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El Colegio Mexiquense, A. C.


Dr. Edgar A. Hernández Muñoz

Presidente

Mtro. José Antonio Álvarez Lobato

Secretario General

Dr. Daniel Gutiérrez Martínez

Coordinador de Investigación

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A Ximena, María José y Mora:
los únicos dones que me dieron las hadas

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Introducción

LAS MICROFINANZAS HAN concitado cada vez más la atención de investigadores interesados en el combate a la pobreza. La razón estriba en las promesas que, en este rubro, ha insinuado esta actividad: se espera que la conjunción de las recién descubiertas vocaciones empresariales de los pobres, la proclividad de éstos hacia la solidaridad, el desplome de las barreras al crédito y, en el mejor de los casos, una formación de capital humano ad hoc, desemboque en la ruptura de un círculo vicioso estructural: el que vincula la pobreza con la exclusión de otros servicios que resultan indispensables para salir de ella.

El diagnóstico es bastante simple, pero no por ello falso: entre los pobres existe un núcleo importante de personas que exhiben sus orientaciones hacia los pequeños negocios, que les permiten sobrevivir en un mundo que, al mismo tiempo, tiende a marginarlos del acceso a dispositivos que, hoy por hoy, se antojan necesarios —aunque no suficientes— para emigrar de las filas de la pobreza. Uno de ellos es la educación y la generación de capacidades; el otro es el crédito: los niños y los jóvenes deben abandonar tempranamente la escuela o descuidar su rendimiento para pedir limosna o ayudar a sus padres con algún trabajo eventual y mal pagado; la escasa formación de capital humano los arroja, ya de adultos, al desempleo o a puestos laborales de baja productividad y, por lo mismo, a remuneraciones ínfimas; en uno y otro casos, esos adultos despliegan actividades comerciales, en las que la ganancia del día a día se vuelve parte indispensable del sustento cotidiano. Pero sin el capital adecuado, esas utilidades nunca serán suficientes para salir de la pobreza.

Si el crédito de las instituciones convencionales estuviera abierto para los pobres, nos dicen, otra cosa sería. Pero no lo está: la falta de garantías, los ingresos insuficientes y sin respaldo oficial de que se recibieron, y la ausencia de un historial crediticio, son algunos de los pretextos que va a esgrimir el ejecutivo de cuenta para negar ese crédito. El “empresario pobre” —como ahora se le llama— tendrá que decidir si reinvierte o consume sus ganancias. Éstas no dan para más.

Desde sus inicios, la política microfinanciera se abocó a destrabar ese nudo mediante el otorgamiento de pequeños préstamos a quienes estuvieran dispuestos a coligarse en grupos solidarios. La combinación de los dos elementos fue detonante: garantizaba el retorno de los créditos, porque por el tamaño de éstos, a pesar de las altas tasas de interés que suelen cobrar, los pagos periódicos no representaban una carga demasiado onerosa; además, el aval común del grupo acarreaba la presión social de sus miembros para evitar fallas en el cumplimiento y, en general, para disminuir las posibilidades de comportamiento oportunístico, implícito en toda acción colectiva que corre el riesgo sufrir el fenómeno del free rider.

La evidencia empírica ha arrojado un resultado del cual podemos estar seguros: los pobres son buenos pagadores cuando se les organiza en ese esquema. El mecanismo, sin duda alguna, ha fructificado en esta dimensión. Pero lo que no nos aporta todavía es la información suficiente acerca del impacto que los programas y, en general, la actividad microfinancieros acarrean sobre el bienestar de sus acreditados: ¿se ha cumplido la promesa?, ¿han mejorado sus condiciones de vida?, ¿es sustentable el impulso inicial que sus emprendimientos recibieron de los primeros microcréditos?

El libro trata de esos temas: las promesas cumplidas y sin cumplir, pero también de lo que no se prometió. La preocupación central es evaluar el impacto sobre el autoempleo, el ingreso y la pobreza de los beneficiarios de los programas microfinancieros, elementos que conforman el conjunto de los objetivos sociales últimos y declarados de esos programas. Pero entre nosotros —los académicos— la especulación es tentadora: forma parte de lo que Mills llamaba la “imaginación sociológica”; y a los entusiastas del microcrédito les da por colgarle milagritos adicionales: la formación del capital social; los empleos indirectos y subordinados que derivan de la actividad económica de los beneficiarios; el empoderamiento de las mujeres y la equidad de género; la creación de ciudadanía, supuestamente alentada por la práctica de la participación, y el fomento del ahorro, por mencionar unos cuantos.

Ninguno de estos atributos adicionales está en la mira de la política microfinanciera; pero pueden derivar de ella. Negarlo a priori sería una necedad. Por tal razón, en este libro se intenta examinarlos, junto con los rubros que más le inquietan; otra vez: el ingreso, el empleo y, sobre todo, la pobreza.

