, uno de los primeros obstáculos que encontramos es la coexistencia de diferentes tradiciones de pensamiento y confesiones personales que, aunque se dicen budistas a sí mismas, ofrecen puntos de vista distintos y a veces radicalmente diferentes. Sortear este obstáculo estudiando sólo una de dichas tradiciones sería reduccionista, pero, si lo hiciéramos, volveríamos a comprobar que entre los textos canónicos y autorizados de esa tradición elegida hay también puntos de vista contradictorios que parecen convivir plácidamente en dichos textos y en las declaraciones personales y públicas.

La coexistencia de fuentes autorizadas contradictorias puede parecer algo inusual desde la perspectiva de las religiones doctrinales, especialmente en occidente y medio oriente. Sin embargo, este pluralismo hermenéutico a menudo se esconde tras una fachada de ortodoxia. Las religiones de la India parecen tolerarar mejor la pluralidad de visiones doctrinales que las de occidente. En el mundo religioso indio, la diversidad intelectual de los dogmas y cosmovisiones no siempre es un obstáculo para la práctica religiosa. Las creencias no han tenido un papel tan preponderante en la definición jurídica y psicológica de las identidades religiosas como lo tuvieron en las tradiciones cristianas e islámicas. Un brahmán debe cumplir con ciertas obligaciones rituales, compromisos adquiridos por su casta y linaje, pero ello no le compromete con una teología particular. Para la India la creencia rara vez ha sido algo que se pueda o haya que gobernar. El peregrino chino Xuanzang, que visitó la India en el siglo sexto, describe monasterios donde convivían monjes de linajes intelectuales muy diversos e incluso opuestos, sin que ello supusiera sorpresa alguna.

Esta diversidad es un desafío para el investigador. Como en toda tradición de pensamiento viva, los “conceptos fundamentales” del budismo fueron reformulados continuamente por los propios budistas. Dichos conceptos habitaron textos de muy diversa índole, sufrieron los envites de polémicas doctrinales y el fuego de enfrentamientos dialécticos, pero también acogieron el calor del culto y la devoción más íntima. La India, cuya tradición veía con sospecha todo lo nuevo, optó casi siempre por disimular los cambios refor-mulando viejos conceptos en lugar de inventar otros nuevos. Esto hace necesaria, quizá más que nunca, una genealogía que aclare dichas transformaciones.

El temperamento indio no fue dado al proselitismo, pero, con el budismo, el pensamiento de la India desbordaría las fronteras del subcontinente para llenar de fascinación, temor y esperanza la imaginación de otros pueblos de Asia. Los budistas hablaron lenguas muy diversas, pero la escolástica filosófica utilizó principalmente un lenguaje derivado de un glosario técnico sánscrito: de ahí que la mayoría de los conceptos que estudia este libro pertenezcan a esa lengua. Con la expansión del budismo en Asia, estos conceptos serían traducidos, y el pensamiento budista se expresaría entonces en chino, coreano, tibetano, japonés, etc. La filosofía budista tendría a partir de entonces una enorme presencia cultural en casi todo el continente, y la tradición de pensamiento sánscrita, socialmente endogámica, encontraría en el budismo un vehículo para la expansión y difusión de sus enormes capacidades especulativas y filosóficas.

* * *

Tres son los propósitos de este volumen. En primer lugar introducir el pensamiento budista como doctrina mediante algunos conceptos clave de las distintas tradiciones, de modo que el libro es, a su manera, un glosario de terminología budista. Pero al incorporar estos términos a sus contextos y relaciones, se presentará el budismo como un tejido de palabras e ideas, un universo intertextual que es a su vez un mapa de la existencia humana. Paradójicamente, este mapa es al mismo tiempo un manual de instrucciones para la vida, cautiva en el reino de la existencia, y una guía para escapar de dicho cautiverio. Este universo de ideas, construido in-tertextualmente, pretende ser al mismo tiempo un universo donde sea posible vivir libre de la conceptualización que crean las palabras y las cosas.

Esta paradoja fue el eje alrededor del cual giró la concepción budista de la condición humana. La antropología que traza este libro se desarrolla entre estos dos polos: el de la prisión de la existencia y el de la libertad de un estado libre del condicionamiento del deseo, del apego a lo que no es sino contingencia, y del dolor que surge de ese deseo y ese apego. La prisión de los conceptos y la visión certera y liberadora. La prisión de las palabras frente al silencio de la liberación.

