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La bestia

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La bestia

Título original: The Beast

© 2013, Plot Line, Inc.

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Ángeles Aragón López

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Mumtaz Mustafa

 

ISBN: 978-84-9139-201-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

 

 

 

 

 

 

A Jonathan, como siempre

A mi editora, Carrie Feron

Y a mis fieles lectores, que me han apoyado

los últimos veinticinco años.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Fue una pesadilla, empezando por el lento paseo por el pasillo del tribunal. Como si esa táctica de postergación tuviera el poder de parar lo inevitable. Siete horas de declaración, pero lo terrorífico no fue eso. A veces, en sus prácticas con el piano, Gabe había hecho sesiones maratonianas del doble de tiempo. Pero siempre había utilizado la música para evadirse, y eso era imposible durante un interrogatorio en el estrado de los testigos. Se vio obligado a concentrarse en todas las cosas que tanto se empeñaba por olvidar, en aquel día que había empezado de un modo tan normal y se había convertido en algo casi letal.

A las cuatro de la tarde se aplazó el juicio y el fiscal prácticamente había terminado, aunque Gabe sabía que los abogados de la defensa tendrían más preguntas en el segundo interrogatorio. Salió del tribunal con su madre de acogida, Rina Decker, a un lado y el teniente, su padre de acogida, al otro. Se dirigieron al coche que los esperaba con la sargento Marge Dunn al volante.

Esta condujo al silencioso grupo por las calles de San Fernando Valley, un suburbio de Los Ángeles, hasta que llegaron al camino de entrada de la residencia de los Decker. Una vez en la casa, Gabe se dejó caer en el sofá de la sala de estar, se quitó las gafas y cerró los ojos.

Rina se quitó la boina, liberando así la mata de pelo negro que le llegaba hasta los hombros, y miró al chico. Gabe estaba casi calvo –debido a una película independiente que había protagonizado– y su complexión era pálida y macilenta. Unos bultitos rojos cubrían su frente.

—Me voy a cambiar y a preparar la cena —dijo Rina. Gabe abrió los ojos al oír su voz—. Debes de estar hambriento.

—Tengo el estómago revuelto —comentó Gabe. Se frotó los ojos verdes y volvió a ponerse las gafas—. Aunque seguro que estoy bien en cuanto empiece a comer.

Decker y Marge entraron un momento después, hablando del trabajo. El teniente se aflojó la corbata y se sentó al lado del chico. El pobre chaval oscilaba continuamente entre el mundo de los adultos y el de los adolescentes. El último curso había estado en Juilliard, donde había hecho casi dos años en uno. Decker le pasó un brazo por los hombros y le besó la cabeza. Gabe no estaba totalmente calvo, pero el pelo que le crecía era casi rubio.

¿Qué tal he estado? —preguntó Gabe.

—Fenomenal —repuso Decker—. ¡Ojalá todos mis testigos fueran al menos la mitad de buenos que tú!

Marge se sentó enfrente de ellos.

—Has sido un sueño para la fiscalía. Muy creíble, claro y encantador —dijo. Gabe sonrió—. Además, no viene nada mal ser una estrella de cine.

—¡Ah, vamos! Prácticamente era una película de estudiantes con un presupuesto ridículo. No la verá nadie.

Decker sonrió.

—Nunca se sabe.

—Créeme, lo sé. ¿Os he contado la escena de mi ataque de nervios? Voy corriendo por un pasillo largo de un color verde hospital, con mi pelo flotando al viento detrás de mí mientras unos auxiliares con bata blanca intentan cazarme. Cuando me alcanzan, empiezan a afeitarme la cabeza y yo grito: «¡El pelo no, el pelo no!». No he visto la película, así que tengo que aceptar la palabra del director de que fue una gran escena.

—¿No has visto la película que hiciste? —preguntó Marge.

—No. Me da vergüenza. No porque salga desnudo, sino porque estoy seguro de que soy un actor horrible.

Marge sonrió, se puso de pie y arrancó una bolita de lana de su jersey beis.

—Tengo que volver a la comisaría. He dejado un montón de papeles en mi mesa.

—Por no hablar de los que te he echado yo encima —comentó Decker—. Gracias por tu ayuda.

Rina entró en la estancia. Se había puesto una camiseta negra de manga larga, una falda vaquera y zapatillas.

—¿No te quedas a cenar, Marge?

—No puedo. Tengo mucho trabajo.

Decker miró su reloj.

—Te veré en una hora, si sigues allí. Te llevaré provisiones de la cena de esta noche.

—En ese caso, procuraré seguir allí. —Marge hizo un gesto de despedida con la mano y se marchó.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Decker a su esposa.

—No. Ha sido un día largo y me viene bien un poco de silencio. —Rina desapareció en la cocina.

—Debería ducharme —dijo Gabe—. Huelo mal. He sudado mucho.

—Es normal.

—Supongo que esto ha sido solo un calentamiento para mañana. La Defensa se va a cebar conmigo.

—Lo harás bien. Solo tienes que ser tú mismo y decir la verdad.

—¿Que soy hijo de un asesino a sueldo?

—Gabe…

—¿A quién quieres engañar? Sabes que sacarán el tema.

—Es probable. Y si lo hacen, tu abogado protestará, porque Christopher Donatti es irrelevante.

—Es un criminal.

—Sí, pero tú no.

—Dirige burdeles.

—Los burdeles son legales en Nevada.

—Cortó en pedazos a Dylan Lashay y lo convirtió en una masa gelatinosa.

—Eso es especulación. —Decker miró al chico—. Vale, yo soy la Defensa y te interrogo. —Carraspeó e intentó adoptar un aire de abogado—. ¿Ha participado alguna vez en algo criminal? Y tenga cuidado con la respuesta.