Pero si la “imaginación sociológica” de Mills es seductora, también lo es la “imaginación estadística” de Ritchey (2002). Y yo caí en esta tentación. Por ello, no se sorprenda el lector al encontrarse con una gran cantidad y variedad de ecuaciones y cuadros estadísticos, que consideré indispensables por dos motivos: en primer término, porque la evaluación así lo demanda; en segundo, porque la actividad microfinanciera, a pesar de la creciente aceptación que le acompaña, sigue siendo una política sujeta a fuertes controversias. La más usual proviene de los círculos de izquierda, que hacen una traducción mecánica y sin matices entre gobiernos simpatizantes del libre mercado y cualquier política y acción que provengan de esas autoridades.

La política microfinanciera no es ni neoliberal ni asistencialista: precisamente porque reconoce que el mercado falla al negar el crédito a quien lo demanda, supone que es el Estado el que debe intervenir para que se acceda a él; pero, sobre todo, no lo es porque concede que el problema del bienestar de importantes núcleos sociales —los pobres con vocaciones empresariales— no puede ser resuelto por medio de mecanismos de mercado y por el simple impulso de la iniciativa individual; y, por último, porque conjunta dos dispositivos extramercantiles: la intervención estatal y el capital social de la gente.

Y si lo fuera, ¿qué? Lo medular de una política no es su inspiración, sino su impacto en las condiciones de vida de aquellos a quienes pretende amparar. Y para eso están los datos; y, entre éstos, los que surgen de las voces de los propios beneficiarios. Por tal motivo, el examen que realizo se finca, fundamental aunque no exclusivamente, en una misma encuesta aplicada, por separado, a los acreditados de tres programas distintos: el Programa Nacional de Financiamiento al Microempresario (Pronafim); el Fondo para el Microfinanciamento de la Mujer Rural (Fommur), y el Fondo para la Consolidación de la Microempresa en el Municipio de Toluca (Fontol). Los dos primeros son federales; el tercero, municipal.

Apliqué la encuesta a tres muestras distintas de beneficiarios con la intención de comprobar si la información de una era corroborada por la de las otras dos; pero, además, con el propósito de asentar el proceso de inducción, implícito en estudios de caso. Los resultados, como se verá más adelante, se reproducen de forma similar en cado uno de los programas, para bien y para mal. En este sentido, he podido descansar al comprobar que los efectos de la política microfinanciera no representan particularidades aisladas, sino que reflejan un panorama general, dibujado —a mi juicio— con suficiente precisión.

Otra ventaja de la selección es que, más allá de las enormes similitudes, me permitió diferenciar la gestión operativa —y a partir de ahí sus impactos— de agentes intermediarios privados (Pronafin), de la sociedad civil (Fommur) y de mecanismos que no recurren a ninguna intermediación para realizar esa gestión. Adicionalmente, posibilitó extraer algunas conclusiones de la efectividad y la eficiencia en el desempeño, cuando la operación microcrediticia se efectúa a nivel nacional y en el orden local. Este hecho cobra importancia a la luz de la polémica desatada por algunos gobernadores mexicanos que pugnan por el traslado de la política social a los ámbitos estatales y municipales. Los saldos interprogramas no son lo suficientemente claros como para optar por alguna de las opciones planteadas en la tríada entre privados, sociales y sin intermediación, así como en el binomio local-nacional, aun cuando en términos globales son definitivamente positivos.

Organicé los primeros capítulos con la mira de llegar a los dos más importantes: el del impacto económico y social y el de la rentabilidad social de los microcréditos. Así, el capítulo 1 se dirige a ubicar la política microfinanciera como una pieza de la maquinaria de combate a la pobreza. El segundo se ocupa del diseño institucional que rige los tres programas, en virtud de que con la visión neoinstitucionalista —que, en términos generales, comparto— las reglas configuran la estructura de incentivos que inducen, en un sentido o en otro, la conducta humana. En el terreno de las microfinanzas, se espera que el gobierno disponga fondos para los intermediarios y que éstos los coloquen entre los beneficiarios, quienes —a su vez— deben emprender actividades productivas que les brinden los suficientes ingresos para pagar sus deudas y para mejorar sus condiciones de vida. En esta dirección, este capítulo se ocupa del examen de los incentivos a la actividad productiva de los pobres y de las prevenciones institucionales para evitar la morosidad de agentes intermediarios y beneficiarios, lo que eventualmente puede desembocar en un descalabro financiero que haga imposible la sustentabilidad del programa.

La certeza inicial de que un programa produce los impactos sociales esperados es que funcione bien. De lo contrario, las fallas no pueden ser atribuidas a la política ni al diseño institucional, sino a las deficiencias operativas de sus principales responsables. Por este motivo, el tercer capítulo se aboca a descartar esa posibilidad. Para tal propósito, no sólo se finca en los datos oficiales, sino también en las percepciones de quienes lo padecen o disfrutan: los usuarios.

El cuarto capítulo es el medular del texto: en él se inspecciona el impacto que cada uno de los programas sujetos a revisión ha generado en el ingreso, el empleo y la pobreza. Lo adereza el examen de otros efectos colaterales que, como se ha dicho, ha levantado la “imaginación sociológica”, sin que tales consecuencias hayan pasado originalmente por la mente de quienes diseñaron la política. Son importantes, sin duda, porque de muchos de ellos se derivan posibilidades de que el desarrollo del bienestar se vea solidificado por mecanismos distintos de los estrictamente económicos, como son las prácticas de ahorro, la cultura de la modernidad, la participación ciudadana, la autonomía, la justicia entre géneros y la acentuación de los rasgos empresariales que, los que nos hemos dedicado a esto, le hemos endilgado a los pobres.