Al considerar esta polaridad no deberíamos perder de vista la diversidad y complejidad de la tradición que la encarna. Ni siquiera la India antigua acogió una única doctrina budista, sino muchas, y una ingente familia de textos, debates y polémicas doctrinales.

Si bien es cierto que el budismo es una práctica y una creencia enraizada en la vida y enseñanzas de un personaje histórico, el Buda (un asceta errante llamado Śākyamuni que impartió su primera enseñanza cerca de Benarés, allá por el siglo vi antes de nuestra era), también lo es que la tradicion imaginó otros budas de carácter mítico, pero al decir “budista” se intenta respetar de alguna manera las formas diversas con las que las distintas tradiciones entroncaron sus creencias a una transmisión que se remonta hasta el buda Śākyamuni.

Trataremos de mostrar de una manera clara la complejidad de documentos, testimonios, escuelas y órdenes monásticas que reclaman expresar las enseñanzas de Śākyamuni. Para ello nos serviremos de algunas categorías de conveniencia. Distinguimos un budismo temprano que se conoce como budismo canónico o vehículo de los discípulos (śrāva-kayāna). A este budismo siguen las primeras escuelas y órdenes especiales, el budismo de los nikāyas, en una época en la que se consolidan muchos de los conceptos explicados en este libro. Entre los movimientos que se desarrollaron en ese tiempo destaca la doctrina de los ancianos (sthaviravā-da), que influirá decisivamente en el budismo del sudeste asiático.

Entre esas escuelas tempranas se va fraguando un movimiento que llegará a describirse a sí mismo como el gran vehículo (mahāyāna). Durante los siglos II y IX de nuestra era, esta corriente creará una fascinante literatura filosófica que reorientará la visión budista del destino humano y tendrá una enorme influencia fuera de India, sobre todo en el Tibet y Asia oriental.

Entre los siglos VI y VII surge en la India, en el seno del mahāyāna, el llamado budismo tántrico, conocido también como el vehículo del diamante (vajrayāna). Este movimiento culmina entre los siglos VII y x, e influye durante un tiempo en el budismo del sudeste asiático, en el budismo de Asia oriental y en varias corrientes budistas del Tibet y Mongolia.

Con este esquema pretendemos simplificar la ingente variedad de escuelas de la India antigua, y evitar así tener que entrar en detalles sobre el grado en el que todas estas corrientes han interactuado hasta el punto de no dejarse distinguir claramente.

Los textos reflejan gran parte de esa complejidad. Basta tener en cuenta, por ejemplo, que entre estas tradiciones destacan seis familias de textos que, aunque vinculados por compartir una mitología y una terminología común, coexistieron en tensa polémica. Estos textos se compusieron en diversas lenguas de la India antigua, pero se han conservado principalmente en dos de ellas, la lengua clásica literaria de la India, la lengua culta, el sánscrito (samskrta), y, en otra lengua literaria, afín al sánscrito, que se conoce como lengua textual o pali (pāli).

Seis tradiciones textuales se identifican en este libro. En primer lugar, la escolástica de lengua pali (el abhidhamma pāli y la doctrina de los grandes comentaristas que escribieron en dicha lengua, tales como Buddhaghosa). Esta tradición textual refleja probablemente las enseñanzas de la antigua escuela de los ancianos, lo que hoy es el theravāda. En segundo lugar, la escolástica de lengua sánscrita (principalmente el abhidharma de la escuela sarvāstivāda). En tercer lugar, los tratados independientes sánscritos de las escuelas mahāyāna (por ejemplo, los tratados de los mādhyamika y los yogācāra). Este edificio escolástico depende de textos anteriores, como los diálogos que se atribuyen al Buda, a sus discípulos inmediatos o a los budas míticos, los cuales se dividen en tres grandes grupos, a saber, los sutras anteriores al mahāyāna (suttas de los nikāyas, en pāli, y sutras de los āgarnas, en sánscrito), los sutras mahāyāna y los discursos simbólicos y rituales del budismo tántrico.

