SUMARIO

Prefacio

I. Introducción: ¿Quién soy?

II. Dividido por la mitad

III. Territorio sin fronteras

IV. Conciencia sin fronteras

V. Momento sin fronteras

VI. Crecimiento de las fronteras

VII. El nivel de la persona: Se inicia el descubrimiento

VIII. El nivel del centauro

IX. El yo en la trascendencia

X. El estado fundamental de conciencia

A Jack Crittenden,
discípulo, maestro, amigo;
el mejor en todo.

PREFACIO

Este libro indaga de qué manera creamos una persistente alienación de nosotros mismos, de los otros y del mundo, al fracturar nuestra experiencia presente en diferentes partes separadas por fronteras. Efectuamos una división artificial en compartimientos de lo que percibimos: sujeto frente a objeto, vida frente a muerte, mente y cuerpo, dentro y fuera, razón e instinto, y así recurrimos a un divorcio causante de que unas experiencias interfieran con otras y exista un enfrentamiento entre distintos aspectos de la vida. El resultado de semejante violencia recibe muchos otros nombres, pero no es más que la infelicidad. La vida es una sucesión de batallas, un sufrimiento constante, pero todas las batallas de nuestra experiencia –nuestros conflictos, angustias, sufrimientos y congojas– se generan en las demarcaciones que equivocadamente le imponemos. Esta obra examina de qué modo creamos esas demarcaciones y cómo podemos abordarlas.

¿Adónde dirigirnos en busca de ayuda y orientación para superar nuestros conflictos y pugnas? Hoy es considerable la confusión al respecto. En primer lugar, nos encontramos ante una gran variedad de posibles enfoques, tanto orientales como occidentales, que van desde el psicoanálisis al zen, de la gestalt a la meditación trascendental, del existencialismo al hinduismo. Por si eso fuera poco, parece como si muchas de esas escuelas diferentes se encontrasen en abierta contradicción. No sólo diagnostican de diferente manera la causa del sufrimiento, sino que también prescriben métodos distintos para aliviarlo. Con frecuencia uno coincide con dos psicólogos o con dos maestros espirituales diferentes sólo para terminar dándose cuenta de que están en total discrepancia recíproca.

He intentado dar una síntesis, una perspectiva global de esta desconcertante diversidad de puntos de vista reuniendo los distintos modos de enfocar la terapia, la curación y el crecimiento personal dentro de un marco de referencia que llamo «el espectro de la conciencia». Este enfoque nos permite aceptar e integrar los rasgos esenciales de las tres direcciones principales de la psicología y la psicoterapia occidental: la corriente yoica ortodoxa (que incluye el conductismo cognoscitivo y la psicología freudiana del yo), la humanística (tal como la bioenergética y la gestalt) y la transpersonal (psicosíntesis, psicología junguiana y tradiciones místicas en general). Que yo sepa, no hay ningún otro libro que ofrezca este tipo de panorama general.

Demostraré aquí cómo cada frontera que trazamos en nuestra experiencia tiene como resultado una limitación de nuestra conciencia: una fragmentación, un conflicto, una batalla. Nuestra experiencia contiene muchas de estas limitaciones y demarcaciones que, en conjunto, crean un espectro de la conciencia. Veremos de qué manera se han dirigido las diversas terapias a los diversos niveles del espectro. Cada tipo de terapia intenta disolver un determinado linde o embrollo en la conciencia. La comparación de las distintas terapias nos revela los diversos tipos de fronteras que se originan en la conciencia perceptora, a la vez que empezamos a ver el modo de disolver todos estos bloqueos para que la persona continúe su desarrollo libre de ellos.

Esta obra ofrece al lector en general una introducción a los principales métodos de crecimiento y transformación –de lo yoico a lo humanístico y a lo transpersonal– y muestra cómo se relacionan entre sí tales enfoques, al tiempo que brinda ejercicios específicos que le permitan tener una vivencia personal de los distintos enfoques.

No es éste un libro técnico ni erudito, sino una introducción, basada necesariamente en generalizaciones. Por consiguiente, me he tomado ciertas libertades de simplificación y condensación. Por ejemplo, no he insistido en el análisis de los ejercicios de visualización, la respuesta de relajación, el role modeling, la detención del pensamiento, el análisis de los sueños, etc. Tampoco me ocupo de estrategias de modificación del comportamiento, puesto que son demasiado complicadas para unos capítulos introductorios. Al hablar del «estado fundamental de conciencia», he renunciado a los términos técnicamente más correctos, tales como conciencia no-dual o conciencia no-obstruida, como también a «conciencia unitiva», gramaticalmente correcta, para optar por la fácil comprensión de «conciencia de la unidad». Sea como fuera, los lectores interesados en un análisis más detallado del espectro de la conciencia podrán hallarlo en otras obras mías de nivel más académico (El espectro de la conciencia, El proyecto Atman, Un Dios sociable y Después del Edén, todas publicadas en castellano por Kairós).

