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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Kathleen Creighton-Fuchs

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Estrella fugaz, n.º 245 - octubre 2018

Título original: Shooting Starr

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-229-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

Carolina del Sur, a principios de otoño.

 

Incluso con los hematomas era el rostro más hermoso que él había visto nunca. Apoyado contra la almohada, no necesitaba de adorno alguno. Enmarcados en vendas blancas, los rasgos eran limpios, elegantes, exquisitos.

Era un rostro propio del mundo de los sueños o de los cuentos de hadas. La Bella Durmiente, tal vez, Blancanieves…

La princesa encantada esperando que su Príncipe Azul la despertara con un beso.

«Ojalá pudiera ser tan fácil», pensó él.

La mujer que había tumbada en la cama se movió ligeramente. Unos ojos de color gris azulado muy claro, parecidos al agua bañada por el sol, lo observaron.

Él sintió que se le cortaba la respiración y que, a continuación, el aire se le escapaba entre los labios con suspiros entrecortados.

Al escucharlo, ella murmuró:

—¿Quién está ahí?

Él se aclaró la garganta y se inclinó hacia delante para tocarle la mano.

—Soy yo, C.J. Starr.

Ella cerró los ojos y apartó el rostro. Después de lo que pareció una eternidad, volvió a retomar la palabra.

—¿Por qué está usted aquí?

C.J. Starr se sentó y se miró las manos, que tenía entrelazadas entre las rodillas, y trató de pensar cómo podría responder a aquella pregunta sin hacer que el peso de su culpa recayera sobre ella. Al final, se encogió de hombros y musitó:

—Quería estar aquí.

—No lo culpo, ¿sabe? —respondió ella. C.J. Starr levantó los ojos y comprobó que ella lo estaba mirando—. Usted hizo lo que tenía que hacer. Yo conocía los riesgos.

—Si yo no hubiera estado allí… —susurró él. Sentía un peso en el pecho del que no lograba desembarazarse.

—Yo habría escogido a otra persona a la que secuestrar. De todas las paradas de descanso para camiones —añadió, tras lanzar una risotada suave e irónica—, ¿por qué tenía usted que detenerse precisamente en ésa?

Él miró hacia la ventana. El cielo estaba limpio y azul, con el color translúcido que sólo adoptaba en el otoño, cuando los árboles se tiñen de tonos dorados. Era la estación favorita de su madre.

Suspiró y volvió a recostarse sobre la silla.

—Supongo que tendré que echarle la culpa a la tormenta —dijo.

 

 

En lo que respecta a las tormentas, aquélla no estaba nada mal. La manta de agua que caía era impresionante, del modo en que sólo puede hacerlo en el sur en primavera, por lo que la visibilidad era nula. Además, era la tercera vez que el todoterreno que tenía delante se detenía prácticamente en seco, por lo que él no hacía más que frenar, rezar y maldecir lo suficientemente alto como para superar el estruendo que la lluvia producía sobre el techo de la cabina del camión.

Como, al contrario de los deseos de su madre, no había estado rezando lo suficiente últimamente y quizá había utilizado una buena parte de la porción de Ayuda Divina que se le había adjudicado para toda la vida, decidió que se detendría en la próxima parada de descanso que viera. Cuando vio la señal, puso el intermitente y abandonó la autopista.

Un buen número de conductores había tenido el mismo sentido común, por lo que la parada estaba llena. Tuvo la suerte de encontrar el último espacio adecuado para un camión de dieciocho ruedas y aparcó. Cuando se hubo puesto el impermeable, salió del camión y se dirigió hacia la zona de servicio.

Le parecía que había dejado de llover tan fuerte, aunque podría ser que tuviera esa impresión porque ya no tenía que soportar las salpicaduras de las ruedas del resto de los camiones y vehículos, que siempre hacían que pareciera que lloviera más de lo que llovía en realidad. Se había levantado un desagradable viento, por lo que, a excepción de dos mujeres que estaban tratando de utilizar un teléfono móvil, la mayoría de los conductores habían optado por permanecer en sus vehículos.

