La tienda de los cuentos de hadas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Tienda de los

cuentos de hadas

 

 

 

Trilogía: Crónicas de Silbriar Vol.1

 

Obra seleccionada por Ciif Market, Canary Island Film 2019

 

Sara Maher

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Sara Maher 2019

© Editorial LxL 2019

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Segunda edición: marzo 2019

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17516-71-0

 

 

 

 

 

 

 

 

A Sam, quien llena de magia cada día de mi vida.

 

 

Índice

 

Agradecimientos

Parte 1

Capa, zapatos y ballesta

1

Cuentos

2

Cárcel

3

Escondite

4

Duende

5

Ruinas

6

Espejo

Parte 2

Silbriar

7

Perdidos

8

Aldin

9

Instrucción

10

Elegidas

Parte 3

La guerrera, la artesana y la maga

11

Brújula

12

Bosque

13

Lopiards

14

Prisionera

15

Evasión

16

Descendientes

17

Daga

Parte 4

El hada

18

Veneno

19

Beso

20

Elfos

21

Escudo

22

Pasadizos

23

Fortaleza

24

Puente

25

Mellizos

26

Casa

27

Despedida

Continuará…

Continúa la trilogía en

Biografía de la autora

 

 

 

 

Agradecimientos

 

En primer lugar, quisiera dar las gracias a todos los artesanos de la tienda: al departamento de diseño y maquetación, al de corrección, a dirección, producción, edición, publicidad y al departamento de prensa y logística de la Editorial LxL, quienes con su dedicación han hecho posible que esta tiendita abra sus puertas y sus páginas entren en muchos hogares. Especialmente a Noelia, un Gulliver intrépido que se sumergió con fascinación en otros mundos y descubrió Silbriar, un lugar que la adoptó como hija predilecta por su pasión y entrega.

Gracias a Luca, mi compañero de batallas, juntos sorteamos a los jinetes, tú con el libro y yo con la espada. A mi pequeño mago Samuel, su mera existencia es el mayor regalo que pueda tener. A los reyes de mi universo: mis padres, Tomás y Siona, quienes, con fe, siempre apoyaron mi aventura.

Gracias al principito, mi hermano Nico, su alma bondadosa no conoce fronteras. A la Bella Durmiente, mi hermana Anabel, quien un día despertó para recorrer con valentía un sendero tortuoso.

Gracias por su amistad incondicional a Caperucita, Elsa, que aun esquivando sigilosa a muchos lobos, siempre mantuvo la luz en el candil; a la Sirenita, Carolina, que con esfuerzo nadó muy lejos en busca de un sueño sin olvidar sus raíces, y a Cenicienta, María, que con osadía arrojó los zapatos y recorrió descalza el bosque perdido.

A los pequeños Eric, Ariadne, Hugo y Daniela, porque en ellos perviven los cuentos y serán sus grandes guardianes en el futuro. A Argeo y Pasión que, como los humildes gnomos, me ofrecieron cobijo en su refugio siempre que lo deseé. Y a Ruyman, que entró en escena como el leal leñador protegiendo siempre a los suyos.

A mis maestras, Cira y Esther, por enseñarme la importancia de la luz mágica en las tinieblas.

No puedo olvidarme de la comunidad de enanos aguerridos: Giancarlo, Edi, Arianna, Enrico, Valentina, Justyna y Valery, quienes me protegieron y mimaron cuando aterricé en un país lejano y desconocido para mí.

En mi corazón porto a la Escuela de Magia, la Escuela de Actores de Canarias, y a aquellos aprendices de magos que fielmente me acompañaron en esos años de incierta pero maravillosa travesía. Entré con una capa rota y salí con una varita repleta de hechizos.

También agradezco a la comunidad de elfos su confianza, porque diariamente me hacen el trabajo más fácil e intentan con su semblante sosegado instaurar la armonía en la selva del aeropuerto. Junto a ellos, mis amigas las hadas me susurran palabras de aliento y llenas de buenos consejos.

