Los días iguales
Ana Ribera
image242

Colección Lienzos y Matraces

«¿Deprimida? ¿Tú? Eso es imposible, con lo vital y fuerte que tú eres».

Sí, yo. Un día tras otro, un día y otro día, semanas y semanas que se convirtieron en meses y meses. Un día y otro día inmersa en una depresión que me arrasó. Días iguales en los que viví bajo una intensa luz blanca que me dolía. Un sufrimiento que se convirtió en mi único lugar seguro. Era mi dolor y llegó un momento en el que lo único que deseaba era hacerme pequeña, que la depresión me engullera por completo y desaparecer porque ya no recordaba quién era. Ni siquiera podía querer a mis hijas.

He escrito sobre aquellos días, Los días iguales, para ordenar todo aquel dolor y porque, como dice Joan Didion, «recordar qué se siente al ser yo, ésa es siempre la cuestión».

www.nextdoorpublishers.com

cover

Los días iguales
Ana Ribera
images

Colección Lienzos y Matraces

© De la Autora:
Ana Ribera

© Next Door Publishers
Primera edición: mayo 2018

ISBN: 978-84-947810-4-9

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Next Door Publishers S.L.
c/ Emilio Arrieta, 5, entlo. dcha., 31002 Pamplona
948 206 200
info@
nextdooreditores.com
www.nextdoorpublishers.com

Impreso por Liberdúplex
Impreso en España

Diseño: Ex. Estudi & Estudi Gisela Toll
Ilustraciones: fromthetree (@thefromthetree)
Director de la colección: Oihan Iturbide
Editor: Oihan Iturbide
Corrección: NEMO Edición y Comunicación
Fotografías: tururut.media

A María y Clara

Crónica interior, por Juan Tallon, ¿Por qué escribir este libro?, Antes, Reconocer la depresión, Las trincheras del sueño, Cosas que no quieres oír cuando tienes una depresión, Acercarse, Juan, Lo ordinario, Escribir, Hoy, La fiesta de mi madre, Ganas, En terapia, El día de los plátanos, La habitación de las palabras verdaderas, El metro, Morir, Soñar o no soñar, Pensar, Rutinas, Convalecer, Lo extraordinario, Volviendo a ser yo, Epílogo, Glosario.

Índice

Pero esto qué es, se pregunta uno al acabar de leer Los días iguales , con los pies aún un poco fríos. Yo me tomé un tiempo prudente —dos o tres minutos—, repasé las notas que fui escribiendo en trocitos de papel y al final me di cuenta de que estaba ante una crónica salvaje sobre la propia autora, que describe un viaje por su interior, convertido de repente en un lugar desconocido, en especial para ella. «Me conozco» es quizá la mentira que más nos repetimos a nosotros mismos a lo largo de nuestra vida. Qué nos vamos a conocer. Los días iguales es precisamente el relato del golpe que Ana Ribera recibe cuando empieza a descubrir que no sabe quién es. Yo acabé de leerlo como un aviso para el futuro. Nadie está libre de ser quien no imaginaba.

Ser uno mismo, el de siempre, no es tan fácil como parece a simple vista. Algunos días ni siquiera es lo natural, porque sencillamente quieres y no te sale. La peor época de una persona cualquiera me temo que llega cuando no puede hacer nada por dejar de comportarse como si fuese otra, alguien que no le gusta, que resulta ser lo contrario de lo que ella pensaba que era. Pierdes el control de tu vida, te vuelves un mero pasajero, vas a la deriva. «Tengo que hacer esto», te ordenas, pero ya no te haces caso. No importa si es fácil hacerlo. Tú ya no mandas. Eres alguien a merced de su propia cárcel. En ese escenario, en el que te extravías y desapareces dentro de ti, las cosas fáciles se convierten en imposibles, como hablar, lavarse el pelo, acordarse de comer, salir a comprar plátanos, cuidar de los hijos o saber quién eres. Vives en un simulacro. Nada te consuela salvo, a ciertas horas, la cama. Te ausentas y nada te ofrece compañía, hasta casi hacer tuyo aquello que Elizabeth Bishop pidió por carta a Robert Lowell, al indicarle que «cuando escribas mi epitafio, debes decir que fui la persona más solitaria que existió».

