Agradecimientos

Quisiera agradecer a mi padre, que ahora navega en el Cielo, la fascinación que siento desde pequeño por los barcos grandes y la admiración por las personas que luchan contra el mar y los elementos. Siempre recordaré las placas metálicas con el Nec Temere, Nec Timide, que, atornilladas en algún lugar visible en la zona de popa de sus barcos, nos recordaban a todos los valores con los que hay que «navegar por el mar de la vida: ni tímidos ni temerarios».

Mi agradecimiento a los miles de participantes, directivos y alumnos que he tenido en los prácticamente veinte años que llevo trabajando el caso Titanic en escuelas de negocios y empresas. Ha sido un auténtico proceso de cocreación con ellos. Sin sus inputs, el caso nunca habría sido lo que es y, por ende, este libro no sería el mismo.

A Teresa Sanciñena, a Sergio Duarte, a Inés Bardají, a María Teresa Gendrau y a Amparo Farrán, de Transforma. Veinte años ayudándome a ir desarrollando el caso, semana a semana, lo que ha dado una media de diez actualizaciones por año en las que ellos han tenido un papel fundamental, con sus ideas, con su apoyo en la investigación, con su creatividad y con ¡un montón de trabajo por su parte! Vuestro papel en esta cocreación ha tenido una relevancia extraordinaria, y así quiero que conste.

A mi mujer, por su apoyo en todo momento, por sus consejos, sugerencias y buenas ideas. Por creer en el proyecto y ayudarme más que ninguna otra persona en todo este camino. Por hacerlo desde el principio y hasta el último momento. Por su paciencia, ya que el 99 % de las palabras de este libro se han escrito fuera del horario laboral. No habría podido hacerlo sin ti.

A Joaquim Borrás por un maravilloso prólogo. A (por orden alfabético) Rami Aboukhair, Fausto Casetta, Yves Chapot, Antony Hung, Miguel Martín Casey, Rudy Moenaert, Danica Purg y Philippe Saussol, a quienes admiro profundamente y a quienes mi profesión me ha dado la inmensa fortuna de conocer, por sus opiniones sobre el libro y sobre mí.

A Jordi Nadal, de Plataforma Editorial, a Miguel Salazar y a Felipe Jaramillo, por abrirme las puertas de su casa, que hoy considero la mía, y en los que confío plenamente. Muchas gracias por vuestro apoyo, esfuerzo y por hacer libros ¡con sentido!

A Sam Lardner y a Katherine Semler por su profesionalidad, esmero, cariño y esfuerzo al traducir este libro al inglés de una forma excepcional. Enhorabuena por un trabajo verdaderamente impresionante.

A los expertos, y también a los aficionados, que he conocido durante todos estos años. A todas esas personas que –desde que yo era niño– me han enriquecido con sus conversaciones, entrevistas, aportaciones e ideas a cultivar mi afición por el fascinante mundo del Titanic.

1. Aquella noche de abril de 1912…

Ahora, querido lector, quiero que te sumerjas en la siguiente situación. Son las 23:40 del domingo, 14 de abril de 1912. En la cofa del Titanic, están Frederick Fleet y Reginald Lee: los dos vigías que había de guardia en ese momento, esperando a ser relevados de su turno en solo veinte minutos.

Hacen bromas, se los ve bastante relajados y han estado muy tranquilos durante todo su turno. En la película de James Cameron han querido recoger esta actitud confiada (que parece ser la que reinaba en gran parte de la tripulación) de varias maneras, entre ellas en una escena en la que uno de ellos, Frederick Fleet, presume ante su compañero de tener la capacidad de «oler el hielo» a gran distancia. Le asegura que si se encontrasen con alguno de esos grandes trozos de hielo (que son de esperar, en esa época y por esas latitudes del Atlántico Norte), él sentiría su presencia con antelación pues tiene esa habilidad. Hablaremos de esta escena después.

En cuestión de segundos, les cambia la cara a los dos. No pueden creerse lo que tienen delante: es la punta de un enorme iceberg, enfrente de ellos, ligeramente hacia el costado de estribor.