Como se ha dicho, lo que vincula a todas estas corrientes como concepciones antropológicas es una metáfora: la metáfora del cautiverio. Todas las criaturas son Segismundo: se encuentran atrapadas en la prisión de la existencia. Pero hay una vía a través de la cual escapar, la liberación, aunque algunas tradiciones optarán por permanecer en la existencia y convertirla en el lugar de su actividad liberadora, y esa liberación será llamada, en el ideal del bodhisattva, “despertar”. Aunque en ciertos estados y desde algunas perspectivas se concibe al ser humano como una entidad impotente, sometida a la fatalidad de actos guiados por su propia obcecación y testarudez, son posibles otros estados, representados por las figuras ideales de los liberados, los arhants (los que son dignos, los que merecen nuestro respeto y veneración). Entre estos sabios destacan aquellos que, además de haber logrado la liberación, tienen la capacidad de servir de paradigmas supremos de la compasión, la virtud y la sabiduría: los budas o despiertos.

El budismo conoce además otra figura ideal y mucho más humana (quizá por ser de origen mitológico): la del buda en potencia o bodhisattva. Aunque esta figura representa el ideal supremo del budismo mahāyāna, aparece también en el vehículo de los discípulos (śravakayāna), en la doctrina de los ancianos (sthaviravāda) y, más tarde, en el budismo tántrico o vehículo del diamante (vajrayāna).

El bodhisattva destaca por su heroicidad en lo ético y su hechizo en lo estético. Es el buda en potencia, el que se encamina hacia el estado de buda. Se distingue por su dedicación al bien del prójimo, por lo que se le asocia con la actividad salvadora y los poderes prodigiosos. Este ideal presenta al mismo tiempo una dimensión ética (el altruismo), una dimensión sapiencial (la visión liberadora) y una dimensión prodigiosa (el poder liberador). Las mismas dimensiones se manifiestan en el ideal del budismo tántrico, que se representa una nueva figura ideal: el siddha. El siddha es el mago de la liberación, experto del ritual, dotado de formidables poderes, pero igualmente capaz de trascender la dualidad de los mismos pares de opuestos que lo atan en la paradoja de la antropología budista: ceguera y visión, prisión y libertad, renacer y liberación.

Estas cuatro figuras -arhant, buda, bodhisattva y siddha-, especialmente las del buda y el bodhisattva, constituyen los paradigmas ideales de esta antropología que propone escapar de la ceguera de la existencia mediante una visión clara y despierta, escapar del renacer mediante el desprendimiento del deseo y la sed. De esa antropología se ocuparán las páginas siguientes, antropología del cautiverio y la liberación, del impulso inconsciente y de la conciencia plena y despierta. Antropología de fugitivos y de moradores serenos de una falsa prisión.

I. EXISTENCIA

El océano de las existencias

La vida humana es para el budismo una corriente salvaje, una tormenta marina, la crecida torrencial de los ríos en época de lluvias. Ese torbellino líquido se llama samsāra. El término sánscrito significa fluir atropelladamente y también extraviarse, errar, deambular. La existencia, para la imaginación de la India, se concibe como un vagar sin rumbo ni propósito. Y la historia de este viaje, como toda historia, no tiene principio ni fin. Ponerle un comienzo es sólo una forma arbitraria de acceder a ella, de representárnosla e incorporarnos a su marcha. Por eso se dice que el samsāra no tiene comienzo: «No es posible encontrar un principio a la precipitación de los seres en la ignorancia: prisioneros de su propia sed de existencia, vagan sin rumbo de renacer en renacer» (Colección de diálogos afines, Samyutta-nikāya)

El samsāra es una inquietud esencial y un torrente de ansiedad. Nada en él se detiene, nada está quieto. Si queremos observar de cerca ese flujo en perpetuo cambio necesitaremos un sistema de referencia móvil, tendremos que subirnos a un tren en marcha, asistir a una función que ya ha comenzado. Para ello podríamos seguir la pista a una de las criaturas (satt-va) de ese devenir (bhava), uno de los seres que habitan el samsāra. Y dado que para esta observación utilizaremos las palabras, nadie mejor que un ser humano para servirnos de hilo conductor. Y de entre todos los miembros de la familia humana, escogeremos a ese que lee ahora estas líneas: el lector que lee y, al mismo tiempo, viaja en el samsāra.

Ya tenemos la criatura. Ahora debemos escoger un momento de su historia y, a partir de dicho instante, seguir el hilo de su compleja trama. Nada mejor (otra arbitrariedad más que nos ayudará a contar la historia) que el momento presente, el ahora que también se desplaza y que está, como el resto de las cosas, sujeto a las más diversas contingencias. Ya sólo nos queda el lugar y, puesto que hemos escogido al lector, su lugar será el lugar en el que se encuentra ahora, suponemos que en algún lugar del planeta Tierra, aunque, si hay que creer a la mitología budista, ese lector podría encontrarse en el reino subterráneo de los nāga o en algún otro destino fuera del ámbito humano, fuera del mundo que habitan el autor y los lectores de este libro.