Crónica interior, por Juan Tallón

La distancia con la que Ribera habla de ella misma produce cierto vértigo, casi miedo, cuando adviertes que las páginas se aproximan a ese punto incandescente en el que cada frase ejerce una autocrítica implacable, durante la cual la autora se trata como a una extraña. No tiene otro remedio, porque en el fondo lo es, y siempre será difícil tratar con extraños, máxime si el extraño eres tú. El infierno empieza en uno mismo. Su viaje de ida y vuelta por la depresión es el relato de la otra persona que fue durante un largo tiempo, la persona que nunca quiso ser, la que sin más se le impuso. La otra Ana Ribera, que un día se presentó en su vida sin avisar y anunció: «Hola, ahora soy tú, prepárate». Es difícil escribir con distancia sobre algo que posee tanta carga emocional y de lo que es imposible distanciarse. Porque ¿cómo haces para alejarte? Ni idea, pero Ana lo consigue. ¿Dónde encuentras la determinación para sentarte y decirte «y ahora me voy a hacer una autocrítica feroz, porque me vendrá bien»? Lo ignoro, pero Ana lo logra. Casi asusta su frialdad narrativa, cuando los capítulos se vuelven un crucero por los días de la depresión, en los que la autora va explicándonos que aquel día lloró durante cien kilómetros en coche, y al otro se quiso morir, y al otro tenía miedo, muchísimo miedo, y al otro solo contaba con un amigo, que fue al que se agarró para salvarse, y al siguiente vio con los brazos cruzados cómo fallaba a sus hijas.

Me acordé varias veces, mientras me hundía con la propia Ana en su miseria, de Paul Valéry cuando en su Monsieur Teste sostiene que «hay que entrar a uno mismo armado hasta los dientes» y de algún modo hacerse «la visita del casero». A su manera, esa es la inspección que Ana Ribera registra capítulo a capítulo, mientras asesina todos los atisbos de complacencia, porque en el infierno solo vale contar la verdad cruda, sucia y antipática. Los días iguales es el relato de su Apocalipsis now, la crónica del inesperado viaje a un horror interior, cuando te miras y te dices: «No me conozco». Nadie está libre de un descubrimiento así. Este libro es una advertencia.■

Es bueno contar penas pasadas.

El sistema periódico, Primo Levi

El día que, por primera vez, me atreví a pensar que me había curado era miércoles 23 de septiembre de 2015. En mi coche, en Gran Vía, parada en medio de la marabunta del tráfico y de la gente intentando llegar a sus casas, rodeada de ruidos y con las noticias sonando de fondo en la radio, de repente me di cuenta de que estaba sonriendo. Pensé: «Estoy aquí, en mi coche, sola, una tarde cualquiera de un día cualquiera en un atasco y estoy sonriendo. No siento angustia, ni ansiedad, ni ganas de no estar. No estoy aterrorizada. No lloro». Bajé la solapa del parasol, me miré en el espejo y sí, ahí estaba mi sonrisa. Pensé: «Esta soy yo. Por fin estoy aquí, he vuelto». Por sorpresa, me reconocí de nuevo y fue una sensación tan increíble que deseé vivir en una película de los años cincuenta y poder gritar por la ventanilla «¡Me siento bien!» y subirme al techo de mi coche y bailar locamente con una falda de vuelo, que es la única manera de bailar locamente con estilo. Por supuesto, no hice nada de eso. Sencillamente me relajé y dejé que la reconfortante sensación de estar a salvo me invadiera por completo. Me miré de nuevo para comprobar que tenía una sonrisa sincera y no el simulacro que durante catorce meses había dibujado en mi cara cuando no había tenido más remedio que interactuar con gente que esperaba verme sonreír. Pero no, en el ridículo espejito «de cortesía» podía ver mi sonrisa de estar feliz y además no la estaba forzando, parecía salir de mi interior sin que yo pudiera controlarla. Ahí estaba mi sonrisa de diente roto saliéndome por los ojos.

