A los nietos

SUMARIO

Prólogo: El descubrimiento de una nueva ciencia

Parte I: PROGRAMADOS PARA CONECTAR

    1. La economía emocional

    2. La receta del rapport

    3. El wifi neuronal

    4. El instinto del altruismo

    5. Neuroanatomía de un beso

    6. ¿Qué es la inteligencia social?

Parte II: EL VÍNCULO ROTO

    7. El “tú” y el “ello”

    8. La tríada oscura

    9. La ceguera mental

Parte III: EDUCANDO LA NATURALEZA

    10. Los genes no son el destino

    11. Un fundamento seguro

    12. El punto de ajuste de la felicidad

Parte IV: LAS VARIEDADES DEL AMOR

    13. Las redes del apego

    14. El deseo masculino y el deseo femenino

    15. La biología de la compasión

Parte V: LAS RELACIONES SANAS

    16. El estrés es social

    17. Los aliados biológicos

    18. Un consejo personal

Parte VI: CONSECUENCIAS SOCIALES

    19. La zona de rendimiento óptimo

    20. El correccional conectado

    21. Del “ellos” al “nosotros”

Epílogo: Lo que realmente importa

Apéndice A: Una nota sobre las vías superior e inferior

Apéndice B: El cerebro social

Apéndice C: Una revisión de la inteligencia social

Agradecimientos

Notas

PARTE I:
PROGRAMADOS PARA CONECTAR

PRÓLOGO
EL DESCUBRIMIENTO DE UNA NUEVA CIENCIA

Durante los días que precedieron a la segunda invasión estadouniense de Irak, un puñado de soldados se encaminó hacia una mezquita local para hablar con el imán con la intención de recabar su apoyo de cara a organizar el abastecimiento de las tropas. Pero la multitud, temerosa de que los soldados fuesen a arrestar a su imán o destruir la mezquita, un santuario sagrado, no tardó en congregarse en las proximidades del templo.

Centenares de musulmanes devotos rodearon entonces a los soldados gritando y levantando los brazos mientras se abrían paso entre el pelotón, armado hasta los dientes. El oficial que estaba al mando de la operación, el teniente coronel Christopher Hughes, cogió entonces rápidamente un megáfono y, dirigiéndose a sus soldados, les ordenó: «¡Rodilla en tierra!». Luego les invitó a dirigir hacia el suelo el cañón de sus fusiles y, por último, les gritó: «¡Sonrían!».

En ese mismo instante, el estado de ánimo de la muchedumbre experimentó un cambio. Es cierto que algunos todavía gritaban, pero la inmensa mayoría sonreía y hasta unos pocos se atrevieron a palmear la espalda de los soldados, mientras Hughes les ordenaba recular lentamente sin dejar de sonreír.1

Esa respuesta rápida e inteligente culminó un vertiginoso ejercicio de cálculo social que Hughes se vio obligado a realizar en fracciones de segundo y en el que tuvo que “leer” el nivel de hostilidad de la muchedumbre, estimar la obediencia de sus soldados, valorar la confianza que tenían en él, descubrir una respuesta instantánea que, trascendiendo las barreras culturales y de lenguaje, calmase a la multitud y atreverse a llevarla a la práctica.

Esta capacidad, junto a la de entender a las personas, es uno de los rasgos distintivos que deben poseer los policías (y también, obviamente, los militares que se ven obligados a tratar con civiles furiosos).2 Con independencia de lo que pensemos acerca de la campaña militar en cuestión, ese incidente pone de manifiesto la inteligencia social del cerebro a la hora de enfrentarse exitosamente a situaciones tan complejas y caóticas como la mencionada.

Los circuitos neuronales que sacaron a Hughes de ese apuro fueron los mismos que se activan cuando, en mitad de un callejón desierto, nos cruzamos con un desconocido de aspecto siniestro y decidimos seguir adelante o escapar corriendo. Son muchas las vidas que, a lo largo de la historia, ha salvado ese radar interpersonal y que aun hoy en día sigue siendo esencial para la supervivencia.

De manera bastante menos urgente, los circuitos sociales de nuestro cerebro se ponen en marcha en cualquier encuentro, no importa si nos hallamos en el aula, en el dormitorio o en la sala de ventas. Estos circuitos están activos cuando la mirada de los amantes se cruza y se besan por vez primera, cuando reprimimos el llanto, y también explican la intensidad de una charla apasionante con un amigo.

