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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Kathryn Pearce

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una ayudante muy especial, n.º 1058 - octubre 2018

Título original: The American Earl

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-042-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Matthew Smythe irrumpió en la sala vacía seguido de su secretaria adjunta, que apenas podía mantener su paso.

–¿Por qué no está preparada la sala? –espetó–. ¿Dónde está Belinda?

Paula Shapiro suspiró.

–Ha renunciado a su puesto esta misma mañana, señor. ¿No lo recuerda? –como todos los hombres, incluyendo a sus hijos, el joven presidente de Smythe International solo escuchaba lo que le interesaba.

–¡Eso es ridículo! Solo hacía dos meses que trabajaba para mí.

–Supongo que, como a las demás, el trabajo le ha parecido demasiado… –Paula buscó un adjetivo seguro y adecuado–… exigente. No es fácil organizar las cosas de forma improvisada –«o sobrellevar su temperamento», añadió para sí.

–¿Tan complicado resulta preparar una recepción para unos clientes? –gruñó Matt.

Recorrió rápidamente la sala con su penetrante mirada. Debería haber dos mesas preparadas con bebidas y manjares de importación frente al gran ventanal que daba a uno de los rascacielos más impresionantes de Chicago, y las sillas plegables deberían haber sido sustituidas por otras más elegantes de madera.

Recordó vagamente que la última de una larga serie de secretarias de asuntos sociales se había disgustado aquella mañana por algo. Pero la histeria de aquella mujer apenas había hecho mella en su atareada mente. Tal vez debería haberle prestado más atención. De no haber estado fuera haciendo un recado, Paula se habría hecho cargo de la emergencia. Pero ya era demasiado tarde.

Miró su reloj. Sus invitados llegarían en menos de dos horas. Se pasó una mano por el pelo.

–¿Qué sugiere que hagamos?

–Podría llamar a su proveedor de servicios –sugirió Paula, indecisa–. Pero eso no ayudaría a la venta de sus productos.

Matt negó enfáticamente con la cabeza.

–Y mañana al mediodía Franco se presentaría con un auténtico festín. No, ocúpese usted personalmente de organizar la recepción. Tenemos todo lo que pueda necesitar.

–¡Lord Smythe! –la barbilla de Paula cayó cinco centímetros a la vez que entrecerraba los ojos y apoyaba los puños en las caderas.

Matt pensó que aquella no era buena señal. Paula, una mujer inteligente, de mediana edad, rubia y con gafas, dirigía eficientemente su despacho y aceptaba sin quejas trabajar muchas horas, cosa por la que era generosamente remunerada. Pero cuando dejaba caer la barbilla y utilizaba su título aristocrático para dirigirse a él, sabía que había ido demasiado lejos en sus exigencias.

–Se lo he recordado hace cinco minutos –continuó la secretaria–. Tengo que llevar a mi hijo pequeño al dentista hoy sin falta.

–Oh… bien, por supuesto. Lo siento. ¿Tiene alguna otra idea para la recepción? –él mismo podía ocuparse de prepararla, pero no sabía si sería capaz de hacerlo como era debido. Y además seguiría sin contar con una presentadora adecuada, que era la otra parte del trabajo de Belinda.

–Si está en un aprieto –dijo una voz femenina desde el umbral de la puerta–, yo podría encargarme de traer algunos artículos de gourmet que creo que lo satisfarían.

Matt se volvió y vio a una mujer pequeña y joven en la entrada de la sala. En lo primero que se fijó fue en su mata de pelo rojo. Debía hacer viento en el exterior, porque lo llevaba un tanto revuelto, aunque seguía formando un marco increíblemente favorecedor en torno a sus delicados rasgos. Lo siguiente en lo que se fijó fue en sus largas piernas. Si no hubiera llevado un conservador traje azul marino cuya falda le llegaba justo por debajo de las rodillas, estaba seguro de que habría creado problemas nada más salir de casa. La observó más atentamente. Con aquella cabellera pelirroja esperaba encontrarse unos ojos verdes, pero los de aquella mujer eran de un tono moca y brillaban mientras lo miraban con evidente entusiasmo. Sintió una inmediata atracción hacia ella que le hizo acalorarse.

–¿Quién es usted? –gruñó.

La mujer sacó una tarjeta con tanta rapidez como Annie Oakley habría sacado su revólver. Avanzó hacia él y se la entregó.