Con la luz de finales de septiembre cegándome al reflejarse en los escaparates de la Gran Vía y mientras escuchaba la radio, pensé que era estupendo que ese momento de conciencia me hubiera llegado justo cuando iba a encontrarme con Antonio. Llevábamos un año sin vernos, un año en el que no había sido capaz de hablar con él ni siquiera por teléfono. Me había llamado un montón de veces, me había mandado mensajes proponiéndome planes, contándome chistes, preguntándome cómo estaba y yo siempre le había ignorado. Como mucho le mandaba un mensaje tipo «Sigo viva. No puedo hablar». Ese día, después de quince meses de no ser yo misma, él iba a ser el primero al que le dijera que por fin me (re)conocía.

¿Por qué escribir este libro?

La sonrisa, las reservas casi infinitas de energía que percibía en mi interior, las ganas de hablar y el deseo de ver gente casi me hicieron ponerme a llamar por teléfono para llenar mi agenda de encuentros en las semanas siguientes. Quería compartir con todo mi entorno que creía haberme curado, quería gritar, hacer una fiesta. Celebrar esa alegría súbita, el alivio que sentía. Sé que todo esto puede parecer pueril o frívolo, pero después de haber estado en un pozo tan hondo, tan oscuro, tan insondable… ser consciente de la vida tras meses sin parar de pensar en que ojalá la vida me dejara en paz era una sensación tan intensa y tan vertiginosa que me desbordaba. No sentir miedo, no sentir ansiedad, ni angustia, ni ganas de llorar era increíble. Ojalá hubiera sonado «Staying Alive» de los Bee Gees.

Me reconocí. Pensé: «Soy yo de nuevo». Allí sentada al volante y sonriendo tontamente sentí que quería agarrar la vida. La indiferencia ya no era mi estado vital. No es que durante los dos últimos años no me hubiera conocido, claro que lo había hecho, me había conocido tanto que me dolía el alma. Esa piltrafilla humana que se arrastraba por los días con una mueca en la cara también era yo, pero dominada por el lado más negro. Aquella parte oscura de mí seguía estando aquel día de septiembre y también hoy, cuando escribo estas líneas, pero aquella tarde me encantó reconocerme en la mujer que se reflejaba en el cristal del bar El Palentino mientras Antonio salía a recibirme y nos abrazábamos con cariño inmenso y alivio porque, por fin, volvía a ser yo. Él al verme creo que sintió lo mismo que yo. Me apretó fuerte y me susurró: «Anita». Lloré de alivio, lloré de felicidad, porque la sensación de sentirme con los pies en la tierra, de sentirme a salvo fue tan abrumadora que me desbordó.

«Lloré de alivio, lloré de felicidad, porque la sensación de sentirme con los pies en la tierra, de sentirme a salvo fue tan abrumadora que me desbordó».

Lloré porque ya no me sentía tan frágil como para que una palabra, una mirada, un gesto, una música o simplemente una sensación fueran capaces de tumbarme de golpe, de tirarme al suelo o de hacerme salir volando por el aire sin ningún control. Ya no me sentía hecha añicos. Y no me lo esperaba, estaba sorprendida, incrédula. Me había acostumbrado al pánico, al terror, a la ansiedad, a la angustia, a estar invadida por una tristeza densa y había creído que siempre sería así. El miércoles 23 de septiembre de 2015 sentí que era una chica con suerte y que nunca debía olvidar lo que había pasado. Nunca.