Gabe pensó un momento.

—He fumado hierba.

—¿Y tomado pastillas?

—Medicinas con receta.

—¿Por ejemplo?

—Paxil, Xanax, Zoloft, Prozac… Un montón de medicinas. Mis doctores van cambiando a ver cuál me hace efecto. Y la respuesta a eso es… ninguna.

—Es suficiente con dar la lista de las medicinas, Gabriel.

—Lo sé.

—¿Estás ansioso ahora?

—Muy ansioso.

—Buena respuesta —dijo Decker—. ¿Quién no estaría ansioso en este proceso? La Acusación te ha presentado como un adolescente dotado que ha pasado por una experiencia muy traumática. La Defensa, en el segundo interrogatorio, intentará ponerte la zancadilla. Te preguntarán por tu padre y te preguntarán por mí. Haz siempre una pausa antes de contestar para dar tiempo a que proteste el fiscal. Y por lo que más quieras, no especules. En el segundo interrogatorio, los abogados se asegurarán de que el jurado sepa que no eres hijo de tu padre.

—Me da igual lo que me ocurra a mí —repuso Gabe—. Me preocupa Yasmine. Me mata imaginar a un abogado idiota machacándola.

—Tiene dieciséis años, es una niña muy protegida. Una estudiante de sobresalientes, y físicamente es pequeña y delicada. Probablemente llorará. Todos serán blandos con ella. Lo que harán será pedirle que repita de palabra lo que le dijeron Dylan y los otros y argumentar sobre el significado de sus declaraciones. Estoy seguro de que la Defensa dirá que solo bromeaban o algo así. Que fue de mal gusto, pero sin intenciones serias.

—Dylan la iba a violar.

—Quizá incluso la habría matado si no llegas a intervenir tú. —Decker hizo una pausa—. Quizá no llegue a subir al estrado. Después de tu declaración, puede que intenten hacer un trato.

—Dylan está mal físicamente. ¿Por qué no hicieron un trato desde el principio?

—Los Lashay no aceptaron condena de cárcel. Les ofrecimos un hospital penitenciario, pero los padres lo rechazaron con el argumento de que el hospital penitenciario no tiene los medios necesarios para cuidar de Dylan en su situación actual.

—Seguro que hay alguien que le limpie la saliva —murmuró Gabe—. Espero que sufra una muerte terrible.

—Probablemente sea así —repuso Decker—. Entretanto, lleva una vida terrible.

 

 

Decker conducía con las ventanillas bajadas, disfrutando del aire después de la tensión del encierro en una sala sofocante del tribunal. No esperaba tener que lidiar con otra cosa que no fuera una montaña de papeleo, hasta que sonó su teléfono móvil cuando estaba ya en el aparcamiento de la comisaría. El bluetooth le informó de que la llamada era de Marge Dunn.

—Hola, sargento, ya estoy aquí fuera.

—No te muevas. Bajo yo.

Se cortó la llamada y unos minutos después ella salió del edificio y se acercó al coche al trote. Se sentó en el asiento del acompañante y cerró la puerta. La noche era fresca y se cubrió las manos con las mangas de su jersey de lana con capucha. Le dio una dirección, que estaba a quince minutos de allí. Su expresión era tensa.

—Tenemos un problema.

—Sí, ya lo he sospechado.

—¿Te acuerdas de un millonario excéntrico llamado Hobart Penny?

—Es una especie de ingeniero inventor. ¿No hizo fortuna en el sector aeroespacial?

—Ese era Howard Hughes. Pero no vas muy desencaminado. Tiene como cincuenta patentes distintas de polímeros resistentes a altas temperaturas, incluidos pegamentos y plásticos que se utilizan en la industria aeroespacial. En Internet se rumorea que tiene más de quinientos millones de dólares.

—Una cantidad considerable.

—Exactamente. Y al igual que Hughes, se convirtió en un ermitaño. Ahora tiene ochenta y ocho u ochenta y nueve años, dependiendo de la página web en la que entres. ¿Sabías que vivía en nuestro distrito?

¿Vivía?

—Quizá sea todavía en presente, pero me parece que no. Tiene un apartamento alquilado en el distrito de Glencove y ha vivido allí los últimos veinticinco años.

—No tenía ni idea.

—La mayoría de la gente de la zona tampoco. Nos han llamado hace media hora desde un apartamento contiguo al suyo. Algo huele muy mal en el de Penny.

—Eso no pinta bien.

—No, pero tampoco es raro, teniendo en cuenta su edad. Vale. Supongamos que lleva un par de días muerto. Podemos lidiar con eso. Pero el problema es el siguiente. El que ha llamado oía ruidos extraños en el apartamento.

—¿De qué tipo?

—Chasquidos, ruido como de arañazos y rugidos claros.

—¿Rugidos? ¿Como de un león?

—O puede ser otro felino grande. El que ha llamado había reunido a algunos vecinos y al encargado del edificio, que se llama George Paxton. He hablado con él y le he dicho que enviaba a gente para que evacuaran el edificio inmediatamente.

—¡Dios mío, sí! Necesitamos una evacuación completa del edificio.

—Si quieres que evacúen también los bloques adyacentes para ir sobre seguro, pediré más unidades.

—Sí, adelante. Más vale prevenir, ¿verdad? ¿Has llamado a Control de Animales?

—Por supuesto. He pedido personas que tengan experiencia en lidiar con felinos grandes. Eso puede llevarles un tiempo.

Decker movió la cabeza.

—Esto es de locos.

—Es la primera vez que me encuentro con algo así.

—¿Cómo es que te han pasado esto a ti? —preguntó Decker.

