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Manuel Cruz

Pensar en voz alta

Conversaciones sobre filosofía,
política y otros asuntos con
Luis Alfonso Iglesias

Herder

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2018, Manuel Cruz

© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-4185-1

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Índice

PRÓLOGO. La palabra que somos

PENSAR EN VOZ ALTA

I. FILOSOFÍA

II. AMOR

III. SOCIEDAD

IV. POLÍTICA

V. HISTORIA

VI. FUTURO

La palabra que somos

Cuántas veces habremos escuchado la afirmación tajante de que somos un país configurado por unos ciudadanos que no sabemos discutir, que hemos abandonado definitivamente el diálogo como instrumento privilegiado de conocimiento y la conversación como elemento indispensable de concurrencia y comunicación. Contra esa afirmación estereotipada y contra lo que de verdad pudiera haber en ella proponemos este Pensar en voz alta con la intención de que la voz sirva para alzar el pensamiento, entendido siempre como debate colectivo sobre diversos «asuntos» tan comunes como trascendentales. De este modo, el pasado, el presente, el futuro, la educación, los sentimientos, la libertad y todo lo que nos concierne se convierten en el evidente motivo para llevar a cabo lo que más nos constituye como seres humanos: nuestra capacidad para usar la palabra y el discurso de forma amistosa y flexible. Conversar es, en el fondo, «reunirse a dar una vuelta», conscientes de la lucidez implícita en la acción cambiante del razonamiento.

Afirmaba Emilio Lledó1 que, dentro de sus proyectos intelectuales y humanos, Manuel Cruz habría sido feliz porque el principio de felicidad consiste no solo en compartir momentos de bienestar, de salud y alegría con el propio cuerpo, sino también en el bienestar que se siente en el empeño de habitar espacios sociales y, sobre todo, de poder compartir la enseñanza y la comunicación como forma de amistad. Son los espacios de la fi­losofía, el amor, la sociedad, la política, la historia o el futuro los que Manuel Cruz hoy comparte de manera abierta a la par que penetrante en este libro, porque lo hace a la luz de una mirada que se ve a sí misma, como trataba de reflejar el aserto —a la par confuso y atractivo— de Gaston Bachelard, quien dijo que para ver bien el mundo primero había que haberse visto viéndolo.

En este sentido, en algún momento de la conversación recurre a la tecnología del deporte para ilustrar la tarea del filósofo, recordando que el uso instrumental del ojo de halcón permite en los grandes torneos de tenis dilucidar con total exactitud aquello que al ojo humano se le escaparía, como, por ejemplo, si la bola impulsada por la fuerza del tenista, muchas veces a más de doscientos kilómetros por hora, ha llegado a rozar, aunque sea mínimamente, la línea que delimita la pista de juego. El filósofo debe escudriñar de esta misma forma lo que le interesa y lo interesante, lo que importa y lo importante, ya que, como se afirma en el presente libro, los filósofos no están ni para formular augurios ni para leer los posos del café, sino que la función del filósofo realmente es la de incomodar, la de ser un elemento discordante que sabotea los tópicos.

Así, la pregunta por si la filosofía tiene cabida en el momento actual y cómo se relacionan el pensar y el vivir para constituir la tarea fundamental del filósofo, en estos tiempos en los que nece­sitamos tanto el pensamiento como en la Atenas de Platón, conlleva una respuesta llena de optimismo. Se puede escapar a la inercia que diluye lo importante en la superficialidad de lo aparente, ya que el orden del mundo en el que vivimos y, por consiguiente, pensamos (y viceversa) no puede ser considerado como fatalidad, destino u obviedad, sino como contingencia, resultado de la acción humana. Y la acción humana puede ponerle remedio porque es inequívocamente cambiante. «Será difícil, desde luego, pero más sufrimiento trajo llegar a donde estamos ahora, y quienes conspiraban para que ello sucediera lo consiguieron», insiste Cruz con agudeza.

Ello nos conduce inevitablemente al tema del amor con platónicas mayúsculas o con personalizadas minúsculas. Pero para abordar el mundo en el que sentimos no solo no es necesario situar en el terreno filosófico un tema consustancial a la filosofía como el amor, sino partir de la forma de vivir el amor de quienes se dedicaron a pensar en él. Ahora que quizás experimentamos la experiencia amorosa de un manera específica conviene adentrarse en este «campo de minas» con el mapa que trazaron desde sus coordenadas personales Platón, Agustín, Abelardo y Eloísa, Lou Andreas-Salomé y Friedrich Nietzsche, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir o el caso de Hannah Arendt y Martin Heidegger. Este último rompe longitudes y latitudes, ya que la relación de esta pareja es de una intensidad dramática e histórica mucho mayor porque hablamos del encuentro y el reencuentro entre un filósofo nazi y una filósofa judía, antes y después del Holocausto. Se percibe la afición afectiva y la admiración discursiva de Manuel Cruz por Arendt, quien nos ayuda, sin duda, a comprender que el amor, además de una experiencia, es también una idea, tan importante, que por muchos envites y cambios que haya sufrido a lo largo de la historia siempre deja fuera lo más deshumanizador: el abandono, la soledad, la muerte, en definitiva.