Este sistema neuronal se activa en todas aquellas ocasiones en las que la oportunidad y la sintonía resultan esenciales. De él precisamente se derivan la certeza del abogado que quiere exactamente a tal persona en el jurado, la sensación visceral del negociador que “sabe” que su interlocutor acaba de hacer su última oferta y la convicción del paciente de que puede confiar en su médico. Y también explica la magia de una reunión en la que todo el mundo deja de mover nerviosamente sus papeles, se queda quieto y presta atención a lo que está diciéndose.

En la actualidad, la ciencia se encuentra ya en condiciones de especificar los mecanismos neuronales que intervienen en tales situaciones.

EL CEREBRO SOCIAL

En este libro quiero presentar al lector una nueva disciplina que, casi a diario, nos revela hallazgos sorprendentes sobre el mundo interpersonal.

El descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro sistema neuronal está programado para conectar con los demás, ya que el mismo diseño del cerebro nos torna sociables y establece inexorablemente un vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos. Ese puente neuronal nos deja a merced del efecto que los demás provocan en nuestro cerebro –y, a través de él, en nuestro cuerpo–, y viceversa.

Incluso los encuentros más rutinarios actúan como reguladores cerebrales que prefiguran, en un sentido tanto positivo como negativo, nuestra respuesta emocional. Cuanto mayor es el vínculo emocional que nos une a alguien, mayor es también el efecto de su impacto. Por este motivo, los intercambios más intensos son los que tienen que ver con las personas con las que pasamos día tras día y año tras año, es decir, las personas que más nos interesan.

Durante esos acoplamientos neuronales, nuestro cerebro ejecuta una danza emocional, una suerte de tango de sentimientos. En este sentido, las interacciones sociales operan como moduladores, termostatos interpersonales que renuevan de continuo aspectos esenciales del funcionamiento cerebral que orquesta nuestras emociones.

Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema inmunológico.

No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de infantería que posee el sistema inmunológico en su constante batalla contra las bacterias y los virus invasores).

Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto positivo sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo.

Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional, y cada día aparecen otros nuevos. Cuando lo escribí, mi interés se centró en el conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos adentramos en la psicología interpersonal, (o sea, en la psicología de las relaciones que mantenemos con los demás).3

Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un compañero de Inteligencia emocional, ocupándose de explorar las mismas regiones de la vida humana desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal.4 Mi atención, por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones interpersonales, y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen, coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas.

Nuestra investigación responde a preguntas tales como: ¿Qué hace un psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la felicidad de nuestros hijos? ¿Cuáles son los cimientos de un matrimonio positivo? ¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos separados por el odio? ¿De qué modo podemos utilizar todos los nuevos hallazgos de cara a construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa?

LA CORROSIÓN SOCIAL

En la medida en que la ciencia pone de manifiesto la necesidad de las relaciones, éstas parecen hallarse cada vez más en peligro. Son muchos los rostros que hoy en día asume la corrosión social.

Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión. El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado todavía sus costes emocionales y sociales.

EL AUMENTO DE LA DESCONEXIÓN

Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el mostrador del Hot & Crusty de la Estación Central de Nueva York, una de las panaderías más atareadas de todo el mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa por la estación que, duran- te la jornada laboral, siempre hay largas colas de clientes aguardando su turno.

Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta: «¿En qué puedo servirle?».

–¿En qué puedo servirle? –repite entonces–. Pero siguen silenciosos, mirando hacia ninguna parte.

–Cada vez son más –dice– las personas que sólo prestan atención cuando les grito.9

Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es más importante, desconectados también de las personas que les rodean.

Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente, también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este proceso se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar antes de que el automóvil se convirtiera en un lugar común, sin embargo –desde ir caminando, a caballo o en una carreta tirada por bueyes–, obligaban a los viajeros a mantener un estrecho contacto con el mundo que les rodeaba.

El caparazón creado por los auriculares intensifica el aislamiento social, una desconexión que proporciona la justificación perfecta no sólo para no reconocer a los demás como seres humanos, sino para no advertir siquiera su presencia y tratarlos como meros objetos. La vida de peatón brinda, al menos, la oportunidad de saludar a la persona con la que acabamos de cruzarnos, o de pasar unos minutos charlando con un amigo, pero el que está conectado a un iPod puede ignorar fácilmente a los demás y pasar junto a ellos sin tan sólo mirarles.

