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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Molly Fader

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Comenzar de nuevo, n.º 48 - julio 2018

Título original: Baby Makes Three

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-735-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

.Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Por el rabillo del ojo, Gabe Mitchell vio cómo Patrick, su padre, escupía en una servilleta un bocado de tofu envuelto en alga, como si fuera un niño de cinco años.

Gabe le dio una patada por debajo de la mesa, horrorizado y envidioso al mismo tiempo.

—¿Y bien? —preguntó Melissa, la cocinera responsable del terrible plato de comida vegana—. ¿Estaba en lo cierto, o qué?

—O qué —murmuró Patrick, y dejó la servilleta arrugada junto al plato.

—Tenía razón —dijo Gabe y se metió la bola amarga de comida en la mejilla, lejos de las papilas gustativas—. Sin duda es algo increíble.

—¿Y bien? —sonrió ella—. ¿Cuándo empiezo?

Patrick se rió pero enseguida disimuló fingiendo un ataque de tos, así que Gabe no volvió a pegarle una patada bajo la mesa.

Él consiguió tragar lo que tenía en la boca, bebió un poco de batido de mora para quitarse el sabor y se sorprendió al ver que ella había conseguido que las moras también tuvieran mal sabor.

Había entrevistado a cinco cocineros y aquélla era la peor.

—Bueno… —sonrió y mintió al decir—. Esta semana tengo más entrevistas, así que la llamaré si…

La chica lo miró decepcionada.

—¿Sabe? —dijo ella—. No le resultará fácil encontrar a alguien dispuesto a vivir aquí, en mitad de la nada.

—Lo comprendo —dijo él.

—Y el local es nuevo —se encogió de hombros—. No tiene fama como para conseguir un buen…

—Está bien —él se puso en pie e interrumpió a la chica—. Recoja sus cosas y yo la llamaré si…

—Y eso es otra cosa —se estaba poniendo pesada. ¿Qué tenían los veganos que hacía que fueran tan susceptibles?—. Su cocina es un desastre…

—Ya sabe cómo pueden ser los proyectos en construcción —Patrick se puso en pie y sonrió—. Pueden ser un caos y, al instante, ser una obra perfecta.

—Usted debe de estar en la parte del caos —dijo Melissa.

—Es cierto, pero le garantizo que la próxima semana será una obra perfecta —sus ojos azules brillaron como si estuviera compartiendo un secreto con ella.

Patrick se puso en pie y le tendió el brazo a Melissa para acompañarla hasta la cocina.

Gabe permaneció sentado y sonriendo. Su padre se encargaría de todo. «Perfecto. Porque a mí se me han acabado los cumplidos», pensó.

—Cuénteme, Melissa, ¿cómo ha conseguido que el tofu permaneciera en una pieza? Sí, en ese pequeño atadillo —preguntó Patrick mientras se dirigían a la cocina.

Melissa se sonrojó y comenzó a hablar sobre la magia de los palillos de dientes.

«Que Dios me salve de las cocineras novatas».

La puerta de la cocina se abrió y su padre acompañó a la chica hasta el interior.

El silencio invadió la habitación.

Él se sentía como si estuviera en el ojo del huracán. Si salía de aquella habitación lo zarandearía el fuerte viento, los plazos, los cabos sueltos y una cocina sin cocinero.

—Eres demasiado agradable —dijo Patrick cuando regresó a la habitación.

—Me dijiste que siempre fuera educado con las mujeres —dijo Gabe.

—No cuando tratan de envenenarte.

Patrick se sentó de nuevo y se cruzó de brazos.

—Ella era peor que los otros cinco cocineros que has entrevistado.

El tofu recubierto de algas que permanecía en su plato parecía mofarse de Gabe, así que él lo cubrió con la servilleta y lo apartó. Colocó los brazos detrás de la cabeza y contempló la vista de Hudson River Valley a través de la ventana.