Le sigue un capítulo breve, destinado a proveernos una imagen de cómo son los negocios de los microemprendedores. Se trata de algunas pinceladas que procuran dibujar, aunque sea de manera gruesa —casi impresionista, si tuviera yo el talento de Monet—, si el negocio activado o ampliado con el financiamiento obtenido funciona efectivamente como una empresa. Y si es así, qué lo separa estructuralmente de la idea preconcebida que nos hemos forjado de esa unidad productiva.

Por último, el capítulo 6 se ocupa de la rentabilidad social y —en menor medida— financiera de los programas seleccionados. Es un ejercicio con todo el talante tecnocrático; pero, por esa razón, destinado a tener en el paladar la respuesta a una pregunta clásica de la derecha ilustrada: ¿cuánto cuesta y cuánto es su beneficio?; o lo que es lo mismo: ¿son esos programas eficientes socialmente, en el sentido de que con los mismos recursos no se pueden obtener mayores resultados en otra actividad?

De esta forma, este capítulo se finca en la estimación de cuánto cuesta generar un empleo, una unidad de ingreso y una microempresa, así como abatir la pobreza en una persona, en los programas escogidos, en comparación con los costos que prevalecen en la economía nacional, por una parte, y en el gobierno federal, por la otra.

La importancia de estos cálculos reside en la determinación del alcance potencial de la política microfinanciera para generar objetivos que persiguen, simultánea y alternativamente, otras acciones gubernamentales, directas o confiadas a la dinámica del mercado.

Tequisquiapan, enero de 2009.

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1

EL COMBATE A LA POBREZA se ha convertido en la piedra angular de la política social en México y, sin exagerar, en América Latina. Y, la verdad, no es para menos: resulta política y moralmente inaceptable que ya entrado el siglo xxi, nuestro país acuse todavía enormes franjas sociales caracterizadas por alguna de las modalidades de la pobreza, cuando por su ingreso per cápita está entre aquellas naciones que son consideradas como de ingreso medio, y por el tamaño de su economía se encuentra entre las más grandes del mundo.

Por tal razón, a partir de 1997 el gobierno mexicano emprendió una estrategia destinada a romper la transmisión intergeneracional de la pobreza y que ha arraigado con el tiempo a pesar del cambio de denominación que sufrió con la alternancia del año 2000.1 Esta estrategia ha configurado la columna vertebral del combate a la pobreza y, en términos generales, las demás vertientes se han inclinado para complementarla. Su núcleo está conformado por el otorgamiento de becas a escolares que cursan desde el tercer grado de primaria hasta el último de bachillerato. Con ello se pretende sufragar el costo de oportunidad que para los infantes, los adolescentes y los jóvenes que viven en condición de pobreza extrema, representa dedicar tiempo al estudio y, en consecuencia, restárselo a actividades que pueden significar una remuneración adicional para ellos y para sus familias: el trabajo infantil o la mendicidad en las calles de cualquier ciudad de México. De esta forma, se persigue prolongar la estancia escolar y desarrollar capacidades que los habiliten para desenvolverse en un mundo más competitivo y más globalizado una vez que incursionen en la esfera de la producción. A un mayor grado de instrucción corresponde una menor probabilidad de ser pobre, especialmente a partir del umbral de 12 años de instrucción (Cepal, 2004).2 Por tal razón, la estrategia apuesta fuertemente a la escolarización de las personas que viven en pobreza extrema.

Junto con una dotación anual de útiles escolares, la estrategia se complementa con un componente alimenticio y otro de salud. Ambos están destinados a evitar fallas en el rendimiento ocasionadas por deficiencias nutricionales o por una morbilidad alta, que impidan el sano desarrollo de los niños y los jóvenes. Por tal razón, los apoyos son condicionados no sólo a la asistencia a las instituciones educativas sino también a visitas bimensuales a los centros de salud, donde los niños y los jóvenes son inspeccionados y avituallados de medicamentos, en caso necesario. Así, la estrategia se convierte en un dispositivo para la formación del capital humano y la ampliación de capacidades en un sentido que rebasa con mucho la educación escolarizada.

Un suplemento importante de la estrategia principal de combate a la pobreza lo representa la inversión en infraestructura social dirigida y ejercida por estados y municipios. Los fondos de infraestructura social básica (Fondo de Aportaciones para la Infraestructura Social Estatal, faise, y Fondo de Aportaciones para la Infraestructura Social Municipal, faism) operan como un pivote complementario e indispensable de la formación de capital humano, en la medida en que van dirigidos a drenaje —que resguarda a niños y jóvenes de enfermedades que provienen de un ambiente insalubre—, electricidad —que permite que esos jóvenes realicen sus labores escolares— y caminos rurales —que facilitan que poblaciones remotas y de difícil acceso cuenten con el abasto suficiente de alimentos—, así como a otras obras públicas que facilitan el desarrollo de proyectos productivos.