¿Por qué escribir este libro? ¿Por qué volver ahora a repasar los peores meses de mi vida? ¿Cuántos fueron? Nunca me he atrevido a contarlos, nunca he querido hacer un recuento pormenorizado, buscar un principio, un origen, pero sé que fueron más de doce meses y probablemente más de veinticuatro… puede que fueran treinta y seis. A lo mejor fueron más, pero no quiero pensarlo. Dejémoslo en que fueron casi tres años de mi vida sobre los que quiero escribir ahora. Cuando ya ha pasado más de un año desde que dejé la medicación y la terapia, siento la necesidad de escribir sobre aquellos meses en que una «vida normal» me parecía ciencia ficción. ¿Por qué ahora y no hace un año? ¿Por qué no empecé a escribir al día siguiente de aquella cena en Malasaña? Porque durante un año entero, desde aquella noche y como si fuera una etapa del luto, cada mañana al despertar me observaba a mí misma para ver si el milagro seguía ahí, si seguía curada. Primero me sometía a un escaneo completo, un control de daños a la manera de los ordenadores del Halcón Milenario: ¿He dormido? ¿Tengo hambre? ¿He tenido pesadillas? ¿Tengo miedo? ¿Siento ansiedad? ¿Voy a llorar? ¿Tengo fuerzas para levantarme? Después, me decía a mí misma: «Hace un año este mismo día lloré al despertarme deseando morirme» o «hace un año este mismo día fui a una reunión del colegio con gafas de sol para que no me vieran llorar» o «hace un año fingí no estar en casa cuando vinieron a leer el contador porque me dio vergüenza que el señor de la compañía me viera llorar». Un año comprobando cada día que estaba curada, que las cosas que tan solo unos meses antes me costaban la vida y que pensé que jamás sería capaz de volver a hacer me parecían ahora tareas sencillas, naturales e inconscientes. Curarse de una depresión es dejar de ser consciente de cada segundo de tu vida, dejar de sentir que cada minuto que pasa es agónico, que estás continuamente al límite de tu resistencia.

Ahora ya ha pasado el tiempo del luto y el pensamiento cada mañana es diferente, es: «Hace un año ya estaba curada». Estoy curada pero me aterra que se me olvide. No sé muy bien por qué no quiero olvidar cómo fue esa agonía, esa sensación de no poder con mi vida. Quiero escribirlo porque tengo miedo de que me vuelva a pasar y reconstruir los síntomas, las sensaciones, las causas quizá me sirva para huir si vuelve a pasarme. Sé que es un pensamiento muy contraproducente, pero siento la necesidad de escribir, de dibujar ese mapa del tesoro con sus caminos punteados, sus trampas, sus dificultades y sus peligros, porque en el fondo necesito algo a lo que poder recurrir si vuelvo a enfermar; aunque no me sirva de nada, necesito saber que estoy haciendo algo por si acaso, como el que acapara latas de judías blancas por si hay un holocausto nuclear. No le van a servir de nada, pero tiene judías.

Además, de ahora en adelante lo que yo sea estará de alguna manera en esos dos años de túnel solitario, una parte de la persona que soy ahora y que seré hasta que me muera surge de ahí, de los meses en que sufrí tanto que incluso ahora recordándolo lloro. Dice Karl Ove Knausgård en una entrevista en La Vanguardia :

No soy yo. Nuestras células se renuevan completamente cada siete años y mantenemos la identidad por un vínculo impreciso de la memoria, que no reconstruye los hechos de acuerdo a la verdad sino según sus propias reglas narrativas, lo que hace que recordemos cosas de las que es imposible que tengamos memoria. He mirado dentro mío y he contado lo que hay: memorias, recuerdos, sensaciones. Pero cuanto más profundo miraba, más me daba cuenta de que no era yo.

Escribir sobre aquellos meses, sobre lo que recuerdo, va a ser pensar en mí y a la vez dejar de ser yo cuando lo ponga por escrito. Escribir es sacarlo de mí, quizá signifique dejarlo atrás y, por fin, descansar por completo, sacudir la depresión de mis átomos, librarme de ella, quitármela de encima como una piel que al fin, tras muchos meses, he mudado por completo. Por otro lado me siento como si descolgara todas aquellas sensaciones y experiencias de las paredes de mi cabeza, como si descartara cuadros que ya no me gustan y hubiera llegado el momento de amontonarlos en un trastero. En mis paredes mentales, en mi cuerpo quedarán los cercos de esas experiencias y los veré todos los días, pero es posible que con el paso del tiempo acabe creyendo o sintiendo que ni siquiera pinté yo aquellos cuadros de los que solo queda el cerco o, mejor dicho, que no solo son míos, que son de todos los que han pasado o están pasando una depresión.