Y, por último, gracias a todas las manzanas envenenadas con las que he tropezado en el camino, porque a pesar de la caída inicial, me insuflaron el coraje para proseguir y no desistir. Gracias a ellas me he convertido en la persona que soy hoy.

 

Y colorín colorado…

 

 

 

 

 

 

 

 

Parte 1

Capa, zapatos y ballesta

 

1

 

 

Cuentos

 

 

 

 

 

 

 

La pequeña Érika se apartó el largo flequillo dorado de sus ojos para contemplar el reluciente manto rojo que colgaba de la percha de aquella extraña tienda. Había insistido en entrar, sabía que su padre no se negaría. Era su séptimo cumpleaños. Sus hermanas habían mostrado su desagrado, pero no habían protestado, pocas veces podían disfrutar de la compañía de su padre. Por primera vez en mucho tiempo, él estaba presente. Y aunque observó con reticencia la diminuta tienda de la esquina no se había atrevido a desilusionar a su hija. Quería compensarla por todo el año de ausencias. Desde que su madre había muerto dos años atrás en un accidente de tráfico, su padre se había refugiado en el trabajo. Érika tocó suavemente la tela roja y sonrió orgullosa, había encontrado su regalo de cumpleaños. Sus ojos grandes y verdes brillaban de felicidad. La niña no quería apartar su mirada de su preciado regalo.

—¡Papá, quiero la capa roja!

Su padre le había susurrado que podría llevarse cualquier objeto de la tienda. Había sido una elección difícil. Esa tienda era un pequeño tesoro en la ciudad. Tenía cajitas de música fascinantes que llamaban a las hadas con solo hacerlas sonar, un cuerno de unicornio que acudía en tu ayuda si soplabas con fuerza y un simpático enanito de cera que te curaba si caías enfermo. O, por lo menos, eso le había contado el peculiar dueño de la tienda. Ella no estaba tan segura. El extraño bigote que cubría buena parte del rostro del anciano le hacía desconfiar. Tenía la sensación de que se acortaba y se alargaba a su antojo. ¡Y eso no podía ser una buena señal!

—¡Excelente elección! —El anciano de la altura de un bastón se acercó a ella con una sonrisa pícara—. Esta capa, pequeña damisela, perteneció a la mismísima Caperucita Roja…

—¡Por favor, eso son estupideces!

Por primera vez desde que había llegado a aquel mágico lugar, Érika prestó atención a sus hermanas. Lidia la observaba con aires de soberbia. No le extrañaba en absoluto, en los últimos meses su carácter se había agriado. La niña dulce y tierna se había convertido en una quinceañera rebelde y protestona. Sus ojos pequeños se asemejaban a los de un curiel; traviesos y, al mismo tiempo, incisivos. Había recogido su largo y voluminoso cabello en una trenza indomable. Solo su fleco, peinado cuidadosamente a un lado, parecía estar en su lugar. En cambio, Valeria permanecía serena y callada. Jugueteaba tranquilamente con su ondulado cabello trigueño mientras mantenía la mirada perdida en el infinito. Era la mayor de las hermanas.

—¡Caperucita Roja no existió! ¡Es solo un cuento para que las niñas pequeñas como tú no se fíen de extraños! —intervino de nuevo Lidia.

El anciano dueño se volvió lentamente hacia ella sin perder aquella sonrisa enigmática. La chica dio un paso atrás. Debía de estar alucinando. Los ojos del viejo tornaban de color. A pesar de las gafas redondas que usaba, había apreciado el cambio. Pasaban de un azul cielo a un enigmático color violeta. ¡Eso no podía ser posible!

—En realidad, los cuentos escritos surgieron de las leyendas, y estas de un pasado muy lejano donde la magia no era perseguida ni cuestionada. Esta capa posee un poder inmenso, y ayudó a Caperucita a escapar de las garras de los temibles lopiards, mitad humanos y mitad animales. —Descolgó con aire solemne la capa del perchero y ayudó a Érika a probársela—. Este manto rojo dotó a Caperucita del don de la invisibilidad. Así consiguió ocultarse de sus enemigos e introducirse en el castillo…

—¿No tenía que llegar a la casa de la abuelita? —Lidia se encaró al dueño—. Y, además, la capa te queda grande, Érika.