Inmediatamente, Frederick Fleet hace uso de la campana, se pone en contacto con el puente de mando mediante un teléfono interno, y da la voz de alarma. En el puente, el primer oficial, William Murdoch, da inmediatamente una serie de órdenes en cadena, órdenes en perfecta sincronía.

La primera es al timón: «Todo a estribor».

Prácticamente de forma simultánea viene la segunda, en este caso el destinatario es la sala de máquinas: «Contramarcha».

Se cierran las calderas. Las hélices se paran e inmediatamente se inicia la contramarcha. Se cierran las quince compuertas de seguridad, dando lugar a dieciséis compartimentos estancos, en los que estaba dividido el casco del barco, de proa a popa.

Todas las piezas de la maquinaria son de proporciones gigantescas: desde las calderas (de 4,5 metros de diámetro), hasta las tres hélices (la central tiene un diámetro de siete metros), los motores…, todo es verdaderamente impresionante.

En ese momento surge «la pregunta».

Es curioso que sean tres colectivos tan diferentes dentro del barco, los que se la hacen, en el mismo momento.

Estos son tres colectivos con distintos niveles de perspectiva, por un lado, y con tres diferentes niveles de responsabilidad, por otro.

Nadie parece entender qué está pasando.

La pregunta es: ¿por qué no vemos ningún resultado en las acciones que estamos llevando a cabo para atajar la situación?

Eran avezados marinos, técnicamente brillantes y con décadas de experiencia. Habían hecho maniobras como esta, y más difíciles, cientos de veces a lo largo de sus carreras profesionales.

En concreto, esta maniobra –port round the iceberg– (que luego analizaremos) la habían llevado a cabo en infinidad de ocasiones y siempre había dado resultado, pero hoy –pensaban ellos– no estamos viendo ningún resultado y lo peor es que …¡nadie entiende por qué!

Mientras tanto, Murdoch mira ansiosamente la proa, con la angustia de quien no puede hacer nada más y la insufrible impaciencia de ver que la proa vira muy lentamente a babor. Son segundos de sufrimiento que se reflejan en la cara de Murdoch, está sudando, agarrado a la barandilla, sobrecogido; segundos que parecen eternos.

Finalmente, la punta de la proa deja el bloque de hielo a estribor por muy poco, e inmediatamente se percibe en todo el barco un escalofriante y profundo temblor, cuando el costado de estribor, en violenta fricción, roza con la masa sumergida del iceberg.

Se produce una sacudida que Murdoch, aferrado todavía a la barandilla, siente como si de un seísmo se tratase. La cofa vibra. El timón tiembla violentamente en las manos del timonel. En las bodegas de proa se abre una brecha por el costado de estribor por la que entra, violentamente, un enorme flujo de agua a gran presión que barre todo cuanto encuentra a su paso.

La percepción de lo que está ocurriendo no puede ser más dispar entre los pasajeros, e incluso entre los miembros de la tripulación. En la cubierta de proa, por el costado de estribor, algunos pasajeros juegan con el hielo que ha caído al rozar el barco con el iceberg, como si de una anécdota curiosa se tratase. En las bodegas de proa, la tripulación y los pasajeros que sufren los efectos del agua que entra en el casco, lo ven de una manera muy distinta.

Murdoch da la contraorden: «Todo a babor», y activa el mecanismo que cierra todos los compartimentos estancos del barco. Es una imagen angustiosa y no solo por lo que está pasando, sino por la sensación de impotencia, de falta de control, de no lograr los resultados esperados.

William Murdoch es un curtido hombre de mar, un gran profesional acostumbrado a gestionar la adversidad en medio del océano. Precisamente por eso ha sido elegido por el capitán Smith como primer oficial del Titanic. Murdoch está acostumbrado a sufrir, pero no a la sensación de falta de control que está experimentando, con la angustia añadida de no entender por qué razón la maniobra (que tantas veces ha hecho en su vida) hoy no está funcionando.