C.J. tenía la intención de hacer lo mismo, una vez que hubiera utilizado los aseos y las máquinas expendedoras. Pensaba hacerse con un buen surtido de comida basura para que lo ayudara a pasar el tiempo, que era algo que los camioneros hacían con frecuencia y la razón principal de que la mayoría de ellos tuvieran unas barrigas tan grandes y estuvieran tan obesos. Al menos, eso le había dicho su hermano Jimmy Joe, que era también su jefe.

A pesar de todo, C.J. se había dado cuenta de que aunque su hermano llevaba casi veinte años conduciendo camiones, estaba tan esbelto y tan delgado como siempre, lo que le había hecho pensar a C.J. que ambas eran cualidades que compartían todos los miembros de la familia Starr, al igual que el color chocolate de sus ojos y los hoyuelos en el rostro.

De todos modos, no lo preocupaba mucho. Empezó a meter monedas en las máquinas y se llenó los bolsillos de patatas fritas y de golosinas. Lo que más le importaba era llegar a tiempo a Georgia para poder hacer el examen que tenía tres días después. A continuación, sólo le quedaría el examen final y, por fin, habría terminado sus estudios en la facultad de Derecho después de diez años, es decir, si se contaba los años de la facultad y el tiempo que había tardado en aprobar las asignaturas que le quedaban del instituto, dado que había tenido la mala cabeza de dejar los estudios cuando sólo le quedaba un año para terminar.

Ni un solo minuto de aquellos diez años le había resultado fácil. Muchos, e incluso él mismo, se habían sorprendido de que hubiera llegado hasta allí.

Mientras hacía malabarismos con una lata de refresco y una bolsa de bolitas de queso, se metió el cambio en el bolsillo de los vaqueros y se dirigió de nuevo al camión. Una vez más, pasó al lado de las dos mujeres, que seguían tratando de hablar con alguien con un teléfono móvil y, evidentemente, sin mucha suerte.

La que tenía el teléfono móvil parecía tener unos catorce años. Era alta, esbelta y de huesos finos, y llevaba puestos unos vaqueros y una sudadera con capucha, que llevaba sobre la espalda. Tenía el cabello rubio y corto, peinado con el estilo revuelto y de punta que tanto parece favorecer a las mujeres jóvenes. Tenía el dedo metido en la oreja que no estaba cubierta por el móvil y no hacía más que moverse de un sitio a otro, del modo que suelen hacer los que tratan de evitar las interferencias de los móviles. La otra mujer era mayor, de poco más de treinta años, y era muy hermosa, de cabello castaño rojizo, largo y rizado. Parecía muy nerviosa. No hacía más que abrazarse y observar a la muchacha mientras miraba por encima del hombro.

C.J. se percató de que había una tercera persona, acurrucada contra las piernas de la mujer de más edad. Era una niña, con cabello oscuro y flequillo y los ojos más grandes y más negros que C.J. había visto jamás. Estaba mirando directamente a C.J., por lo que él le sonrió. Ella siguió mirándolo fijamente, sin parpadear, con los ojos como profundos estanques negros.

C.J. sintió que se le hacía un nudo en el pecho y, de repente, le pareció que lo más importante del mundo era conseguir que aquella niña sonriera. Esbozó una sonrisa aún más amplia, mostrando los famosos hoyuelos de los Starr y dijo:

—Hola, bonita. ¿Qué tal estás?

De repente, se dio cuenta de que la niña podría haberle visto comprando todas aquellas golosinas de las máquinas y le pareció que la pequeña podría tener hambre.

—¿Quieres? —le preguntó, mientras le ofrecía las bolitas de queso.