Desde la perspectiva del que está escuchando música, sin embargo, él no está desconectado, sino relacionándose con el cantante, el grupo o la orquesta que esté escuchando y su corazón late al mismo ritmo que el suyo. Pero lo cierto es que esos “otros” virtuales nada tienen que ver con los seres humanos que caminan un paso o dos por delante y hacia los cuales el arrobado oyente muestra la mayor de las indiferencias. En la medida en que la tecnología se apodera de la atención de las personas y la desvía hacia una realidad virtual, ésta acaba insensibilizándolas, con lo que el autismo social acaba convirtiéndose en una más de las imprevistas consecuencias de la invasión permanente de la tecnología en nuestra vida cotidiana.

Este avance en la capacidad tecnológica de conexión es el que permite que, aun estando de vacaciones, sigamos viéndonos asediados por el trabajo. Una reciente encuesta ha puesto de manifiesto que el 34% de los trabajadores de nuestro país se hallan tan conectados con su oficina que vuelven de sus vacaciones tan estresados –o incluso más– como cuando las empezaron.10 El correo electrónico y el teléfono móvil ignoran las fronteras que separan la vida laboral de la vida familiar y privada, requieren nuestra presencia y nos arrastran a atender el correo electrónico en cualquier momento, independientemente de que nos hallemos en plena excursión campestre, jugando con nuestros hijos o descansando.

Pero los niños tampoco suelen advertir esta ausencia, porque están igualmente obsesionados por su propio correo electrónico, algún juego en red o viendo la televisión en su dormitorio. Un informe francés de una encuesta mundial realizada en setenta y dos países ha revelado que, en 2004, las personas pasaban diariamente un promedio de 3 horas y 39 minutos viendo la televisión; Japón ocupaba, en ese estudio, el primer lugar con 4 horas y 25 minutos, seguido de cerca por Estados Unidos.11

«La televisión –advirtió el poeta T.S. Eliot, en 1963, cuando el nuevo medio estaba difundiéndose en todos los hogares– permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos.»

Internet y el correo electrónico tienen el mismo impacto. Una encuesta realizada en nuestro país sobre una muestra de 4.830 personas ha puesto de manifiesto que son ya muchos los casos en los que Internet ha desplazado a la televisión como forma favorita de pasar el tiempo libre. Y la consecuencia directa de todo ello es que, por cada hora que la gente pasa en Internet, el contacto personal con amigos, colegas y familia disminuyó 24 minutos. Como dice Norman Nie, director del Stanford Institute for the Quantitative Study of Society y especialista en estudios sobre Internet: «Nadie puede recibir un abrazo o un beso a través de Internet».12

LA NEUROCIENCIA SOCIAL

Este libro desvela hallazgos muy reveladores sobre el nuevo campo de la neurociencia social. Cuando emprendí la investigación necesaria para escribirlo, desconocía la existencia de este campo, pero no tardaron en llamarme la atención un artículo aquí y una noticia allá señalando la existencia de una comprensión científica más exacta de la dinámica neuronal que subyace a las relaciones humanas:

Cada uno de esos descubrimientos nos proporciona una instantánea del funcionamiento de lo que ha terminado denominándose “cerebro social”, es decir, de los circuitos neuronales que operan mientras estamos relacionándonos. Ninguno de ellos, aisladamente considerado, nos cuenta la historia completa pero cuando los contemplamos en conjunto, esbozan el perfil distintivo de una nueva disciplina.

Poco después de enterarme de esos descubrimientos conocí el hilo que los conecta cuando casualmente me enteré de que, en 2003, se había celebrado en Suecia un congreso científico sobre “neurociencia social”.

Buscando los orígenes de la expresión “neurociencia social” descubrí que habían empezado a usarlo en los años noventa los psicólogos John Cacioppo y Gary Berntson, a quienes bien podemos considerar como los profetas de esta nueva ciencia.13 En una reciente entrevista con Cacioppo, éste me recordó que «los neurocientíficos se mostraban muy reacios a estudiar lo que sucede más allá del cráneo, porque la neurociencia del siglo XX creía que la conducta social era demasiado compleja».