—Alguien transfirió la llamada a Homicidios. No ha sido una mala decisión, teniendo en cuenta que tenemos un anciano ermitaño, olor a podrido y un animal que ruge. Yo diría que las probabilidades de encontrar un cadáver son muy altas.

 

 

La zona era principalmente residencial, una mezcla de apartamentos, dúplex y casas unifamiliares, pero había un pequeño núcleo de locales comerciales situados enfrente del bloque en cuestión. El negro de la noche se mezclaba con la iluminación de las farolas y con las luces parpadeantes de los bares y de los coches patrulla. Había varias ambulancias estacionadas cerca, por si acaso. Después de aparcar en doble fila, Decker y Marge salieron, mostraron las placas y les permitieron traspasar el cordón policial. A unos cincuenta metros había un grupito de agentes de Control de Animales con uniformes marrones. Se acercaron allí y enseñaron sus placas. En aquel preciso momento, algún tipo de bestia lanzó un rugido feroz. Decker dio un salto hacia atrás. El rugido resultaba especialmente tenebroso en la noche neblinosa y sin luna. El teniente alzó las manos en un gesto de impotencia.

—¿Qué narices es eso?

Un hombre musculoso y pelirrojo de unos treinta y tantos años le dio primero la mano a Marge y después a Decker. Se presentaron todos, tres hombres y una mujer entre veintitantos años y cuarenta y tantos.

—Ryan Wilner.

—Pensaba que tardarían un rato en llegar aquí —comentó Decker.

—Hathaway y yo estábamos en la Asociación Zoológica del Gran Los Ángeles, dando un seminario sobre felinos grandes. Es fácil llegar aquí desde el zoo, si no hay tráfico.

El aludido Hathaway era alto y calvo. Su nombre de pila era Paul.

—Nosotros nos ocupamos normalmente de felinos grandes, pero hacemos de todo —explicó.

—¿Con qué frecuencia tienen que lidiar con animales salvajes? —preguntó Marge.

Con animales salvajes, continuamente. Mapaches, mofetas, zarigüeyas…, hasta osos que vienen desde Angeles Crest. Los animales exóticos son otra cuestión. Vemos un felino grande alrededor de una vez al año, en su mayor parte leones o tigres, pero también he encontrado jaguares y leopardos. Un par de veces he tenido que encargarme de manadas de perros lobo que se han rebelado contra su dueño.

—Yo tuve un chimpancé hace un mes —intervino Wilner.

—Muchos reptiles. —La mujer que acababa de hablar tenía el cabello rubio muy corto y los ojos grises y medía alrededor de un metro ochenta. La placa con su nombre la identificaba como Andrea Jullius—. Serpientes venenosas de la zona, como cascabeles de California o crótalos cornudos. Pero como ha dicho Ryan, nos llegan los exóticos. Hace poco, Jake y yo sacamos una víbora del Gabón y un lagarto monitor de una caravana en Saugus.

Jake era Jake Richey. Un joven de veintitantos años y pelo amarillo. Parecía un surfista.

—He capturado muchas serpientes —dijo—, pero esa era mi primera víbora de Gabón.

—No se imaginan las cosas que tiene la gente como mascotas, incluidos cocodrilos y caimanes.

—¿Y qué me dices del oso pardo de hace un año? —intervino Hathaway—. Aquello no fue fácil.

—¿Y la elefanta asiática de hace dos años? —preguntó Wilner—. Ese mismo mes capturamos también un bisonte fugado que fue mascota de la familia hasta que llegó a la pubertad y casi derribó toda la casa.

Pero Decker pensaba en lo que tenían entre manos.

¿Se puede saber cómo llega un felino grande a Los Ángeles?

—Compra por catálogo. Te haces con un terreno y una licencia y dices que vas a preparar un programa de cría, un zoo privado o un circo.

—Eso es una locura —comentó Marge.

—No tanto como la locura de tenerlos de mascotas —repuso Andrea Jullius.

—La gente es muy ilusa —intervino Wilner—. Siempre cree que tiene poderes mágicos sobre la bestia. Inevitablemente, un animal salvaje hace honor a su nombre. Ahí es donde entramos nosotros. Si todo sale bien, el animal acaba en un refugio. No es divertido matar a un animal que no hace nada malo excepto vivir según su ADN.

Otro rugido fiero atravesó el aire contaminado. Decker y Marge intercambiaron una mirada.

—Ese animal parece cabreado —dijo ella.

—Lo está —respondió Wilner—. Estamos calculando nuestro próximo paso.

—¿Y cuál es? —preguntó Decker.

—Taladrar agujeros y ver a qué nos enfrentamos.

—Yo apuesto por una tigresa de Bengala —dijo Hathaway.

—Estoy de acuerdo —asintió Wilner—. Un león macho rugiría cinco veces más fuerte. Cuando la zona esté despejada, nos pondremos ropa protectora y haremos agujeros. Después de ver a qué nos enfrentamos, pensaremos cómo tranquilizarlo y sacarlo de aquí antes de que tengamos un problema serio.

Otro aullido resonó entre los jirones de niebla. Era envolvente, como si los tragara vivos. Decker se dirigió a Marge.

—Deberíamos asignar algunos agentes a la puerta del apartamento por si a nuestro amigo le apetece escaparse.

—Me he adelantado. Ya está hecho —repuso Wilner—. Tengo a uno con una pistola de dardos tranquilizantes y a otro con un rifle de caza. No vamos a correr riesgos. —Miró a la agente Andrea Jullius—. ¿Qué pasa con el equipamiento del zoo?

—Veinte minutos más.

Wilner le echó las llaves a Hathaway.

—¿Quieres ir a buscar el equipo protector?

—Claro que sí.

—¿Tienen un chaleco para mí? —preguntó Decker—. Quiero mirar por las mirillas. Han llamado a Homicidios porque el apartamento está alquilado a un anciano.