Ya tenemos todo lo necesario para nuestro viaje. Sujeto, tiempo y lugar, todos interrelacionados, todos mutuamente condicionados (pratītyasamutpāda). Ya podemos contar la historia del samsāra.

Empezaremos por la persona (pudgala), el individuo que lee estas páginas y que pasará por otros estados o procesos (bhava) tras la muerte. Esos estados o procesos pertenecen al reino de la “existencia”. Para la imaginación de la India se puede existir de muchas maneras. En el Occidente contemporáneo el término “existencia” está estrechamente ligado a la vida humana. Y esa vida la imaginamos ligada al problema de tener sólo una, siempre humana y siempre prisionera de ese globo terráqueo que gira en torno al sol. Y sobre todo la imaginamos limitada por la muerte, ese final que nos apremia urgentemente a hacer algo con ella, algo que le otorgue un sentido y la haga merecedora de ser vivida. Una de las corrientes filosóficas más influyentes del siglo XX adoptó el término existencialismo para describir esta situación. Pero seamos o no existencialistas, nos cuesta imaginar un conejo, un fantasma o un dios con problemas existenciales y relegamos esa posibilidad a la literatura fantástica. Sería más difícil experimentar angustia existencial si tuviéramos muchas vidas. Y este supuesto que Occidente ha considerado poco plausible, para la tradición de la India fue un punto de partida.1 El concepto filosófico de “existencia”, tal y como fue concebido en la India, trasciende así algunas de las limitaciones que le ha dado el pensamiento occidental. Pero la expansión del término no sólo atañe al sujeto: la “existencia” alcanza también, en el ámbito geográfico y temporal, lugares y momentos que la imaginación europea consideraría fantásticos.

Así, podemos decir que el lector existe ahora como ser humano (manusya), en la Tierra, en el siglo XXI, pero que ha tenido una historia pasada en la que quizá no era ser humano, sino un dios (deva), uno de los condenados a los purgatorios infernales (naraka), un animal (tiryak) o un fantasma (preta), y que seguramente habrá de seguir vagando por los diferentes reinos de la existencia hasta lograr la liberación (nirvana).

Además, para la imaginación budista la existencia tiene una dimensión cósmica. El cosmos no es simplemente el espacio que ocupan los seres; son los propios seres, con sus acciones, los que configuran sus mundos, sus diferentes ámbitos del nacer y el morir. El samsāra se divide así en cinco (a veces seis) ámbitos o dominios, en los cuales los seres renacen de acuerdo con la calidad moral de sus acciones (su karma). Los seres viajan a través de estos mundos, cada uno de los cuales corresponde a sus diferentes modos de existencia, al destino (gati), siempre provisional, al que le envían sus propios actos.

Mundos posibles

Antes de explicar en detalle estos modos de existir, estos dominios del renacer, debemos aclarar que hasta hace poco tiempo la mayoría de los budistas de Asia concebían el mundo que habitamos según una cosmografía mítica. Dicho mapa del mundo no fue configurado a partir de las observaciones de astrónomos y navegantes, sino de la antiquísima tradición de las escrituras budistas.

Los orígenes de esta cosmografía se remontan posiblemente a una mezcla de ideas de origen iranio y concepciones compartidas por textos prebudistas como los Vedas y los Brāhmana, así como por algunas tradiciones de pensamiento rivales, como el jainismo o el brahmanismo. No obstante, buena parte de esta cosmología parece ser una creación original del budismo primitivo.

En esta concepción budista, el mundo (loka o lokadhātu) no se concebía del mismo modo que en Europa tras la revolución copernicana, la teoría de la relatividad y los viajes espaciales, sino que se imaginaba como un disco plano con cuatro continentes principales en cuyo centro se encontraba el monte cósmico Sumeru. El Sol y la Luna giraban alrededor de su cumbre, y los continentes a sus pies eran islas, la más importante de las cuales recibía el nombre de Jambudvīpa, que corresponde en un plano geográfico a la India y es el centro del mundo humano. Los dioses habitaban el punto más alto de la montaña y los cielos se elevaban por encima de ellos.