«Hoy en día –añade Cacioppo– estamos en condiciones de empezar a dar sentido al modo en que el cerebro moviliza nuestra conducta social y en que el mundo social influye en nuestro cerebro y en nuestra biología.» Actualmente director del Center for Cognitive and Social Neuroscience de la Universidad de Chicago, Cacioppo ha sido testigo de excepción de un cambio que ha acabado convirtiendo a este dominio en uno de los temas candentes de la ciencia del siglo XXI.14

El nuevo campo ya ha empezado a dar sus frutos y nos ayuda a resolver algunos de los rompecabezas que tanto han desconcertado a los científicos. Las primeras investigaciones dirigidas por Cacioppo, por ejemplo, pusieron de relieve que, cuando nos hallamos en una relación tensa, la tasa de hormonas del estrés aumenta hasta niveles que resultan dañinos para algunos de los genes que controlan la producción de células que deben enfrentarse a los virus. Hasta entonces, la ciencia había soslayado el estudio de los caminos neuronales de los problemas de relación, que ha acabado convirtiéndose en uno de los principales focos de interés de la nueva neurociencia social.

El aspecto más emblemático de la investigación realizada en este nuevo ámbito es el que está congregando a psicólogos y neurocientíficos en torno a la RMN funcional (o RMNf [resonancia magnética nuclear funcional]), un aparato de imagen cerebral que, hasta el momento, sólo se empleaba para el diagnóstico clínico en el entorno hospitalario. La RMN utiliza imanes muy potentes (que ha llevado a los internos a denominar genéricamente “imanes” a estos aparatos, como cuando dicen: «En nuestro laboratorio tenemos tres imanes») para obtener una imagen extraordinariamente detallada del cerebro. La RMNf emplea grandes ordenadores con el fin de obtener el equivalente de un vídeo que muestra las regiones cerebrales que se activan durante una determinada interacción como, por ejemplo, escuchar la voz de un viejo amigo. Esa investigación está empezando a proporcionarnos respuestas a preguntas tales como: ¿Qué sucede en el cerebro de la persona que contempla a un ser querido, que está atrapado en el fanatismo, o que busca la estrategia más adecuada para ganar un determinado juego?

El cerebro social consiste en el conjunto de los mecanismos neuronales que orquestan nuestras interacciones… la suma de los pensamientos y sentimientos que tenemos acerca de las personas con las que nos relacionamos. Los datos más novedosos y reveladores al respecto indican que el “cerebro social” tal vez sea el único sistema biológico de nuestro cuerpo que nos conecta con los demás y se ve, a su vez, influido por su estado interno.15 Como sucede con otros sistemas biológicos, desde las glándulas linfáticas hasta el bazo, regula su actividad en respuesta a señales que emergen dentro de nuestro cuerpo y no van más allá de nuestra piel. En este sentido, la sensibilidad general de los senderos neuronales de nuestro cerebro es realmente excepcional. Por esta razón, cada vez que nos relacionamos cara a cara (o voz a voz o piel a piel) con alguien, nuestro cerebro social también se conecta con el suyo.

La “neuroplasticidad” del cerebro explica asimismo el papel que desempeñan las relaciones sociales en la remodelación de nuestro cerebro, lo que significa que las experiencias repetidas van esculpiendo su forma, su tamaño y el número de neuronas y de conexiones sinápticas. De este modo, la reiteración de un determinado registro permite que nuestras relaciones clave vayan moldeando gradualmente determinados circuitos neuronales. No es de extrañar por tanto que, sentirnos crónicamente maltratados y enfadados, o, por el contrario, emocionalmente cuidados por una persona con la que pasamos mucho tiempo a lo largo de los años, acabe remodelando los senderos neuronales de nuestro cerebro.

Estos nuevos hallazgos ponen de relieve el impacto sutil y poderoso que sobre nosotros ejercen las relaciones. Y aunque estas novedades puedan resultar desagradables, en el caso de que tiendan hacia lo negativo, también implican que el mundo social nos proporciona, en cualquier momento de nuestra vida, una oportunidad de curación.

Desde esta perspectiva, pues, el modo en que nos relacionamos cobra una importancia anteriormente insospechada.