A estas estrategias se han sumado recientemente otras destinadas a reducir la vulnerabilidad social, al amparo de una política de protección que pretende cuidar el patrimonio de los pobres frente a choques adversos, como aquellos que provienen de descalabros en la salud familiar. Así, se ha generalizado el seguro popular para quienes, por carecer de un empleo formal y permanente, no pueden beneficiarse del sistema de seguridad social.

Pero en este esquema quedaba un hueco: ¿cómo ayudar a los pobres adultos? Si la estrategia fundamental va encaminada a evitar que los hijos de los pobres repitan indefinidamente la condición de sus padres y sus abuelos, sus logros esperados están sujetos a un espacio temporal tejido por la terminación de la escuela y la inserción en un ámbito productivo capaz de absorber a los nuevos contingentes de mano de obra y de pequeños inversionistas. Mientras tanto, ¿qué pasa con aquellos que tienen que llevar comida a sus hogares y suplir otras carencias que no considera la estrategia de capital humano, como son el transporte, el vestido y el abrigo?

La respuesta del gobierno mexicano ha sido el fomento y el apoyo a proyectos productivos. Entre éstos, destacamos aquellos fincados en el microfinanciamiento, de los cuales nos ocuparemos en este trabajo de investigación.

Este tipo de programas van dirigidos a personajes que nos son familiares. Se trata de aquellas personas que encontramos en la calle vendiéndonos muñecas, frutas, elotes; o que tocan a nuestra puerta para ofrecernos algunos cosméticos; o que engordan ganado menor para realizarlo al menudeo; o que tejen vistosos hilados que exponen sobre la loza de una acera transitada; o… Nos hemos acostumbrado a ver en ellos a ambulantes, pobres, subempleados, actores de actividades informales. Sin duda son todo eso, pero mucho más: son empresarios que carecen de dos cosas: capital financiero y capital humano.

Los programas de microfinanciamiento se proponen satisfacer esas carencias, o, por lo menos, la primera de ellas. La razón es obvia: esas personas no pueden acceder a las fuentes formales de financiamiento y, cuando se atreven, recurren a mecanismos onerosos que acaban por hundirlos en una dependencia que no deja despegar sus endebles negocios. La falta de garantías, de ingresos comprobables y estables, y hasta su apariencia, operan en contra de cualquier intentona de tener éxito mediante los organismos de intermediación tradicionales. Lo único que les queda es el agiotista del pueblo, las tandas y otros expedientes informales que no son los más apropiados para conducir el ahorro hacia la inversión, y ésta hacia el desarrollo de un emprendimiento, cualquiera que éste sea.

Desde la experiencia de Muhammad Yunus en Bangladesh, el “banco de los pobres” (Grameen Bank) ha mostrado sus bondades para mitigar la pobreza y ofrecer una alternativa a quienes no encuentran una salida en la economía del mercado, ya sea porque su escasa formación no les permite acceder a puestos decentemente remunerados o porque la dinámica económica no registra el impulso necesario para emplear la mano de obra, tanto existente como emergente, que arroja la mecánica poblacional. Pero también para comprobar que los pobres son buenos pagadores, especialmente cuando se activa el capital social que poseen y mantienen aletargado o subutilizado mientras no exista un motivo explícito que lo reanime y lo dirija: a diferencia de otros esquemas de financiamiento, los organismos de microfinanciamiento ostentan altas tasas de recuperación de los créditos y, por ello, proporciones de cartera vencida casi imperceptibles.

La razón estriba en la mecánica que recupera y pone en funcionamiento el capital social mediante grupos solidarios. El capital social es un conjunto de activos que conducen a que individuos autointeresados cooperen con otros para elevar su bienestar, de tal forma que no lo habrían logrado si lo hubiesen intentado en forma aislada e individual. Entre estos activos se encuentran la reciprocidad, la confianza, la solidaridad y, en general, la certidumbre en torno al comportamiento de los demás cuando una persona en lo particular muestra su disposición a ayudar a sus semejantes, así como la necesidad de recibir a cambio una dosis igual o equivalente de apoyo de los demás. Los grupos solidarios que acompañan la estrategia de microfinanciamiento son eso: agentes que movilizan capital social con el fin de destrabar los flujos crediticios hacia los más pobres, en la medida en que el conglomerado se hace responsable de honrar el préstamo que recibe en lo individual cada uno de sus integrantes. La presión, la vergüenza, la reputación, la solidaridad, etc., son dispositivos que orillan a cada socio a cumplir con sus obligaciones y a soslayar cualquier idea que apunte hacia la adopción de conductas oportunísticas (especialmente, el free rider), porque el tamaño del grupo siempre es el apropiado para desplegar incentivos selectivos negativos (castigos) a quien ose poner en riesgo la credibilidad del grupo ante quien suministra el préstamo. Es mucho lo que está en juego; y para el que falla, más.

El capital social movilizado por los grupos solidarios representa una manera, entre otras, de resolver una de las formas más conocidas que asume el dilema del prisionero: la tragedia de los comunes (Ostrom, 1993). Como bien se sabe, la anécdota que respalda este importante problema social, relata la historia de dos pastores que acostumbran llevar sus animales a pastorear a un predio de propiedad comunal. El predio solamente puede resistir una cantidad de ganado sin que se deteriore su capacidad productiva de pastos. Así, una actitud cooperativa consistirá en cuidarlo para evitar su deterioro ecológico y para asegurar su preservación como fuente de alimento de los animales.