Pero no hay un solo mundo, sino múltiples. A cada uno de ellos le corresponde un lugar específico para cada uno de los destinos fastos y nefastos (gati), de modo que aunque es posible renacer en otro mundo, éste ofrecerá exactamente la misma forma, el mismo plano cosmográfico y el mismo número de modos de renacer.

La vida en cualquier punto de estos mundos es llamada vida mundana (laukika). Así, los cielos o paraísos son lugares mundanos, por lo que, en sentido estricto, no son exactamente paraísos. Como veremos más adelante, lo único que está por encima de lo mundano, más allá de los confines de los innumerables mundos (lokottara), es la liberación.

Según esta cosmología, el universo está poblado de muchos de estos mundos y de un número incontable de sistemas de mundos. El que habitamos nosotros, por ejemplo, forma parte de un sistema de mundos que contiene (de acuerdo con una de las diversas maneras de calcularlo) cerca de mil millones de mundos, siendo cada uno de ellos receptáculo del renacer de las criaturas mundanas.2 Y todos ellos presentan exactamente la misma estructura, el mismo plano cosmográfico y los mismos ámbitos del renacer.

Aunque en todos podemos encontrar destinos fastos y nefastos, algunos son mejores que otros. Hay mundos que se han convertido en el espacio donde tiene lugar la acción salvadora de los budas y los budas en potencia (bodhisattva). Se trata de mundos puros o en vías de purificación. En cambio, hay mundos que no conocen a los budas o el budismo, razón por la cual son especialmente nefastos e impuros.

Destinos fastos y nefastos

En En todos estos mundos, al margen de aquellos excepcionales que han sido purificados por los budas (buddhaksetra), existen cinco formas de renacer. Y todas ellas, de una manera u otra, acarrean dolor. Las cinco formas de renacer se conocen como gati, término sánscrito que significa literalmente “modo de ir” o “meta del ir”: de ahí que la palabra se pueda traducir como “destino”. En general las escrituras canónicas (los nikāya y los āgarnas) listan cinco clases de destinos, aunque también encontramos seis en algunas listas escolásticas.

Tres de estos modos de renacer son destinos desgraciados (durgati): el renacer en los infiernos (naraka), entre los animales (tiryak, tiryagyoni) o entre los fantasmas hambrientos (preta). Tienen como consecuencia nefasta la imposibilidad de ver a los budas o escuchar su doctrina (dharma). Cuando se cuentan seis destinos, el sexto es el de unos seres irascibles, semidioses o semidemonios, llamados asura, siendo este destino igualmente nefasto.

Los otros dos ámbitos del renacer son destinos positivos (sugati): el reino de los hombres (manusya) y el de los dioses (deva), en los cuales se puede escuchar la enseñanza budista (śāsana) y alcanzar cierta felicidad. Entre los dioses, aunque se goza de placeres celestiales, no es posible seguir el sendero budista (mārga) y por tanto no se puede alcanzar en sus mundos la liberación (nirvana), asunto estrictamente humano. Así, el ser humano ocupa un lugar privilegiado en el entramado de los seres.

En los destinos nefastos hay más sufrimiento que dicha, en los destinos humanos la dicha y el sufrimiento están más equilibrados, mientras que para los dioses la dicha supera al sufrimiento. Irónicamente, la felicidad de los dioses les hace muy difícil pensar en la liberación, y cuando su estancia en los cielos llega a su fin, la pérdida de su vida dichosa les hace conocer de nuevo el sufrimiento.

A pesar de que es posible gozar de la dicha en los destinos fastos, toda existencia es en general dolorosa debido a la fugacidad y contingencia de todas las cosas. La dicha condenada a desaparecer no es sino sufrimiento, la impermanencia (anitya) contamina toda felicidad. Las existencias afortunadas (sugati) son sólo un resplandor fugaz en una larga noche de oscuridad. «Vagaste sin rumbo en este largo viaje de nacimiento en nacimiento, y gemiste y lloraste porque te tocó lo que odias y no lo que gustas, y mientras lo hacías has vertido más lágrimas que agua hay en los cuatro océanos.» (Colección de diálogos afines, Samyutta-nikāya II).