¿Qué significa, por tanto, a la luz de todos estos nuevos descubrimientos, ser socialmente inteligente?

ACTUAR SABIAMENTE

En torno a 1920, poco después de la primera explosión de entusiasmo que despertó el nuevo test del CI [cociente de inteligencia], el psicólogo Edward Thorndike definió, por vez primera, la “inteligencia social” como «la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres», habilidades que todos necesitamos para aprender a vivir en el mundo.

Pero esa definición deja abierta la posibilidad de concluir que la manipulación es el rasgo distintivo del talento interpersonal.16 Aun hoy en día existen algunas descripciones de la inteligencia social que no diferencian con claridad las aptitudes del embaucador de los actos genuinamente afectuosos y socialmente enri-quecedores.

La capacidad de manipular a los demás no tiene, en mi opinión, nada que ver con la inteligencia social, porque únicamente valora lo que sirve a una persona a expensas de las demás. Convendría, por tanto, considerar la “inteligencia social” en un sentido más amplio, como una aptitud que no sólo implica el conocimiento del funcionamiento de las relaciones, sino comportarse también inteligentemente en ellas.17

De este modo, el campo de la inteligencia social se expande desde lo unipersonal hasta lo bipersonal, es decir, desde las habilidades intrapersonales hasta las que emergen cuando uno se halla comprometido en una relación. Esta ampliación del interés va más allá de lo individual y tiene también en cuenta lo que sucede en el ámbito interpersonal… y ver más allá también, obviamente, del interés en que las cosas les vayan bien a los demás por nuestro propio beneficio.

Esta visión más expandida nos lleva a incluir en la inteligencia social capacidades como la empatía y el interés por los demás que enriquecen las relaciones interpersonales. Por ello, en este libro tengo en cuenta una segunda definición más amplia que Thorndike también propuso para nuestra aptitud social, es decir, la capacidad de «actuar sabiamente en las relaciones humanas».18

La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y nuestra biología, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En realidad, una de las formas de valorar esta especial sensibilidad consiste en considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros tenemos en sus emociones y en su biología.

La influencia biológica pasajera que una persona ejerce sobre otra nos sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos relacionamos.

Esta visión arroja una nueva luz sobre el mundo de las relaciones y nos obliga a pensar en ellas de un modo radicalmente diferente, porque sus implicaciones tienen un interés que va mucho más allá del ámbito exclusivamente teórico y exigen una revisión del modo en que vivimos.

Pero, antes de explorar estas grandes implicaciones, conviene volver al comienzo de esta historia y ver la sorprendente facilidad con la que nuestros cerebros se relacionan e intercambian emociones como si de un virus se tratara.

1. LA ECONOMÍA EMOCIONAL

Cierto día que llegaba con retraso a una reunión en el centro de Manhattan y, que andaba buscando un atajo, me metí en el patio interior de un rascacielos, con la intención de salir por una puerta que había divisado al otro lado y adelantar así unos minutos.

Pero, en el mismo momento en que entré en el vestíbulo del edificio y me encontré ante una fila de ascensores, apareció súbitamente un guarda jurado que, moviendo los brazos, me gritó: «¡Usted no puede estar aquí!».

–¿Por qué? –pregunté, sorprendido.

–¡Porque ésta es una propiedad privada! ¡Es una propiedad privada! –gritó, notablemente agitado.

Entonces me di cuenta de que había entrado en una zona de acceso restringido que no estaba adecuadamente señalizada.

–No me hubiera equivocado –sugerí, en un débil intento de infundir un poco de razón– si en la puerta hubiera una señal que dijese «Prohibida la entrada».

Pero mi comentario no sirvió de nada, sino que le enfureció todavía más.

–¡Fuera! ¡Fuera! –gritó.

Entonces me marché, inquieto, mientras su ira siguió reverberando en mis tripas durante varias calles.

Cuando una persona vomita sobre otra sus sentimientos negativos –mediante explosiones de ira, amenazas u otras muestras de indignación o desprecio– activa en ella los mismos circuitos por los que discurren estas inquietantes emociones, un hecho cuya consecuencia neurológica consiste en el contagio de esas mismas emociones. Porque hay que decir que las emociones intensas constituyen el equivalente neuronal de un resfriado y se “contagian” con la misma facilidad con que lo hace un rinovirus.