Debo mencionar especialmente a varios autores, a cuyas obras he recurrido libremente para exponer mis puntos de vista. He elegido autores cuyos trabajos son ya conocidos y de fácil acceso, puesto que ello simplifica en gran medida el conjunto de mi tarea. Deseo agradecer sobre todo las siguientes aportaciones: para el capítulo dos, A Study in Consciousness, de la doctora Besant; para el tres, Science and the Modern World, de Whitehead; para el cuatro y cinco, he recurrido a las obras de san Agustín y el maestro Eckhart, pero principalmente la de Krishnamurti, La libertad primera y última y Comentaries on Living, y La sabiduría de la inseguridad, de Alan Watts (por ejemplo, la primera parte del capítulo cuatro es una adaptación de La libertad primera y última y del capítulo cinco de La sabiduría de la inseguridad); para el capítulo siete, The Adjusted American, de Putneys; para el ocho, las obras de Alexander Lowen en general; para el nueve, las de Roberto Assagioli, y para el diez, Zen Mind, Beginner’s Mind, de Suzuki Roshi, y The Knee of Listening, de Bubba Free John. Cualquiera que esté familiarizado con estos autores reconocerá inmediatamente lo mucho que les debo. Espero que al recurrir a estos maestros, fácilmente accesibles, de los diferentes estratos del alma, se facilite la comprensión de la naturaleza del espectro de la conciencia.

K.W.
Lincoln, Nebraska
Primavera de 1979

I. INTRODUCCIÓN: ¿QUIÉN SOY?

Súbitamente, sin la menor advertencia, en cualquier momento o lugar, sin causa aparente, puede suceder.

De improviso me encontré envuelto en una nube de color semejante al de las llamas. Por un instante pensé en un incendio, en una inmensa conflagración en algún lugar inmediato a aquella gran ciudad; al momento siguiente comprendí que el fuego estaba dentro de mí. Entonces me inundó un sentimiento de júbilo, un inmenso regocijo acompañado, o seguido inmediatamente, por una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, no llegué simplemente a creer, sino que vi que el universo no está compuesto de materia muerta, sino que es, por el contrario, una Presencia viviente; tomé conciencia de la vida eterna que hay en mí. No era la convicción de que tendría una vida eterna, sino la conciencia de que la poseía ya entonces; vi que todos los hombres son inmortales; que el orden cósmico es tal que sin la menor duda todas las cosas colaboran para el bien de todas y cada una de ellas; que el principio fundamental del mundo, de todos los mundos, es lo que llamamos amor, y que la felicidad de todos y cada uno es, a la larga, absolutamente segura. (Cita de R.M. Bucke)

Qué magnífica clarividencia. Cometeríamos seguramente un grave error si llegáramos a la apresurada conclusión de que tales experiencias son alucinaciones o frutos de la aberración mental, ya que en su definitiva revelación nada hay de la angustia torturada de las visiones psicóticas.

El polvo y las piedras de la calle eran tan preciosos como el oro, los portales eran al comienzo los confines del mundo. El verdor de los árboles, cuando los vi por vez primera a través de una de las puertas, me transportó y me fascinó… Los chiquillos que jugaban y saltaban en la calle eran joyas móviles. Yo no tenía conciencia de que hubieran nacido ni de que debiesen morir. Pero todas las cosas permanecían eternamente, en cuanto estaban en el lugar que les era propio. La eternidad se manifestaba en luz del día… (Traherne)

William James, el padre de los psicólogos norteamericanos, insistió una y otra vez en que «nuestra conciencia normal de vigilia no es más que un tipo especial de conciencia, en tanto que en derredor de ella, y separadas por la más tenue de las pantallas, se extienden formas de conciencia totalmente diferentes». Es como si nuestra percepción habitual de la realidad no fuera más que una isla insignificante, rodeada por un vasto océano de conciencia, insospechado y sin cartografiar, cuyas olas se estrellan continuamente contra los arrecifes que han erigido a modo de barreras nuestra percepción cotidiana… hasta que, espontáneamente, las rompen e inundan esa isla con el conocimiento de un nuevo mundo de conciencia, tan vasto como inexplorado, pero intensamente real.

