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PRIMERA PARTE

NATURALEZA DE LA ORACIÓN

Cuando se contempla con atención y con amor una obra maestra, por ejemplo, una magnífica catedral, se comienza por admirar el prodigioso conjunto, y se siente la impresión de unidad y de armonía que aquella obra de arte produce en nuestro espíritu; y después de haber contemplado el conjunto bellísimo, sentimos la necesidad de ir admirando cada uno de los pormenores que la componen, y de una manera especial nos sentimos inclinados a estudiar de preferencia el elemento artístico, que es como inspirador de toda aquella obra que tan honda impresión produce en nuestro espíritu.

Así acontece cuando con ojos profundos —con los ojos iluminados de nuestro corazón, como dice el Apóstol san Pablo—, contemplamos esa obra magistral del Espíritu Santo, esa obra maravillosa, que es La Vida Espiritual.

La última vez que tuve la satisfacción de hablar en estos días de preparación para la gran solemnidad de Pentecostés[1], procuré mostrar el grandioso conjunto de la vida espiritual; señalé los designios amorosos de Dios, que quiso participar a la pobre criatura humana su propia felicidad; dije cómo para realizar aquel pensamiento maravilloso de Dios era preciso que santificara nuestra actividad y que divinizara nuestra naturaleza, y procuré exponer el divino procedimiento por el cual se diviniza nuestra alma, se diviniza nuestra actividad y nos preparamos para la divinización de nuestra dicha en la eternidad feliz.

Ahora quiero, con la ayuda de Dios, tratar de esa misma obra maravillosa del Espíritu Santo, de nuestra vida espiritual; pero quiero considerar en ella un elemento que es importantísimo, que pudiéramos decir que es el inspirador de toda la armonía, el principio de unidad, la clave de esa obra maravillosa; esto es, quiero hablar de la oración, de la oración considerada en un sentido amplio, en un sentido divino, como el elemento esencial de la vida cristiana, como el principio de unidad que va realizando en nuestra alma la obra prodigiosa del Espíritu Santo.

No quiero decir con esto que para la vida espiritual baste con la oración; se necesitan, sin duda, otros elementos; pero el elemento positivo, pudiéramos decir, el elemento director, es precisamente la oración. Quiero mostrar, desde luego, cómo la oración es el principio esencial y positivo de la vida espiritual, y cómo el Espíritu Santo es el gran inspirador, el gran director de ese procedimiento divino, por el cual nos vamos constantemente acercando a Dios y transformando en Él.


1 Véase “La Vida Espiritual”, por el mismo autor, 3.a parte. El Espíritu Santo y la Vida Espiritual, págs. 137-204.

1. LA VIDA ESPIRITUAL ES LUZ

En efecto, la vida espiritual puede concebirse de dos mañeras; primeramente, como una obra de luz, como una luz celestial que va poco a poco iluminando nuestro espíritu y que nos va haciendo subir por una escala luminosa hasta una cumbre excelsa.

El Apóstol san Pablo, con su lenguaje enérgico y adecuadísimo, con sus fórmulas precisas, breves, sintéticas, nos expresó este aspecto de la vida espiritual cuando nos dijo esta frase sublime: Nos vera omnes. Revelata facie gloriam Domini speculantes, in eamdem imaginem transformamur a claritate in claritatem, tamquarn a Domini Spiritu, «Nosotros, contemplando la gloria de Dios, nos transformamos en la misma imagen, de claridad en claridad, por la obra del Espíritu de Dios»[2].

Verdaderamente, la vida espiritual, si bien se comprende, no es otra cosa sino una marcha triunfal de luz, o más bien dicho, como lo expresó el Apóstol, una transformación de luz que se realiza en nuestra alma; porque no solamente somos iluminados, sino que somos transformados. La luz divina no solamente ilumina nuestros senderos, sino también transforma nuestro ser, nos hace luminosos, nos hace celestiales y va haciendo pasar nuestra alma, de etapa en etapa, de claridad en claridad, hasta llegar a transformarnos, con una divina transformación de luz, en Jesucristo.

Porque la vida cristiana a eso tiende, a transformarnos en nuestro Señor, a hacer de cada uno de nosotros otro Cristo. A la manera que el artista, trabajando lenta, paciente y acertadamente, transforma un bloque de mármol en una estatua bellísima, así, bajo la dirección del Espíritu Santo, nosotros debemos transformar este bloque de mármol que es nuestra alma en la imagen bellísima de Jesucristo.

Pero esa imagen es, ante todo, una imagen de luz; porque Jesucristo es luz, y ser semejantes a Jesucristo es llevar en nuestra alma destellos celestiales que reproduzcan en miniatura su imagen maravillosa.

Y no es esta una idea exclusivamente mía; el mismo Jesucristo nos enseña que la vida eterna —y, por consiguiente, la vida cristiana, que es su principio— es luz: Haec est vita aeterna: ut cognoscant te, solum Deum verum, et quem misisii Jesum Christum, «En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste»[3].

La vida cristiana, ante todo y sobre todo, es luz, luz con la que conocemos a Dios y a su Cristo, luz por la que nos transformamos en luz y llevamos en nuestra alma la imagen de Cristo, imagen de luz, imagen de esplendor.

* * *

Pero esta transformación, sin duda que la hace ese trabajo asiduo y constante que debemos tener en ir quitando nuestros defectos, en ir plantando en nuestro corazón todas las virtudes cristianas.

Así como el trabajo del artista que esculpe una imagen bellísima en un bloque de mármol consiste en ir quitando todas las anfractuosidades del mismo, puliendo, limando, cambiando la forma. Pero ese no es más que el trabajo negativo; el positivo consiste en que infunda, por decirlo así, en la dura roca el ideal alto y excelso que lleva en su espíritu.