Como ya se ha apuntado, hay un sexto destino que sólo aparece recogido en algunos textos, el de los asura (semidio-ses o demonios airados).3 El esquema de ios cinco o seis destinos refleja creencias comunes a las religiones de la India antigua. Pero el panteón budista incorporó otros seres mitológicos de la cultura popular y la mitología culta, antiguos objetos de culto y devoción entre los que se encuentran esos mismos asura y otras figuras como los nāga (serpientes telúricas, protectoras del agua y los tesoros del subsuelo), las yaksa (espíritus de los bosques y los árboles) y los gandharva (músicos celestiales y mediadores en la fecundación sexual).

En la mitología de las elites budistas, muchos de estos seres se convierten en protectores de la enseñanza: son los embajadores y preservadores del dharma. Los escolásticos se vieron en la necesidad de situar a estos seres en algún lugar diferente a los de los cinco destinos clásicos, dado que, según la tradición, algunos de ellos habían alcanzado una vida llena de mérito y virtud. Así, algunos dioses o semidioses ocuparon diferentes lugares del plano cósmico; las serpientes míticas (nāga), por ejemplo, fueron relegadas a los lugares subterráneos, debajo del ámbito humano, y los dioses de las horas y los puntos cardinales se ubicaron en las faldas del monte Sumeru. Algunos tratadistas situaron a los asura en la parte alta de la ladera del monte Sumeru, bajo el primero de los paraísos, en el palacio y los jardines reales del dios Indra, conocido como el cielo de los Treinta y tres dioses.

La vida en cada uno de los ámbitos del renacer no es estable ni duradera, mucho menos eterna, y tampoco está libre de penas. Los seres pueden renacer como dioses y morar temporalmente en el paraíso o renacer para habitar alguno de los infiernos, pero tanto en los destinos fastos como en los nefastos, los seres experimentan el sufrimiento, el nacimiento (que es un renacimiento), la decadencia de la vejez y la muerte (que es un remorir). Estos destinos se pueden describir brevemente de la siguiente manera:

Deva: divinidad, criatura celeste. Para el budismo, los dioses son numerosos y viven temporalmente en alguno de los paraísos como consecuencia de sus buenas acciones en una vida pasada. Como la mitología escolástica los hace parte del proceso del renacer, no son, en sentido estricto, inmortales. Simplemente no conocen la agonía del morir, pero sí la de saber que su felicidad no durará siempre. Habitan paraísos situados en la cumbre del monte Sumeru, la montaña cósmica y eje del mundo, y otros celestes. Una vez agotado su buen karma pueden renacer en cualquiera de las otras formas de existencia (gati). Así pues, los dioses están también sujetos a la ley del karma y en este sentido no son diferentes de los hombres, los animales o los seres infernales. Todos ellos son vagabundos del samsāra.

Asura: Forman parte del grupo de seres míticos que atienden a los sermones del Buda. Según la mitología brahmánica fueron en el pasado dioses poderosos. Agresivos y ambiciosos, codiciaron la ambrosía de la inmortalidad que pertenecía a los dioses y se la disputaron en singular batalla. Derrotados en la guerra cósmica, fueron desterrados del paraíso y enviados a un lugar que la cosmología budista sitúa en la vertiente norte del monte Sumeru. Su valoración es ambigua: son considerados discípulos y protectores del Buda, pero a su vez criaturas violentas y ambiciosas.

Tiryak: los seres del reino animal, que sufren más que gozan y a los que resulta más difícil escuchar y practicar la enseñanza budista. Los animales domésticos están sometidos al yugo del hombre, y los salvajes padecen en su lucha por sobrevivir.

Naraka: los seres que habitan los infiernos como condenados a las penas del averno. Difieren de los guardias del señor de la muerte, Yama, y de los verdugos que ejecutan las penas infernales; éstos últimos ocuparon siempre un lugar incierto en la mitología budista, y en ocasiones se les considera creaciones de la mente de los condenados. Los tormentos que sufren no les permiten practicar la intuición serena que promulga la doctrina.

Preta: Antepasado, manes, y en la etimología popular “el que se ha ido”, “difunto”, “fantasma”. Espíritu famélico o hambriento. Son seres cuyo karma es demasiado malo para determinar su renacimiento entre los asuras, pero no tan malo como para que renazcan en los infiernos (naraka). Según la concepción tradicional, la avaricia, la avidez, la envidia y los celos pueden determinar el renacimiento entre los preta. Padecen el tormento del hambre, pues tienen el vientre enorme y la boca del tamaño del ojo de una aguja.