—Nuestras reglas son que nada de civiles —le dijo Wilner—. ¿Y cuántas probabilidades hay de que el anciano siga vivo?

—Esta es mi comunidad —insistió Decker—. Y me siento responsable de todo lo que pasa aquí. Quiero ver la disposición del apartamento para saber a qué me enfrento.

—Va a ser horripilante.

—No será la primera vez. Una vez vi un cadáver mordido por un león de montaña salvaje. Me alteró, pero eso está bien. Cuando esas cosas dejen de alterarme, sabré que es hora de retirarme.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Gabe se despertó de un sobresalto, con la almohada vibrando debajo de su cabeza. Eran las once de la noche y llevaba una hora durmiendo. Se había quedado dormido con las gafas puestas y el libro había caído al suelo. Miró a su alrededor y tomó el teléfono móvil.

—¿Diga?

¿Cómo ha ido? —susurró la voz de ella.

Gabe se levantó al instante. Se suponía que Yasmine y él no debían hablar, sobre todo después de empezado el juicio, lo cual le parecía muy bien a la madre de la chica. Sohala Nourmand era la típica madre judía persa que quería que su hija saliera solamente con chicos de la tribu. Gabe no solo era de la etnia equivocada, sino también de la religión equivocada. Por eso Sohala les había prohibido en el último año que tuvieran contacto. Yasmine y él no habían intercambiado llamadas telefónicas, mensajes de texto, correos electrónicos ni mensajes de Facebook. Él sabía que Sohala revisaba de modo regular los medios electrónicos de Yasmine.

Pero nada era infalible. Habían mantenido contacto al estilo tradicional, por el correo postal. La primera vez que ella le escribió a mano, él no pudo contestarle, lo cual le produjo una gran frustración. Hasta que ella alquiló un apartado de correos. Era extraño escribir cartas de verdad en lugar de e-mails, pero después de un tiempo, a él le gustó mucho la personalidad que traslucía la escritura de ella. Uno de los gastos principales de Gabe era comprar sellos.

Hacía casi un año que no oía su voz. Y resultaba fascinante. Se sentó y acercó las rodillas a su pecho.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—En la cama, con la sábana por encima de la cabeza. Le he pedido prestado el teléfono a una amiga para llamarte. ¿Cómo ha sido lo de hoy?

—Agotador.

—¿Qué te han preguntado?

—Ha sido Nurit Luke, la fiscal. Solo me ha hecho repasar aquel día.

—¿Ha sido horrible?

—Ha sido… Ha sido largo, pero al menos ella está de nuestro lado. Mañana tengo el interrogatorio de los abogados de Dylan. Probablemente serán horribles, sobre todo por mis antecedentes.

—Lo siento mucho. —La voz de Yasmine se entrecortó un poco—. Gabriel, te echo muchísimo de menos.

—Yo también a ti, pajarito. —Él notó que se le humedecían los ojos—. Sobreviviremos a esto. Lo bueno es que no tienes que preocuparte por Dylan. Está muy mal físicamente. Ya no tienes que estar asustada.

—Espero que tengas razón —dijo ella. Pero su voz sonaba rota.

Cuando lo veas, te darás cuenta de que tengo razón. Me parte el corazón oírte tan ansiosa.

—Estoy bien —musitó ella. Pero no era cierto.

—El teniente cree que incluso hay una posibilidad de que hagan un trato. Y en ese caso, no tendrías que declarar.

—Eso sería fantástico. —Hubo una pausa larga—. Pero sería demasiada suerte.

—Paso a paso, Yasmine. Es el único modo de no volverse loco. ¿Cómo estás, aparte de eso?

—La mayor parte del tiempo parce que funciono en piloto automático. Como aturdida.

—¿Hablas con alguien?

—¿Quieres decir un psicólogo? Ya lo he hecho. No sirvió de nada. Me funciona mejor concentrarme en estudiar. —Hizo una pausa—. ¿Y después volverás a Nueva York?

—Probablemente. ¿Por qué? ¿Qué quieres?

—Nada.

—¿Qué tienes en mente? Dímelo.

—Esperaba que pudieras quedarte hasta que yo termine de declarar. Pero es egoísta por mi parte.

—No tengo que hacer nada concreto. Estoy al día en los estudios y mi próxima actuación es dentro de seis semanas. Si me necesitas, me quedo. Fin de la historia.

—¿Qué tocas ahora?

—Una obra de Schubert a cuatro manos con un chico al que conozco de Alemania y una sonata de un compositor contemporáneo llamado Jettley, que da clases en Juilliard a tiempo parcial. También interpreto la sonata número catorce de Beethoven, Claro de luna.

—Oh, esa no es muy dura. Hasta yo puedo tocarla. Aunque no como tú, por supuesto.

Gabe sonrió.

—Los dos primeros movimientos son pura emoción y delicadeza. El tercer movimiento es más complicado. Puedes oírlo en YouTube. Glen Gould. Si quieres ver los dedos, busca Valentina Lisitsa.

—Está bien. Lo haré en cuanto colguemos.

—Si quieres, bien. Lo que importa es que puedo practicar en Los Ángeles igual que en Nueva York. Si me necesitas, estoy aquí para ti.

—He pensado que podríamos vernos cuando termine todo esto.

—De acuerdo. —A Gabe se le aceleró el corazón—. Dime cuándo y dónde.

—No podrá ser hasta que yo termine de declarar. ¿Podrás esperar tanto?

—Haré lo que sea por ti. Repito, ¿cuándo y dónde?

—He pensado en el próximo domingo. Ya le he dicho a mi madre que voy a ir a estudiar a la biblioteca. Me parece que no me cree del todo, pero, con suerte, cuando se entere, estarás ya de vuelta en Nueva York.