C.J. habría sido el primero en admitir que no sabía mucho sobre niños, pero, de todos modos, lo sorprendió mucho que la pequeña tratara de esconderse un poco más entre las piernas de la mujer. No era la reacción que él estaba acostumbrado a recibir cuando sonreía de aquel modo.

Transfirió la sonrisa a la madre y se explicó rápidamente.

—Lo siento, señora. No tenía intención de asustar a la pequeña.

La mujer le dedicó una tensa sonrisa y musitó algo entre dientes, algo que a C.J. le sonó parecido a: «No importa, pero no necesitamos nada».

No parecían personas muy simpáticas. C.J. estaba a punto de proseguir con su camino cuando, por alguna razón, volvió a mirar a la muchacha que tenía el teléfono móvil. Coincidió justo con el momento en el que ella se daba la vuelta y sus miradas se cruzaron. El corazón de C.J. volvió a tensársele en el pecho. La muchacha no era tan joven como había pensado en un principio. Era joven, pero no era una niña. Tenía unos ojos fascinantes. A pesar de la pobre luz artificial del parapeto, habría jurado que eran plateados.

No sabía lo que tenía aquella mujer, pero, fuera cual fuera el piropo que había pensado en dedicarle, éste se le olvidó por completo. Le dedicó una cortés sonrisa y susurró:

—Señora… Que tengan buen viaje.

Entonces, se arrebujó en el impermeable y salió del parapeto. A los pocos pasos, empezó a correr.

Cuando estuvo de vuelta en su camión, se olvidó de las dos mujeres y de la niña mientras almacenaba sus provisiones en los lugares habituales y abría la lata de refresco. A continuación, encendió la luz y sacó el montón de libros de Derecho que llevaba siempre en el asiento del pasajero. El examen estaba muy cerca y su futuro pendía del resultado, por lo que cada minuto que pudiera dedicar a estudiar era importante.

 

 

El rugido del viento despertó a C.J. «Maldita sea. La tormenta ha vuelto a arreciar», pensó.

Enseguida, comprendió que no se trataba del viento. Eran camiones. La parada de descanso se estaba vaciando rápidamente. En los retrovisores, comprobó lo vacío que estaba el aparcamiento, a excepción de un todoterreno gris que estaba aparcado en la parte de atrás. Alguien más se había quedado dormido.

Se estiró, recogió todas las bolsas de aperitivos y la lata de refrescos y saltó del camión. Iría al aseo por última vez y regresaría inmediatamente a la carretera.

El aire era cálido, como se suponía que debía de ser en primavera. Sin embargo, esa estación no era la favorita de C.J. Como su madre, Betty Starr, él prefería el otoño, la estación de cielos azules y un indefinible toque de melancolía en el ambiente.

Se echó a reír ante tales pensamientos, aunque sabía que su madre no se había reído. Betty Starr era maestra y había educado a sus hijos, tres chicas y cuatro chicos, para que disfrutaran de la lectura y de los libros tanto como de la caza y de los coches, para que supieran gozar de los aspectos más sutiles de la naturaleza igual que con los rifles o los motores de gasolina. A pesar de todo, dados los círculos en los que C.J. se había pasado la mayor parte de su vida, él tenía por costumbre guardarse para sí sus nociones poéticas.

—Perdóneme, señor…

C.J. estaba sumido en sus pensamientos mientras se sacudía las manos para secárselas tras salir del aseo. Se llevó un buen susto cuando la esbelta figura emergió de detrás de la pared que protegía la entrada y se colocó delante de él. La mujer tenía las dos manos metidas en el bolsillo frontal de la sudadera. Su cuello parecía tan frágil como el tallo de una flor.

—¡Vaya! —exclamó él. Inmediatamente, esbozó una de sus fulgurantes sonrisas para que ella supiera que no lo había molestado—. Señora, creo que se ha equivocado de puerta. El aseo de señoras está al otro lado.