Con este recorrido por mis meses de vida bajo la cegadora luz blanca no pretendo escribir un manual de autoayuda, porque la depresión no se cura curándote a ti mismo, con buenas palabras, comiendo alpiste y haciendo deporte. Tampoco es un tratado médico porque yo no soy médico, ni una confesión jurada porque no estoy en un juicio. No es tampoco una oda a la vida triunfante tras una experiencia dolorosa, porque yo no gané nada ni triunfé sobre nada: me curé porque me cuidaron. No hay nada bueno en una depresión, nada. No es transformadora, ni reveladora, ni un aprendizaje. Tampoco es este libro una guía de consejos y, por supuesto, no es un canto optimista con un mensaje buenrollista del tipo «al final todo se pasa», porque el problema es siempre que no sabemos cuándo llegará ese final. Afronto este recuento de mis recuerdos como una visita a una exposición, con una guía particular que va comentando los cuadros: «Este es el momento en el que la autora pensó que se moría», «Aquí podemos ver el día que desarrolló fobia al metro» o «Contemplen asombrados cómo un perfecto cielo azul puede hundir a alguien sin motivo».

El título de la exposición es: «¿Cómo alguien como tú puede tener una depresión?».■

image20

Pero el tiempo, el tiempo primero nos encalla y después nos confunde. Creíamos ser maduros cuando lo único que hacíamos era estar a salvo. Pensábamos que éramos responsables pero solo éramos cobardes. Lo que llamábamos realismo resultó ser una manera de evitar las cosas en lugar de afrontarlas. El tiempo… que nos den tiempo suficiente y nuestras decisiones más sólidas parecerán temblorosas, nuestras certezas fantasiosas.

Julian Barnes, El sentido de un final

1. Antes

¿Qué había antes de la depresión? ¿Qué ocurrió antes de llegar a la nada? Todo el mundo te pregunta: «Pero ¿qué te ha pasado?». Yo misma quería saber qué hice mal, qué decisiones equivocadas había tomado, qué errores había cometido para llegar a tener una depresión. Durante muchos meses me dediqué a escudriñar mi pasado intentando saber cómo era posible que no lo hubiera visto. No hubo un antes hasta que estuve metida en el túnel, miré hacia atrás y vi su boca muy lejos, y fui consciente, de pronto, de que había tenido una vida, de que había sido otra persona antes de entrar allí. Pero ¿cómo había llegado hasta ahí? No había señales antes de ese túnel, no había nada, simplemente había entrado en él, sin darme cuenta, y no sabía salir, no podía. ¿Por qué no vi el túnel? ¿Por qué no vi el desierto? ¿Por qué no vi la luz blanca que se acercaba? Una y otra vez me hacía todas esas preguntas. Pensamientos destructivos que me hacían sentir que estaba enferma porque quería, porque me lo había buscado, por lo que había hecho o dejado de hacer, por pasarme de lista, por ser una floja, una débil, una quejica, una vendida. La verdad es que creo que mi depresión era inevitable, era el final al que, independientemente de la decisión que tomaras en cada página, llegabas en las historias de Elige Tu Propia Aventura: siempre era el mismo. Así lo siento yo ahora. Si trato de imaginar una vida paralela en la que todas mis decisiones vitales hubieran sido radicalmente distintas, creo que hubiera llegado al mismo punto porque nada de lo que hice me llevó a enfermar; creo que la depresión era el punto en el que acababan todos los caminos de mi vida, un haz de rutas vitales que inevitablemente terminaba encauzándose en la depresión. Ahora que he salido de ella otro enorme haz de vidas y de caminos se abre ante mí.

Cuando todo era demasiado confuso, me empeñé en buscar señales, advertencias que creía no haber visto en su día o que, quizá, me había saltado alegremente confundiéndolas con otra cosa. Quizá mi cuerpo me hubiera estado avisando y yo no había reconocido esas llamadas de atención o quizá solo estaba imaginando que me las había enviado y que si las hubiera visto, si hubiera estado atenta, me hubiera librado de la enfermedad. La depresión borra todas tus certezas, las aniquila, no sabes nada, ni siquiera lo que en algún momento supiste te parece en esa circunstancia lo suficientemente real y concreto. No consigues tener ni una sola idea compacta y estable. Buscando esas señales de peligro imaginé que a lo mejor aquella apendicitis aguda que me había sobrevenido de la noche a la mañana en el verano de 2013 había sido uno de los primeros gritos de alarma de mi cuerpo, avisándome de que algo no iba bien.