—Perfecto. ¿Dónde tengo que recogerte?

—No tienes que recogerme. Recuerda que ahora ya conduzco.

—Sí, es cierto. —Hubo una pausa—. ¡Guau! ¡Qué rápido ha pasado el año! El domingo me parece genial. ¿Dónde quieres que nos veamos?

—En un lugar privado. —A Yasmine se le empezaba a quebrar la voz de nuevo—. ¡Hace tanto tiempo y he sido tan desgraciada! Y estoy segura de que seré todavía más desgraciada cuando acabe de declarar. Eres el único que puede comprenderlo. Solo quiero estar un par de horas a solas contigo.

—Yo siento lo mismo, Yasmine. Sabes cuánto te quiero.

—¿Me quieres todavía?

—Al cien por cien.

—Es que siempre estamos separados y nunca puedo hablar contigo. Y seguro que siempre hay un millón de chicas a tu alrededor ahora que eres una estrella de cine.

—Es broma, ¿verdad? —preguntó Gabe. No hubo respuesta—. Yasmine, estoy calvo, sin blanca y he perdido el peso que había ganado porque estoy muy nervioso. Parezco un superfriqui. No tengo nada en mi vida aparte del piano. Trabajo todo el tiempo. Aunque hubiera querido, no he tenido ni un momento para ser malo. Languidezco por ti como un perro viejo patético. Dime dónde quieres que nos veamos y allí estaré.

Ella tardó mucho en contestar. Tanto, que Gabe creyó que había colgado.

—¿Hola?

—Sigo aquí. —Hubo otra pausa—. Hay un motel no lejos de mi instituto. —Yasmine le dio el nombre y la dirección—. ¿Te puedes encargar tú?

A él le latía el corazón con tanta fuerza, que estaba al borde del desmayo.

—Sí, desde luego. —Hubo una pausa larga—. ¿Estás segura? No quiero meterte en un lío gordo.

—¿Y qué si se entera mi madre? ¿Qué puede hacer? ¿Volver a castigarme?

—Te enviaría a Israel.

—No puede mantenernos separados eternamente. Deja que yo me preocupe de mi madre. Tú ocúpate de organizarlo, ¿de acuerdo?

Gabe sentía la boca seca.

—De acuerdo.

—Y trae algo de comer. Nos veremos allí a las tres, así que puede que tenga hambre. Y espérame fuera, en el aparcamiento, para que no tenga que pasar por la recepción. Me daría mucha vergüenza.

—Estaré esperándote a las tres en el aparcamiento y con comida. Sé puntual, para variar.

—Juro que lo seré —dijo ella—. Ya sabes lo que pasa cuando estamos juntos —añadió—. Es una especie de química instantánea.

—Lo sé. No puedo evitarlo.

—Yo tampoco puedo. —Hubo una pausa—. No digo que sí ni que no, pero deberías llevar algo… Solo por si acaso. ¿Me comprendes?

—Sí. —La voz de Gabe era ronca y el corazón le galopaba en el pecho—. Te comprendo perfectamente.

 

 

—Tenemos una tigresa de Bengala —dijo Wilner.

Se hizo a un lado y permitió a Decker mirar por el agujero. El interior estaba destrozado, con muebles volcados manchados de sangre y heces. Había surcos profundos de garras en las paredes y en el suelo. Zumbaban mosquitos por todas partes. Un olor nauseabundo a cadáver podrido flotaba por el pasillo.

El animal, sin embargo, era magnífico, incluso moviéndose entre aquel caos. Su piel brillaba con tonos ámbar y negros y mostraba unos reflectantes ojos dorados, enormes garras afiladas y colmillos de color marfil. Decker nunca había visto un tigre tan de cerca ni oído un rugido de animal de tantos decibelios. Ondas de choque atravesaban su cuerpo. Se apartó y dio a Marge la oportunidad de mirar. Ella se asomó al interior y retrocedió moviendo la cabeza.

—Arrastra una cadena.

—Me he dado cuenta. Sale del collar.

—Seguramente la arrancó de donde estaba atada —dijo Wilner—. La serraremos cuando la saquemos.

El agente de Control de Animales revisaba el plan con meticulosidad. Tenía una lista de suministros y delante del apartamento habían colocado una camilla para animales y una jaula de acero. Wilner también se había hecho con la llave del montacargas, pues el ascensor era demasiado estrecho para la jaula.

—Este es el plan. —Leyó de su lista—. Jake disparará en cuanto pueda. Cuando esté sedada, entramos y la sacamos en la camilla, la cargamos en la jaula y la bajamos a la camioneta. —Alzó la vista—. Después de que Jake dispare, nadie mueve un músculo hasta que yo dé la señal.

Mostró la señal a sus compañeros: alzó una mano y la bajó en picado por el aire.

¿Y si el animal sale antes de que esté sedado? —preguntó Decker.

—Tenemos rifles de los grandes, teniente. Aunque no me gusta matar a un animal, sabemos cuáles son nuestras prioridades.

—Quiero quedarme aquí —dijo Decker—. Esta es mi comunidad.

—Yo también —intervino Marge. Wilner la miró con escepticismo—. Juro que no me entrometeré.

Paul Hathaway les lanzó un par de chalecos protectores.

—Quédense pasillo abajo, detrás de las barreras que hemos levantado. Si algo va mal, yo me ocuparé de ello. No intenten ayudar.

—Recibido y entendido —repuso Marge.

Jake Richey miraba por el agujero.