Habría seguido con su camino, pero la mujer parecía decidida a permanecer donde estaba. Ella no le devolvió la sonrisa.

—Siento molestarlo…

—No es molestia alguna. ¿Qué puedo hacer por usted?

C.J. irradiaba encanto por todos los poros de la piel, lo que no tenía nada que ver con el hecho de que acabara de descubrir que la mujer era mucho más hermosa de lo que había pensado en un principio. Era delicada, con suaves labios y una piel tan fina que parecía iluminarse desde el interior. De todos modos, C.J. se habría mostrado igual de encantador con cualquiera. Él era así.

—Tengo que pedirle un favor… Un favor muy grande.

A C.J. le llamó la atención lo tensa que estaba la mujer, como si fuera un ciervo en el momento antes de salir huyendo hacia las profundidades del bosque.

—Estaré encantado de ayudarla, señora —respondió C.J., aunque estaba empezando a intranquilizarse. Lo último que necesitaba en aquellos momentos eran más retrasos.

—Mi coche no arranca. Creo que podría ser el alternador. Me preguntaba si usted…

—Estaré encantado de echarle un vistazo —respondió él, aliviado de que se tratara de algo que podría solucionarle sin dedicarle demasiado tiempo. Automáticamente, se dirigió al único vehículo que quedaba en el aparcamiento aparte del suyo—. Es ése, ¿verdad? ¿Tiene las llaves? No tardaré ni un minuto…

—No hay razón alguna para que lo mire —afirmó la mujer. No se había movido. Seguía en el lugar en el que C.J. se la había encontrado, con las manos aún metidas en el bolsillo de la sudadera—. Estoy segura de que no va a arrancar. Lo que quería pedirle era si…

—¿Ha llamado a Auxilio en Carretera? —le preguntó C.J. Se sentía más intranquilo, porque acababa de recordar el teléfono móvil y el aspecto de ansiedad que tenía la mujer pelirroja que la acompañaba la noche anterior. Sin desear hacerlo, también recordó a la niña que las acompañaba.

—No pueden venir. Me han dicho que ha habido muchos accidentes, supongo que por la tormenta. Los accidentes tienen prioridad, por lo que me han dicho que tendría que esperar dos horas. Eso fue hace una.

—En ese caso…

—Acabo de llamar otra vez. Ahora me han dicho que van a tardar otras dos horas. No podemos quedarnos aquí tanto tiempo. No podemos.

C.J. se rascó la cabeza y musitó:

—Bueno, señora, no sé qué decirle…

La verdad era que se encontraba en un callejón sin salida. Estaba seguro de adónde se dirigía aquella conversación y lo que ella estaba a punto de pedirle.

—Si pudiera llevarnos a…

Maldita sea. Ahogó aquella exclamación sacudiendo la cabeza y frotándose la nuca.

—Señora, ojalá pudiera… De verdad. No se me permite tomar pasajeros. Podría perder mi trabajo.

Aquello era más bien una mentira, al menos lo de perder su trabajo. Seguramente su hermano le echaría una buena bronca, pero no lo despediría. Por otro lado, la regla de no recoger pasajeros era algo que todos los camioneros de Blue Starr comprendían y aceptaban, especialmente porque tenía sentido. Era peligroso, especialmente si se trataba de mujeres. Podían complicarle la vida a un camionero de un modo que C.J. ni siquiera se atrevía a pensar.

Sin embargo, como era bueno por naturaleza y no le gustaba defraudar a nadie, miró a la mujer y esbozó otra de sus sonrisas, con hoyuelos y todo.

—A menos que sea cuestión de vida o muerte. Supongo que en ese caso sería diferente.

—Así es.

C.J. entornó los ojos. No dijo nada durante un par de minutos. Aquella mujer lo había pillado desprevenido. Sintió un pequeño cosquilleo en la piel, que lo hizo pensar en el modo en el que a un animal se le eriza la piel cuando se siente amenazado. No era capaz de decir por qué sentía peligro procedente de una mujer tan frágil.