Por el trabajo de transformación moral de nuestra vida quitamos las anfractuosidades de nuestra alma, y vamos poco a poco disponiéndolas para que pueda allí esculpirse la imagen de Dios. Pero la luz espléndida que va infundiendo en nuestra ingrata naturaleza la imagen celestial y divina es la oración.

La oración es luz; cuantas veces nos acercamos a Dios nos envuelve en su luz. A la manera que quien se acerca al sol, quien se expone simplemente a sus rayos, se ilumina, así, el que se acerca a Dios se envuelve, se baña en luz.

Nuestra oración es siempre una iluminación. No solo las altas y excelsas contemplaciones de los Santos, en que, por decirlo así, sumergían sus ojos en el Sol divino, sino hasta la pobre oración del alma imperfecta que expone a Dios sus miserias y sus necesidades para que las socorra, nos baña de luz.

La oración es luz; en ella conocemos nuestra pequeñez y la grandeza divina; en ella descubrimos la vanidad de las cosas de la tierra y empezamos a apreciar las cosas celestiales; en ella, sobre todo, tenemos ese gran conocimiento de Jesucristo que constituye la vida cristiana y la vida eterna.

Quienquiera que haya hecho oración puede dar testimonio de que al acercarse a Dios se ha iluminado. Ciertamente, en algunas ocasiones no nos parece que estamos envueltos en luz; por el contrario, nos parece que nos cubren las tinieblas; pero esas tinieblas, en muchísimas ocasiones, no son otra cosa que el efecto de una luz más viva y más esplendorosa, que no alcanzan a captar nuestros ojos imperfectos y limitados.

Quienquiera que se acerque a Dios se ilumina. La oración es luz, y a medida que se va avanzando en los senderos de la oración, el alma se va iluminando; va de claridad en claridad; cada una de las etapas de la vida espiritual se caracteriza por una forma de oración, y cada una de esas formas de oración expresa una de las claridades de que nos habla el Apóstol san Pablo; y de una forma de oración a otra, de una claridad a otra, se va realizando en nosotros la divina transformación de luz, que es la meta de la vida cristiana.

* * *

Y esto —el Apóstol san Pablo nos lo enseña— es el Espíritu Santo quien lo realiza. Nosotros, contemplando la gloria de Dios, esa gloria de Dios que esplende por todas partes; esa gloria de Dios que se admira en el firmamento estrellado, y en el campo florido, y en el bosque rumoroso; esa gloria de Dios que podemos contemplar en el océano sin límites y que también podemos descubrir en el fondo de nuestros corazones; esa gloria de Dios que brilla especialmente en el orden sobrenatural y divino; contemplándola, nosotros nos iluminamos también, nos vamos haciendo seres luminosos, nos vamos transformando de claridad en claridad; y el Apóstol nos lo dice: Tamquam a Domini Spiritu. «Por la obra del Espíritu de Dios».

Esa obra de iluminación que constituye el fondo de la vida cristiana es una obra del Espíritu Santo.

Ciertamente que Jesucristo ¡nuestro Señor es la Luz del mundo. Él mismo nos lo dijo: Ego sum lux mundi[4]. Pero también sus labios divinos nos dijeron que el Espíritu Santo nos enseñaría toda verdad.

A primera vista parece extraño; si Jesús es luz, ¿qué necesidad tiene de que el Espíritu Santo ilumine? ¿No puede Él iluminar con sus propios fulgores los espíritus?

Para contemplar el sol se necesitan ojos especiales o aparatos especiales que templen los ardores del astro rey para poderlos acomodar a nuestra pequeñez. La obra de la iluminación no es solamente objetiva, sino que tiene que ser forzosamente subjetiva; hay que disponer nuestro espíritu y nuestro corazón para que podamos contemplar la luz del sol. Jesús es luz; pero el Espíritu Santo es el que nos ilumina, porque adapta maravillosamente nuestra alma para que podamos contemplar las cosas de Dios.

Durante tres años, los tres años de su vida pública, Jesucristo pasó por la tierra predicando palabras de vida eterna; nos dijo todo, nos enseñó todo; al grado que la víspera de su Pasión pudo decirles a sus discípulos: Vos autem dixi amicos; quia omnia quaecumque audivi a Patre meo, nota feci vobis. «Os he llamado mis amigos porque os he dado a conocer todo lo que escuché del Padre»[5]; y, sin embargo, los Apóstoles, que habían estado cerca de Jesucristo nuestro Señor y que habían escuchado su predicación celestial; los Apóstoles, que habían recibido las íntimas confidencias del Maestro, no acertaban a comprender los divinos Misterios, hasta que el día glorioso de Pentecostés vino el Espíritu Santo; y entonces sus ojos se abrieron, y su alma se dispuso, y comprendieron todas las cosas que Jesucristo les había enseñado.

El Espíritu Santo ilumina todo; el Espíritu Santo nos adapta para recibir la luz de Jesucristo, la luz que es Jesús mismo.

Pero ese divino Espíritu realiza en nosotros su obra por medio de ese procedimiento divino de la oración. En la oración, el Espíritu Santo nos dirige y nos inspira poco a poco; como un maestro consumado va descubriendo ante nosotros las maravillas de las cosas espirituales y divinas; poco a poco se va aclarando para el alma el mundo sobrenatural, hasta que llega un momento en que se siente en toda su grandeza el esplendor de las cosas divinas.

La oración es una obra de luz; por eso es un elemento esencial de la vida cristiana. Y esta iluminación divina que se realiza en la oración es el fruto, es la obra del Espíritu Santo.


2 II Cor., III, 18.

3 Joan, XVII, 3.

4 Joan., VIII, 12.

5 Joan., XV, 15.