Llegó entonces un período de arrobamiento tan intenso que el universo se inmovilizó, como si se le impusiera la inexpresable majestad del espectáculo. ¡Sólo uno en todo el universo infinito! El Perfecto Uno que es todo amor… En ese mismo momento maravilloso de lo que se podría llamar beatitud celestial se produjo la iluminación. En una intensa visión interior vi cómo se reorganizan los átomos o moléculas –no sé si materiales o espirituales– de los que, al parecer, está compuesto el universo, a medida que el cosmos (en su vida continua y eternamente perdurable) va pasando de un orden a otro. ¡Qué gozo cuando vi que no había ruptura en la cadena –no faltaba ni un solo eslabón– y que todo estaba en su momento y su lugar! Mundos y sistemas, todo se combinaba en una armoniosa totalidad. (R.M. Bucke)

El aspecto más fascinante de esas sobrecogedoras vivencias de iluminación –y el aspecto al que dedicaremos más atención–es que el individuo llega a sentir, más allá de cualquier sombra de duda, que fundamentalmente él es uno con todo el universo, con todos los mundos, superiores o inferiores, sagrados o profanos. Su sentimiento de identidad se expande mucho más allá de los estrechos confines de su mente y su cuerpo, hasta abarcar la totalidad del cosmos. Por esta razón, precisamente, R.M. Bucke denominaba «conciencia cósmica» a esta modalidad de percepción. El mulsulmán lo llama la «Identidad Suprema», suprema porque es una identidad con el Todo. En general, nos referiremos a ella valiéndonos de la expresión «conciencia de la unidad»: un abrazo de amor con la totalidad del universo.

Las calles eran mías, el templo era mío, la gente era mía. Eran míos los cielos, lo mismo que el sol y la luna y las estrellas, y todo el mundo era mío, y yo el único espectador que gozaba de él. Nada sabía de groseras propiedades, ni fronteras ni divisiones; pues todas las propiedades y las divisiones eran mías; míos los tesoros y quienes los poseían. Y así me corrompieron con muchas alharacas y hube de aprender las sucias triquiñuelas de este mundo, que ahora desaprendo para volver, por así decirlo, a convertirme en un chiquillo a quien se le permita entrar en el reino de Dios. (Traherne)

A tal punto está difundida esta vivencia o experiencia de la identidad suprema que se ha ganado, junto con las doctrinas que se proponen explicarla, el apelativo de «la filosofía perenne». Abundan las pruebas de que este tipo de experiencia o conocimiento es el núcleo central de toda religión importante –hinduismo, budismo, taoísmo, cristianismo, islamismo y judaísmo–, de modo que está justificado hablar de la «unidad trascendente de las religiones» y de la unanimidad de la verdad primordial.

El tema central de este libro es que esta modalidad de la percepción, esta unidad de la conciencia o identidad suprema, constituye la naturaleza y condición de todos los seres sensibles; pero que paulatinamente vamos limitando nuestro mundo y nos apartamos de nuestra verdadera naturaleza al establecer fronteras. Entonces nuestra conciencia, originariamente pura y unitiva, funciona en diversos niveles, con diferentes identidades y límites distintos. Estos diferentes niveles son, básicamente, las múltiples maneras en que podemos responder, respondemos, a la pregunta: «¿Quién soy?».

La incógnita de quiénes somos probablemente ha atormentado a la humanidad desde el amanecer de la civilización, y hoy sigue siendo uno de los interrogantes humanos más perturbadores. Las múltiples respuestas que se han propuesto para este enigma van de lo sagrado a lo profano, de lo complejo a lo simple, de lo científico a lo romántico, del plano político al individual. Pero, en vez de examinar la multitud de respuestas posibles a esta pregunta, echemos una mirada a un proceso muy específico y básico que se da cuando una persona se formula los interrogantes: «¿Quién soy?, ¿en qué consiste mi verdadero ser?, ¿y mi identidad fundamental?», y luego responde a ellos.

Cuando alguien nos pregunta: «¿Quién eres?», y procedemos a darle una respuesta más o menos razonable, sincera y detallada, ¿qué es lo que en realidad hacemos? ¿Qué sucede en nuestra mente mientras lo hacemos? En cierto sentido, estamos describiendo nuestro ser, tal como hemos llegado a conocerlo, incluyendo en nuestra descripción la mayoría de los hechos importantes, buenos y malos, dignos e indignos, científicos y poéticos, filosóficos y religiosos, que tenemos por fundamentales en lo que se refiere a nuestra identidad. El lector podría, por ejemplo, describirse como «una persona única, un ser dotado de ciertos potenciales; soy bondadoso, pero a veces soy cruel, afectuoso, pero en ocasiones hostil; soy padre, soy abogado, me gustan la pesca y el baloncesto…». Y así podría ampliar su lista de lo que siente y piensa.

Sin embargo, hay un proceso aún más básico que subyace en todo el procedimiento para establecer una identidad. Cuando uno responde a la pregunta «¿Quién soy?», sucede algo muy simple. Cuando describe o explica quién «es», incluso cuando se limita a percibirlo interiormente, lo que en realidad está haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su totalidad el campo de la experiencia, y a todo lo que queda dentro de ese límite lo percibe como «yo mismo» o lo llama así, mientras siente que todo lo que está por fuera del límite queda excluido del «yo mismo». En otras palabras, nuestra identidad depende totalmente del lugar por donde tracemos la línea limítrofe.