El subtexto emocional en el que se halla inserta cualquier interacción permite que, independientemente de lo que hagamos, el otro se sienta un poco (o un mucho) mejor o un poco (o un mucho) peor, como me sucedió a mí en el caso con el que iniciábamos este capítulo. Por otro lado, la inercia del estado de ánimo perdura, a modo de rescoldo emocional –o, en mi caso, de incendio emocional–, bastante más allá de la conclusión del encuentro.

Estas transacciones tácitas conducen a lo que podemos considerar como una especie de economía emocional, es decir, el balance de ganancias y pérdidas internas que experimentamos en una determinada conversación, con una determinada persona o en un determinado día. Por eso, el saldo de sentimientos que hayamos intercambiado determina, al caer la noche, la clase de día –“bueno” o “malo”– que hayamos tenido.

Esta economía interpersonal impregna cualquier interacción social que vaya acompañada de una transferencia de sentimientos…, es decir, casi siempre. Son muchas las versiones que asume esta especie de judo interpersonal, pero todas ellas se reducen a la capacidad de transformar el estado de ánimo de los demás, y viceversa. Cuando le hago fruncir el ceño, evoco en usted la preocupación y, cuando usted me hace sonreír, me siento feliz, en un intercambio oculto en el que las emociones pasan de una persona a otra, esperanzadoramente, con las mejores intenciones.

Una de las desventajas del contagio emocional sucede cuando nos vemos obligados a vivir un estado negativo por el simple hecho de hallarnos en el momento equivocado y con la persona equivocada, como me sucedió a mí al convertirme en víctima involuntaria de la ira de ese guarda jurado. De este modo, las explosiones emocionales pueden convertir a un mero espectador en la víctima inocente del estado negativo de otra persona.

Durante esas situaciones, nuestro cerebro busca automáticamente indicios de peligro, provocando un estado de hipervigilancia generado sobre todo por la activación de la amígdala, una región en forma de almendra que se halla ubicada en el cerebro medio y desencadena las respuestas de lucha, huida o paralización ante el peligro.1 El miedo es, de todo el espectro de sentimientos, el principal movilizador de la amígdala.

Cuando la amígdala se ve activada, sus circuitos se apropian de ciertos puntos clave del cerebro, dirigiendo nuestro pensamiento, nuestra atención y nuestra percepción hacia lo que nos ha asustado. Entonces prestamos instintivamente más atención a los rostros de la gente que nos rodea en busca de sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios de peligro o signos de las intenciones de alguien.2

Así es como la atención, impulsada por la amígdala, se centra en los indicios emocionales. Y esta intensificación de la atención constituye una especie de lubricante del contagio, alentando nuestra susceptibilidad a las emociones ajenas y acentuando también, en consecuencia, su efecto.

Hablando en términos generales, la amígdala es una especie de radar cerebral que llama nuestra atención sobre las cosas nuevas y desconcertantes de las que tenemos algo que aprender. En este sentido, la amígdala es el sistema de alerta más rudimentario con que cuenta el cerebro y se ocupa de escrutar el entorno en busca de eventos emocionalmente intensos, en particular, de posibles amenazas.3 Hace mucho tiempo que la neurociencia reconoció el papel que desempeña la amígdala como centinela y desencadenante de la ansiedad, pero sólo muy recientemente nos hemos fijado en la función social que cumple en el sistema cerebral encargado del contagio emocional.4

LA VÍA INFERIOR: EL CONTAGIO CENTRAL

El hombre al que los doctores llaman “paciente X” había sufrido un par de ataques que destruyeron las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que se ocupa del procesamiento visual. De este modo, aunque sus ojos todavía podían registrar señales, su cerebro había perdido la posibilidad de descifrarlas. A todos los efectos, el paciente X estaba completamente ciego o eso era, al menos, lo que parecía.

Las pruebas que se le hicieron presentándole formas tan diversas como círculos y cuadrados o fotografías de rostros de hombres y mujeres, demostraron que no tenía la menor idea de lo que sus ojos estaban viendo. Pero lo curioso es que, cuando se le mostraron imágenes de los rostros de personas enfadadas o alegres, no tuvo inconveniente alguno en adivinar de inmediato –en una tasa muy superior a la exclusivamente debida al azar– las emociones expresadas. ¿Qué era lo que estaba sucediendo?