La vista era maravillosa. Estupenda. Él confiaba en que aquella vista atrajera a los huéspedes al Riverview Inn, pero también confiaba en tener un buen cocinero.

El río Hudson pasaba junto a su propiedad y, desde la ventana, él podía ver la estructura del cenador que estaban construyendo. Un cenador en el que, dos meses y medio después, se celebraría una boda muy importante.

La madre de la novia había llamado tres días atrás diciendo que necesitaba un lugar así y que lo había encontrado en la web. Y desde entonces, cada día les enviaba un correo electrónico para hablar del menú y él conseguía darle largas diciéndole que necesitaba saber el número de invitados antes de poder preparar un menú y darle un presupuesto.

Si perdían aquella boda… Tendría que confiar en que hubiera una vacante de encargado en McDonald’s, o que su sangre, cabello o semen valiera lo suficiente como para poder pagar la deuda en la que estaría metido.

Todo iba saliendo según lo planeado. Habían tenido algunos problemas con la fontanería pero Max, su hermano, los había solventado enseguida.

—Se suponía que conseguir un cocinero resultaría sencillo, ¿no es así? —preguntó Patrick—. Creía que tenías amigos célebres en Nueva York.

Gabe miró a su padre e hizo un círculo con los ojos.

—Decidieron quedarse en Nueva York —le dijo. Los tres que había elegido, y por eso se había visto obligado a hacer entrevistas.

Llevaba quince años en el negocio de la restauración y había pasado de camarero a sumiller. Durante cuatro años había sido el encargado del mejor restaurante de Albany y en los pasados cinco años había sido el propietario de un asador en Manhattan, para después llegar a eso.

Algas rellenas de tofu.

—No puedo creer que sea tan difícil —murmuró él.

Patrick sonrió.

—Abro dentro de un mes y no tengo cocinero. Ni siquiera personal de cocina.

Patrick se rió.

—¿De qué diablos te estás riendo, papá? Tengo un problema muy serio.

—Tu madre diría que…

La rabia lo invadió por dentro.

—¿A qué se debe esa repentina fascinación por mamá? Hace años que no está con nosotros. No me importa lo que diría ella.

Sus palabras crueles reverberaron en la habitación vacía. Él se frotó el rostro, avergonzado de sí mismo.

—Lo siento, papá. Tengo muchas cosas en qué pensar, no quiero…

—Lo comprendo, hijo —el padre apoyó una mano en su hombro—. Pero no siempre sale todo bien. A veces cuesta trabajo…

—Yo trabajo. Y trabajo duro, papá.

—Oh, hijo —dijo Patrick—. Sé que lo haces. Pero has trabajado duro tratando de que todo parezca fácil. Nunca he visto que una obra vaya tan bien como ésta. Has conseguido que los abogados, los camioneros y los que manejan la excavadora coman de la palma de tu mano.

—¿Crees que eso es sencillo? —Gabe miró a su padre arqueando una ceja.

—Sé que no es así. Te he visto trabajar durante noches, hasta salirte canas, y estoy orgulloso de ti.

Oh, cielos, iba a ponerse a llorar.

—Pero a veces, uno tiene que tomar elecciones difíciles. Tragarse el orgullo, y pedir favores. Hay que luchar, y eso es algo que a ti no te gusta hacer.

Eso era cierto, no podía decir que él luchara por las cosas. Luchar implicaba discusiones y enfrentamientos, y la posibilidad de perder.

Y perder no era su estilo.

Trabajaba duro, hacía los contactos adecuados, trataba bien a sus amigos, y a sus rivales mejor. Se aseguraba de que las cosas salieran a su manera, y no tenía nada que ver con esperar sin hacer nada a que sucedieran. Pero tampoco tenía que ver con comprometerse, enfrentarse y tragarse el orgullo.

La idea hacía que Gabe se estremeciera.

—¿Estás diciendo que debería luchar por Melissa? —miró hacia la puerta por la que se había marchado la cocinera vegana.