Supongamos que el cupo de ganado que el campo puede resistir sin deteriorarse sea L. Si ambos pastores acarrean hasta él una cantidad igual a L/2, los dos pastores mostrarán su máxima cooperación y ambos saldrán beneficiados del uso del predio, sin perjuicio para nadie. Pero consideremos ahora una situación en la que uno de los actores decide cooperar, y el otro, no. El no cooperador sabe que su rival, en un afán de preservar el predio, restringirá el pastoreo exactamente hasta la cantidad excedente.

Lc = L – Lnc

Donde Lc es la cantidad de ganado del pastor cooperador, y Lnc, la del no cooperador.

Esto genera un incentivo para que el pastor no cooperador se “apropie” de todo el predio y deje al cooperativo sin espacio para que se alimenten sus animales.

Si expresamos esta situación en un juego estático, éste podría representarse de la siguiente manera:

Cuando los dos pastores cooperan, pastorean cada uno L/2, engordan sus animales y al venderlos obtienen una ganancia de 10. En cambio, cuando alguno de los dos pastores no coopera y el otro decide hacerlo, el primero captura toda la ganancia potencial (20), mientras el segundo incurre en un costo equivalente a 1, por otros gastos asociados a la actividad ganadera, entre ellos, la compra de los animales. Por último, si ambos no cooperan, el predio se deteriora y no produce más pastizales. En este caso, se abandona la actividad ganadera y ambos terminan desaprovechando las ventajas del pastoreo en una tierra en común.

Gráfica 1.1. La tragedia de los comunes

Grafica1

Como se aprecia, la actitud racional de los dos pastores es la no cooperación, en virtud de que ésta es la estrategia dominante, sea cual fuere la de la otra parte. El equilibrio de Nash3 es: (no cooperar, no cooperar). Esta situación describe claramente un subóptimo de Pareto, en el que es posible que al menos un agente mejore su bienestar sin deteriorar el bienestar de los demás. En este caso, ambos pueden incrementarlo si optan por la cooperación.

En la medida en que la tragedia de los comunes no es más que una aplicación del dilema del prisionero, denuncia el problema central de las sociedades modernas: ¿cómo suscitar cohesión social y cooperación en una colectividad en la que los individuos son autointeresados y tienden a actuar individual y atomísticamente? Eso fue precisamente lo que Hobbes vio en el estado de la naturaleza, al preguntarse sobre la vida de las personas en ausencia de un poder civil.

Por tal razón, la solución más socorrida ha sido la intervención estatal; es decir, la respuesta hobbesiana: asumamos que para incitar a la cooperación, el Estado decide imponer una multa a quien no coopere; es decir, a los agentes que sobrecarguen el predio con cuotas de ganado superiores a las que son indispensables para preservar las cualidades ecológicas del predio. Esta multa consiste en 11 unidades de la moneda corriente del país en cuestión. La solución modifica el juego anterior y su resultado:

Gráfica 1.2. LA Tragedia de los comunes y la intervención estatal

Grafica12

Ahora el desenlace ha cambiado: la intervención estatal ha conducido a la sociedad (representada por los dos pastores) hacia el mejor escenario posible: el óptimo de Pareto. Los pastores cooperan por temor a los efectos de las sanciones estatales sobre sus niveles de utilidad. Al hacerlo generan el máximo producto social (20) que, dadas las restricciones que imponen la dotación de recursos y la tecnología, puede obtener la sociedad. En cualquier otra situación de éste y del anterior esquema, el producto resulta menor (19 o 0).

La lección parece obvia: sin la intervención estatal, las fallas del mercado —representadas por la Gráfica 1— conducen a un desperdicio social porque no existen mecanismos automáticos que, en contra de lo que piensan los liberales, conduzcan a equilibrios óptimos. Antes bien, sin la regulación del Estado, la búsqueda del propio interés arriba invariablemente a un equilibrio empobrecedor, del cual no es posible salir sin la injerencia de factores externos o de cambios institucionales, y en el que la cohesión social brilla por su ausencia.

Sin embargo, la solución hobbesiana descansa sobre un conjunto de supuestos que difícilmente apreciamos en los Estados modernos, especialmente en aquellos que regulan sociedades subdesarrolladas. En primer lugar, da por sentado que el Estado no se equivoca: tiene información perfecta y capacidad de monitoreo cabal para detectar quién viola la norma, cuánto producen los agentes y a cuánto asciende la sanción que desincentiva las conductas oportunísticas. En segundo término, asume que el Estado no registra problemas de agencia y, por ello, que tanto los inspectores como los encargados de aplicar el castigo no se corrompen. Si estos supuestos no se cumplen a cabalidad, mengua la capacidad del Estado para promover el bienestar social. Veamos.

Llamemos x a la probabilidad de que el Estado se equivoque y que, en el caso de los pastores, castigue a un inocente. Por otro lado, y representa la probabilidad de que un culpable no sea castigado, sea porque el delito pasa inadvertido o porque quien es capturado es capaz de corromper a la autoridad y quedar impune. Así, el juego queda formulado de la siguiente manera (véase Gráfica 1.3.).