La brecha sigue su curso por el costado de estribor, en dirección a la popa. Ya ha rasgado hasta el cuarto compartimento estanco del casco. La presión con la que entra el agua es impresionante.

La tensión no solo se vive en el puente de mando, sino que se ha disparado en vertical: desde las bodegas y las salas de calderas, hasta la cofa, donde los vigías están inmersos en una discusión. Reginald Lee le recrimina a Frederick Fleet: «¿No decías que eras capaz de oler el hielo? ¡Maldito idiota!».

Ha sido todo rapidísimo: el iceberg se ha quedado atrás después de ese violento roce a lo largo del primer tercio del costado de estribor. Para muchos el peligro ha pasado. Algunos piensan que al final todo se ha quedado en un susto. No saben que el barco está herido de muerte y que aquello de lo que tanto se alegran (no haber chocado con el iceberg) va a ser precisamente la fatídica circunstancia que ha firmado su sentencia de muerte.

En el puente de mando, Murdoch no está tan tranquilo. Pide que se anote en el cuaderno de bitácora la hora de la colisión: 23:40. Justo entonces entra el capitán en el puente y pregunta: «¿Qué ha pasado?».

Murdoch le informa de lo sucedido y le explica la maniobra. A juzgar por la reacción del capitán, está claro que él habría hecho lo mismo. No corrige en nada a Murdoch y las órdenes que en ese momento añade (cerrar las compuertas) son precisamente acciones que Murdoch ya había hecho. En realidad, la maniobra decidida por Murdoch es la misma que cualquier buen marino de la época hubiese llevado a cabo al ver un obstáculo delante y a tan poca distancia.

El capitán Smith ordena detener el barco y evaluar los daños para sondear el barco y asegurarse de que todo está bien.

En el interior, los pasajeros lo viven, como decíamos antes, de la forma más dispar imaginable. Mientras que los de tercera (más cerca del fondo del casco) pisan agua en el suelo al levantarse de sus literas, los de primera no experimentan ningún efecto de lo ocurrido, simplemente se extrañan de la vibración que han percibido y sienten curiosidad.

Andrews (el ingeniero jefe del enorme equipo de profesionales que diseñaron y supervisaron la construcción del barco) está preocupado y se dirige rápidamente, con los planos en mano, a pedir información sobre lo sucedido. Andrews presiente algo. Se le nota en la cara. Hay mucho en juego. La tensión entre los que saben lo que ha pasado es enorme.

Nadie se ha percatado todavía de los daños que ha habido. El barco parece estar bien. A diferencia de muchos otros naufragios (como el del Lusitania), el Titanic no muestra ningún signo de inestabilidad. Absolutamente nada parece indicar que la seguridad del barco pueda estar en entredicho. El iceberg, de hecho, ha quedado atrás pacíficamente, el mar sigue en absoluta calma, y algunos pasajeros, en cubierta, siguen jugando con el hielo que ha caído del iceberg.

Quedan pocos minutos para la medianoche y en ese momento nadie es plenamente consciente de la situación. Pero esta es realmente trágica: el barco va a hundirse. Es cuestión de tiempo. El barco nunca volverá a ver el sol; cuando amanezca estará en el fondo del océano, a casi cuatro mil metros de profundidad.

2. Las magnitudes eran impresionantes… ¿Organizaciones too big to fail? [Torres más altas…]

El 31 de mayo de 1911, en medio de una enorme expectación, tiene lugar la botadura del Titanic. Es el evento del año. Congrega a más de cien mil personas que se reúnen en torno a la pieza de tecnología más avanzada y de mayor magnitud, hasta ese momento, en la historia de la humanidad.

Hablaremos más adelante de las dimensiones y de la tecnología del Titanic, pero te adelanto que se trataba de algo inimaginable en el momento. La mayor concentración de tecnología de la época, con diferencia. Tecnologías muy distintas que cubrían desde el diseño naval a las telecomunicaciones, pasando por propulsión, hasta lo último en comodidad de pasajeros.