Manusya: los seres humanos. Sufren por el dolor que se infligen unos a otros–el amo al siervo, el enemigo a su rival–movidos por su ambición y egoísmo. Pero también sufren porque sus deseos, hostilidades y necedad les generan angustia, desazón y hastío.

Infiernos, dioses y fantasmas

Nos detendremos un momento en el quinto de los destinos, el de los preta, los fantasmas o antepasados. Entre los brahmanes existía la creencia de que los espíritus de los difuntos llevaban durante el primer año tras su muerte una existencia penosa y desencarnada, causando estragos domésticos para persuadir a los vivos de que realizaran los ritos (srāddha) que les proveerían de un cuerpo apropiado para reunirse con sus antepasados en el paraíso.

En las escrituras budistas la figura del preta (pāli: peta) se conserva, pero su condición se transforma. Pasa de ser una figura provisional o de enlace entre los posibles destinos del mundo del renacer (samsāra) a convertirse en un destino independiente.

Un texto pāli llamado Cuentos de los preta (Petavatthu) describe el tipo de existencia que llevan estos seres.4 Se alimentan de impurezas y desechos y están sometidos a un continuo sufrimiento. Tienen un aspecto agónico, y se dice que frecuentan las letrinas de antiguos monasterios, donde se alimentan de heces fecales. También aparecen en las jambas de las puertas, en los cruces de caminos o en los pozos, esperando para abalanzarse sobre restos de comida. Rondan a su vez los cementerios, donde se alimentan de la carne putrefacta de los cadáveres. Los preta viven en el mismo espacio que los seres humanos, pero habitan otra dimensión y no es posible contemplarlos en condiciones normales.

Un individuo se convierte en preta si en una vida anterior no fue generoso, especialmente si no lo fue con los miembros de la comunidad monástica budista. Al morir, esta persona pasa a ser mendigo de ofrendas. Algunos investigadores interpretan la mitología de los pretas como una extensión de la práctica védica del fuego sacrificial y la ofrenda a los antepasados. En la religión india prebudista, védica y brahmánica, el padre de familia tenía la obligación de mantener siempre encendido el fuego del sacrificio en su hogar y alimentar a los espíritus de sus antepasados.

En el período budista la comunidad monástica (sańgha) desempeña parcialmente el papel de los antepasados, mientras que la ofrenda a la comunidad monástica juega el papel del fuego sacrificial. Para asegurar la continuidad de esa otra familia que es la comunidad budista, se donan ciertos bienes a la saṅgha, y esa misma donación sirve para asegurarse un buen renacimiento. No llevar a cabo esta práctica conlleva el riesgo de no encontrar el modo de sustentarse en una vida venidera.

Se establece así un paralelismo moral entre la obligación hacia los mayores y antepasados y las obligaciones hacia la comunidad de monjes. Dar sustento a los monjes es como dar sustento a los antepasados. Existe además un segundo paralelo, pues caer en el estado de preta significa haber fallado en dos de las obligaciones más importantes de la India antigua: la generosidad y la gratitud hacia los mayores y los maestros.

Tanto en Asia oriental como en el sudeste asiático encontramos ritos cotidianos y festivales anuales en beneficio de los manes que reflejan estos paralelismos. Festivales para cuidar de los muertos y los antepasados, y festivales para honrar a la comunidad monástica. Pero además, y esto es una particularidad netamente budista, estas ceremonias están destinadas también a aliviar las penas de aquellos fantasmas hambrientos que no fueron antepasados directos. En el transcurso de incontables renaceres, cualquiera puede haber sido en una vida pasada nuestra madre o nuestro padre.

Paraísos

La cosmología budista describe toda una jerarquía de paraísos. Éstos incluyen los seis reinos del “mundo sensual” (kāmaloka), donde todavía se experimenta el placer y el deseo sensual: los reinos de la “forma pura” (rūpaloka, donde se renace con un cuerpo material, pero sutil y libre de pasiones), y los reinos “sin forma alguna” (arūpaloka, donde la existencia es puramente espiritual), éstos últimos habitados por dioses superiores llamados brahmas. Los paraísos son destinos (gati) en los que puede renacer cualquier ser vivo una vez ha logrado el karma positivo requerido. La vida en dichos paraísos es el resultado de la acumulación de actos justos y meritorios (kusala) en existencias previas, que han generado suficiente buen karma para ingresar en uno de los cielos. La estancia en los paraísos es placentera, y en los más elevados el dolor físico y mental está prácticamente ausente.