—No —Patrick arqueó sus cejas pobladas—. Claro que no. Lo que digo es que deberías luchar para encontrar al cocinero adecuado.

—¿Por qué estamos luchando? —Max, el hermano mayor de Gabe, entró en la habitación sacudiéndose el jersey que llevaba lleno de serrín—. ¿Me he perdido la comida?

—En realidad no —dijo Patrick—. Y todavía no hemos empezado ninguna discusión, así que, tranquilo.

Max agarró una silla de las que había apiladas sobre las mesas, se quitó el cinturón de herramientas y lo colgó en el respaldo de la silla antes de sentarse.

Como experto en peleas, Max había convertido las peleas en su misión de vida. Y no sólo físicamente, aunque la curvatura de su nariz y la cicatriz que tenía en el cuello a causa de una bala que le había rozado daban fe de ello.

Sí, Max sabía como pelear.

—Bueno, por la cara de Gabe, intuyo que todavía no tenemos cocinero —dijo Max, y colgó las gafas de sol en el cuello de su camisa.

—No —gruñó Gabe—. No lo tenemos.

Max, su querido hermano y su mejor amigo, se desperezó y se rió:

—Nunca te he visto en un lío como éste, Gabe.

—Me alegro de que mi familia esté disfrutando tanto de esto. He de recordarte que si esto no funciona, todos nos quedaremos en la calle. Deberías mostrar un poco de preocupación sobre lo que está sucediendo.

—Sólo es un edificio —dijo Max.

Gabe no podía estar más de acuerdo, pero no dijo nada.

—Voy a preparar algo de comer —Patrick se puso en pie y Max se quejó—. Continúa quejándote y lo harás tú —dijo él y desapareció en la cocina.

—Sándwiches de queso. Otra vez —se quejó Max.

—Mejor que lo que hemos comido, te lo aseguro.

—¿Qué ha pasado?

—Ah, esa chica nos dio una comida horrible y dijo que estaba loco por querer montar un hotel en mitad de la nada y pretender que un cocinero viniera a trabajar aquí por un sueldo pequeño y en una cocina sin terminar. Básicamente, lo que me habían dicho los demás cocineros.

Gabe hizo una pausa y reunió el valor para formular la pregunta que le quitaba el sueño por las noches.

—¿Crees que tienen razón? ¿Es una locura pretender que un buen cocinero venga hasta aquí, arriesgue su carrera y detenga su vida para ver si este lugar tiene éxito?

Max ladeó la cabeza y contestó.

—Hermano, llevo más de un año diciéndote que esto era una locura. ¡No me digas que ahora empiezas a estar de acuerdo!

Gabe sonrió. Estaba desanimado. Y muy cansado, sin duda. Frustrado y a punto de tener una crisis por no haber conseguido un cocinero. Pero el Riverview Inn iba a ser un éxito.

Él se aseguraría de ello.

Llevaba diez años soñando con ese hotel.

—No será que no tengo referencias —frunció el ceño, molesto por los comentarios que había hecho Melissa—. Conseguí llegar a encargado en el restaurante de Albany. Y fui el propietario de los diez mejores restaurantes de la ciudad de Nueva York durante cinco años. Durante meses me estuvieron llamando los periodistas para hacerme una entrevista. El crítico de restauración de la revista Bon Appetit quería venir a ver la propiedad antes de que empezáramos.

—Mayor motivo para que consigas un buen cocinero.

—¿Y quién? —se frotó el rostro.

—Llama a Alice —dijo Max, como si tal cosa.

A Max se le aceleró el corazón y, durante un minuto, se quedó sin respiración. Había pasado mucho tiempo desde que alguien había pronunciado su nombre en voz alta. Alice.

—¿A quién? —preguntó con voz entrecortada. Gabe sabía a quien se refería. ¿Cuántas Alice podía conocer un chico? Pero, sin duda, su hermano y mejor amigo no podía haber mencionado a la Alice del pasado para sugerirle que ella era la solución de sus problemas.