Lo ideal sería que pudiéramos agrandar este agujero para que yo pudiera ver y disparar por el mismo sitio. Pero me preocupa que, si hago el agujero muy grande, ella pueda ampliarlo y meter una garra por él. —Seguía valorando la situación—. ¿Por qué no hago un agujero… aquí? —Marcó un punto a la altura del primer agujero y unos siete centímetros a la izquierda—. Solo lo bastante grande para meter el rifle lanzadardos por él. Creo que eso funcionará.

Wilner le pasó el taladro a Richey. En cuanto empezó el ruido, el animal comenzó a arañar con furia la puerta. Cuando aulló, a Decker le dio un brinco el corazón. Aquel sonido lo remitió a una vorágine de furia y fuerza.

Richey no se inmutó. Un minuto después, se detuvo e introdujo el lanzadardos por la nueva apertura.

—Creo que ya vale. Vamos a proceder.

Hathaway ordenó a Decker y Marge que se pusieran detrás de la barrera. La protección no era otra cosa que unas vigas de madera clavadas temporalmente a través del pasillo. Decker sacó su pistola y Marge hizo lo mismo. Ella le sonrió, pero estaba nerviosa. Ambos lo estaban. La escena se quedó de pronto desprovista de voz humana, con el vacío auditivo perturbado solo por los gruñidos fieros y el ruido de las garras procedentes de detrás de la pared.

Richey alzó el rifle y colocó la punta dentro del agujero. Miró por el otro agujero con el ojo izquierdo. Si estaba nervioso, no había nada en él que denotara ansiedad.

Esperaron.

Pasaron unos segundos.

Siguieron esperando.

Pasó más tiempo.

Richey apretó el gatillo e inmediatamente retrocedió varias zancadas gigantes. Se oyó un estallido, un aullido, un rugido y al animal chocando contra la pared. El edificio tembló hasta los cimientos y sintieron una sacudida rápida bajo los pies cuando una garra afilada como una cuchilla se abrió paso de pronto a través de la parte superior de la puerta. Wilner mantuvo la mano quieta en el aire, indicando que no se moviera nadie mientras el tigre golpeaba la puerta con una rabia fiera.

Los siguientes treinta segundos fueron de los más largos de la vida de Decker.

Al fin los aullidos feroces se convirtieron en gruñidos desanimados y después en gimoteos, hasta que la garra volvió a entrar en el apartamento y todo quedó en silencio dentro. Wilner hizo un gesto de asentimiento a Richey y este miró hacia el interior.

—Está inconsciente.

Wilner dio la señal y los agentes de Control de Animales se pusieron en marcha como velocistas tras el pistoletazo de salida. En cuestión de minutos echaron la puerta abajo, entraron en el apartamento y cargaron a la tigresa en la camilla. El pobre animal estaba inmóvil, con la boca abierta y la lengua colgando. Como si no pesara ya bastante, un collar de acero le rodeaba el cuello y de él colgaba una cadena de alrededor de un metro ochenta de largo.

Con mucho cuidado y a base de fuerza bruta, la trasladaron de la camilla a la jaula, que se elevaba sobre ruedas neumáticas. Antes de cerrar la puerta de acero, Wilner le dio otra dosis de droga.

—Un viaje tranquilo es un viaje feliz —dijo.

—¿Han visto un cuerpo dentro? —preguntó Decker.

Wilner se encogió de hombros.

—Yo no, pero no buscaba ninguno. Eso es competencia suya. Utilicen mascarilla. Dentro apesta.

Se abrieron las puertas del montacargas y se marcharon la tigresa y sus guardianes.

La puerta del apartamento estaba abierta de par en par. El aire caliente del pasillo se había vuelto fétido, inducía a vomitar. A Decker todavía le latía con fuerza el corazón cuando Marge y él salieron de detrás de la barrera.

—Todo un espectáculo. —Decker guardó su arma en la pistolera que llevaba colgada del hombro—. Nuestro trabajo de verdad empieza ahora.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Marge empezó a cubrirse a conciencia. Se puso un gorro de papel en el pelo, fundas de papel en los zapatos, mascarilla y guantes dobles de látex. A pesar de toda esa protección, tenía el estómago agitado. El olor fétido resultaba abrumador.

—Por lo que a mí respecta, vamos a entrar en un entorno biológico peligroso. Debe de haber veinte generaciones de bacterias creciendo ahí dentro en este momento.

—Espera aquí y entro yo a buscar un cuerpo —dijo Decker—. Si no lo hay, ¿por qué pasar un mal rato los dos?

—Gracias, pero entraré contigo. Supón que hay un montón de cachorros de tigre escondidos en el dormitorio. O a lo mejor tenía otras mascotas exóticas como una víbora de Gabón o un lagarto monitor. Alguien tiene que pedir una ambulancia si te muerden.

Decker sonrió y se puso la mascarilla.

—Tu lealtad es admirable. Vamos, Dunn. Acabemos con esto.

La sala de estar era un huracán, con ondas pútridas subiendo desde el suelo húmedo. Había marcas profundas de garras estriadas en las paredes y los muebles estaban destrozados. Montones enormes de heces se entremezclaban con gusanos blancos y migas de pan, combinado todo eso con moscas y escarabajos. Por todas partes zumbaban insectos. El frigorífico estaba volcado en el suelo y la comida se había desperdigado por el suelo de madera, volviéndolo tan pegajoso como alquitrán. El papel de estraza de carnicero se había convertido en confeti. La mayor parte de la carne del frigorífico había sido consumida, pero la que quedaba estaba gris y exudaba un líquido marrón. Había que tener paso firme y un buen equilibrio para evitar pisar algo tóxico.

Marge estaba mareada, pero siguió a Decker hasta el dormitorio.

Allí la escena resultaba aún peor, debido a la presencia de un cuerpo deformado e hinchado. El cadáver se había licuado parcialmente y fluidos y tejidos vitales empapaban las sábanas y goteaban al suelo. Había sangre y entrañas por todas partes, esparcidas por las paredes y salpicando los muebles.