«¿Apendicitis? ¿Cómo voy a tener apendicitis?». Nunca había estado enferma, nunca me habían ingresado, jamás me habían operado. ¿Apendicitis una noche de julio? Cuando la doctora diagnosticó apendicitis aguda nada más verme entrar en su consulta, me sonó incongruente y poco apropiado, me pareció fuera de lugar, como si la apendicitis tuviera unas circunstancias idóneas para ocurrir, como si fuera una fruta que necesitara madurar en un determinado ambiente, con una humedad y una temperatura específicas. Las malas noticias siempre nos parecen inoportunas, fuera de lugar; antes siquiera de pensar en sus consecuencias, nos sorprende lo inapropiado del momento en el que ocurren. «¿Ahora? ¿Hoy? ¿Me tienen que operar hoy?». La incredulidad nos golpea como si hubiera días marcados en el calendario, en nuestra vida, con una etiqueta que dijera: «Hoy es un día propicio para una mala noticia» y pudiéramos levantarnos, mirar el calendario y decir: «Oh, vaya, hoy se muere mi tía» o «El miércoles me diagnosticarán leucemia, tendré que anular el teatro». Con las malas noticias nos golpea antes la sorpresa por el hecho de no estar preparados que la propia noticia. Puede que la apendicitis fuera un aviso de mi cuerpo, algo así como un: «Eh, las cosas están empezando a fallar, hoy es solo apendicitis pero mañana puede ser la junta de la culata y será el fin». Un año después de aquella operación, me dolían tanto el cuerpo y el alma, y el hueco que me comía por dentro, la desolación y la desesperación que me arrasaban eran tan apabullantes que la apendicitis me parecía un chiste, algo menor, intrascendente, casi indoloro. Hubiera cambiado media docena de apendicitis agudas por una hora sin aquel dolor sordo e insoportable. ¿Apendicitis? Bah, ¡qué bobada!

En el escrutinio de mi pasado, recordé también las contracturas que había sufrido y que me habían paralizado los brazos, además de los pies hinchados sin motivo aparente durante todo el año anterior. Llegaba a casa, me miraba los pies y los tenía como botijos. Por primera vez en mi vida tuve que ir al fisioterapeuta porque el brazo derecho me dolía tantísimo que no podía moverlo, parecía un retrato del Greco. Lloraba de dolor con aquellas contracturas. Ja. Aquello no era dolor, en esos momentos, en el verano y el otoño de 2014, un año después, me hubiera arrancado el brazo, quizá no entero pero desde el codo seguro, si a cambio me hubieran quitado algo de aquel terror que me tenía acurrucada en la cama acunándome, intentando calmar los ataques de ansiedad que sufría a todas horas.

Apendicitis, contracturas, pies hinchados, ¿qué más me había pasado antes? Dando vueltas en el laberinto mental en el que la depresión me encerró, pensé también que, a lo mejor, además de no haber visto las señales de mi cuerpo, lo que ocurría era que no había sabido resolver la crisis de los cuarenta. Quizá esa famosa crisis era real, como los terrores nocturnos de los bebés o la edad del pavo y no un invento, como yo había creído siempre, y a lo mejor lo que me ocurría se debía a mi incapacidad para haberla superado. No la había visto o, peor, la había negado y por esa razón se había enquistado y ahora me dolía como un forúnculo infectado y lleno de pus. Visualizaba la crisis de los cuarenta como una especie de acertijo, como un test vital que había que aprobar para pasar al siguiente nivel de la vida y que, por lo que sea, probablemente por mi propia incompetencia, yo no había sido capaz de resolver y me había quedado atascada, suspensa. No había resuelto un problema y el túnel era el castigo. Estaba en la cárcel del Monopoly por no haber sabido jugar.