—No seas estúpido —Max le dio una palmadita en la espalda—. La idea de montar este lugar comenzó con ella…

—No, no fue así —Gabe se sentía obligado a resistirse ante aquella sugerencia. Alice nunca había sido la solución a uno de sus problemas, sino el motivo de ellos.

Max negó con la cabeza y Gabe se fijó en que las canas se habían extendido por su cabeza y que empezaban a salirle en la barba. Aquel lugar estaba haciendo que ambos envejecieran.

—¿Abrimos dentro de un mes y quieres comportarte como un niño de cinco años? —preguntó Max.

—No, por supuesto que no. Pero mi ex mujer no va a ayudarnos en nada.

—Es una cocinera estupenda —Max se humedeció los labios—. No puedo decirte la de veces que he despertado sudando y pensando en el pato que cocinaba con cerezas.

Gabe se acarició el corte que tenía en el dedo pulgar con el otro pulgar y trató de no recordar la de veces que se había despertado pensando en Alice durante los últimos cinco años.

—Gabe —Max apoyó la mano sobre su hombro—. Sé inteligente.

—Lo último que oí era que se había convertido en una superestrella —dijo Gabe, tratando de relajar los músculos de la espalda y de calmar su corazón—. No le interesaría.

—¿Cuándo fue la última vez que supiste de ella?

No era que ella hubiera permanecido en contacto después del primer año en el que se dividieron las cosas que habían reunido juntos, las antigüedades del norte del estado, la cocina y los amigos.

—Hace unos cuatro años.

—Bueno, quizá ella conozca a alguien. Al menos podrá guiarte en la dirección adecuada.

—Odio cuando tienes razón —murmuró Gabe.

—Bueno, pensé que a estas alturas ya estarías acostumbrado —se rió Max—. Creo que voy a saltarme la comida y regresar al trabajo —agarró el cinturón de herramientas—. Mañana ha de estar terminado el cenador.

—¿En qué estado están las cabañas? —preguntó Gabe.

—Tendrás que preguntárselo a papá —Max se encogió de hombros y se colocó el cinturón a la cintura, sobre los pantalones vaqueros y desgastados—. Por lo que yo sé, le quedaba parte del tejado y de la instalación eléctrica para terminar el último.

Gabe sintió un nudo en la garganta al pensar en el afecto y la gratitud que sentía hacia su hermano y su padre. El Riverview Inn con sus cabañas, el hotel de piedra y el cenador, los paseos y los jardines, había sido su sueño, la meta de toda su vida laboral. Y nunca habría podido conseguirlo sin su familia.

—Max, sé que no lo digo a menudo, pero muchas gracias. Yo…

Max levantó la mano.

—Puedes agradecérmelo dándome una comida decente. No es mucho pedir.

Sacó las gafas que llevaba colgadas en el cuello del jersey y se las puso, recuperando el aspecto peligroso del policía que había sido y no el del hermano que Gabe conocía.

—Oh, casi se me olvida —dijo Max cuando se disponía a marcharse—. El sheriff Ginley tiene a dos chicos más.

—¿Y alguno de los dos sabe cocinar?

Max se encogió de hombros.

—Creo que a uno de ellos lo despidieron de McDonald’s.

—Estupendo, puede ser nuestro cocinero.

—No creo que al sheriff Ginley le gustara la idea de que un delincuente juvenil tuviera acceso a los cuchillos de cocina.

El programa de actividades extraescolares para chicos problemáticos de Athens, el pueblo pequeño que estaba al norte del hotel, había sido idea de Max, pero Gabe tenía que admitir que el trabajo les venía bien y confiaba en que fuera productivo para los chicos.

—Podrán ayudarte con el jardín.

—Es lo que me imaginaba —Max sonrió con picardía y se marchó. El ruido de sus pisadas reverberó en la habitación contigua que estaba vacía.