Uno es un ser humano y no una silla, y lo sabe porque, consciente o inconscientemente, traza una línea que separa a los humanos de las sillas y puede reconocer su identidad con los primeros. Es posible que uno sea muy alto; entonces, trazará una línea mental entre la alta y la baja estatura, y se identificará como «alto». Uno llega a percibir «soy esto y no aquello» mediante el procedimiento de trazar una línea limítrofe entre «esto» y «aquello’’, para después reconocer su identidad con «esto» y su no identidad con «aquello».

De modo que al decir «yo» trazamos una demarcación entre lo que somos y lo que no somos. Cuando uno responde a la pregunta: «¿Quién eres?», se limita a describir lo que hay en la parte limitada por esa línea. Lo que solemos llamar crisis de identidad se produce cuando uno no puede decidir cómo ni dónde trazar la línea. En pocas palabras, preguntar: ¿«Quién eres?» significa preguntar: «¿Dónde trazas la frontera?».

Todas las respuestas a la pregunta «¿Quién soy yo»? se derivan precisamente de este procedimiento básico de establecer una línea que delimite lo que uno es, lo que no es. Una vez trazadas las líneas limítrofes generales, las respuestas a la pregunta pueden llegar a ser sumamente complejas –científicas, teológicas, económicas– o bien seguir siendo simples e imprecisas. Pero cualquier respuesta posible depende de que se trace primero la línea fronteriza.

Lo más interesante de esta línea divisoria es que puede desplazarse, y con frecuencia se desplaza. Su trazado puede rectificarse. En cierto sentido, la persona puede volver a cartografiar su alma, y tal vez encuentre en ella territorios que jamás habría creído posibles, alcanzables y ni siquiera deseables. Tal como hemos visto, las formas más radicales de rehacer el mapa o de cambiar de lugar la línea limítrofe se dan en las experiencias de la identidad suprema, en las que la persona expande el límite de su propia identidad hasta incluir la totalidad del universo. Hasta podríamos decir que pierde completamente la línea limítrofe, porque cuando está identificada con el «todo único y armonioso», ya no hay dentro ni fuera, y por lo tanto no hay dónde trazar la línea.

A lo largo de esta obra volveremos a examinar una y otra vez esa percepción sin fronteras que se conoce como la identidad suprema; pero, de momento, valdría la pena investigar algunas de las otras maneras, más familiares, en que se pueden definir los límites del alma. Hay tantos tipos diferentes de líneas limítrofes como individuos que la trazan, pero todas ellas se reducen a unas pocas clases fácilmente reconocibles.

La frontera más común que trazan los individuos (o que aceptan como válida) es la de la piel, que envuelve la totalidad del organismo. Aparentemente, se trata de una demarcación entre lo que uno es y lo que no es que goza de universal aceptación. Todo lo que está dentro del límite de la piel es, en algún sentido, «yo», mientras que todo lo que está fuera de ese límite es «no-yo». Algo que esté fuera de límite de la piel puede ser «mío», pero no es «yo». Por ejemplo, reconozco «mi» coche, «mi» trabajo, «mi» casa, «mi» familia, pero desde luego nada de eso es directamente «yo» de la misma manera que lo son todas las cosas que están dentro de mi piel. El límite de la piel es, pues, una de las fronteras más básicamente aceptadas entre lo que uno es y lo que no es.

Podríamos pensar que este límite de la piel es tan obvio, tan auténtico y tan común que en realidad es la única frontera que puede tener el individuo, salvo quizás en los raros casos de unidad de la conciencia, por un lado, y de psicosis irremediable por el otro. Pero lo cierto es que hay otro tipo de línea limítrofe, sumamente común y bien establecido, que muchísimos individuos trazan. Pues la mayoría de las personas, aunque reconozcan y acepten como un hecho que la piel es un límite entre lo que uno es y lo que no es, trazan otra demarcación, para ellas más significativo, en el interior mismo del organismo.

Si al lector le parece rara la idea de una línea limítrofe en el interior del organismo, permítame que le pregunte: «¿Siente que usted es un cuerpo, o siente que tiene un cuerpo?». La mayoría de los individuos sienten que tienen un cuerpo, como si fueran sus dueños o propietarios tal como pueden serlo de un coche, una casa o cualquier otro objeto. En estas circunstancias, parece como si el cuerpo no fuera tanto «yo» como «mío», y lo que es «mío», por definición, se encuentra fuera del límite entre lo que uno es y lo que no es. La persona se identifica más básica e íntimamente con una sola faceta de la totalidad de su organismo, y esta faceta, que siente como su auténtica realidad, se conoce con diversos nombres: la mente, la psique, el ego o la personalidad.