—Eso es porque Caperucita no era una niña, sino una jovencita muy bella y valiente —el anciano rebatía con una amabilidad innata todas las objeciones de Lidia—. Y, ahora, ¡el toque final! Ponte la caperuza con cuidado y experimentarás una sensación increíble. ¡Érika, vas a volverte invisible!

La niña no pudo reprimir su entusiasmo. El anciano hablaba con tanta convicción que no podía dudar de su palabra. Además, estaba ese bigote saltarín que parecía que quería huir del rostro del viejecito y salir por la puerta. Su padre también la animaba. Con sus delicadas y pequeñas manos, comenzó el ritual de colocar la caperuza sobre su cabeza. Cerró los ojos para dar misterio al momento y contó hasta tres. Después abrió uno para comprobar que todo seguía en su sitio y, a continuación, el otro. Consternada, frunció el ceño. No había sentido nada especial.

—Yo puedo veros a todos —dijo tímidamente.

—Claro que tú puedes vernos, pero nosotros a ti no —la aduló el anciano.

—¡Pues yo puedo verte, enana!

—¡Lidia, basta ya! —intervino su padre—. Date otra vuelta por la tienda y deja a tu hermana tranquila. ¡Por Dios, es su cumpleaños!

La quinceañera rechistó en voz baja y se dirigió a las estanterías del fondo. Tenía ganas de volver a casa, tumbarse en el sillón y ver cualquier película que estuvieran dando por la tele. Cualquier cosa menos estar en ese ridículo lugar.

—No tienes por qué preocuparte, pequeña princesa, la capa es muy caprichosa —le oyó decir al viejo mientras se alejaba—. Funciona cuando se le antoja o tal vez cuando crea que estás preparada para usarla.

De reojo, Lidia atisbó la cara de satisfacción de Érika. Desde luego, ese viejo embustero sabía cómo embaucar a los clientes. Vio a su padre arrodillarse junto a su hermana y besarla en una mejilla. Quizá había sido cruel con Érika, después de todo, era su cumpleaños. Desvió su mirada hacia su otra hermana. Valeria seguía ensimismada enroscando un mechón de su cabello ondulado entre sus dedos.

Su paciencia la exasperaba. Aun así, no pudo evitar pensar que su hermana mayor era el vivo retrato de su madre. Había heredado, no solo el peculiar color miel de sus ojos o esa tez blanca que le otorgaba aquel aire de inocencia, sino también ese estúpido gesto de entretenerse con el pelo. Incluso Érika podía presumir de tener el mismo cabello esponjoso que su madre. En cambio, ella lo tenía tan rebelde como encrespado. Sus ojos pequeños y chocolate eran como los de su padre. Ella no poseía ningún recuerdo de su madre. Con cierta distracción, posó su mirada en los extravagantes objetos del estante que tenía enfrente. Estaban colocados sin ningún orden: un libro viejo y polvoriento, una baraja desparramada sobre un trozo de madera, un búho disecado, una lámpara sin bombilla, una seta, la figura de un gnomo travieso, unos zapatos transparentes… Lidia se detuvo en seco. ¡Unos zapatos transparentes! ¿Cómo podía ser posible? ¡Podía ver a través de ellos! Todo aquello era absurdo. Pero eran tan bonitos. ¡Preciosos! Esa era la palabra.

—Vaya, vaya, vaya… —Oyó la risita burlona del anciano detrás de ella—. Veo que su hija tiene un gusto sublime.

—Igual que su madre, era capaz de encontrar la belleza de una hoja seca y convertirla en arte. Lidia es una gran dibujante.

Lidia se preguntó si su padre hablaba en serio o simplemente buscaba halagarla. La realidad era que no podía apartar su mirada de aquellos zapatos de cristal.

—Pertenecieron a Cenicienta. —La muchacha por fin se atrevió a mirar al anciano—. Veo que he captado tu atención. Sí, señorita, estos delicados zapatos calzaron una vez los suaves pies de Cenicienta. La convirtieron en una dama digna de un príncipe. ¿Quieres probártelos?