Gráfica 1.3. La tragedia de los comunes y las fallas del Estado

Grafica13

Las condiciones para que la actuación estatal conduzca a la cooperación son:

formulaPag30_1

Y que:

formulaPag30_2

Si se cumple la primera, automáticamente se cumple la segunda. Asíque consideremos que no se cumple esta última: y asume un valor de 0.7, mientras x = 0.65. El resultado será el siguiente:

Gráfica 1.4. La tragedia de los comunes y las fallas del Estado 2

Grafica14

Las fallas de Estado pueden conducir a un panorama más desolador que el original: la intervención estatal no sólo no ha propiciado la cooperación, sino que los agentes pagan —en forma de impuestos— cantidades que reducen su bienestar, aun cuando se toma como referente la tragedia de los comunes; es decir, el escenario en el que el predio se deteriora por un abuso de los recursos naturales. Ahora el producto social es negativo, lo que significa que la sociedad se endeuda o desacumula activos formados en periodos pasados, mismos que son transferidos al Estado. Éste opera como un depredador que obstaculiza el progreso económico y social y que, al mismo tiempo, no cumple con las funciones que de él se esperan.

Si volvemos la vista hacia el capital social y hacia los microcréditos, el primero de los cuatro esquemas simula el desperdicio, en términos de bienestar social, que se reproduce cuando se niega el acceso al crédito a personas que exhiben una clara vocación empresarial, pero que por carecer de recursos financieros y de capital humano apropiados, no pueden desplegarla y generar la riqueza correspondiente. El bienestar social efectivo es menor que el potencial. La diferencia entre ambos es la otra cara de la moneda, en la que se expresa la pobreza de hombres y mujeres que, en principio, no deberían sufrir esa condición social.

Sin duda, la intervención del Estado —plasmada en el segundo mecanismo— es un útil expediente para permitir la canalización de recursos hacia aquellos empresarios potenciales; no obstante, una de sus fallas —la información y el monitoreo completo: tercer y cuarto mecanismos— puede acarrear un riesgo muy común en los empréstitos estatales que no están acompañados de mecanismos solidarios: las faltas en el cumplimiento de los pagos, la consecuente expansión de la cartera vencida y la desviación de los recursos crediticios hacia consumos reprimidos, en virtud de que los problemas de legitimación hacen poco creíble que el Estado ejecute las sanciones vinculadas a amplios conglomerados sociales, signados adicionalmente por una endeble economía doméstica.

Frente a estos panoramas, el recurso del capital social emerge como una tercera alternativa de cara a las fallas del mercado y del Estado. La solidaridad y la reciprocidad conllevan el despliegue no sólo de instrumentos de cooperación, sino también de un conjunto de expedientes coercitivos extraestatales que apuntan hacia la exclusión y la reprobación sociales, en caso de que alguno o algunos de los miembros del grupo incurran en mora o en suspensión de pago definitiva. El costo de la defección es demasiado alto para ensayar cualquier modalidad del comportamiento oportunístico, incluido el free rider. Los tamaños de los grupos (entre cinco y 20 personas) permiten identificar claramente quién participa y quién no, de tal forma que pueden ejercerse los incentivos selectivos negativos (Olson, 1965), consistentes en la segregación de futuros beneficios que impliquen cualquier tipo de acción colectiva, así como el menoscabo de la reputación social, sin la cual es difícil sostener una vida armónica con los vecinos e integrantes más cercanos de la comunidad.

El uso del capital social representa así una forma no hobbessiana de resolver el problema del dilema del prisionero o de la tragedia de los comunes, sin abandonar el carácter público de una gestión que involucra a un conglomerado de individuos. Aunque los programas son diseñados y ejecutados por el Estado, el acento no recae en el quehacer estatal, sino en liberar un activo soterrado en el entramado social y en la forma en que los grupos sociales gestionan, dado un esquema institucional, su propio bienestar. Son sus miembros quienes sustituyen al Estado en sus funciones de monitoreo, supervisión y coacción, sin que se presenten problemas de agencia o de información asimétrica tan significativa que desvíen notablemente los resultados de las expectativas que los originaron. Por tal razón, la política social encarnada en los microcréditos registra, como se verá en el curso de este texto, una alta eficacia: al desplazar las fallas potenciales del Estado al ámbito de lo público no estatal (la acción colectiva de los grupos solidarios), posibilita minimizarlas, sin costos de transacción excesivos asociados a la información, el monitoreo, el cumplimiento de los contratos y el ejercicio de la coerción.

2

Si la política de microfinanciamiento es un complemento generacional de aquella orientada a interrumpir la transmisión de la pobreza entre padres e hijos, en la medida en que, a diferencia de Progresa u Oportunidades, se dirige a grupos de pobres adultos que no tienen otra esperanza de abandonar su condición de pobreza más que gestionar su propios ingresos, también este carácter complementario se puede constatar por el tipo de mercado o actividad en el que se espera que los pobres desplieguen sus capacidades una vez que han experimentado los beneficios de la intervención estatal.