–Abigail Benton –dijo en tono vigoroso–. Represento a Cup and Saucer, una tienda de pasteles y cafés que hay aquí, en Chicago. ¿Ha oído hablar de nosotros? –no esperó una respuesta. Las palabras borbotearon de sus bonitos labios pintados de color frambuesa–. He venido al edificio para asistir a una reunión, pero he llegado temprano. Si quiere, puedo encargarme de organizar la recepción. ¿Cuántos invitados espera?

Matt la miró de forma especulativa. El tono ruborizado de sus mejillas y el modo en que se alzaba sobre los dedos de sus pies mientras hablaba le hicieron sospechar que no estaba tan segura de sí misma como parecía. De todos modos, lo estaba haciendo muy bien. Y lo cierto era que él se encontraba en una situación comprometida. La ayuda que aquella mujer pudiera ofrecerle sería mejor que nada.

–Tres parejas y yo –contestó, y se volvió para salir de la sala–: Paula, enséñele dónde está todo y luego ocúpese de que le arreglen los dientes a ese jovencito.

De vuelta en su despacho, Matt sacó los expedientes de sus clientes y los colocó sobre el escritorio. Empezó a revisarlos atentamente. Tras unos minutos, los apartó a un lado, frustrado e incapaz de concentrarse. Lo único que lograba ver era aquella explosión de pelo rojo… y sus ojos. Los ojos de Abigail Benton eran impresionantes.

Tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en el problema que tenía entre manos.

Aunque había logrado evitar un desastre inmediato, se preguntó qué diablos iba a hacer con el resto de las recepciones de la semana. ¿Y con los de la siguiente? Necesitaba urgentemente una secretaria de asuntos sociales. Smythe International era conocida por recibir a sus asociados y clientes con auténtico estilo. Exquisitas comidas privadas para sus exportadores extranjeros. Acogedoras recepciones para minoristas norteamericanos a cuyas tiendas surtía. El derroche en las recepciones había resultado claramente beneficioso para Matthew Smythe, séptimo conde de Brighton. Su catálogo incluía cientos de productos deliciosos de todo el mundo: chocolates Valrona hechos en Francia, cafés napolitanos, especias turcas, galletas inglesas, tés…

Pero necesitaba una plantilla de confianza para que todo marchara bien. Al día siguiente empezaría a buscar una sustituta adecuada para Belinda. Pero hasta entonces…

Miró la tarjeta que había dejado distraídamente sobre el escritorio. Abigail, un nombre anticuado a pesar de su salvaje belleza. Era una mujer joven y, si había interpretado adecuadamente el lenguaje de su cuerpo, inexperta en su profesión. Y tal vez en muchas otras cosas. Probablemente había sido un error confiar a una desconocida una tarea tan importante. Pero si no lo hubiera hecho habría tenido que llevar a todos sus invitados a un restaurante. Y eso no habría sido bueno para su reputación ni para sus ventas. De manera que había tenido que correr el riesgo.

 

 

Abby se hallaba en el centro de una inmensa cámara de temperatura controlada, mirando a su alrededor con la excitación de una niña a la que hubieran dejado sola en medio de una tienda de dulces. Llevaba nueve meses trabajando para Cup y Saucer. Era mejor que vender perfumes en unos grandes almacenes o atender las mesas de Burger Delite, cosa que había hecho mientras estudiaba en Northwestern.

Con un poco de suerte, aquellos días pronto quedarían olvidados. Por fin había llegado a ser una empleada asalariada. Era cierto que cobraba el sueldo mínimo, ¡pero iba a comisión en las ventas! Y le encantaba su trabajo.

Dos días antes de cumplir los veinticinco años había conseguido su título de vendedora. Mientras era estudiante le gustaba ir de vez en cuando a Cup y Saucer a tomar un cappuccino o un té de hierbas, y cuando no podía permitírselo solía acudir de todos modos a la tienda a husmear entre los exóticos tés y cafés de importación, los dulces, los pasteles, las galletas… Aquel era el mundo que le gustaba.

La última vez que fue a la pequeña granja de sus padres en Illinois confió sus sueños a su madre.

–Trabajaré unos años, ahorraré todo el dinero que pueda y aprenderé lo necesario sobre el negocio de la gastronomía –explicó, excitada–. Cuando llegue el momento, abriré mi propia tienda. Sería perfecto conseguir un local en Navy Pier.

Su madre sonrió pacientemente y le palmeó un brazo.