Biológicamente, no hay el menor fundamento para esta disociación o escisión radical entre la mente y el cuerpo, la psique y el soma, el ego y la carne; pero psicológicamente, la disociación adquiere caracteres de epidemia. Más aún, la escisión mente-cuerpo y el consiguiente dualismo es un punto de vista fundamental de la civilización occidental. Obsérvese que he de utilizar ya la palabra «psico-logía» para referirme al estudio del comportamiento general del hombre y que esa misma palabra refleja el prejuicio de que el hombre es básicamente una mente y no un cuerpo. Incluso san Francisco se refería a su cuerpo como al «pobre hermano asno» y, de hecho, la mayoría de nosotros nos sentimos como si cabalgáramos en nuestro cuerpo, y éste fuera un asno o una mula.

No hay duda de que esta línea limítrofe entre mente y cuerpo nos es ajena, no se halla en modo alguno presente desde el nacimiento. Pero, a medida que un individuo va avanzando en años y comienza a trazar y a reforzar la frontera entre lo que es y lo que no es, empieza a considerar el cuerpo con emociones encontradas. ¿Debe incluirlo directamente dentro de los límites de lo que es él, o habrá de considerarlo como territorio extranjero? ¿Por dónde debe trazar la línea? Por una parte, y durante toda la vida, el cuerpo es fuente de placeres, desde los éxtasis del amor erótico a las sutilezas de la alta cocina y al arrobamiento de los crepúsculos: todo nos llega por mediación de los sentidos corporales. Pero por otra parte, el cuerpo alberga el espectro amenazante del dolor, las enfermedades, las torturas del cáncer. Para un niño, el cuerpo es la única fuente de placer, y al mismo tiempo es la primera fuente de dolor y de conflicto con los padres. Y además, el cuerpo fabrica continuamente productos de desecho que, por razones que el niño no entiende en absoluto, son una fuente constante de alarma y ansiedad para los padres. Mojar la cama, los movimientos del vientre, el sonarse las narices… todo es un lío increíble. Y todo se relaciona con eso… con el cuerpo. Va a ser difícil decidir dónde se traza la línea.

Pero, en general, cuando el individuo llega a la madurez ya se ha despedido afectuosamente del pobre hermano asno. Cuando termina de establecerse el límite entre lo que uno es y lo que no es, el hermano asno está decididamente del otro lado de la cerca. El cuerpo se convierte en territorio extranjero, casi (pero nunca del todo) tan extranjero como el propio mundo exterior. La frontera se traza entre la mente y el cuerpo, y la persona se identifica sin más ni más con la primera. Incluso llega a tener la sensación de que vive en su cabeza, como si dentro del cráneo tuviera un ser humano en miniatura que da órdenes e indicaciones a su cuerpo, que a su vez puede obedecer… o no.

En pocas palabras, lo que el individuo siente como su propia identidad no abarca directamente el organismo como un todo, sino solamente una faceta del organismo, a saber, el ego. Es decir que el individuo se identifica como una imagen mental de sí mismo, más o menos precisa, y con los procesos intelectuales y emocionales que van asociados a dicha imagen. Al no identificarse concretamente con la totalidad del organismo, lo más que llega a tener es un cuadro o imagen del organismo total. Siente, pues, que es un yo, un ego, y que por debajo de él cuelga su cuerpo. Vemos aquí otro tipo importante de línea limítrofe, el cual establece que la identidad de la persona se da principalmente con el ego, con la imagen de sí mismo.

Como podemos ver, esa línea limítrofe entre lo que uno es y lo que no es puede ser muy flexible, de manera que no será sorprendente descubrir que incluso dentro del ego o mente –dos términos que por el momento uso de manera muy imprecisa– se puede erigir otro tipo de línea limítrofe. Por diversas razones, algunas de las cuales ya analizaremos, es posible que el individuo se niegue incluso a admitir que algunas facetas de su propia psique son suyas. En lenguaje psicológico se dice que las aliena, las reprime, las escinde o las proyecta. En definitiva, se trata de que reduce el límite entre lo que él es y lo que no es de manera que sólo da cabida a ciertas partes de sus tendencias yoicas. Esta imagen reducida de sí mismo es lo que llamaremos la persona (máscara), un término cuyo significado se hará más obvio al proseguir con el contexto. Pero, como el individuo se identifica solamente con facetas de su psique (la persona), siente que lo que resta de ella «no es él»; es territorio extranjero, extraño y peligroso. Y vuelve a trazar el mapa de su alma de manera que niegue y excluya de la conciencia los aspectos de sí mismo que no acepta (a estos aspectos no aceptados los llamamos la sombra). En mayor o menor medida, la persona «se aliena». Evidentemente tenemos aquí otro tipo general, e importante, de línea limítrofe.

