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LETRAS MEXICANAS

Retratos reales e imaginarios

ALFONSO REYES

Retratos reales
e imaginarios

 

Fondo de Cultura Económica

Primera edición electrónica, 2017

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Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. El FCE emprendió, en 1955, la publicación de sus Obras completas, que abarcan 26 volúmenes, y en 2010, la de su Diario, que ocupa 7 tomos.

ÍNDICE

RETRATOS REALES E IMAGINARIOS

Noticia

Proemio

1. Madama Lucrecia, último amor de don Alfonso el Magnánimo

2. Dos centenarios

3. Antonio de Nebrija

4. Chateaubriand en América

5. Fray Servando Teresa de Mier

6. Fortunas de Apolonio de Tiro

7. Don Rodrigo Calderón

8. Gracián y la guerra

9. Felipe IV y los deportes

10. Napoleón I, orador y periodista

11. Un abate francés del siglo XVIII

12. El obispo de Orense

13. En la casa de Garcilaso

14. Francisco Codera y Zaidín

RETRATOS REALES
E IMAGINARIOS

contraportada

ÍNDICE GENERAL

NOTICIA

A) EDICIÓN ANTERIOR:

Retratos // reales // e imaginarios // por Alfonso Reyes // (Monograma de la Editorial: “LS”) // México // Lectura Selecta // 1920.—8o, 212 págs. e índice.

B) OBSERVACIONES:

1.—Se suprime el artículo sobre “Américo Vespucio”, aparecido en la primera edición, por haberse aprovechado íntegramente en “El presagio de América”, distribuido entre varias páginas. (Última Tule, México, 1942.)

2.—Las páginas sobre “Las tres empresas de la Gramática”, que constan en el artículo “Antonio de Nebrija”, se conservan aquí, aunque se han transcrito después en el “Discurso por la lengua” (Tentativas y orientaciones, México, 1944, págs. 206-208).

PROEMIO

 

Al azar de los sucesos y de los libros, he publicado en la Prensa de Madrid unas notas, unos esbozos, reseñas, extractos de lecturas y comentarios, que yo quisiera haber escrito con sencillez. Escojo del montón estos quince artículos,[a] y los envíofiela los amigos de mi tierra, con este mensaje y saludo:

Conservaos unidos. Sacad razones de amistad de vuestras diferencias como de vuestras semejanzas. Mañana caeremos en los brazos del tiempo. Opongamos, a la fuerza obscura, la muralla igual de voluntades.

A. R.

1. MADAMA LUCRECIA, ÚLTIMO AMOR DE
DON ALFONSO EL MAGNÁNIMO[b]

I. LA NUEVA LUCRECIA

ERA EL AÑO de 1909. Las demoliciones en torno al monumento de Víctor Manuel, en Roma, descubrieron un día el antiguo callejón de Madama Lucrecia. Ahora bien; un busto colosal de mujer, con la cara completamente borrada —Palacio de Venecia, extremo de la fachada de San Marcos—, recibe también popularmente el nombre de “Madama Lucrecia”. El pueblo, asociando el nombre al recuerdo de la antigua Lucrecia, causa de la ruina de la monarquía romana, había hecho del busto un objeto de superstición nacional. Se juraba por madama Lucrecia, y algunas veces el busto aparecía tocado con un gorro ridículo, el cuello ceñido con una banda o teñido de rojo el rostro.

Pero los eruditos opinan que el busto no representa a la esposa de Colatino. Según aquél, es la efigie de alguna diosa del Lacio; según el otro, es la diosa Isis de Egipto, cuyo culto vino a Roma en tiempos de Sila. También pudiera ser —reflexionan los más prudentes— cualquiera emperatriz o dama romana disfrazada, por lujo o por voto, con los arreos de Isis. ¿Quién es, pues, esa madama Lucrecia que ha dado su nombre a la callecita y quizás, por vecindad, al antiguo busto?

En 1826, Prosper Mérimée, que tenía veintitrés años y estaba en Roma, fue a visitar la casa de madama Lucrecia, que era, en el callejón, la número 13. La vieja que la guardaba le contó una absurda historia de amores y crímenes, en que los Tarquinos, los emperadores de Roma y los Borgias se confundían. Tal amalgama había hecho el calor de la imaginación popular con los metales tradicionales.