—No, son muy grandes para mí.

—¿Segura? A simple vista parecen enormes, pero en esta tienda todo es posible.

—Valeria, ¿tú qué opinas?

Su hermana se alegró de poder intervenir en la conversación. Había tenido un mal día en el instituto, una pesadilla. Roberto León, el profesor de historia, había insinuado que iba a suspender más de una asignatura en el primer trimestre. Se había esforzado mucho, pero era evidente que no bastaba. Cuidaba de sus hermanas y, aunque habían contratado a Rosa para las tareas domésticas, ayudaba en todo lo posible en casa. Pero ese nuevo instituto le exigía mucho más que el antiguo. No podía permitirse repetir. Afortunadamente, Lidia la había apartado de sus pensamientos.

—He pensado que podía llevarlos a la fiesta de Ruth. Sabes que todos van a ir de pijos, y yo no tengo zapatos.

—Tampoco vestido —puntualizó Valeria.

—Sí, pero estos zapatos son originales. Nadie llevará unos iguales. ¡Y son preciosos!

—Te aseguro que son únicos en el mundo —el anciano invitó a Lidia a sentarse en un pequeño sillón verde junto al escaparate—. El cristal es tan fino que puede verse con nitidez lo que se esconde detrás de ellos, pero al mismo tiempo, jovencita, son tan resistentes… —le explicó dándoles unos golpecitos— que ni un martillo podría romperlos. Te lo he dicho antes, son mágicos.

—No creo en esas chorradas, pero serán perfectos para la fiesta.

Lidia arrebató los zapatos de las arrugadas manos del viejo e introdujo su pie derecho en el correspondiente. Aunque al principio le pareció que le quedaba largo, el zapato pareció acomodarse a su estrecho pie. Incluso se atrevería a decir que había disminuido su tamaño. Con cierta incredulidad, miró al anciano que la observaba con satisfacción. Definitivamente, sus ojos intensos, que ocultaba tras unas diminutas gafas, eran violeta. A ella no la engañaba, ese hombrecito usaba lentillas.

—Te quedan como un guante. Nunca lo hubiera imaginado. —Valeria se había quedado prendada del resplandor que desprendían los zapatos—. ¡Llévatelos! No lo dudes.

—¿Papááá? —la chica suplicaba con ojos tiernos.

—Está bien, si tan importante es esa fiesta. Aunque todavía no me has pedido permiso para ir.

La chica se abalanzó sobre su padre y comenzó a besarlo por toda la cara. Él no pudo reprimir una carcajada. Valeria esbozó una sonrisa, últimamente era muy difícil ver contenta a su hermana. Detuvo a Érika al vuelo y la cogió en brazos. Diez años la separaban de su hermana pequeña, pero su complicidad era incluso más fuerte que con Lidia.

—¿Te gusta mi nueva capa roja?

—¡Me encanta! —le dijo estrechándola entre sus brazos.

—Quiero llevarla mañana al colegio.

—Ya veremos. ¿Estás pasando un buen día de cumpleaños?

Valeria se dirigió al mostrador. El anciano no dejaba de sonreír. Normal, había hecho una buena venta. Pero su mirada se desvió del astuto vendedor y se posó en una ballesta que colgaba de la pared. Tenía un brillo inusual, parecía nacarada en oro y contenía una inscripción que no conseguía leer. La chica observó a su familia, pero ninguno parecía percibir la hipnótica luz que emitía el objeto. Se apoyó en el mostrador con mucha curiosidad para descubrir de dónde provenía aquel resplandor dorado.

—¿Te gusta la ballesta? —El anciano había hecho volver a Valeria a la realidad—. Perteneció a Guillermo Tell. Ya les advertí cuando entraron que aquí se venden artículos exclusivos.

—Pero Guillermo Tell no es un personaje de un cuento de hadas —contestó la chica.