«La depresión borra todas tus certezas, las aniquila, no sabes nada, ni siquiera lo que en algún momento supiste te parece en esa circunstancia lo suficientemente real y concreto».

Antes de la depresión también estuvo el divorcio. «¿Ana tiene una depresión? Claro, como se ha divorciado». Pensar que un divorcio es la causa de una depresión automáticamente libera a todas esas personas de la posibilidad de ser ellos mismos alcanzados por la enfermedad. Es como cuando alguien dice: «Juan tiene cáncer, pero es que fuma». Y percibes el suspiro de alivio de todos los no fumadores de la sala, como si ellos estuvieran a salvo. Lo mismo pasa con el divorcio. Tus interlocutores se chequean y piensan que están bien con su pareja, no van a divorciarse ergo no tendrán una depresión. Tras el alivio que creerse a salvo de caer enfermos les provoca, suspiran y dicen: «Claro, tiene una depresión porque se ha divorciado, si no se hubiera divorciado estaría perfectamente». Y volvemos a la casilla de salida: la depresión la tienes por algo que has hecho. Yo tuve mi depresión porque me divorcié; si los que la sufren son adolescentes, la sociedad piensa que es que fueron niños problemáticos o que la culpa es de sus padres; si son personas sin hijos, se deprimen por no haberlos tenido; si son personas con hijos, la tienen por los disgustos que estos les han dado; si alguien en paro sufre una depresión es por no tener trabajo o no haber sabido conservarlo o quizá por no haber estudiado, etc. Todos estos razonamientos causa-efecto dejan convenientemente al margen a todas aquellas personas que se divorcian y no tienen depresiones, a los niños problemáticos que jamás sufren ansiedad, a los parados que no encuentran trabajo y duermen a pierna suelta, etc. Uno no tiene una depresión por algo que haya hecho, uno no tiene una depresión por no saber lidiar con su vida. Nadie está a salvo de caer enfermo, pero para los que están fuera (para los que estamos fuera) es más reconfortante pensar que sí, que a ti no puede sucederte porque no has cometido ninguno de esos errores, porque eres más listo. Es inevitable, nos da miedo imaginar que pueda pasarnos y buscamos razones, las que sean, para autoconvencernos de que estamos a salvo.

Un divorcio, una separación es una circunstancia triste, no es divertido, no se pasa bien, se necesita valor para afrontarlo y cuesta trabajo primero atreverse a pensar y luego asumir el hecho de que algo por lo que apostaste no ha salido bien y tienes que crear una nueva rutina de vida; pero no causa una depresión. En mi caso, y los que me conocen lo saben, estar divorciada fue la mejor de las circunstancias vitales para enfrentarme a ella. De hecho, sé que si lo peor de la depresión me hubiera arrasado estando todavía casada, lo hubiera pasado mucho peor. Lidiar con la certeza de no estar a gusto con mi situación vital a la vez que con la depresión hubiera superado con mucho mis fuerzas. En mis peores meses me aliviaba pensar que había, que habíamos hecho bien al divorciarnos y que mi escasa reserva de tranquilidad interior se debía al hecho de haber afrontado el fin de nuestra relación y haberla resuelto de manera satisfactoria para nosotros y nuestras hijas. Cuando buscaba las razones para mi depresión en el antes, jamás pensé y sigo sin pensarlo que mi divorcio hubiera sido la causa ni el motivo ni la excusa ni el detonante.