–Me parece una idea estupenda.

Por su actitud, podría haber añadido que era bueno que una chica tuviera una afición antes de crear una familia. Evidentemente, confiar en su madre había sido un esfuerzo inútil.

Sin duda, crear una familia era parte del sueño de Abby. Quería un marido e hijos, pero antes quería demostrarse a sí misma que era capaz de hacer algo bien aparte de procrear.

Con un suspiro, empezó a seleccionar tarros de calamares importados y aceitunas negras de España, fruta fresca, queso Stilton y Brie, coloridos paquetes de galletas saladas y dulces. Debía buscar un equilibrio entre lo salado y lo dulce, ya que no conocía los gustos de los invitados.

Mientras cargaba el carrito se preguntó de dónde habrían salido todas aquellas delicias. Tomó nota mental de las marcas y los países de origen. Fuera quien fuese el hombre para el que estaba organizando aquello, no había duda que tenía buen gusto… además de un genio como proveedor. Era posible que también él comprara en Smythe International, ya que sus oficinas se encontraban en el mismo edificio. De hecho, en la misma planta. Pero no había visto en ningún sitio una placa que identificara al dueño de la sala de conferencias.

Miró su reloj. Había llegado con media hora de antelación a su cita, y si se daba prisa aún podía llegar a tiempo.

Cuarenta minutos después había acabado. La sala de conferencias había adquirido un ambiente cálido y acogedor. El bar incluía agua fría y caliente para los tés junto a una variedad de vinos e ingredientes para cócteles. Una mesa redonda con un delicado mantel de hilo servía de base a una equilibrada combinación de exquisitos manjares caseros e importados.

Tenía tanta hambre que sintió deseos de mordisquear algo, pero ni siquiera tenía tiempo de ir a buscar a alguien para comunicar que ya había terminado. Caminó rápidamente por el pasillo, leyendo los números de las puertas según avanzaba. Llegaba diez minutos tarde a su cita pero, con un poco de suerte, el representante de ventas también se habría retrasado un poco. Normalmente, los representantes solían acudir a Cup y Saucer, pero ella había buscado una excusa para ver las oficinas del prestigioso importador.

Finalmente encontró la puerta con la placa de Smythe International. Entró precipitadamente y se topó con el musculoso pecho de un hombre vestido con traje.

–Oh, lo siento, yo… –empezó, pero tuvo que interrumpirse al rebotar contra aquella sólida barrera y salir lanzada hacia la puerta. Dos manos fuertes la sujetaron por los hombros y la ayudaron a recuperar el equilibrio.

Abby alzó la mirada hacia el atractivo rostro del hombre que había conocido poco rato antes. Frunció el ceño, desconcertada.

–Lo… lo siento –logró decir–. Supongo que he entrado demasiado deprisa.

Él la miró atentamente.

–¿Cuál es el problema?

–No hay ningún problema. Ya he terminado de organizar su recepción en la sala.

Él miró críticamente su pelo y luego deslizó la mirada por su traje de grandes almacenes.

–Va a tener que cambiarse.

–¿Disculpe?

–Esa vestimenta tan conservadora no encaja con las comidas exquisitas y los vinos añejos.

Abby lo miró y notó por primera vez lo alto que era en comparación con su metro sesenta. Debía medir más de un metro ochenta, y era sólido como el peñón de Gibraltar. También percibía algo familiar en él, aunque no creía haberlo conocido antes.

–Creo que ha habido un ligero malentendido –trató de dedicarle una sonrisa diplomática, pero no pareció servir de nada–. Tengo una reunión importante y ya llego tarde. Solo le he ofrecido mi ayuda porque he visto que se encontraba en un aprieto.

–Todo gracias a su buen corazón, ¿no? –replicó él en tono sarcástico.

Abby dejó de sonreír.

–Eso es. Algunas personas son agradables y serviciales por naturaleza. Y ahora, ya llego tarde a mi cita con el representante de ventas de Smythe International, así que tendrá que disculparme.

–He dado el día libre a Brian.

Abby frunció el ceño de nuevo. Aquellas palabras no tenían sentido, pero aquel hombre la estaba mirando de un modo que le hizo imposible descifrarlas. Sentía cómo la estaba desnudando con la mirada, además de evaluarla para algún propósito concreto.

–¡No puede haberse ido! –protestó–. Me cité con él hace dos semanas.