—Cuentos de hadas, leyendas… Todos provienen de un mismo origen. Son personas valientes que alguna vez desafiaron a un malvado tirano. ¿Conoces la historia de Guillermo Tell? —Valeria negó con la cabeza, mientras Érika, entusiasmada, prestaba atención a las palabras del anciano—. Según la leyenda, Guillermo Tell era un campesino rudo y algo terco. Un día, mientras pasaba por la plaza del pueblo con su hijo, se negó a inclinarse ante un sombrero que representaba la soberanía de la casa de los Hasburgo. Cuando el gobernador supo de su acción, lo obligó a disparar su ballesta contra una manzana colocada en la cabeza de su propio hijo. Si Tell acertaba, sería liberado; si fallaba y hería a su hijo, ¡moriría!

—¿Y qué pasó? —le preguntó la pequeña Érika.

—Guillermo atravesó el corazón de la manzana.

La pequeña suspiró sorprendida. Su padre la devolvió al suelo para aliviar los brazos de Valeria del peso de la niña. Después apoyó su mano en el hombro de su hija.

—Sabes que no quiero ningún tipo de arma en casa. Pueden ser peligrosas.

—No te preocupes, papá, no quiero la ballesta.

—¿Estás segura? —le preguntó el hombrecillo, sorprendido—. ¿Ni siquiera quieres tocarla?

—Lo siento, caballero, pero no me parece un regalo apropiado para una chica de diecisiete años. Usted debería comprenderlo.

El enigmático anciano no atendía a las palabras del padre. Su mirada seguía los movimientos de la joven Valeria. La chica se disponía a salir de la tienda con sus hermanas.

—Dime una cosa. —Esperó a que la chica se girara y le prestara atención—. Has visto su brillo, ¿verdad?

Ella despejó parte de su rostro colocando su cabello tras su oreja derecha y, sin contestarle, salió de la tienda.

 

2

 

Cárcel

 

 

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente, Valeria se levantó al oír el despertador. Lidia ni se había inmutado con el sonido de la alarma, continuaba abrazada a su almohada y con los pies fuera de la cama. Le dio dos palmaditas en la mejilla y se dirigió a la habitación de Érika, esperaba que su hermana pequeña no fuera tan perezosa como Lidia. Se llevó una sorpresa al ver a la niña frente al espejo, ya vestida con la ropa que le había preparado la noche anterior. Sostenía en sus manos su capa roja. Sonrió para sus adentros. Fue al baño, se lavó la cara y contempló su rostro en el espejo. Las ojeras resaltaban aún más las diminutas pecas que adornaban su graciosa nariz. Frotó algunas de ellas con la esperanza de que desaparecieran, pero no había manera. Se pellizcó las mejillas esperando sonrojar su tez pálida y, cuando vio que era un caso perdido, se dirigió a la cocina. Allí estaba Rosa, calentando un cazo de leche y preparando unas tostadas. Valeria miró el reloj. Todavía no eran las ocho.

—Tu padre me pidió que viniera unos minutos antes —le dijo, adivinando los pensamientos de la chica—. Tenía una reunión importante. ¿Tus hermanas ya están levantadas?

Valeria no tuvo que contestar, Lidia apareció frotándose los ojos en el umbral todavía con el pijama, se sentó en la barra americana bostezando y, sin mediar palabra, comenzó a devorar su primera tostada. Su cabello alborotado caía sobre sus hombros desordenadamente. Poco después, Érika hizo su entrada con una energía desbordante. La capa cubría su pequeño cuerpo.

—No pensarás llevar esa ridícula capa al colegio. ¿Quieres que se rían de ti?

—Déjala, Lidia, si quiere llevarla que la lleve.

—¡Le queda como un saco! Parece una muñeca de trapo.

—¡Niñas! Nada de discusiones cuando se desayuna. —Rosa subió a Érika al taburete y le remangó la capa para evitar que la manchase con la leche—. Así estás mejor.

—Ponme la caperuza, Rosa.

—Cuando termines de desayunar.

Desoyendo la orden de Rosa, la pequeña ocultó su cabeza bajo la capa.

—¿Soy invisible ahora?

—No, todos podemos verte, enana.