—¿Está metida en algún lío? —preguntó.

Ella realizó un sonido que a C.J. le habría parecido una carcajada si no hubiera sido porque no parecía que a ella le hiciera la menor gracia.

—Pensé que le había explicado claramente la situación. Mi coche está averiado. Necesito que usted me lleve… que nos lleve a la ciudad más cercana ahora mismo. Inmediatamente. ¿Me comprende?

La urgencia resultaba palpable en la voz de la mujer. La mente de C.J. se desató, tratando de buscar explicaciones que tuvieran sentido.

—Espere un momento… ¿Cómo…? ¿No estará alguien…?

Ella no esperó a que C.J. terminara la frase. Cerró los ojos, lanzó un suspiro y se sacó las manos de los bolsillos de la sudadera.

—¿… herido o algo así…?

Inmediatamente, levantó las manos casi sin que su cerebro le diera la orden para hacerlo. Era la respuesta natural al hecho de verse apuntado por una pistola.

—Maldita sea…

—Lo siento —dijo ella, con la misma voz tranquila y pausada—. No tengo tiempo de darle explicaciones. He dicho que nos tenemos que marchar de aquí inmediatamente. Esto —añadió, indicando la pistola que tenía entre las manos— es para que comprenda que hablo en serio. Le dispararé si…

Se interrumpió con una exclamación de exasperación

—¡Por el amor de Dios! —añadió—. ¿Quiere hacer el favor de bajar las manos? Está ridículo con ellas así en el aire.

C.J. lanzó un bufido. Estaba muy enojado.

—Sí, bueno, me pareció lo más adecuado teniendo en cuenta que me están apuntando con una pistola. Siento haberle parecido estúpido, pero no sabía cómo reaccionar —dijo. Empezó a bajar las manos, aunque muy lentamente. Se sentía cada vez más enfadado—. Nunca habían amenazado con matarme.

—Yo no he amenazado con matarlo —replicó ella—. Sólo dije que le dispararía y me refería a hacerlo en un lugar que no resultara mortal, por supuesto. Tal vez una pierna o un pie, aunque, en todo caso, estoy segura de que no le gustará. Tengo bastante buena puntería, pero siempre existe la posibilidad de que usted se mueva y me haga acertar en algún lugar importante, como una arteria o algo así. Por eso, le sugiero que no empiece a sopesar sus posibilidades. Además, le agradecería mucho que se guardara la ironía. Le aseguro que no hago algo así todos los días.

—Pues quién lo hubiera dicho —musitó C.J.—, porque se le da bastante bien.

—Mire, ya le he dicho que lo siento. No tengo tiempo de estar aquí discutiendo con usted ni de justificarme —repuso ella. Giró la cabeza lo suficiente como para poder llamar a las demás por encima del hombro sin quitarle a él la vista de encima—. Mary Kelly, puedes salir. Nos va a llevar.

Después de un instante, C.J. vio salir a la mujer pelirroja de detrás del muro que protegía la entrada del aseo de señoras. Iba acompañada de la niña, que parecía muy asustada.

—Ahora, dese la vuelta y comience a andar hacia el camión —le ordenó de nuevo la rubia. Al mirarla, C.J. vio que las manos habían vuelto a desaparecer en el interior del bolsillo de la sudadera—. No quiero asustar a Emma y espero no tener que hacerlo —añadió—. Sigo teniendo la pistola y lo estoy apuntando. Ahora, muévase.

¿Qué podía hacer? ¿Algo valiente y heroico? No. Hizo lo que habría hecho cualquiera con un poco de sentido común. Se dio la vuelta y empezó a caminar. Estaba algo asustado, pero, más que nada, se sentía muy enfadado.