—Llamaré a la oficina del forense —dijo Marge.

Decker asintió.

—¿Te importa que llame desde el pasillo? Sigue habiendo mucha peste incluso con la mascarilla.

—Claro que no. Luego planearemos una lista de cosas que hacer.

Marge sacó una libreta y un lápiz.

—Dime qué necesitas.

—Después de llamar a la Cripta, llama… Déjame pensar quién está esta noche. —Decker hizo una pausa—. Diles a Scott Oliver y Wanda Bontemps que vengan aquí. Tenemos que realojar a los residentes en otro sitio durante un par de días. Este edificio se considera un peligro biológico. Nadie volverá aquí hasta que limpien este desastre. Si necesitas más detectives, llama a Drew Messing. —Decker seguía mirando el cuerpo—. ¿Sabemos si este es Hobart Penny?

Marge negó con la cabeza.

Que no entre nadie aquí excepto policías y forenses —continuó Decker.

—Los inquilinos es posible que quieran entrar a por ropa, un teléfono o un ordenador. ¿Qué les digo?

—Supongo que podemos acompañarlos. Perderemos tiempo, pero estarán menos cabreados. También quiero un par de agentes uniformados en la puerta que vigilen esto.

—¿Algo más?

—Es todo por ahora.

—¿Te vas a quedar dentro? —pregunto Marge a través de la mascarilla.

—Sí. Todavía no sé bien qué es todo esto.

Marge aplazó un poco la llamada a la Cripta.

—Si ignoramos toda esta asquerosidad y desorden, y el hecho de que vivía un tigre en el apartamento, esto parece más un homicidio que una muerte natural. Por todos los restos que salpican las paredes —dijo.

—Esas salpicaduras se produjeron porque las arterias rotas bombeaban sangre. —Decker observó la habitación—. Esta mancha parece producida por una herida causada por traumatismo con golpe contundente. Este tipo de gotas y rociado de sangre no se produciría solo porque te mueres y te come un tigre.

—Si el tigre te atacara o mordiera cuando todavía estabas vivo, muy bien podría darse todo esto.

—Por eso busco señales de ese ataque y/o marcas de mordiscos. Es difícil saberlo porque el cuerpo está muy alterado.

Marge siguió estudiando la escena. Nauseabunda a la vista y más vomitiva todavía al olfato. Aun así, empezó a pensar como una detective de Homicidios profesional.

—La cara…, lo que queda de ella…, parece vieja. La barba es blanca.

—Estoy de acuerdo. Es un hombre anciano. ¿Cuántos años dijiste que tenía Penny?

—Ochenta y ocho u ochenta y nueve.

—El cuerpo podría ser así de mayor. A mí me parece un hombre anciano y delgado que se ha hinchado con gas después de morir.

—El cadáver se descompone por momentos. Los órganos gotean y la estructura del cuerpo ha perdido gran parte de su integridad, pero… —Marge señaló con un dedo enguantado—. Veo unos arañazos en la superficie de la piel aquí… Y también aquí.

—Buena vista. —Decker miró el punto señalado—. Los arañazos no parecen muy profundos.

—Estoy de acuerdo. Más que atacarlo, es como si la tigresa lo hubiera querido acariciar, ¿no te parece?

—Intentando conseguir una reacción de un cadáver.

—Sí, eso podría ser. —Marge estudió el cuerpo—. Es difícil ver la superficie de la piel en detalle con tanta decoloración. Los arañazos podrían ser más profundos y parecer superficiales porque el cuerpo está hinchado.

Decker asintió.

—¿Ves marcas de mordiscos?

—Hasta el momento no. ¡Ojalá pudiéramos darle la vuelta!

—Eso ocurrirá pronto —contestó Decker. Ni Marge ni él podían tocar el cuerpo, que pertenecía oficialmente a la oficina del forense. Pero sí podían observarlo—. La frente está deforme. El cráneo puede haberse hundido al licuarse los sesos. Muy probablemente, alguien le dio un golpe en la frente.

Marge asintió.

—Parece un traumatismo. Entre eso y todo el retroceso, deberíamos buscar un arma. Algo duro con el extremo redondo.

—Un arma estaría bien. También me gustaría encontrar un carné. Estaría muy bien identificar a la víctima. Así el caso está más claro.

 

 

La ayudante del forense era una mujer con la que Decker había trabajado en otros casos. Gloria, una hispana de cuarenta y tantos, era perfecta para el trabajo porque era competente, cordial y eficiente. Vestida con la chaqueta oficial negra con letras amarillas, sudaba profusamente en el dormitorio, bautizado ya como la «sauna del infierno». Colocó con cuidado el cuerpo de costado y examinó la espalda, con la piel ya de color berenjena debido a la lividez por la caída de la sangre al punto gravitatorio más bajo. La piel empezaba a desprenderse de la musculatura que había debajo de ella.

—Está bien. Vamos allá.

Volvió a tumbar el cuerpo y se desplazó al otro lado. Lo giró con gentileza y señaló un agujero.

—Parece una herida de bala. —Volvió a tumbar el cuerpo y estudió la parte frontal del cadáver en descomposición—. No veo agujero de salida. El cuerpo está muy hinchado y quizá no se vea un agujero a primera vista. ¿Habéis encontrado balas o casquillos dentro del apartamento?

—Todavía no —contestó Marge—. Pero ahora que sabemos que pudo haber un arma de fuego, buscaremos más. ¿La herida habría sido fatal?