—No llames a tu hermana así —volvió a intervenir la mujer—. Y daos prisa o llegáis tarde.

Al bajarse del autobús de línea, pudieron contemplar el colegio hispano-inglés en todo su esplendor. Habían pasado ya cuatro meses, y ese enorme edificio de ladrillo les seguía pareciendo tan extraño como el primer día. Su padre las había matriculado allí al inicio del curso. La excusa había sido perfecta, además de la excelente reputación que tenía el colegio, sus hijas podrían asistir juntas. El recinto contaba con un patio interior que separaba los dos edificios principales, uno donde se impartían las clases para los menores de doce años y el otro para los mayores. Valeria se encargaba de reunir a sus hermanas, y así regresaban juntas a casa. Rara vez acudía su padre a recogerlas.

—¡Horror, dulce horror! —masculló Lidia entre dientes.

—Dejaremos de ser las nuevas algún día.

—Para ti es fácil, el próximo año entrarás en la Universidad. La enana y yo nos quedaremos en este infierno.

—¡A mí me gusta! —dijo Érika tirando del brazo de su hermana—. ¿Entramos ya?

—Nos vemos en el recreo. Voy a llevar a Érika a su clase. —Valeria sujetó la mano de la niña.

Lidia entró a regañadientes en el recinto y se despidió de sus hermanas. Iba a ser otro largo y eterno día dentro de aquella cárcel. El sonido del timbre le avisaba de que debía encaminarse a su primera clase. ¿A quién se le había ocurrido la brillante idea de poner Matemáticas a las ocho y media de la mañana? Pasó su mano por su cola de caballo y le fastidió comprobar que debía colocarse una traba justo detrás de la oreja. Su enrevesado cabello siempre le estaba dando la lata. Se sacudió los vaqueros y abrió la puerta del aula. Se alegró al ver que todavía el profesor Padilla no había llegado. Una bronca menos.

Tres clases soporíferas después, se dirigió a la cafetería donde había quedado con su hermana. Valeria estaba sentada en una de las mesas situadas junto a la ventana, revisaba unos apuntes mientras daba sorbitos a su café con leche. Los débiles rayos de sol se conjugaban con los cabellos de una manera casual y armónica. Valeria parecía un personaje de cuento. Sus ojos eran grandes y de ese color miel tan inusual, y poseía una envidiable piel de porcelana. No recordaba haberla visto con un alarmante grano en la cara. Sería endiabladamente perfecta si no fuera por uno de sus colmillos torcidos que rompía el equilibrio de su blanca dentadura. Y también tenía esas orejas puntiagudas que solía esconder con su larga melena. Se echó a reír. Siempre se burlaba de ella llamándola «injerto de alienígena».

—¿Estudiando? Es la hora del descanso.

—Voy bastante retrasada. —Suspiró y apartó los apuntes a un lado—. Tengo que ponerme al día.

—¿Tú? Tú siempre estás al día.

—No, Lidia, no… El profesor León me ha dicho que probablemente me queden tres asignaturas.

—¿A ti? ¡Es imposible! Vas a estudiar medicina el año que viene. Saldrás de esta mierda de instituto y tu vida será mejor. Por lo menos mejor que la mía. Al menos, este año, tus suspensos ensombrecerán los míos delante de papá. —Valeria la fulminó con la mirada—. ¿Qué? Algo bueno tiene que salir de esto.

—Aunque no lo creas, a mí también me está costando adaptarme a este lugar.

Por primera vez en mucho tiempo, Lidia vio a su hermana flaquear. A pesar de su aparente fragilidad, Valeria nunca mostraba sus debilidades, era cautelosa y extremadamente reflexiva. En cambio, ella era más impulsiva y solía tomar decisiones precipitadas de las que acababa arrepintiéndose. Se compadeció de su hermana. Si su templanza se estaba quebrando, no lo debía de estar pasando nada bien.

—Hablemos de temas más agradables —le dijo mientras desenvolvía su bocadillo de mortadela y le daba un mordisco—. ¿Has visto quién está sentado al fondo?

—No tengo ni idea —le contestó sin levantar la vista.