Pero, palmo a palmo, las exploraciones de los sabios —Benedetto Croce el primero— remueven el terreno, descubren los mutilados despojos y reconstruyen la historia de otra Lucrecia, la que ha dado nombre a la calle donde vino a morir. Es una Lucrecia d’Alagno, del tiempo del Renacimiento, que supo arrullar los últimos sueños de don Alfonso I de Aragón. Pasolini, que cuenta su vida con auxilio de manuscritos inéditos, la resume así: “Triunfos de belleza y de honores, sueños y ambiciones en la corte napolitana, desilusiones, peligros, peregrinaciones afanosas, modesto retiro en Roma, que le dio sepultura”.

En cuanto a su tratamiento de “Madama”, puede considerársele como un vestigio del paso de Anjou por Italia.

II. LA “DONNA ANGELICATA

Era Lucrecia la más hermosa de las cuatro hijas del senador Nicola d’Alagno (1428), que de Amalfi se había trasladado a Nápoles con su familia. Lucrecia tendría a la sazón quince o dieciocho años.

Era el magnánimo don Alfonso I, rey de Aragón, rey de Nápoles, rey de Sicilia, gran guerrero y generoso señor, protector de los fugitivos de Constantinopla, hombre enamorado y sensible. Alfonso tendría ya cerca de cincuenta, y su esposa, doña María de Castilla, continuaba en España, enferma.

Advierte Croce que, leyendo las crónicas napolitanas de la época, se nota, en los últimos años del conquistador de Nápoles, la influencia de algún elemento nuevo, “algo radioso y fascinador, dulce y voluptuoso, que se manifiesta en todos sus actos, y transformando sus costumbres, lo aficiona cada vez más al reposo y a la soledad de la vida campestre”.

El trato con aquella niña proporcionaba al soberano un raro solaz entre los graves cuidados del gobierno. La amistad, íntima y honesta, se alarga así por más de quince años, hasta la muerte de don Alfonso. Y Lucrecia viene a ser, sin escándalo, la verdadera reina de Nápoles.

¿Cómo comenzó esta amistad? La víspera del San Juan de 1448, cuando el rey pasaba a caballo frente a la casa de Lucrecia, por Torre Annunziata, seguido de numeroso cortejo, la niña —según la costumbre tradicional de las muchachas napolitanas, y con el arrojo de la inocencia— le presentó el vaso de cebada y le pidió el donativo para sus bodas. El rey, turbado, hace que su paje le entregue una bolsa llena de oro.

—Me basta una sola moneda del rey —dice la niña.

Y el desfile continúa, volviendo el rey la cabeza de cuando en cuando. Poco después, para estar cerca de Lucrecia, se hacía construir, junto a la casa del senador, la Torre del Greco —residencia, en efecto, humilde.

Allí pasaba las noches; y los días, en el jardín de Lucrecia. Entonces los cronistas dan en llamarla “Castísima Venus”, y los poetas de la corte la celebran con aquel estilo retórico a la moda. Entre los españoles, la cantan Pedro Torroella, Caravajales, Tapia; Suero de Ribera le dice:

 

Doncella de gran valía,
en extremo singular,
por quien dicen el cantar:
“Para mí me la querría”.

 

Cuando Ausias March, desde Valencia, escribe al rey Alfonso, pidiéndole que le obsequie un halcón, espera obtenerlo mediante la intercesión de Lucrecia.

Y Lucrecia, en una delicada pugna, corrige los ardores del rey, y, defendiéndose, lo sujeta. Por eso podía decirle Tapia:

 

Vos fuistes la combatida
que venció al vencedor,
vos fuistes quien por amor
jamás nunca fue vencida.

 

Un día, ya decadente Doña María de Castilla, Lucrecia pudo aspirar a ser reina legítima. ¿No es ella la que, en el Arco de Triunfo del rey Alfonso, marcha delante de la cuadrilla, con doble collar, desnudos los pies y ataviada a modo de Parténope? ¿No es ella la mujer que guía a la Victoria, la donna angelicata que viene desde el fondo de la poesía dantesca a amansar las cóleras del guerrero y a encantar, con prestigios de hada, la vida opulenta del Renacimiento italiano?