Es difícil hacerse a la idea de lo que supuso el Titanic en 1911. No es fácil calibrar el impacto que tuvo en personas que se asomaban a un nuevo siglo, contemplando con asombro avances que dejaban atónitos a todos. Signos de una nueva era de la humanidad. Así era este barco: majestuoso, potente, robusto e inmenso. El Titanic era mucho más que simplemente un barco grande: era el objeto móvil más grande jamás construido por el hombre.

En la botadura del barco se emplearon 22.000 kilos de jabón, aceite y grasa para lograr que el barco se deslizase hacia el agua, y así proteger el soporte sobre el que estaba apoyado el casco de la enorme presión de ¡150 kilos por centímetro cuadrado!

Había una enorme expectación. Entre otras cosas, el hecho de que se necesitaran quince mil personas para construir el barco dejó a la sociedad del momento absolutamente perpleja.

A quienes veían su interior les daban literalmente miedo los cuatro gigantes motores del barco, cada uno de ellos del tamaño de una casa de tres pisos. El barco impresionaba.

El día que transportaron las anclas del barco desde la fundición al astillero, Belfast salió a la calle porque sus ciudadanos no daban crédito a los comentarios de quienes las habían visto. Cada una de ellas tuvo que ser transportada en un carro distinto, por supuesto, y necesitaron nada menos que ¡veinte caballos bretones (caballos de tiro muy robustos) para poder mover cada uno de los carros! Cada ancla pesaba casi dieciséis toneladas. ¡Y cada eslabón de la cadena, 78 kilos!

Atónitos de ver que en su interior llevaba comida para alimentar a un pueblo entero durante meses, o de la cantidad de carbón de sus bodegas (el barco consumía ¡825 toneladas de carbón diario!), los vecinos no llegaban a hacerse cargo de la magnitud de este nuevo coloso. Sencillamente, eran proporciones que les rompían los esquemas.

Un barco, por otra parte, de una línea elegante, de una estampa solemne, noble, digna, de una estética cuidada, no solo en el interior, sino en su porte impresionante (¡como ya no los hacen!), serio, majestuoso y de una singular belleza. El Titanic representaba una nueva forma de hacer barcos y un nuevo siglo, que dejaba atrás todo lo anterior: por dimensiones y por lo avanzado de su tecnología.

Era, en la sociedad de la época, un icono para demostrar «lo mucho que hemos avanzado», pero también era un icono –dentro del sector económico en el que estaba encuadrado– necesario para el posicionamiento de la compañía a la que pertenecía: la White Star; una pieza clave para su estrategia, como veremos.

Más adelante analizaremos con más detalle la situación del mercado a finales del siglo XIX y principios del XX, porque la historia del Titanic no puede entenderse plenamente y con un mínimo de rigor sin descifrar estas claves de mercado, imprescindibles para comprenderla en su completa dimensión. Baste adelantar, por ahora, tres datos importantes sobre la situación del mercado.

Primero: durante los dos últimos tercios del siglo XIX hay dos grandes compañías líderes de mercado (ambas británicas), dos grandes rivales en el momento histórico que estamos analizando, cuya hegemonía está claramente por encima de cualquier tercero en disputa: la White Star –propietaria del Titanic– y la Cunard, que con el tiempo sería propietaria de barcos tan famosos como el Queen Mary y el Queen Elisabeth, entre otros.

Sin embargo, en los últimos dos años del siglo XIX y los primeros siete del XX, el liderazgo del mercado pasa por primera vez a manos alemanas, en concreto, a las compañías NDL y HAPAG. Esto tuvo un gran impacto en los dos rivales británicos que habían dominado el mercado durante el siglo XIX, cuyos benchmarking por primera vez tenían que ampliar sus miras si querían seguir siendo competitivos: ya no bastaba ver «qué estaba haciendo el otro»; este mercado ya no era –como hasta entonces– «cosa de dos».

La primera en actuar fue Cunard y su respuesta se llamó Lusitania y Mauretania: algo totalmente distinto a lo que se había hecho hasta entonces; un verdadero punto de inflexión tecnológica, y de dimensiones, con respecto a todo lo anterior.