A sus espaldas, podía escuchar el ruido de los pasos sobre el asfalto y el murmullo de la conversación que estaban teniendo las mujeres. No se volvió para mirar, pero seguía viendo a la niña abrazada a las piernas de su madre, con una mirada aterrada en los ojos. Aquello era lo que más lo enojaba.

Cuando llegó al lado del camión, se metió una mano en el bolsillo para sacarse las llaves, realizando todos los movimientos con gestos muy exagerados para que todas vieran lo que estaba haciendo. Abrió la puerta del pasajero y, con cierta ironía, invitó a subir a sus «pasajeras».

Se sintió malo e infantil cuando la mujer pelirroja lo miró mientras ayudaba a la niña a subir al camión y murmuró:

—Se lo agradecemos mucho, señor. Gracias.

Tenía un marcado acento del sur, no de Georgia sino de algún lugar más hacia el oeste, como Arkansas o tal vez Oklahoma.

—Meteos en el compartimiento para dormir y cerrad la cortina —les dijo la rubia, como si el camión fuera suyo. Cuando C.J. le indicó que subiera, ella le dedicó una tensa sonrisa—. Después de usted.

A C.J. no le quedó más remedio que entrar en su propio camión por el asiento del pasajero. Atravesó la cabina y, de camino, tiró al suelo los libros de Derecho. Una pistola. ¡Lo tenía apuntado con una pistola! Lo que le hubiera gustado hacer habría sido arrebatarle de un golpe el arma. Consideró intentarlo. Tendría su momento, tal vez cuando ella se estuviera subiendo a la cabina y tuviera las manos ocupadas en otros menesteres.

Dios Bendito. Lo estaba secuestrando una mujer que tenía el aspecto de haber salido de un cuento de hadas.

No podía atacarla. De eso estaba seguro. Jamás había pegado a una mujer y no iba a empezar en aquel momento, ni siquiera porque lo hubiera secuestrado. Además, estaba la niña. ¿Y si la pequeña resultaba herida en la refriega?

C.J. decidió refrenar su ira y se acomodó en el asiento del conductor. La secuestradora se subió con ligereza a la cabina, eso sí, sin sacarse una mano del bolsillo de la sudadera. Sólo dejó de mirarlo en una ocasión, cuando cerró la puerta y miró al exterior por el espejo retrovisor.

Entonces, lanzó un grito de alarma y, en vez de acomodarse en el asiento, se agachó en el espacio que quedaba delante.

—Arranque —susurró—. ¡Ahora!

C.J. estuvo a punto de recordarle que no se podía arrancar con rapidez un camión tan pesado como aquél, pero, en vez de hacerlo, se puso a mirar por los retrovisores para ver qué era lo que la había asustado tanto. Lo único que vio fue un sedán gris con cristales ahumados que avanzaba lentamente por el aparcamiento. El sedán aparcó al lado del único coche que quedaba aparcado allí. Salieron dos hombres por el asiento del conductor.

—¿Las están buscando? —preguntó, sin dejar de mirar por el retrovisor.

—¿Nos podemos marchar ya, por favor? —replicó ella. Por una vez, no fue una orden.

C.J. la miró y vio que estaba muy pálida. Sin decir una palabra más, arrancó el camión y lo hizo salir lentamente del aparcamiento. El corazón le latía alocadamente. Empezó a bajar la rampa que conducía hacia la autopista y entonces, cuando había alcanzado ya una cierta velocidad, vio a través de los retrovisores que el sedán gris se acercaba a toda velocidad. El corazón empezó a latirle aún más rápidamente, si aquello era posible. Entonces, vio que el sedán se colocaba en el carril izquierdo y lo adelantaba con rapidez. C.J. se imaginó que tendría que ir al menos a ciento sesenta kilómetros por hora.

Esperó hasta que el sedán hubo desaparecido para dirigirse a la secuestradora.

—Si quiere, ya puede salir —dijo, con voz tranquila—. Se han marchado.