Por el momento no tratamos de decidir cuál de estos tipos de mapas de uno mismo está «bien», es «correcto» o «verdadero». Simplemente vamos tomando nota, de manera imparcial, de que existen varios tipos principales de líneas limítrofes entre lo que uno es y lo que uno no es. Y dado que estudiamos el tema sin ninguna intención valorativa, podemos mencionar al menos otro tipo de línea limítrofe a la que en la actualidad se presta mucha atención, y que es la asociada con los llamados fenómenos transpersonales.

El término «transpersonal» significa que se está produciendo en el individuo alguna clase de proceso que, en cierto sentido, va más allá del individuo. El ejemplo más sencillo lo constituyen los casos de percepción extrasensorial, o PES, de la cual los psicólogos reconocen varias formas: telepatía, clarividencia, precognición y retrocognición. También podríamos incluir las experiencias extracorporales, las de un yo transpersonal (o testigo transpersonal), las experiencias cumbre, etc. Lo que todos estos hechos tienen en común es una expansión del límite entre lo que un es y lo que uno no es, que llega a trascender la frontera del organismo constituido por la piel. Aunque las experiencias o vivencias transpersonales son, hasta cierto punto, similares a la conciencia de la unidad, es menester no confundirlas. En la conciencia de la unidad, la identidad de la persona es identidad con el Todo, absolutamente con todas las cosas. En las vivencias transpersonales, la identidad de la persona no llega a expandirse hasta la Totalidad, pero sí se expande, o al menos se extiende, más allá del límite orgánico de la piel. Aunque no se identifique con el Todo, tampoco su identidad se mantiene confinada exclusivamente al organismo. Al margen de la consideración que merezcan las experiencias transpersonales (más adelante analizaremos detalladamente muchas de ellas), las pruebas de que existen al menos algunas de sus formas son abrumadoras, por lo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que estos fenómenos representan una clase más de líneas limítrofes del yo.

Lo que importa de este análisis de los límites entre lo que uno es y lo que uno no es, estriba en que el individuo no solamente tiene acceso a uno, sino a muchos niveles de identidad. Tales niveles de identidad no son postulados teóricos, sino realidades observables, que cada uno puede verificar por sí mismo y en sí mismo. Por lo que respecta a estos diferentes niveles, es casi como si ese fenómeno familiar pero, en última instancia, misterioso, que llamamos conciencia, fuera un espectro, una especie de arco iris compuesto por numerosas bandas o niveles de identidad. Obsérvese que hemos señalado brevemente cinco clases o niveles principales de identidad. Desde luego hay variaciones sobre ellos, y los niveles mismos se pueden subdividir, pero estos cinco parecen ser aspectos básicos de la conciencia humana.

Tomemos los principales niveles de identidad y dispongámoslos en cierto orden. Esta disposición, semejante a un espectro, se representa en la figura 1, que muestra la línea limítrofe entre lo que uno es y lo que uno no es, y los niveles principales de identidad que señalamos. Cada nivel diferente resulta de los diferentes «lugares» donde la gente puede trazar, y traza en efecto, este límite. Obsérvese que la línea limítrofe comienza a hacerse discontinua hacia la parte inferior del espectro (fig. 1), en la zona que llamamos transpersonal, y que desaparece del todo al nivel de la conciencia de la unidad, porque, en ese nivel final, lo que uno es y lo que uno no es se convierten en «una totalidad armoniosa».

Es evidente que cada nivel sucesivo del espectro representa un tipo de estrechamiento o de restricción de lo que el individuo siente que es «él mismo», su verdadera identidad, su respuesta a la pregunta: «¿Quién es?». En la base del espectro, la persona siente que es una con el universo, que su verdadero yo no es solamente su organismo, sino la totalidad de la creación. En el nivel siguiente del espectro («ascendiendo» por él), el individuo siente que no es uno con el Todo, sino más bien uno con la totalidad de su organismo. Su sentimiento de identidad se ha desplazado y reducido, desde la totalidad del universo a una faceta de éste, a saber, su propio organismo. En el nivel siguiente, la identidad vuelve a estrecharse, porque ahora el individuo se identifica principalmente con su mente o ego, que no es más que una faceta de la totalidad del organismo. Y llegado al nivel final del espectro, puede incluso reducir su identidad a facetas de su mente, alienando y reprimiendo la sombra, es decir, los aspectos no aceptados de su psique. Entonces se identifica solamente con una parte de la psique, que es lo que llamamos la persona (máscara).

FIGURA 1: El espectro de la conciencia

FIGURA 2: Las terapias y los niveles del espectro

Así pues, desde el universo a una faceta del universo que llamamos «el organismo»; desde el organismo a una faceta del organismo que llamamos «el ego»; desde el ego a una faceta del ego que llamamos «la persona», tales son algunas de las principales bandas del espectro de la conciencia. Con cada nivel sucesivo del espectro, más numerosos son los aspectos del universo que aparecen como externos al «yo» de la persona. Así, en el nivel del organismo total, el medio aparece como algo que está fuera del límite del sí mismo, ajeno, externo, «lo que no es uno». Pero en el nivel de la persona, el medio ambiente del individuo más su cuerpo y algunos aspectos de su propia psique aparecen como algo externo, ajeno, «que no es yo».