Las tomografías cerebrales realizadas mientras el paciente X adivinaba los sentimientos revelaron la existencia de una ruta diferente a la que habitualmente siguen los impulsos visuales desde el ojo hasta el tálamo (donde se dirigen todos los inputs sensoriales) y, desde él, hasta la corteza visual. Ese camino transmite directamente la información del tálamo a la amígdala (derecha e izquierda). Luego la amígdala extrae el significado emocional de los mensajes no verbales, desde un gesto poco amistoso hasta un cambio brusco de postura o de tono de voz, microsegundos antes de que cobremos conciencia de lo que estamos viendo.

Pero, aunque la amígdala sea muy sensible a este tipo de mensajes, no está directamente conectada con los centros del habla y es, literalmente hablando, muda. Cuando registramos un sentimiento, recibimos señales de los circuitos neuronales que, en lugar de alertar a las áreas verbales (y permitirnos, en consecuencia, nombrar lo que sabemos), reproducen esa emoción en nuestro propio cuerpo.5 Así pues, si bien el paciente X no podía “ver” las emociones en los rostros, sí que podía sentirlas, una condición conocida como “ceguera afectiva”.6

En el caso del cerebro intacto, la amígdala usa esa misma vía para interpretar las dimensiones emocionales de lo que percibe –un tono de voz alegre, un signo de ira en torno a los ojos, una postura apesadumbrada, etcétera– y procesa esa información subliminalmente, más allá del alcance de la conciencia consciente. Esta conciencia inconsciente y refleja nos proporciona indicios de la emoción, movilizando en nosotros el mismo sentimiento (o reaccionando ante él, como sucede con el miedo que despierta la visión de la ira), un mecanismo clave en el “contagio” de los sentimientos ajenos.

El hecho de que podamos provocar cualquier emoción en otra persona o viceversa, pone de relieve la existencia de un poderoso mecanismo energético que facilita la transmisión interpersonal de los sentimientos.7 De este modo, el contagio constituye la transacción básica en la que se asienta la economía emocional, el toma y daca de sentimientos que, independientemente de su contenido explícito, acompañan a cualquier relación interpersonal.

Consideremos, por ejemplo, el caso del cajero de supermercado que transmite su optimismo a todos sus clientes, a los que, de una manera u otra, siempre acaba arrancando una sonrisa. Ese tipo de personas constituyen el equivalente emocional de los metrónomos, que nos permiten movernos a un determinado ritmo.

Ese contagio puede ser grupal, como sucede cuando los espectadores lloran al contemplar un drama, o tan sutil como el tono de una reunión en la que todo el mundo acaba de mal humor. Pero, por más que podamos percibir las consecuencias manifiestas de este contagio, solemos ignorar el modo en que se propagan las emociones.

El contagio emocional ilustra el funcionamiento de lo que podríamos denominar la “vía inferior” del cerebro. La “vía inferior” se refiere a los veloces circuitos cerebrales que operan automáticamente y sin esfuerzo alguno por debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la “vía inferior”, algo que resulta muy patente en el caso de nuestra vida afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un comentario.

La “vía superior”, por su parte, discurre a través de sistemas neuronales que operan más lenta, deliberada y sistemáticamente. Gracias a ella podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos resulta atractiva, o cuando tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un comentario sarcástico.

Hay quienes califican las vías inferior y superior como vía “húmeda” (o cargada de emoción) y vía “seca” (o serenamente racional), respectivamente.8 La vía inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a pensar en lo que estamos sintiendo. Toda nuestra vida social gira, habitualmente de modo muy sutil, en torno a la interacción entre estas dos modalidades de procesamiento.9

La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe de manera consciente de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior discurre por circuitos neuro-nales que pasan por la amígdala y nódulos automáticos similares, mientras que la superior, por su parte, envía señales a la corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad, lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.10

La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo.11 La vía inferior, pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en una modalidad «veloz y ruidosa, o sea, primero actúa y después piensa», mientras que la otra es «mucho más detallada y observadora».12

La diferente velocidad de cada una de estas vías –donde la emocional es varias veces más rápida que la racional– nos ayuda a tomar decisiones instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de cienciaficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal racionalizador».

