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Sin ensayar



COLECCIÓN EL APUNTADOR










Rodolfo Obregón





Sin ensayar

Crónicas de un mundo casi
tan grande como el teatro



Prólogo de Ana García Bergua







EDICIONES EL MILAGRO














PRÓLOGO

ENSAYO CON PÚBLICO







La crónica es un género que corre a caballo entre el viaje y la conversación, goza de su amenidad y movimiento, así como de la libre asociación que tanto en uno como en la otra nos llevan a hallazgos maravillosos, ya sea de lugares, caminos o ideas. El ritmo de la crónica no es el del ensayista con su aparato teórico y su exigencia de llegar a determinadas conclusiones, ni el del narrador con sus suspensos y sus pausas, hechos para tensar las historias, ni el vuelo del poeta. Si pensáramos los géneros en respiraciones, podríamos decir que el ensayo respira con la regularidad de un deportista, la narrativa contiene y relaja la respiración como el paciente del neumólogo. La poesía escucha su propia respiración. En cambio, la crónica respira con libertad total: jadea cuando asciende cumbres escarpadas y se suelta cuando toma un descanso en el camino; en la sorpresa, se suspende. La crónica es un punto de vista, el del cronista que observa, piensa, recuerda y lo cuenta.

Éstas que vamos a leer son las crónicas de un hombre de teatro; es decir, de un autor que respira, vive y viaja para el teatro. Director teatral, maestro de actores, autor de incontables textos alrededor del hecho escénico y el fenómeno dramático, me atrevo a decir que Rodolfo Obregón ha dedicado su vida a pensar el teatro y que sus pasos por la geografía de nuestro mundo son los del actor que recorre su escenario con la certeza del bardo que dio nombres a la tragedia humana y la conciencia de que el espacio teatral está fuera y dentro de nosotros.

Ya sea a través de sus propios viajes, ya sea como estudiante de actuación dispuesto a realizar toda clase de sacrificios por ver las puestas en escena de los grandes directores y actores, ya sea, muchos años después, como maestro o como jurado de importantes certámenes internacionales, Rodolfo medita sobre el fenómeno teatral con las armas del director, el ensayista y el espectador que transmite su experiencia. Buena parte de su recorrido, este teatro que no se encuentra siempre tras bambalinas e invade la realidad, es relatado a manera de crónicas que son un poco como puestas en escena, como diría él, otro poco como el paso a veces difícil —berrinches teatrales, confesiones desgarradoras y asaltos callejeros incluidos—, a veces ágil o meditabundo del flâneur que piensa, recuerda y observa, y sin embargo siempre logra amarrar la epifanía final: hallazgos venturosos, coincidencias, sincronías que el azar le entrega como un irónico Deus ex machina.

Desde el helado San Petersburgo postsoviético hasta la Cuba tórrida y estancada en la hipocresía autoritaria, pasando por el antiguo Berlín de dos caras, Rodolfo cruza por la decepción y el horror de las utopías totalitarias, y a la vez encuentra las puestas en escena que traducen y procesan artísticamente esas realidades, pues el teatro, desde el más clandestino hasta aquel que florece en todo su esplendor en el capitalismo despiadado y mafioso, sigue siendo el terreno sagrado, el crisol donde se pone a prueba nuestra condición humana. En estas crónicas ambulatorias el espectáculo del mundo abierto alterna con las posibilidades de la claustrofobia: la experiencia del teatro penitenciario, iniciativa del fallecido Juan Pablo de Tavira, y el testimonio de la puesta en escena de Los motivos del lobo, la obra de Sergio Magaña sobre uno de los episodios de nota roja más impactantes de la Ciudad de México, son muestra de la enorme capacidad liberadora de la transustanciación teatral ahí donde mora el alma de los presos y los propios actores que se identifican con sus personajes.

Éstas son también crónicas de algunas figuras, desde el enorme y genial Tadeusz Kantor en su llegada a México en 1982 hasta el “actor que flota” Yoshi Oida, el gran colaborador japonés de Peter Brook, de quien Obregón ha traducido su libro Un actor a la deriva y quien le dice a nuestro autor:


Ya no vivimos en el siglo XVIII. No hay tragedia ni hay comedia. Yo trato de poner la vida en el escenario. Y si hay vida habrá comedia y habrá tragedia. Y lo que es más interesante aún es que hoy día lo que para unos es profundamente doloroso para otros puede ser terriblemente ridículo; y viceversa.


Si hay vida habrá crónica, y en estos textos entran a escena la tragedia, la comedia e incluso el sabroso chisme de atrás de bambalinas que todo lector del género espera también encontrar. Asimismo, en la cámara negra que acoge a todas estas figuras, espacios y personajes encontramos la presencia entrañable y siempre crítica, lúcida hasta el dolor, del maestro Ludwik Margules, fallecido en 2006.