Los diferentes niveles del espectro representan no sólo diferencias en la identidad, por más importante que esto sea, sino también en aquellas características que directa o indirectamente estén ligadas con la identidad. Pensemos, por ejemplo, en un problema corriente: el «conflicto consigo mismo». Puesto que hay diferentes niveles del yo, es obvio que también hay diferentes niveles de conflicto consigo mismo. La razón estriba en que, en cada nivel del espectro, la línea limítrofe de lo que es la identidad de una persona se traza de diferente manera. Pero, como bien saben los expertos en temas militares, una línea limítrofe es también una línea de batalla en potencia, ya que delimita los territorios de dos campos opuestos y potencialmente en pugna. Así, por ejemplo, una persona que esté en el nivel del organismo total encontrará a su enemigo potencial en su medio ambiente, pues éste se le aparece como extranjero, externo y, por consiguiente, como una amenaza para su vida y su bienestar. Pero una persona que está en el nivel del ego, no sólo encuentra que su medio es territorio extranjero sino que lo es también su propio cuerpo, lo cual significa que la naturaleza de sus conflictos y perturbaciones es diferente en sumo grado. Una persona así ha desplazado la línea limítrofe de «lo que uno es», y, por consiguiente, ha desplazado la línea de batalla de sus conflictos y sus guerras personales. En este caso, su cuerpo se ha pasado al enemigo.

Esta línea de batalla puede adquirir una gran importancia en el nivel de la persona (máscara), porque aquí el individuo ha trazado la línea limítrofe entre facetas de su propia psique, de modo que la línea de batalla se encuentra ahora entre el individuo en cuanto persona y su medio, pero también su cuerpo y ciertos aspectos de su propia mente.

Lo que aquí importa es que cuando un individuo dibuja los límites de su alma, establece al mismo tiempo las batallas de su alma. Los límites de la identidad de un individuo demarcan qué aspectos del universo han de ser considerados «uno mismo», y cuáles serán considerados «lo que no es uno», «diferente de uno mismo». De manera que en cada nivel del espectro son diferentes los aspectos del mundo que se le aparecen al individuo como «lo que no soy», lo ajeno y extranjero. Cada nivel ve diferentes procesos del universo como extraños a él. Y puesto que, como en cierta ocasión señaló Freud, todo extraño parece un enemigo, cada nivel está potencialmente comprometido en diferentes conflictos con diversos enemigos. Recuérdese que toda línea limítrofe es también una línea de batalla… y que en cada nivel el enemigo es diferente. Dicho en la jerga psicológica, los diferentes «síntomas» se originan en distintos niveles.

El hecho de que los diferentes niveles del espectro posean características, síntomas y potenciales diferentes nos lleva a uno de los aspectos más interesantes de este punto de vista. En la actualidad hay un interés increíblemente amplio, y que no deja de crecer, en toda clase de escuelas y técnicas que se ocupan de los diversos aspectos de la conciencia. Mucha gente recurre a la psicoterapia, el análisis junguiano, el misticismo, la psicosíntesis, el zen, el análisis transaccional, el rolfing, el hinduismo, la bioenergética, el psicoanálisis, el yoga y la terapia guestáltica. Lo que tienen en común estas escuelas es que, de una manera o de otra, todos intentan efectuar cambios en la conciencia de una persona. Pero ahí acaba la similitud.

El individuo sinceramente interesado en aumentar y enriquecer su conocimiento de sí mismo, se encuentra con una variedad tan asombrosa de sistemas psicológicos y religiosos que apenas si sabe por dónde comenzar o a quién creer. Incluso si estudia cuidadosamente todas las escuelas importantes de psicología o de religión, lo más probable es que termine su estudio tan confundido como cuando lo empezó, porque estas diversas escuelas, tomadas en conjunto, indiscutiblemente se contradicen entre sí. Por ejemplo, el budismo zen le dice a uno que se olvide del ego, que lo trascienda o que vea a través de él; pero el psicoanálisis le ayuda a reforzar, fortalecer y consolidar el ego. ¿Quién tiene razón? El problema es muy real, tanto para el profano interesado como para el terapeuta profesional. Tantísimas escuelas diferentes, todas en conflicto y todas procurando entender a la misma persona. ¿O no es así?

Es decir, ¿apuntan todas ellas al mismo nivel de la conciencia de la persona? ¿O se trata más bien de que esos diferentes enfoques se centran de hecho en diferentes niveles del yo? ¿No podría ser que estos enfoques tan diferentes, lejos de estar en conflicto o de ser contradictorios, reflejaran realmente diferencias muy concretas en los diversos niveles del espectro de la conciencia? ¿Y no sería posible que esos diferentes enfoques fueran, todos ellos, más o menos correctos cuando se emplean en su propio nivel principal?