Ella dudó, pero empezó a incorporarse muy lentamente girando la cabeza, como si se tratara de un periscopio para examinar la carretera. A continuación, se sentó con una exclamación que fue casi un suspiro de alivio. Después de mirar a C.J. para asegurarse de que él sabía que aún lo estaba apuntando con la pistola, se puso a abrocharse el cinturón de seguridad.

—Estos tipos las están buscando —dijo él. Aquella vez no era una pregunta—. ¿Por qué diablos…?

Ella hizo que se detuviera con un gesto de advertencia que realizó con la cabeza. Entonces, señaló el compartimiento que tenían a sus espaldas.

C.J. se sentía furioso, por lo que encendió la radio y conectó los altavoces del compartimiento, para que así pudieran hablar sin ser escuchados.

—Si están metidas en algún lío, me lo podrían haber dicho —protestó—. No tenía que apuntarme con una pistola.

—Creía que ya se lo había dejado todo muy claro.

—¡Me refiero a lo que está ocurriendo aparte de la avería del coche, por el amor de Dios!

Como ella no respondía, C.J. la miró y vio que ella estaba observando la carretera. Tenía los labios muy tensos.

—No tuve tiempo de explicar nada. ¿Cómo iba a saber lo que haría usted? Sabía que ellos no tardarían en alcanzarnos.

—¿Ellos? ¿Por qué quieren alcanzarlas? —preguntó.

—No son policías, si es eso lo que está pensando.

No era así. De hecho, a C.J. ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Aquellos tipos le habían parecido más bien unos matones. Estuvo en silencio unos minutos y entonces, en el tono más amable que pudo encontrar, le dijo:

—Muy bien. ¿Quiere decirme en qué clase de lío están metidas? Tal vez pueda ayudarlas.

Ella lanzó una carcajada, aunque sin ninguna clase de buen humor en el gesto.

—Nos está ayudando del único modo en el que puede hacerlo. Cuanto menos sepa, mejor será para usted, créame.

Cuando terminó de hablar, giró la cabeza hacia la ventanilla. De soslayo, C.J. comprobó que todavía tenía la mano metida en el bolsillo de la sudadera. Aún lo estaba apuntando con la pistola.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Tiene hambre?

La secuestradora se sobresaltó, como si se hubiera olvidado, al menos durante unos minutos,de que C.J. estaba allí. Lo miró, pero no contestó.

—Tengo toda clase de aperitivos y cosas así —añadió él, pensando más que nada en la niña—. Si alguien tiene hambre, sólo tiene que decirlo.

Aquellos ojos plateados lo observaron durante un instante. Entonces, ella respondió muy suavemente.

—Gracias —dijo. Se desabrochó el cinturón de seguridad para poder darse la vuelta y asomarse por la cortinilla del compartimento trasero—. Están dormidas —añadió, con un cierto alivio en la voz—. Gracias a Dios. Estaban agotadas.

«¿Y usted?», pensó. Se le estaba empezando a formar una idea en la cabeza. Ya en voz alta, preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevan en la carretera?

—Desde ayer —respondió ella.

¿Serían imaginaciones suyas o era verdad que la mujer parecía un poco cansada? Se imaginó que, si ella había estado conduciendo todo aquel tiempo, debería ser su secuestradora la que estuviera más cansada. Así lo esperaba.

—¿De dónde vienen? —insistió.

—De Miami.

C.J. lanzó un silbido y asintió. Estaba empezando a tener una ligera idea de que lo que podría ser todo aquello.

—¿Se le ha ocurrido ir a la policía?

—No es una opción —respondió ella—. Mire, aunque no se lo crea, sé lo que estoy haciendo —añadió, con impaciencia—. Usted limítese a conducir y no me haga más preguntas. Por favor.

Reclinó la cabeza sobre el asiento, aunque no cerró los ojos. A través de la tela de la sudadera se adivinaba la forma de la pistola, que ella aún tenía fuertemente agarrada.