LOS PRECURSORES DEL ESTADO DE ÁNIMO

Mientras me hallaba de visita en otro Estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que: «El número marcado no existe».

Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada en la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de mal humor.

El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburgo (Alemania) que presentamos a continuación.13 Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado de la naturaleza humana, del filósofo británico David Hume. La cinta venía en dos versiones diferentes, ligeramente alegre y ligeramente triste, pero la diferencia era tan sutil que nadie la advertía a menos que se lo indicaran expresamente.

La investigación demostró que los estudiantes, sordos como estaban al tono de los sentimientos, salían de la prueba un poco más alegres o un poco más tristes que antes de pasar por ella ignorando, sin embargo, que su estado de ánimo había cambiado y sin saber tampoco, por tanto, lo que había provocado el cambio.

Ese cambio seguía presente aun cuando los estudiantes se vieran obligados, mientras escuchaban, a realizar una tarea que distraía su atención, como rellenar los agujeros de un tablero de madera. Esta distracción provocaba un ruido en la vía superior que, si bien obstaculizaba la comprensión intelectual del pasaje filosófico, no impidió ni un ápice el contagio de estado de ánimo.

Según dicen los psicólogos, una de las diferencias que existen entre los estados de ánimo y las emociones más burdas es la ine- fabilidad de sus causas. Por ello, si bien solemos saber lo que ha provocado una determinada emoción, no es infrecuente que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo que nos ha conducido a él. En este sentido, el experimento de Wurzburgo pone de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de ánimo –desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz desagradable– de los que somos totalmente inconscientes.

Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro de los demás. Como ha descubierto un equipo de investigación sueco, la mera contemplación de la imagen de un rostro feliz provoca en quien la ve la respuesta fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa.14 De hecho, la fotografía de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar la expresión que acabamos de ver.

Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la mayoría, mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la transacción ocurre sin que ni siquiera la advirtamos.

Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales que esbozan la sonrisa, incluso sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo emocional.15 Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para expresar la emoción completa.

Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.

Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio al decir: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona, o qué es lo que está pensando, reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión».16

LA PERCEPCIÓN DE LAS EMOCIONES

París, 1895. Un puñado de almas aventureras se han atrevido a asistir a una exhibición pionera de los hermanos Lumière, expertos en el nuevo campo de la fotografía. Por primera vez en la historia, los Lumière iban a presentar una película cinematográfica, una “imagen en movimiento” que representaba, en el más absoluto silencio, la llegada de un tren a una estación envuelto en vapor y acercándose al público. Fueron muchos los espectadores de esa auténtica première los que, cuando la película se proyectó, gritaron y se agazaparon despavoridos bajo sus asientos.

Nadie había visto nunca imágenes en movimiento, por lo que la ingenua audiencia no podía sino interpretar como “real” la escalofriante aparición en la pantalla. Quizás ese momento haya sido el acontecimiento más mágico y poderoso de toda la historia del cine, porque ninguno de los espectadores sabía todavía que lo que su ojo estaba viendo no era más que una ilusión. En lo que a ellos –y a su sistema perceptual– se refiere, las imágenes proyectadas en la pantalla eran completamente reales.

Como señala cierto crítico de cine: «La impresión dominante de que esto es real forma parte –aun hoy en día– del poder primordial del arte».17 Esa sensación de realidad sigue cautivando a los aficionados, porque el cerebro responde a las ilusiones generadas por el cine con los mismos circuitos neuronales que emplea para responder a la vida. Por esta razón, las emociones proyectadas en la pantalla también son contagiosas.

Algunos de los mecanismos neuronales implicados en este contagio pantallaespectador fueron identificados por un equipo de investigación israelí, que mostró secuencias del spaghetti western de los setenta El bueno, el feo y el malo a voluntarios que se hallaban conectados a una RMNf. En el que quizás sea el único artículo de los anales de la neurociencia en contar con la curiosa contribución de Clint Eastwood, los investigadores llegaron a la conclusión de que la película jugaba con el cerebro de los espectadores como si de una marioneta neuronal se tratase.18

Al igual que ocurrió en París en 1895 con los aterrados espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Por ello, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan, en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del reconocimiento de un rostro, y cuando en la pantalla aparece un edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del reconocimiento físico del entorno que nos rodea.