El secreto de su fortuna es la castidad. La dama del rey —reverenciada por el heredero Fernando y tolerada por Isabel, la esposa de éste— recibe los honores del pueblo y del clero, de los embajadores y hasta del Emperador Federico III, huésped de Nápoles en 1452. Nada hay que ocultar donde no hay vicio. Lucrecia podía sentarse a presidir el Banquete de las Vírgenes de San Metodio.

III. EL DEMONIO DE LA AMBICIÓN

Un cronista de buena fe, aunque cortesano, Loise de Rosa, nos ha conservado este diálogo entre Alfonso y Lucrecia:

—Entiendo y conozco, señor, que me quiere bien Vuestra Majestad. Y me complazco en ser amada por el mejor de los príncipes. Pero pienso que ni los príncipes están a salvo de las traiciones del amor.

—Pero, dime, por mi amor, ¿qué traiciones había yo de usar contigo?

—Preferir a mi vergüenza vuestro apetito. ¿Qué dirían entonces de Lucrecia? “Lucrecia —dirían— es una perdida.”

—Dime, pues, Lucrecia mía, lo que debo hacer.

—Prometerme que me tomaréis por esposa a la muerte de Su Majestad la reina.

—No valdría: ya sabes que las leyes no lo permiten.

—Vuestra Majestad no repare en leyes. Yo hablaré con el Papa Calixto, que me quiere bien, y todo se arreglará.

Y, al fin, un buen día, el rey soltó la promesa; ya no hubo paz en el corazón de Lucrecia. La mujer del heredero Fernando había comenzado a cansarse y a sentirse humillada. Ella no consentiría nunca que Lucrecia llegase a reina. Doña María, siempre enferma y estéril, no acababa de morirse... La rivalidad y la ambiciosa fiebre habían alterado para siempre la serenidad angélica de Lucrecia. El Papa, pensaba, puede, si quiere, separar a don Alfonso de doña María; el Papa es también español, y Luisa —hermana de Lucrecia— está casada con un sobrino del Papa. ¡A Roma, pues! Lucrecia tiene veintisiete años, ya conoce el mundo. Y decide emprender una peregrinación, con todo el lujo necesario para impresionar de una vez al pueblo romano y a la corte papal. Y parte en el otoño de 1457, provista de una suma equivalente a medio millón de liras para fausto y boato.

El drama, nota aquí Pasolini, comienza a transformarse en sainete. Alfonso llama inmediatamente al poeta Caravajal o Carvajales para que componga unos versos sobre la melancolía de la ausencia.

En tanto, Lucrecia cabalga hacia Roma, acompañada de gentiles hombres, damas y doncellas, todos vestidos de negro, por un duelo reciente; en el camino recibe aclamaciones. En Roma ofrece un festín a sus quinientos y a otros cien caballeros romanos, acompañados de sus mujeres. Después, el Papa la recibe paternalmente, y tantos honores se le rinden, que el cardenal Piccolomini comienza a juzgarlos excesivos. Pietro Barbo, futuro Papa, la colmó de joyas y dones; en el inventario de sus bienes del Palacio de Venecia, algunas partidas llevan el donatum domine Lucretie. Y el Papa se empeña tanto más en festejarla sobradamente cuanto que la está reservando la más dura de las decepciones.

IV. EL PAPA CALIXTO Y LOS DEMONIOS

Hablaron a solas dos horas largas el bello demonio de veintisiete años y el Pontífice octogenario. A cada nueva súplica, a cada nuevo argumento —donde las sutilezas jurídico-teológicas se confundirían con reclamos sentimentales—, mientras Lucrecia desfallecía suplicando, el Papa, impasible, le contestaba que él no quería irse al infierno. Harto fue que la despidiera con su bendición, y que la ayudara a salvar las apariencias con mentirijillas, en cuanto al objeto de la entrevista.

Poco después, el Papa redactaba una serena epístola a la infortunada doña María; y Lucrecia, por su parte, rasguñaba nerviosamente un mensaje para don Alfonso, poniendo en el sobre las palabras de apremio: Volantissime, cito, cito, cito.

Más allá de Capua acudió el rey a recibir a su dama. Dejaron los caballos, se dieron la mano y se saludaron con un beso. Estuvieron algún tiempo hablando secretamente. Después continuaron el viaje, y con él las fiestas del camino hasta Nápoles. El rey cabalgaba a la izquierda, llevando de la mano a su dama; a la derecha iba don Juan de Aragón, hermano del rey y príncipe de Navarra. En adelante, los esfuerzos de Alfonso para consolar a su Lucrecia no conocen límite prudente. El rey se iba poniendo senil.