Gabe suspiró y echó la cabeza hacia atrás. Se fijó en las vigas de cedro del techo y las imaginó decoradas con unas delicadas luces blancas de Navidad.

El techo parecería un cielo lleno de estrellas.

Había sido una de las ideas de Alice.

Alice y él solían hablar de abrir un establecimiento a las afueras de la ciudad. Un lugar en un acantilado. Él solía hablar de cabañas y chimeneas y ella sobre alimentos orgánicos y producción local. En aquel entonces eran un equipo, ella la cocinera, él el anfitrión, gerente y director. Y con Alice a su lado, se había sentido invencible.

Después, comenzaron los problemas y Alice empezó a estar cada vez más distante, más y más triste después de cada visita al médico, tras cada uno de los fracasos que terminaban en sangre, lágrimas y… Él nunca se había sentido más indefenso en su vida.

—¡A comer, chicos! —el padre los llamó desde la cocina tal y como había hecho desde que su madre los dejara más de treinta años atrás.

Gabe sonrió y se puso en pie.

No podía hacer más que comerse un sándwich de queso y ponerse a trabajar. Su sueño no se construiría por sí solo.

 

 

A Alice le dolían los ojos a causa de la resaca. Le temblaban los dedos, así que dejó el cuchillo antes de que se cortara el dedo al cortar los tomates.

—Voy a hacer un descanso —le dijo a Trudy, que trabajaba frente a ella en la mesa larga de acero.

Trudy la miró preocupada.

—Es tu segundo descanso desde que has llegado, y sólo son las tres.

—Derechos del fumador —dijo Alice y agarró una taza del escurridor que estaba junto al fregadero industrial y la llenó con la porquería de café que tenían en Johnny O’s.

—Tú no fumas —señaló Trudy, tratando de ayudar y fracasando miserablemente—. Si Darnell regresa, ¿qué se supone que debo decirle?

—Que puede despedirme —Alice sacó las gafas de sol del abrigo que estaba colgado junto a la puerta y salió a la luz del día.

Incluso con las gafas puestas el sol le molestaba, así que, después de sentarse en el banco que habían puesto para los empleados junto a los contenedores, cerró los ojos.

La resaca, la falta de sueño, el trabajo mecánico con el que pagaba parte de la hipoteca, todo recaía sobre ella como si llevara sacos de arena atados al cuello.

«Esta noche no bebo», se prometió.

No podía cambiar el hecho de que había pasado de ser la cocinera y propietaria de Zinnia’s a trabajar como cocinera en una de las tres franquicias que Johnny O’s tenía en Albany. El daño ya estaba hecho y lo superaría.

Pero tenía que controlarse en el tema de la bebida.

Una vocecita le recordó que se hacía esa misma promesa casi cada noche.

A veces, deseaba darle un puñetazo a la vocecita, pero sin embargo respiró hondo y trató de tomárselo con filosofía. Bebió un sorbo de café y escuchó el ruido del tráfico.

El aparcamiento estaba casi vacío, pero pronto comenzaría a llenarse de personas hambrientas que acababan de salir de trabajar y buscaban una terraza soleada y algo de beber. Muchos se dirigirían a Johnny O’s. Habría mucho trabajo en la cocina y durante ocho horas, mientras preparaba platos de pasta, pizzas al horno, carne a la brasa y pescado, ella olvidaría los motivos que tenía para beber.

Quizá aquella noche ayudara al personal de la limpieza. Trabajaría hasta agotarse de forma que no necesitaría tomar vino tinto para relajarse.

Alzó el rostro hacia el sol y estiró las piernas, contenta con su plan.

Una camioneta negra, llena de barro y golpeada, entró en el aparcamiento y se detuvo frente a ella. Alice pensó en regresar al restaurante, o al menos en abrir la puerta y gritar para advertirle a Trudy que llegaban clientes y que faltaban cosas por hacer en la cocina. Pero Trudy llevaba en el negocio tanto como ella y podría cocinar para una camioneta llena de chicos.