En términos generales, los programas de formación de capital humano enfocan sus baterías a la generación de capacidades y habilidades que les permitan a los individuos pobres incorporarse al mercado de trabajo, una vez que han complementado un mínimo de educación escolar. Es esa dotación de destrezas la que les permitiría competir en igualdad de circunstancias con otros que, por su condición social, accedieron con una ventaja inicial a los niveles educativos que demanda un mundo global y competitivo. En este sentido —y también en términos generales—, se espera que su campo de desarrollo sea el mercado laboral, en el que las capacidades adquiridas mediante el sistema formal de educación impulsen la productividad del trabajo y, por esta vía, el nivel de ingreso de los beneficiarios. Si atendemos a la condición laboral de los pobres, la política no parece estar errada: la mayoría de estos contingentes sociales son asalariados, lo que denuncia que su estado no obedece tanto a la falta de oportunidades de empleo, sino a trabajos insuficientemente remuneradores y productivos, en virtud de la escasa calificación que exige su desempeño. Esto es especialmente cierto en el caso de la pobreza urbana, en la que la proporción de pobres que se encuentran desempleados es prácticamente nula (véase Cuadro 1.1).

Ello tiende a confirmar algunas hipótesis que postulan que los mercados de trabajo en México se comportan de forma muy similar a los que prescribe la teoría neoclásica: ante presencia de desempleo, los individuos están dispuestos a aceptar salarios más bajos, lo que conduce a reducir el desempleo de forma significativa y llevarlo a su tasa natural. En el caso de México, este comportamiento se explica por la condición de pobreza de la mano de obra (Millán, 2005; Hernández Licona, 1997), que no permite a quienes la experimentan acumular activos suficientes para sortear los periodos de paro laboral.

Sin embargo, una mirada más acuciosa al Cuadro 1.1 arroja otro mensaje inequívoco: entre un quinto y un tercio del total de pobres se ocupan en actividades productivas no subordinadas, en las que desempeñan tareas empresariales de baja intensidad de capital. Es de notar que esta proporción aumenta a medida en que se es más pobre y cuando nos trasladamos del ámbito urbano al rural, independientemente de la modalidad que asuma la pobreza (alimentaria, de capacidades y patrimonial).

Es a este segmento de la población pobre al que se ha dirigido —y dirige— la política de microfinanciamiento en México. Se trata de adultos que han rebasado la edad efectivamente contratable o que carecen de una instrucción suficiente para insertarse provechosamente en el mercado laboral, y cuyos ingresos son inferiores en aproximadamente 12% a los de los pobres que, con el mismo nivel de capacidades, han encontrado un lugar en el espacio ocupacional como asalariados.

Cuadro 1.1. Pobres por condición laboral

Pobreza Medio Ocupados asalariados (%) Ocupados no asalariados (%) Total ocupados (%) Jubilados (%) Desocupados (%)
Alimentaria Rural 60.0 32.0 92.0 0.6 7.3
  Urbano 72.7 22.8 95.5 3.0 1.5
  Total 66.4 27.4 93.8 1.8 4.4
De capacidades Rural 62.4 29.8 92.2 0.9 6.9
  Urbano 75.6 20.0 95.6 4.4 0.0
  Total 69.6 24.5 94.0 2.8 3.2
Patrimonial Rural 65.7 26.7 92.4 0.5 7.1
  Urbano 78.7 16.3 95.1 3.2 1.7
  Total 74.0 20.1 94.1 2.2 3.7

FUENTE: Elaboración propia con datos del inegi, 2006.

Ambos datos apuntan a dibujar una situación en la que la ocupación no asalariada, más que una opción, resulta una salida obligatoria ante la imposibilidad de conseguir un puesto laboral subordinado similar al de los pobres asalariados. A ellos debería sumarse la estabilidad en las remuneraciones vis a vis con el riesgo que caracteriza a los ingresos cuando están sujetos a los vaivenes de las ventas, así como las prestaciones sociales que suelen acompañar a los empleos formales. Todo ello configura un escenario que, en principio, erige el empleo subordinado como la mejor opción, mientras la ocupación no asalariada aparece como un second best. Sin embargo, esta conclusión dista de ser contundente: la diferencia entre los ingresos no es tan significativa como para compensar la flexibilidad de horarios, el escape de ambientes jerárquicos y, aunque sea tímidamente, las posibilidades de desarrollo, dado el escaso nivel de instrucción y capacidades adquiridas, asociados a una actividad empresarial. Tampoco los trabajos formales resultan lo suficientemente estables como para asegurar una carrera y una permanencia laborales que reduzcan de forma notable la incertidumbre, mientras que las prestaciones sociales no han alcanzado de forma universal al conjunto de trabajadores. En conclusión, no parece claro que la opción empleo sea preferible de forma absoluta sobre la alternativa de autoempleo mediante actividades empresariales de escasa intensidad de capital y conocimiento técnico, como generalmente suele creerse. Como veremos más adelante, las encuestas realizadas a los beneficiarios de los programas de microfinanciamiento parecen indicar lo contrario, sobre todo cuando esta política contribuye a una recapitalización importante de los negocios emprendidos.

Cuadro 1.2. Edad promedio de los pobres con ocupación no subordinada

Pobreza

Rural

Urbana

Total

Alimentaria

47.8

48.1

48.0

De capacidades

48.0

48.0

48.0

Patrimonial

48.2

48.4

48.3

Fuente: Elaboración propia con datos del inegi, 2006.