Si así fuera estaríamos en condiciones de introducir considerable orden y coherencia en un campo que, de otra manera, es de una complejidad enloquecedora. Entonces se pondría de manifiesto que todas estas escuelas psicológicas y religiosas diferentes no representan tanto maneras contradictorias de enfocar al individuo y sus problemas, sino que son más bien enfoques complementarios de diferentes niveles del individuo. Así entendido, el vasto campo de la psicología y de la religión se descomponen en cinco o seis grupos practicables, y es evidente que cada uno de tales grupos apunta predominantemente a una de las principales bandas del espectro.

De este modo, para no dar más que unos pocos ejemplos muy breves y generales, el objetivo del psicoanálisis y de la mayoría de las formas de terapia convencional es remediar la radical escisión entre los aspectos conscientes e inconscientes de la psique, de modo tal que la persona se ponga en contacto con la «totalidad de su mente». Estas terapias apuntan a reunificar la persona, o máscara tras la que se ocultan los aspectos inaceptables de su ego, y la sombra, o proyección al exterior de esos aspectos, para crear un ego sano y fuerte, lo que equivale a decir una imagen de sí mismo exacta y aceptable. En otras palabras, son todas ellas terapias orientadas hacia el nivel del ego. Intentan ayudar al individuo que está viviendo como persona para que vuelva a cartografiar su alma como ego.

Además de esto, la meta de la mayoría de las llamadas terapias humanísticas es curar la escisión entre el ego y el cuerpo, re-unir la psique y el soma para así revelar el organismo total. Por eso a la psicología humanística –llamada la Tercera Fuerza (si se considera que las dos principales fuerzas, en psicología, son el psicoanálisis y el conductismo)– se la designa también como «movimiento de potencial humano». Al extender la identidad de la persona desde la mente o ego hasta la totalidad del organismo como tal, se liberan los vastos potenciales del organismo total, poniéndolos a disposición del individuo.

Si profundizamos aún más, encontraremos que la meta de disciplinas como el budismo zen o el hinduismo vedanta es curar la escisión entre el organismo total y el medio, para revelar una identidad –una identidad suprema– con el universo entero. En otras palabras, apuntan al nivel de la conciencia de unidad. Pero no olvidemos que entre el nivel de la conciencia de unidad y el nivel del organismo total están las bandas transpersonales del espectro. Las terapias que se dirigen a este nivel se interesan profundamente por los procesos que se dan en la persona, pero que son realmente «supraindividuales» o «colectivos» o «transpersonales». Incluyo hay quienes se refieren a un «yo transpersonal», que si bien no es idéntico al Todo (entonces sería conciencia de unidad), trasciende no obstante los límites del organismo individual. Entre las terapias que se dirigen a este nivel se encuentran la psicosíntesis, el análisis junguiano, diversas prácticas preliminares del yoga, las técnicas de meditación trascendental y otras.

Todo esto es, naturalmente, una versión muy simplificada de las cosas, pero señala con eficacia de qué manera, en general, la mayor parte de las principales escuelas de psicología, psicoterapia y religión no hacen más que dirigirse a los diferentes niveles principales del espectro. Algunas de estas correspondencias se muestran en la fig. 2, donde se enumeran las escuelas principales de «terapia» junto al nivel del espectro hacia el que apuntan principalmente. Como ocurre con cualquier espectro, estos niveles se superponen bastante entre sí, por lo que no se puede hacer ninguna clasificación absolutamente distinta y precisa de los niveles ni de las terapias que se dirigen a cada uno de ellos. Además, cuando «clasifico» una terapia sobre la base del nivel del espectro al cual se dirige, ello significa el nivel más profundo que reconoce, sea explícita o implícitamente, esa terapia. En términos generales, veremos que una terapia, del nivel que sea, reconoce y acepta la existencia potencial de todos los niveles que están por encima del suyo propio, pero niega la existencia de todos los que están por debajo.

A medida que una persona (profana o terapeuta) se familiarice más con el espectro–con sus diversos niveles, con diferentes potenciales y problemas diferentes–, más capacitada estará para orientarse (u orientar a su cliente) en el viaje que lleva a la comprensión y al desarrollo de uno mismo. Podrá reconocer más fácilmente en qué niveles se originan los conflictos y problemas presentes, y aplicar así a cualquier conflicto dado el proceso «terapéutico» adecuado para ese nivel. También es posible que llegue a reconocer con qué potenciales y niveles quiere establecer contacto, y qué procedimientos son los más apropiados para facilitar este desarrollo.

El desarrollo se entiende aquí como un ensanchamiento y expansión de los propios horizontes, una ampliación de los propios límites, exteriormente en perspectiva e interiormente en profundidad. Pero ésa es con toda exactitud la definición de descender