Al fin, cayó enfermo. La penosa enfermedad no dio tiempo a la despedida. Otros aseguran que alguien, a la puerta de la cámara mortuoria, abrió los brazos e impidió la entrada a Lucrecia. El rey, sin acordarse de la pálida doña María, encargó a su hijo Fernando que cuidara de Lucrecia, a quien juraba al morir haber respetado invariablemente.

V. LA PENITENCIA

La muerte es remedio de vanidades, y la castidad del recuerdo es la más pura. Lucrecia vive de la memoria de Alfonso.

Bajo la influencia de Isabel, Fernando comenzará a tratar a Lucrecia con dobleces y astucias; hoy le concede facultades extraordinarias, como firmar paces con enemigos, y al otro día la persigue. En todo caso, Lucrecia está demás en la corte. En los veintiocho años de su belleza, enlutada siempre como viuda, piensa en abandonar el siglo. Incapaces de su virtud e incapaces de su ambición, los murmuradores la señalan ya con el dedo. Dos meses después de muerto el rey, llega, con sarcasmo, la noticia de la muerte de doña María.

Lucrecia, cada vez más sola, empieza a creer que Fernando intenta matarla. Acaso manifestó a alguien sus temores, porque hay una conseja según la cual Fernando la dejó morir en una prisión. Ella, entretanto, vive con el oído alerta, y aun se desespera de no verse atacada.

La rebelión de los barones empieza a rugir contra Fernando. Entonces Lucrecia comprende que, al fin y al cabo, Fernando es el único apoyo que le queda. Y lo ayuda con su dinero y sus joyas, con sus consejos. Fernando, derrotado en Sarno, muy necesitado seguramente, cae sobre algunas posesiones feudales de Lucrecia, y entonces ella se retira, lastimada, a su castillo de Somma (1461), de donde en vano pretende Fernando volverla a Nápoles.

Una vez se presenta él mismo en el castillo, y Lucrecia se refugia en otro castillo alto, desde donde le envía a decir que no lo recibirá. El 2 de abril, por medio del duque de Milán, presenta Lucrecia un verdadero ultimátum, pidiendo a Fernando la devolución de sus bienes, y amenazándole con pasarse al enemigo. Poco después abandona Somma y reaparece en Bari: prefiere vagar por el mundo a ceder ante la rival Isabel un punto de su dignidad.

Entonces los que la habían cantado comienzan a calumniarla; afirman que se entrega a todos por los caminos; discuten crudamente los medios de que se valió para alcanzar el poder.

A SALVACIÓN

Esta vez no la seguían cortejos, no la festejaban cardenales. Nadie la sintió entrar en Roma; casi nadie la oía vivir en la calle que ha heredado su nombre. Con todo, ella daba gracias a Dios por haberle dado una misión que cumplir, donde podía tal vez olvidar sus propios dolores. Los días de miseria de Ravena habían pasado. Tampoco le faltaban en Roma algunos amigos del buen tiempo; y a proteger una mujer bella, que ha sido tan grande, ¿quién había de negarse? Es de creer que en Nápoles le devolvieron algunos de sus bienes.

Ahora se trata de casar a Camila, que está en edad, y de dotarla con dos mil florines. No los tenía madama Lucrecia; pero allá en el arca de sus reliquias queda, entre los dones de su príncipe inolvidable, cierto collar de oro y plata y piedras, codicia un día de todas las señoras de Nápoles. Y Lucrecia lo sacrifica. Y Camila pudo así celebrar sus bodas con un joven que, según los papeles, era “circunspecto y respetable”.

Lucrecia es el hada buena del nuevo hogar. Castigada por el destino, cree haber descubierto, entre sus nostalgias, que la verdadera felicidad es siempre algo humilde, y que más consiste en darse a los otros que en preocuparse gran cosa de uno mismo.

Pero a los pocos meses de matrimonio, murió la sobrina.

Madama Lucrecia no pudo resistirlo. Había vivido, en cuarenta y nueve años raudos, unos dolores y unas esperanzas que no parecen caber en siglos.