En su crónica sobre el teatro penitenciario Rodolfo escribe:


Contrario a la opinión de Rousseau, que en su carta al enciclopedista D’Alembert sostiene la perversidad del arte del teatro, que ofrece una lección moral impartida por maestros del engaño, la escena es una lupa que magnifica el sustrato de intenciones, que exhibe al mentiroso, que funciona en todo caso como autoengaño para quien, creyendo estar fuera de sí, se permite ir al fondo de sí mismo y ser más él que nunca, sin máscaras o antifaces con los que transita por el teatro de la vida.


La crónica sería, en todo caso, una lupa selectiva. Rodolfo Obregón transita por la vida del teatro en estos textos vívidos y conmovedores, de respiraciones distintas, que el lector disfrutará enormemente.


ANA GARCÍA BERGUA













El teatro es más que un país.
El teatro es maravillosamente falso.
Es un tablado más o menos
grande y polvoso, que admite todas
las decoraciones, que proyecta
todas las tendencias, que colecciona
todas las pasiones. En justicia diré, para
dar una idea más exacta, que el mundo
es casi tan grande como el teatro.

RODOLFO USIGLI



El mero hecho de haber publicado
un libro de sonetos de segunda categoría
vuelve a un hombre completamente
irresistible. Éste vive la poesía que es
incapaz de escribir. Los demás escriben
la poesía que no osan poner en práctica.

OSCAR WILDE






INTRODUCCIÓN








Hace ya algunos años, en un momento complicado de mi vida, tomé unas vacaciones en algunos lugares del área maya de Chiapas, Guatemala y Belice. En esos días leía con enorme entusiasmo el libro del neurólogo inglés Oliver Sacks, Un antropólogo en Marte. La fascinación por los mecanismos de la conducta que revelaban los casos de disfuncionamiento cerebral descritos ahí, su capacidad de entretejer la narrativa con referencias a la literatura científica y su íntima relación con los personajes-pacientes que dan lugar a cada capítulo alimentaron ese entusiasmo. Pero, sobre todo, el carácter extraordinario de las situaciones en que el médico se veía involucrado despertó mi admiración frente a su capacidad de riesgo y su sentido de la oportunidad.

Y de pronto me di cuenta de dónde estaba: en un arrecife beliceño después de haber cruzado días antes, sobre una pequeña lancha de motor guiada por un niño maya, el río que separa México de Guatemala y haber cenado la noche anterior en Belice City, en un despoblado restaurante indio, desde el que miraba la entrada de limosinas Mercedes Benz en el ruinoso casino caribeño, mientras el nieto del dueño del restaurante daba vueltas entre las mesas vacías montado en su bicicleta.

Entonces recordé una serie de situaciones en que, a lo largo de los años y en muy distintas partes del mundo, había yo participado. Siempre relacionadas con el teatro, pues ése ha sido el eje de mi vida y el pretexto fundamental de casi todos mis viajes por México y el mundo, muchas de ellas tenían también —toda proporción guardada— ese carácter que las hacía dignas de ser contadas. En ese momento las palabras con que Rodolfo Usigli cerró alguna vez una conferencia, que anteceden y otorgan su subtítulo a este libro, tomaron cuerpo en mí.


En el libro de Sacks hay dos casos particulares que me hicieron evidente las bases orgánicas de la representación, cómo ésta contribuye a sostener la identidad del individuo —no en balde la palabra “persona” es un término teatral— y su importancia fundamental en las relaciones sociales. De ahí la vieja metáfora del mundo como un escenario que complementa la idea de la escena como el mundo verdadero. Una relación que está en el centro del pensamiento y la actividad artística de hoy, cuando los polos realidad-ficción o teatro-mundo se han invertido por la acción abrumadora de la llamada “sociedad del espectáculo”.

Y esa inversión, que se ha reflejado en todos los campos del hacer humano, tiene su correlato en la forma en que las artes responden a una imperiosa necesidad expresada socialmente, la confrontación con lo real. De ahí el auge de este elemento en la escena contemporánea y de ahí el auge de la crónica y otras formas de no ficción en el terreno de la literatura. Algo que enfatiza sus vínculos con una comunidad, cuantimás en el caso del teatro, que, como sostiene George Steiner, “es la más social de las formas literarias. Sólo existe cabalmente en virtud de su representación en público. En ello reside su fascinación y su servidumbre”. Pues esa ruptura de dicotomías excluyentes, su relativización, la permeabilidad de sus fronteras —algo consustancial a la práctica escénica—, sus fisuras, también han hecho evidente otra característica de nuestros tiempos, la reintegración de los procesos del arte o la literatura con la vida, la puesta en juego de su apasionante relación. Algo que el epígrafe de Oscar Wilde, un recuerdo imborrable de mis primeras lecturas, trae a cuento y que he intentado capturar en estas páginas.