El hombre no dio muestras de haberla escuchado.

–¿Dónde vive? –preguntó.

¡Era increíble! Primero la desnudaba mentalmente y luego esperaba que le diera sus señas.

–Lo siento, pero no creo que eso sea asunto suyo.

–¡Maldita sea! No soy ningún ligón –Abby creyó percibir cierto acento en su voz. ¿Británico, tal vez?–. Solo quiero saber si tiene tiempo de ir a casa a cambiarse antes de la recepción. Si no, creo que Belinda ha dejado aquí algunos vestidos. Deben usar la misma talla.

Abby le lanzó una mirada iracunda.

–Ya que al parecer me he perdido mi cita, el único sitio al que pienso ir es a mi trabajo.

–Ah, sí –él sonrió con condescendencia–. Esa pequeña cafetería pastelería que hay en Oak. He ido algunas veces –asintió y se guardó su opinión.

–Siento no poder quedarme para ayudarlo, pero estoy segura de que podrá arreglárselas bien solo.

La expresión de Matthew reveló que él no estaba tan seguro de aquello.

–Llame a su jefe y pídale que le dé el resto del día libre. Le pagaré quinientos dólares por sonreír y ser amable con mis clientes.

Abby se quedó boquiabierta.

–¿Quinientos dólares? –repitió, y necesitó unos segundos más para captar las implicaciones del resto de la frase–. Esa no es la clase de trabajo que hago, señor…

–Mattew Smythe.

Cuando alargó una mano para que Abby la estrechara, esta recordó dónde lo había visto antes… o al menos sus fotos. La última vez había sido en la cubierta de la revista Fortune. Aceptó de inmediato su mano como si hubiera sido una orden. Luego asumió gradualmente las implicaciones de todo lo que había dicho hasta ese momento. Con toda probabilidad le había parecido una loca.

–Usted es el presidente de Smythe International –murmuró–. La tercera empresa más importante de su línea en este país –había leído sobre él en el Wall Street Journal y en Fortune, así como en las columnas de sociedad de Tribune. Siempre se referían a él como el Conde Norteamericano, Lord Matthew Smythe, un miembro de la aristocracia británica que había ido a Norteamérica a conseguir una segunda fortuna.

–No nos ha ido mal –dijo él, quitándole importancia al asunto–. No quiero que se tome esto a mal, señorita Benton. Debe comprender que me encuentro en una situación delicada. Dentro de una hora, tres compradores de tres prósperas empresas minoristas acudirán a la sala acompañados de sus esposas –pasó los fuertes dedos de la mano por su pelo cuidadosamente cortado–. Servir muestras de los productos que importo no basta para garantizar una venta. Necesito contar con una acompañante que escuche los comentarios, que atienda a las esposas, que sepa sonreír amistosamente y mostrarse interesada en lo que le digan, aunque solo sean tonterías. La necesito –las dos últimas palabras fueron casi un gruñido.

–Pero yo no… –Abby estaba a punto de decir que su especialidad no eran las relaciones públicas cuando de pronto se hizo consciente de lo beneficiosa que podía resultarle aquella situación. Aparte de los quinientos dólares, la experiencia y los contactos que podía conseguir aquella tarde podían resultar inestimables para su carrera. Habría sido una tontería decir no–. Iré a cambiarme y estaré de regreso en menos de una hora.

 

 

–Ese vestido te sienta muy bien. No sé por qué estás armando tanto lío por una simple recepción.

Dee D’Angello, la compañera de piso de Abby, estaba sentada en el centro de la cama, observando cómo se probaba el sexto vestido en quince minutos.

–Si vieras en persona el aspecto que tiene Mattew Smythe, lo comprenderías –dijo Abby–. Es guapísimo. ¡Y su traje es mejor que un Armani! –sacó otro vestido de su armario y se miró con él en el espejo–. Estoy segura de que solo la corbata vale más de lo que cobro en una semana. Además, Smythe está en lo más alto del sector que me interesa.

–¿Acaso crees que por pasar una tarde en la misma habitación que él se te va a pegar parte de su brillantez?

Abby rio.

–No soy tan ingenua. Esta es una oportunidad de asomarme al verdadero mundo de la importación y exportación de alimentos. Estar un par de horas con lord Smythe y algunos de sus clientes puede resultar más útil y aleccionador que un año de estudios o cinco de experiencia profesional tras el mostrador de Cup y Saucer.