Pero sólo se bajó un chico.

Un chico que llevaba un ramo de rosas amarillas en la mano.

Un chico, cuyo lento caminar le resultaba desgarradoramente familiar.

Al ver que se le había caído un poco de café sobre los pantalones, Alice dejó la taza sobre el banco y entrelazó sus manos temblorosas.

La cabeza le daba vueltas y tenía la visión borrosa.

El hombre era alto y delgado, y su atractivo provocaba que le doliera el corazón.

Él se detuvo frente a ella y se colocó las gafas sobre la cabeza, alborotando su cabello oscuro. El sol estaba detrás de él y hacía que pareciera muy grande. A ella solía encantarle su tamaño, cómo hacía que se sintiera pequeña y segura a la vez. Cuando él la rodeaba con los brazos, ella se sentía protegida del mundo, y de sí misma.

Él sonreía como un hombre que conocía los detalles más sabrosos acerca de ella.

Esa sonrisa era su sello característico. Con ella era capaz de desarmar a un jefe enfadado y de camelar a los críticos de las revistas, a los proveedores contrariados y a su ex esposa.

—Hola, Alice —le tendió las rosas pero ella no pudo levantar las manos para agarrarlas.

Alice se dejó las gafas puestas. Estaba tan destrozada por la aparición repentina de Gabe que era como si los últimos cinco años no hubieran pasado.

—Gabe —dijo con voz quebradiza.

Él respiró profundamente. Sin duda confiaba en que le hubiera dado una mejor bienvenida y que hubiera reaccionado con una pose menos estoica.

Bajó la mano con la que sujetaba las rosas.

—¿Puedo saber qué estás haciendo aquí? —preguntó ella. Su tono era acusatorio y desagradable, como si fuera una extraña que no lo conociera de nada.

Y ella se sentía de esa manera. Por eso, en parte, el matrimonio había terminado. A pesar de las conversaciones nocturnas, de los sueños de montar un negocio juntos, de las relaciones sexuales que hicieron que permanecieran juntos más tiempo del debido, al final, cuando las cosas empezaron a ir mal, se dieron cuenta de que no se conocían.

—Podría hacerte la misma pregunta —miró el banco, la puerta trasera de Johnny O’s. Los contenedores.

De pronto, Alice se percató de la realidad de su vida. Trabajaba a turnos en una cadena de restaurantes y estaba resacosa a las tres de la tarde de un viernes.

«Cómo caen los poderosos», pensó con amargura, odiándose a sí misma con la misma vehemencia con la que se odiaba cuando estaba en estado de embriaguez.

—Trabajo aquí —dijo, enfrentándose a la vergüenza que sentía con una inclinación de cabeza.

Él asintió y la miró, fijándose con sus ojos azules en las diferencias que había después de cinco años sin verla. Y tras sus gafas de sol, ella hizo lo mismo.

Gabe Mitchell seguía siendo un hombre muy atractivo.

Siempre la había tenido encandilada. Bastaba una mirada de reojo o una sonrisa para que ella se lanzara a sus brazos. Aquel hombre tenía algo y, tras fijarse en sus vaqueros desgastados, en la camiseta negra con el cuello rasgado y en su atractivo sexual, Alice decidió que seguía teniéndolo.

Pero recordó que bajo aquella dulce cobertura latía un frío corazón. Ella lo había descubierto de la manera más difícil y todavía no se había recuperado del daño que le habían causado los cinco años de matrimonio.

Ya fuera por el miedo al compromiso, o por problemas íntimos, Gabe no estaba bien. Y verlo marchar de su lado fue para ella como si la hubiera matado.

—Tienes buen aspecto —mintió Gabe.

Al ver que ella se reía, insistió:

—Es cierto.

—Guárdate los cumplidos para otra persona, Gabe —se quitó las gafas de sol, las colocó sobre su cabeza y miró a su ex marido fijamente a los ojos—. Te dije que no quería volver a verte nunca.