La crónica, por lo demás, guarda una enorme similitud con la puesta en escena. Ambas, amén de que la primera parta de un hecho espontáneo —sin ensayar—, intentan construir una forma de ver, un punto de vista. Como sostiene uno de sus grandes especialistas, Martín Caparrós, la crónica no pretende hacer pasar los hechos como algo objetivo, indiscutible, narrado por una ausente tercera persona, sino que asume claramente la subjetividad de ese yo que ordena, elige, enfatiza e idealmente logra ir más allá de su experiencia —que no carece, sin embargo, de una validez testimonial— para ofrecer al lector una visión de los hechos y del mundo.

En la medida de esa mirada particular, de cómo los viví entonces y del tiempo que ha pasado entre la mayoría de los acontecimientos narrados aquí y el momento en que los escribo, es decir, cómo los recuerdo ahora, estas crónicas se acercan mucho más a unas memorias, una característica de la hibridez del género señalada por múltiples autores.

Y ya que un libro de Sacks está en el origen de este libro —un libro siempre e idealmente es una cadena—, me puedo permitir llegar al fin de estas notas introductorias con una larga cita de él en relación con la memoria.


En la concepción que Edelman tiene de la mente la memoria no es algo mecánico, ni se parece a una cámara de fotos: toda percepción es una creación, toda memoria una recreación: el hecho de recordar no es sino relacionar, generalizar, recategorizar. En dicha concepción no puede haber recuerdos fijos, no se puede concebir un pasado “puro”, no alterado por el presente. Para Edelman, igual que para Bartlett, siempre hay un proceso dinámico en funcionamiento, y recordar es siempre reconstruir, no reproducir.



RODOLFO OBREGÓN
Banff, Canadá
Octubre de 2014




UN BOLETO DE TRES LIBRAS








No es casual que en japonés la palabra arte sea la misma que sendero. No importa qué disciplina se practique, al final del camino se habrá llegado al mismo punto: el conocimiento de sí.

Las tradiciones esotéricas y el arte del actor verdadero se apoyan en la misma paradoja de la proximidad, aquel largo y aparentemente estéril recorrido ilustrado en la “Historia de los dos que soñaron” —relato que aparece tanto en la tradición de los rabinos jasídicos como en las fábulas de Las mil y una noches, al menos, y que era uno de los favoritos de Jorge Luis Borges—, donde, guiado por la voz de un sueño, un hombre hace un largo viaje para que otro, que ha oído esa misma voz mas desconfía del “extraño y oscuro lenguaje del dormir”, le revele el lugar secreto del tesoro que le aguarda, su propio hogar. Para llegar a sí mismo es necesario salir de sí, haber realizado el recorrido.


El inicio de ese laberinto, la apertura del túnel íntimo, como lo llama Fernando Solana, se concretó para mí con la segunda visita de Tadeusz Kantor a México. Aficionado ya al teatro, recibí una invitación para trabajar en el Festival Cervantino como traductor-enlace con algún grupo invitado. Eran los años en que se administraba la abundancia (en realidad, el último antes de que esa administración nos pasara las facturas) y la oferta era deslumbrante: yo elegí, porque algo había oído de él, a Dario Fo y, en segundo lugar porque mi primo lo había recomendado, a Kantor.

—Dario Fo nos canceló porque tiene problemas con un ojo y no resistiría la altura de la Ciudad de México. Estarás a cargo del Cricot 2 de Polonia. Y cuidado, porque Kantor tiene muy mal genio.

Eso fue todo. Y la noticia de que estaría acompañado por Sergio Galindo, hijo de un importante escritor, que sí hablaba polaco.

En unas horas conocí a Sergio y recibimos en el aeropuerto a una parte del grupo que llegaba de Polonia. El resto llegaría después, proveniente de Italia. Todo era temor y misterio frente a estos hombres y mujeres, en general de edad muy avanzada y marcados, como era signo en el teatro kantoriano, por las huellas de la vida: “seres balanceándose entre la eternidad y el basurero”. Y hablando un idioma del que hasta entonces no conocía sino una palabra: tac!