Pero si algo se afirma en esta conversación es que filosofar no es solo hablar, sino decir, hecho que nos vincula a la idea de responsabilidad en unos momentos en los que la intensidad de su ausencia da paso a la decadencia de la estupidez, incluso entre aquellos que deben guiar los destinos de las naciones más poderosas. Y ello pasa por afilar conceptos como el de tolerancia, cuya versión edulcorada le rechina a nuestro autor, que no solo defiende que la diferencia no es siempre relevante para la fortaleza de un discurso, dejando claro que las diferencias que deben importarnos son aquellas que ocultan injusticias. De ahí que tolerar a una persona sea algo insuficiente, porque a las personas se las debe respetar a través de la defensa de sus derechos. Al hablar del territorio social que nos contiene, aparece Manuel Cruz el comunicador, el filósofo de guardia que es capaz de articular argumentos con aristotélica precisión y de asentar verdades con cartesiana decisión. Nada más claro que su desenfadada referencia circular al concepto de democracia tan manido y poco cribado hoy en nuestro país: «Creer que la democracia consiste en meter la papeleta en la urna es como pensar que el sexo se reduce a la penetración».

Asimismo, se abordan temas como el federalismo, la pluralidad, los nuevos partidos políticos, el impacto de las redes sociales en la política, la corrupción, la cuestión catalana y, además, desde la posición que le permite unir al ojo de halcón su movimiento caleidoscópico que inactiva cualquier asomo de estrabismo. Si Paul Celan se preguntaba qué tiempos son estos en los que una conversación es casi un delito porque estamos rodeados de tantas cosas dichas, nuestro autor traza en la conversación la línea más poderosa que existe entre el delito y el deleite: la pasión por pensar y decir las cosas que parecen haber sido dichas, pero solo fueron referenciadas. Y además lo hace pasando por el tamiz algunos conceptos, como esa forma eufemística de la mentira llamada posverdad o el último comodín del lenguaje precocinado: el relato, todo el mundo tiene uno, solo tiene que dejarlo descongelar.

Frente al fast food del análisis, aparece la historia, el futuro o la utopía, sin la vanidad del presente ni la angustia del pasado, con explícita denuncia a la cómoda autosuficiencia de considerar que con lo que nos ocurre a nosotros ahora podemos entender cualquier acontecimiento del pasado. No hay antídoto más enérgico contra la soberbia actual que la insistencia de Manuel Cruz en que el abandono del pasado en el mundo actual implica la renuncia a aprender de nosotros mismos. Y a quienes confundieron el fin de la historia con los fines espurios de los que la contaban se les recuerda con esperanza y convencimiento que la historia no ha terminado, sino que nos hemos desentendido de ella al concebir el pasado como un parque temático en el que la flecha de la historia es autoguiada hacia el blanco ganador.

¿Y si soñar también se nos impide, entonces qué nos queda? Y aquí aparece el papel de la educación, que debe redefinirse en unos momentos en los que términos como «analfabetos» van acompañados de otros que los precisan y actualizan como «funcionales» o «digitales». Pero eso no resta ni una pizca al valor de la educación: el de formar, también, ciudadanos integrales, aunque sea simplemente por el pragmatismo explícito en la mostrada y demostrada ineficiencia de una sociedad de individuos educados en la insolidaridad y el individualismo. Al fin y al cabo la utopía consiste, a juicio de Manuel Cruz, en una nueva, diferente y mejor socialización de los individuos, algo tan sencillo como volver a considerar la posibilidad de que el orden social es en sí mismo transformable y no algo inexorable que solo podemos ver pasar. Encerrados en nuestra propia portería, tan solo en busca del empate, ignoramos, quizás con práctica consciencia, que una hipotética mejora social depende de nosotros. Es solo cuestión de dar razón y darnos razones.

Esta conversación, de la que el lector pasará a ser parte en las páginas que siguen, seguramente nos ayudará a pensar en voz alta dentro de la escala tonal que corresponde a cada uno de nosotros.

LUIS ALFONSO IGLESIAS



1 En el conjunto de ensayos en homenaje a Manuel Cruz reunidos en F. Birulés, A. Gómez Ramos y C. Roldán (eds.), Vivir para pensar, Barcelona, Herder, 2012.

Pensar en voz alta

Quieres un mundo, dijo Diotima, por eso
lo tienes todo, pero nunca tendrás nada.

FRIEDRICH HÖLDERLIN