Imposible decirlo hasta que lo abramos. —Gloria se levantó y miró el cuerpo hinchado—. Definitivamente, hubo trauma con objeto contundente en la frente. —Señaló las cuencas de los ojos—. Esta parte hundida la han causado los globos oculares al caer dentro de la cabeza, un fenómeno natural. Pero aquí… —Señaló la parte superior marrón del cráneo—. Aquí golpearon a la víctima con algo duro.

—Ya lo hemos vito —comentó Marge—. ¿Homicidio?

—No soy la forense y no me corresponde a mí hacer ese dictamen —repuso Gloria—. Pero no os vayáis de vacaciones corriendo.

Marge sonrió.

—Llamaré a la División de Investigación Científica.

—Gracias, Gloria. —Decker tomó una bolsa de pruebas de papel y salió con Marge a lo que había sido la sala de estar de Hobart Penny—. Lo que quiero saber es cómo entró aquí el asesino con esa tigresa.

—Su cadena medía alrededor de un metro ochenta —respondió Marge—. Si estaba encadenada, no quedaría mucho espacio para moverse, pero posiblemente se pudiera esquivar al animal. O quizá la víctima acompañara al asesino cuando pasó cerca del tigre.

Si el asesino entró con Penny aquí, ¿cómo esquivó a la tigresa al salir cuando Penny ya estaba muerto?

Marge se encogió de hombros.

—Pudo echarle carne impregnada con un sedante. Hay mucha carne podrida, junto con montones de mierda, diarrea y vómito. Quizá envenenó al animal.

Decker pensó en esa teoría.

—O sea que el agresor mató a la víctima con la pistola y un posible golpe en la cabeza, pero ¿no le disparó al tigre, sino que le echó carne envenenada?

—Quizá se le acabaran las balas. O disparó al animal, pero, a menos que fuera un tiro perfecto, probablemente haría falta más de un disparo para acabar con él.

—¿Sabemos si la tigresa tenía algún disparo? —preguntó Decker—. No caminaba como si estuviera herida.

—Parecía muy cabreada.

Decker se mostró de acuerdo con eso.

—O sea que supones que la víctima conocía al agresor y lo ayudó a pasar delante del animal y después el agresor disparó a la víctima y le dio carne envenenada al tigre.

—No tengo ni idea —repuso Marge—. A lo mejor el agresor conocía bien a la víctima y sus costumbres y sabía cómo esquivar al animal.

Decker se encogió de hombros.

—Es posible. Vamos fuera.

Salieron al pasillo, caliente, húmedo y apestoso. En la puerta había dos agentes de uniforme, ambos con expresión dolorida. El detective Scott Oliver alzó la vista de un folio que leía. Vestía un traje negro y una camisa rosa. Agitó una mano delante de la nariz.

—Me disponía a salir para ayudar a Wanda y Drew con las entrevistas de los inquilinos. Tenemos que peinar el bloque entero.

—Hay que peinar los apartamentos, sí, pero no tú —le dijo Decker—. Marge y tú tenéis la elogiosa tarea de buscar pruebas.

Oliver hundió los hombros.

—¡Qué suerte la mía!

—Tienes más suerte que la víctima.

—¿A qué pruebas nos referimos?

La ayudante del forense ha encontrado un agujero de bala en el cuerpo —explicó Marge—. También una depresión en la frente que parece traumatismo por golpe con objeto contundente. Buscamos casquillos y un arma que pudo haber producido el golpe.

—¿Hemos identificado a la víctima?

—Hemos encontrado un billetero en la cómoda con un carné antiguo perteneciente a Hobart Penny —contestó Marge—. A partir de una foto pequeña, no es fácil saber si el cuerpo es el suyo.

—¿Y carné de conducir?

—En la cartera no —dijo Decker—. He guardado un cepillo del pelo, uno de dientes y una taza de café usada para pruebas de ADN. —Miró a Marge—. Sé que era un ermitaño, pero ¿tenía parientes? Siendo un hombre tan rico, tiene que haber alguna persona con la que podamos contactar.

—Por lo que he leído, se había divorciado dos veces —contestó ella—. Hay dos hijos de la primera esposa, de la que se divorció hace treinta y cinco años. Ella murió hace diez. Al parecer, sus hijos se habían alejado de él por su comportamiento extraño.

—Extraño es poco decir. ¿Qué clase de persona tiene un tigre de mascota? —Como nadie dijo nada, Decker prosiguió—: ¿Cuántos años tienen sus hijos?

Marge revisó sus notas.

—El hijo, Darius, tiene cincuenta y cinco y es rico por méritos propios. Es abogado y trabaja en inversión de capitales. La hija, Graciela, tiene cincuenta y ocho. Es una neoyorquina de clase alta casada con un conde o un barón.

—¿Y la segunda esposa? —preguntó Oliver—. ¿Qué fue de ella?

Marge pasó páginas de su libreta.

—Sigue viva. Sabrina Talbot, cincuenta y ocho años. El matrimonio duró cinco años.

—¿O sea que ella tenía veintiocho cuando se casaron? —preguntó Oliver.

Sí. Él tenía cincuenta y nueve. Le dio una suma generosa en la separación y leí que a sus hijos no les había gustado eso. —Marge alzó la vista—. Pero todo eso ocurrió hace veinticinco años. ¿Quién guarda rencor tanto tiempo?

—Alguien lo bastante cabreado para darle un golpe en la cabeza y pegarle un tiro —repuso Oliver.

—Revisaré la historia familiar en la comisaría —dijo Decker—. Tengo acceso a un ordenador y huele mucho mejor. —Miró el traje sartorial de Oliver—. Quizá deberías dejar la chaqueta en el coche y enrollarte las perneras del pantalón. Marge te dará fundas para los zapatos.

—¡Agh! —exclamó Oliver—. Va a ser una de esas noches.

—Ya lo ha sido —respondió Decker—. Lo que pasa es que tú has llegado tarde a la cita.