La White Star tenía ahora una doble presión. Por un lado, el cambio en el panorama del mercado que supuso la irrupción de los alemanes (materializada principalmente en la compañía NDL y los Imperator Class Ocean Liners,1 de la Hamburg America Line, la HAPAG). Y por otro, su eterno rival le «daba» más duro que nunca, con el Lusitania y el Mauretania.

Había que hacer algo y había que hacerlo pronto. La respuesta no se hizo esperar y así nacieron los Olympic Class Ocean Liners: el RMS (Royal Mail Ship) Olympic, el HMHS (His Majesty Hospital Ship) Britannic y el RMS Titanic.

Titanic (a la derecha) y su hermana en la nueva categoría de Olympic Class Ocean Liners: el Olympic (a la izquierda de la fotografía).

Podemos decir que la botadura del Titanic era en sí un «mensaje» que la White Star estaba enviando esa mañana del 31 de mayo, y no iba dirigido solamente a la sociedad europea y norteamericana en general, sino también, y de forma muy especial, a su eterno rival: la Cunard (que había recuperado el liderazgo del mercado en 1907, de la mano del Lusitania, y que en 1911 todavía mantenía, de la mano del Mauretania), así como a los nuevos competidores alemanes.

Su porte y su estampa eran ciertamente impresionantes; toda una cuidada estética de este mensaje a tres bandas: la White Star pone en el agua un tipo de barco nunca visto hasta entonces.

El Titanic tenía una eslora de 269,06 metros (882,75 pies). Es cierto que cuando no estamos familiarizados con algo así (como pueden ser las dimensiones del Titanic) y nos dan la referencia de algo con lo que sí estamos familiarizados nos hacemos mejor idea de las magnitudes. Pues bien, si las medidas oficiales de un campo de fútbol internacional son de cien metros de largo (el terreno de juego, evidentemente), ¿puedes imaginarte un barco que midiese 2,7 campos de fútbol de largo? ¿Puedes imaginarte ahora lo que eso supuso hace más de cien años para quienes lo vieron? Verdaderamente impresionante.

La altura del barco, desde la quilla hasta la parte más alta de las cuatro chimeneas (tres en activo y la cuarta construida por razones de proporciones estéticas), era el equivalente a un edificio de ¡once pisos!

Es evidente que ahora hay barcos más grandes, pero quienes eso afirman para «mermar» la impresión que tenemos del Titanic cometen, a mi juicio, el peor error que puede cometer alguien que se asoma a la historia: hacerlo con los ojos de hoy, en lugar de ponerse en el lugar de los coetáneos de aquel momento. Si comparásemos un automóvil de entonces con uno de ahora, nos parecería «de risa» y la misma impresión tendríamos al comparar un tren, una motocicleta o cualquier otro vehículo. De hecho, el conocido Costa Concordia, botado casi un siglo después, tenía solamente 21 metros más de eslora (un 7,8 % más) que el Titanic.

En el año de la botadura del Titanic, 1911, el Metropolitan Life Tower de Nueva York era el edificio más alto del mundo, con 213 metros de altura. Todo un logro si lo comparamos con el Home Insurance Building de Chicago, que solo veinticuatro años antes había impresionado al mundo, con sus 42 metros (considerado el precursor de los rascacielos), o incluso con el Flatiron Building, de Nueva York, que alcanzó en 1902 los 87 metros. Pues bien, si en 1911 la altura del edificio más alto del mundo (la Met Life Tower) era de 213 metros, el edificio más alto del mundo en 2011 era el Burj Dubai, que mide cuatro veces más: 828 metros.

Para hacernos una idea, las dimensiones de cada una de esas cuatro chimeneas que citábamos antes eran tales que se decía que cabía un tren por cada una de ellas, con la locomotora incluida. Visualicemos por lo tanto un túnel…, de eso es de lo que estamos hablando si queremos entender qué eran estas chimeneas.