Reflexionando sobre lo que hubo antes del túnel he pensado si en distintas épocas de mi vida me acerqué a él pero supe escapar a tiempo, si lo atravesé rápidamente o si conseguí entrar y volver a salir por el mismo punto. Cuando murió mi padre pasé un tiempo de luto, un tiempo de desubicación, de reajuste con la vida, con mis expectativas hacia ella y con lo que ella esperaba de mí. Fue una época rara, confusa, triste, pero no fue una depresión. Cuando tuve mi primera hija sufrí unas cuantas semanas de lo que se conoce como depresión postparto. Volver a casa con tu bebé y darte cuenta de que tu vida ya no va a volver a ser como antes, de que nunca volverá a ser tu vida, y ser consciente de que, por primera vez, una de tus decisiones vitales no tiene marcha atrás provoca, o a mí me provocó, mucho vértigo existencial. No lo pasé bien, lo pasé bastante mal; de hecho, hasta tener una depresión clínica siempre había creído que yo sabía lo que era una depresión por mis sensaciones de aquellas semanas. Pero ahora que he pasado los dos procesos puedo decir que no son lo mismo, que en mi caso fueron muy diferentes. Mi depresión postparto tenía una causa inapelable, tener una hija, y a pesar de provocarme llanto, tristeza y agotamiento no me impidió tener hambre, dormir (cuando me dejaban) o desear hacer cosas. Soñaba con una noche sin amamantar, un día de soledad sin un bebé en brazos, e imaginaba ocasiones en las que pudiéramos salir a tomar una copa, a cenar, al cine. Me apetecía hacer cosas y me frustraba no poder hacerlas, pero no me dolía el alma, no tenía ansiedad, ni angustia, ni vértigo, ni pánico, ni terror. Y si hubiera podido, habría dormido catorce horas seguidas. Tenía un bebé que me ataba y que me impedía hacer una serie de cosas, o eso sentía yo, pero tenía deseos, esperanzas, ganas de vivir, fantaseaba con planes y con que aquella personita empezara a interactuar con nosotros, quería que caminara, que hablara, que el tiempo pasara rápido para que algo ocurriera. Tampoco me era extraño el mundo exterior; eso sí, envidiaba a los que paseaban por la calle, la libertad de mis amigos sin hijos, la calma del que no tiene niños, la tranquilidad de vivir sin horarios, sin responsabilizarte de un ser humano que depende de ti. No quería desconectarme del mundo, no me sentía al margen de la vida, lo que me frustraba muchísimo era el cambio en mi manera de relacionarme con el mundo, con mi entorno, incluso conmigo misma. Ahora sé que aquello no fue para mí una depresión, sino un reajuste para adaptarme a mi nueva vida, un periodo en el que tuve que pulir mis esperanzas y expectativas para adecuarlas a mi nueva realidad, al hecho de tener una hija, de ser madre.

Antes de mi depresión había una vida normal, una vida como la de cualquiera, con sus días buenos y sus días malos. Era una mujer de cuarenta años con dos hijas, un trabajo, una familia estupenda, muchos amigos, con inquietudes, intereses, sin preocupaciones graves… y enfermé.

No quiero pensar que la causa de haber tenido una depresión fuera mi incapacidad para lidiar con la vida. Me niego a creer que la culpa de mi enfermedad esté en mí, en no haberla visto venir, pero estoy alerta, me observo, me registro y me palpo buscando síntomas, elementos, pistas, por si vuelve a pasarme, porque tengo miedo. Intento creer que si vuelve la veré venir y podré escapar. Si un día me despierto sobresaltada a las dos y media de la mañana no me preocupo; si encadeno tres días de insomnio empiezo a agobiarme. Si una mañana cualquiera con un vídeo en internet me pongo a llorar no me preocupo; si me ocurre conduciendo sola por la autopista, repaso mis últimos días para saber si se me ha pasado algo, si estoy ignorando alguna señal. Si me levanto con el cuello rígido o un dolor de espalda repentino, me paso días observándome. Sé que ninguno de esos hechos tiene ninguna relevancia y sé que es absurdo que me obsesione, pero no puedo evitarlo. Es, además, una actitud contraproducente y poco sana porque me otorga la responsabilidad de mi enfermedad, parece dar la razón a toda esa gente que cree que la depresión es una enfermedad que puedes evitar.

No sé por qué enfermé, pero sé con certeza absoluta, como se saben todas las cosas importantes, que puedo volver a tener una depresión. Esto es lo que no sabía antes y me aterra. Yo, antes, también me creía a salvo.■

image30

–Cuando la gente dice esa palabra, me enfurezco porque siempre pienso que depresión

David Foster Wallace, La broma infinita

2. Reconocer la depresión