En las oficinas del festival alguien me platicó que Rudolf Nureyev, hospedado en la suite presidencial del Camino Real de la Ciudad de México, había exigido para su estancia unas almohadas nuevas de pluma de ganso, por lo cual sentí un auténtico terror cuando Marisha Kantora (la mujer de Kantor, según la costumbre eslava de derivar el apellido) pidió ver las habitaciones del destartalado Hotel Bamer antes de que su marido se dignara a pasar una noche en ellas. El Bamer ya era un hotel viejo y francamente feo tres años antes de que el terremoto de 1985 arrasara con toda la manzana a su alrededor y quedara como único vestigio frente a una Alameda Central también muy venida a menos. Pero la señora Kantora, acostumbrada supongo a los rigores del socialismo —y no renegando o huyendo de ellos como Nureyev—, no tuvo inconveniente. Dejó sus cosas y las de su marido en la habitación y se instaló con él y una taza de café en la mano en la puerta principal del edificio, como lo harían los veinte días que pasamos ahí al regreso de Guanajuato, a cuidar que sus actores no salieran en busca de la noche y del alcohol que los perdía.

Al día siguiente, con los jóvenes italianos haciendo más fácil el encuentro, partimos hacia Guanajuato. En algún lugar del camino Ludka, la traductora oficial ahora convertida también en actriz por el genio de Kantor, se levantó de su asiento en el autobús y gritó:

—Rodolfo: ¿qué significa “peligrosa” en español?

Cuando le respondí y ella tradujo al polaco, el autobús completo soltó una enorme carcajada. Luego hizo la traducción para mí.

Curva es “puta”. Y ahí dice “curva peligrosa”.

Ésa era entonces la segunda palabra que yo conocía del polaco.

Y hasta ahí casi llegaron mis lecciones del idioma y llegó el buen humor, porque a la altura de Irapuato fue el mismísimo Tadeusz Kantor quien se levantó del asiento.

—¡Llevamos más de tres horas de camino! ¡Esto no está cerca, como me dijeron! —y comenzó a gritar en francés para que todos lo entendiéramos—. ¡Yo soy Tadeusz Kantor, el más grande creador teatral del mundo! ¡Y ésta no es la forma de tratarme! ¡Se cancela la presentación en el Cervantino!

Así es que el último tramo del viaje transcurrió en un pesadísimo silencio, hasta que llegamos a la ex hacienda de San Gabriel de Barrera, a la entrada de Guanajuato, recién estrenada como hotel, y la Kantora repitió el ceremonial. Pero esta vez regresó fascinada de las habitaciones y de los jardines y patios, y nos dijo a Sergio y a mí:

—Mi marido quiere ver el teatro para reconsiderar si suspende o no las funciones.

Conseguí un auto y un chofer lo antes posible y los llevamos al Teatro Principal. Ya en la entrada a los túneles que se deslizan entre los cimientos de la ciudad, ella mostró una cara de asombro que él completó en dos frases.

—Es una ciudad muy bella. Merece ver mi obra.

No por eso los ensayos —el actor que hacía a su padre en Wielopole-Wielopole había abandonado el grupo y había que incorporar a uno de los italianos— y el montaje dejaron de ser un gritadero y una atmósfera de horrible tensión.

—¡Imbéciles! ¡Amateurs! —gritaba, siempre en francés, cuando algo del montaje no era de todo su agrado. Y yo tuve que contener al jefe de foro, que después fue mi amigo y quien ya se lanzaba contra él.

—¡Hemos trabajado aquí con los mejores directores del mundo! ¡Que me diga imbécil si quiere, porque eso se lo entendí muy claro, pero que no nos llame amateurs, porque entonces sí se la parto!

Y la noche del estreno, una vez más. Kantor, desde el escenario, como era característica de su teatro, paró la función hasta que el último periodista no abandonara la sala y no hubiera un solo “clic” que perturbara su ceremonia. Y después de terminada la obra, que fue una auténtica conmoción para quienes lo veíamos por vez primera y un éxito absoluto, todavía tuvo fuerzas para un último escándalo. Cuando supo que Wielopole... no era el fin de la jornada y que organizadores y público no lo esperaban para cenar en el fastuoso mesón del festival, pues abarrotaban el Teatro Juárez para ver bailar a lo que quedaba entonces de Nureyev, me arrancó de las manos las entradas al restaurante, las arrojó en una coladera y corrió para desaparecer por los callejones, como si quisiera formar parte de sus leyendas, gritando e insultando al mundo entero.


La temporada de funciones en el D.F., tanto en el Teatro El Galeón como en un teatro de la UNAM, transcurrió —a pesar de la renuncia de Sergio— bajo relativa calma, donde la mayor exigencia era el maniático planchado de aquel mantel litúrgico que Kantor doblaba minuciosamente en la escena final del espectáculo, tras una Última cena15