Cuadro 1.3. Ingreso mensual promedio de los hogares según condición de pobreza y laboral de los perceptores

 

Ocupados

Diferencia Asalariado-no Asalariado

Pobreza:

Asalariados

No asalariado

Absoluta

Relativa

Rural (pesos)

Urbano (pesos)

Rural (pesos)

Urbano (pesos)

Rural (pesos)

Urbano (pesos)

Rural (%)

Urbano (%)

Alimentaria

2 369.1 

2 974.8 

2 133.2 

2 656.1 

235.8 

318.7

11.1

12.0

De capacidades

2 707.5 

3 428.7 

2 422.6 

3 072.2 

284.9 

356.6

11.8

11.6

Patrimonial

3 636.5 

4 629.5 

3 246.3 

4 142.3 

390.2 

487.2

12.0

11.8

Fuente: Elaboración propia con datos del inegi, 2006.

Por otro lado, como se puede apreciar en el Cuadro 1.4, las personas que viven en condiciones de pobreza alimentaria y de capacidades, y que, al mismo tiempo, se desempeñan en ocupaciones no asalariadas, en su mayoría derivan sus ingresos de negocios agropecuarios, lo que introduce un factor de fricción más resistente para transitar hacia esquemas obrero-patronales más tradicionales, aun cuando puedan habitar en ciudades mayores a los 2 500 habitantes, en la medida en que la tenencia y el cuidado de la tierra constituyen un inhibidor de la dedicación a otro tipo de actividades remuneradas en esquemas de trabajo subordinado, amén de la tradicional aversión al riesgo que acusan los contingentes campesinos, especialmente cuando es la supervivencia alimentaria la que está en juego (Escalante, 1993). Las consabidas migraciones campo-ciudad siempre estuvieron fincadas en el resguardo de la tierra por familiares cercanos y, más generalmente, por la imposibilidad de acceder a predios, una vez que los mecanismos hereditarios se habían encargado de pulverizar las propiedades o, en el peor de los casos, de trasmitirlas a los hijos varones primogénitos, dejando a los otros sin medios efectivos de cultivo. Ello posibilitaba disminuir la presión del trabajo sobre la tierra y abatir la relación tierra-trabajo, como una forma casi involuntaria de innovación tecnológica que acarreaba mejores rendimientos agrícolas (Casar y Ros, 1984). Complemento de este proceso fue el alto crecimiento motivado por la industrialización a través de la sustitución de importaciones, que permitía la absorción de altos contingentes de mano de obra poco calificada en los medios urbanos.

Cuadro1. 4. Pobres ocupados no asalariados: tipo de actividad de sus negocios

Pobreza:

Negocios no agropecuarios

Negocios agropecuarios

Total

Rural (%)

Urbano (%)

Rural (%)

Urbano (%)

Rural (%)

Urbano (%)

Alimentaria

31.1

38.6

68.9

61.4

100.0

100.0

De capacidades

35.3

42.8

64.7

57.2

100.0

100.0

Patrimonial

44.9

54.2

55.1

45.8

100.0

100.0

Fuente: Elaboración propia con datos del inegi, 2006.

Hoy, las cosas han cambiado en el campo. La drástica desaceleración de la población rural difícilmente lograría reponer la camada familiar que eventualmente podría resguardar y atender las tierras potencialmente abandonables, al tiempo que el fin del reparto agrario propicia un aliciente adicional para invadir predios desocupados; la economía ya no crece a ritmos acelerados para convertirla en una eficaz absorbedora de mano de obra, mientras la industria y la manufactura tienden convertirse en sectores con un escaso dinamismo y que, por orientarse hacia los mercados externos, ya no pueden darse el lujo de incorporar mano de obra sin reparar en los grados de calificación, al tiempo que las actividades económicas más dinámicas, como el comercio y los servicios, demandan capacidades que difícilmente la experiencia agropecuaria puede aportar. A la luz de este nuevo escenario, la opción asalariada ya no resulta tan atractiva como antes al momento de reproducir el esquema migración campo-ciudad y el tránsito campesino-obrero.

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Sin embargo, más allá de si la ocupación no asalariada de los pobres es una vocación o una opción de segundo orden frente a la falta de empleo, el dato duro es que desde la apertura externa y la reforma económica del Estado, la economía mexicana se ha mostrado incapaz de crecer a los ritmos que demanda la incorporación de los nuevos contingentes de mano de obra. Como se ha demostrado en otra parte (Millán, 2005), la restricción externa al crecimiento se ha robustecido y ha arrojado un ritmo potencial de crecimiento equivalente a 3.19%, mientras el dinamismo requerido para satisfacer con puestos laborales a quienes ingresan al mercado de trabajo se mantiene en alrededor de 5%. Frente a tales hechos, y ante la imposibilidad de incidir sobre la política económica, la estrategia social no ha tenido otra forma de responder que atenerse a estas realidades y desplegar un grupo de acciones que, en el campo de los adultos pobres, se restringe a buscar alternativas productivas, especialmente aquellas que se orientan hacia el autoempleo.