C.J. se concentró en la carretera y mantuvo la boca cerrada. Sin embargo, estaba empezando a enfadarse de nuevo. En primer lugar, no le gustaba que le dieran órdenes y mucho menos que se las diera alguien que lo estaba apuntando con una pistola. A eso, había que añadirle el hecho de que la persona que le daba las órdenes era una mujer, y muy guapa por cierto… Lo sorprendió mucho que aquel detalle en particular lo molestara tanto, pero así era. No podía dejar de pensar que el hecho de haber permitido que le ocurriera algo así daba una mala imagen de su valor e incluso de su masculinidad.

Al resentimiento había que añadir una cierta sensación de culpa, sobre todo cuando pensaba en la niña. Maldita sea. La mujer tenía razón. Tenía que haberse dado cuenta de que tenían problemas desde el primer momento en el que las vio. De hecho, si se paraba a pensarlo, deducía que lo había sabido, pero que no había querido pensar al respecto. No había querido tomarse la molestia, por miedo a que sus problemas interfirieran con su apretado horario. La verdad era que, si les hubiera ofrecido su ayuda desde el principio, la mujer no habría tenido que utilizar una pistola.

Por supuesto, nada de esto la excusaba de lo que había hecho. C.J. no iba a soportarlo ni un momento más de lo que fuera necesario.

La cabina del camión estaba sumida en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el zumbido del motor y la música que provenía de los altavoces traseros. La autopista resultaba muy monótona y el tráfico era muy escaso. Normalmente, la somnolencia se habría apoderado de él, pero no en aquella ocasión. Se sentía muy alerta, con todos los sentidos al cien por cien.

De soslayo, vio que su pasajera empezaba a dar cabezadas. Sabía muy bien lo que aquello significaba. Su secuestradora estaba tratando de no sucumbir al sueño.

C.J. condujo en silencio, tan suavemente como pudo. Había pensado en llegar a Atlanta para la hora de cenar. Tuvo suerte de poder atravesar las carreteras de circunvalación de la ciudad sin problemas. Cuando consiguió dejar atrás la ciudad y dirigirse hacia el noroeste, el crepúsculo ya había dejado paso a la oscuridad de la noche y el tráfico se había hecho mínimo, como siempre ocurría a esa hora. Ya sólo quedaban camiones en la carretera… y la secuestradora estaba dormida.

C.J. había tenido mucho tiempo de pensar qué era lo que iba a hacer y cómo iba a hacerlo. A pesar de todo, cuando llegó el momento de ponerlo en práctica, el corazón le latía tan fuerte que se temió despertarla y estropearlo todo.

Era uno de esos desvíos a ninguna parte, con rampas de salida y entrada a la autopista que van a dar a pequeñas carreteras de dos carriles, rodeadas de bosques y de pastos. Antes de eso, sin embargo, había una estación de servicio abandonada, un lugar donde un conductor cansado podía aparcar y echarse una siestecita cuando así lo necesitaba. C.J. lo había hecho en más de una ocasión.

Aminoró la velocidad gradualmente, con cuidado de no hacer movimientos bruscos que pudieran despertar a su pasajera, pero tomó la salida más rápido de lo que debería. Pisó el freno y contuvo el aliento.

Era entonces o nunca. Eligió el que esperaba que fuera el momento más adecuado. Apretó el freno y, al mismo tiempo, soltó el cinturón de seguridad de su pasajera.

Todo salió del modo que había esperado. Con un profundo suspiro, el camión se detuvo. Como no tenía cinturón de seguridad que la sujetara, la mujer se dejó llevar por la inercia del movimiento. Habría terminado en el suelo, sin chocarse contra el parabrisas. Lo único que se lo podría haber impedido eran sus reflejos y los tenía muy buenos. Se despertó bruscamente e hizo exactamente lo que él había esperado que hiciera: extendió las manos para detenerse. Las dos manos.