—¡Daniel Morales!

—¿No tiene novia? —preguntó sin ningún interés.

—No te enteras, hermanita. Está en tu clase, y, como siempre, eres la última mona. Dani dejó a su novia porque la pilló con otro. Hace ya más de tres meses que no está con ella.

Lidia volvió a mirar de reojo ese flequillo castaño claro que la hacía enloquecer. El chico se reía de algún comentario estúpido de su inseparable y retorcido amigo, Pablo.

—Aquí estáis, os estaba buscando.

Valeria levantó la cabeza y observó a la alocada amiga de su hermana. Ruth hablaba demasiado rápido, andaba con pasos cortos y gesticulaba exageradamente. Encima, su tono de voz estridente no ayudaba demasiado a apreciar sus cualidades.

—No has buscado demasiado —dijo Lidia.

—¿Tienes ya qué ponerte para mi fiesta del sábado? Mis padres al final me dejan el chalé de las afueras. Estoy emocionada. Casi todos los de clase van a venir, pero he pensado que podría ampliar horizontes e invitar a algunas personas más. Valeria, si quieres, tú también puedes asistir. Y podrías convencer a algunos de tu clase para que vengan también. Estaría genial que asistieran algunos de los del último curso. He hecho una posible lista de invitados de las personas con las que tendrías que hablar.

Sacó un folio arrugado de su bolso y se lo entregó a Valeria.

—Déjame ver. Daniel, Pablo, Roberto, David… —Valeria se echó a reír—. ¡Es la mitad del equipo de baloncesto!

—No tengo culpa de que la mayoría esté en tu clase.

—¡Y solo hay chicos en esta lista!

—Bueno, así podríamos aprender algo más de baloncesto —le dijo atropelladamente.

—Me voy a clase. —Devolvió la lista absurda a la chica mientras negaba con la cabeza.

Las siguientes tres horas fueron interminables. Valeria trataba de absorber todo lo que escupía la señora Barroso. Su bolígrafo iba más rápido que su mente, no paraba de anotar fórmulas químicas sin ningún sentido para ella. Tendría que repasar todo más tarde de nuevo si quería ponerse al día con la química. Estaba tan concentrada en todas las tareas que tenía que hacer en casa, que apenas escuchó los continuos susurros a su espalda. Como si se tratara de un mosquito que rondaba su oreja, hizo un gesto con la mano para apartarlo de sí. Entonces cayó en la cuenta de lo absurda de su reacción y giró levemente su cabeza para descubrir a la persona que no paraba de cuchichear. Pablo, sentado dos sillas más atrás, trataba de reprimir su risa con bastante dificultad. ¡Qué estúpido era ese chico! Inesperadamente, y para bochorno de Valeria, Pablo le guiñó un ojo y juntó sus labios ofreciéndole un beso. Valeria volvió a su posición y lamentó haberse distraído unos segundos. La señora Barroso estaba borrando las últimas fórmulas de la pizarra y ella no había tenido tiempo de anotarlas.

Suspiró aliviada cuando sonó el timbre. Tenía tantas ganas de escapar de ese lugar… Solo quería llegar a casa y olvidar que existía. Lidia tenía razón, aquel instituto apestaba. Estaba harta. Recogería a Érika de clase y se largaría de allí de una vez, al menos por ese día.

—Valeria, ¿qué tal? ¿Te ha gustado la clase?

La chica comprobó con desagrado que el brazo de Pablo Rodríguez evitaba que pudiera seguir su camino. Se apoyaba en la pared manteniendo una postura arrogante. No entendía por qué esos ojos marrones la observaban detenidamente. Su sonrisa pícara y de medio lado la hacía desconfiar. Hasta ella sabía que Pablo era un ligón innato, pero usar sus encantos seductores con ella, era otra cosa. Era alto, moreno, con un físico agraciado, y el capitán del equipo de baloncesto. Era ingenioso, astuto y un completo idiota.

—Vi que te esforzabas en seguir la verborrea química de Barroso…

—¿Me estás tomando el pelo?

—Uuuh, ¿te gusta que te den caña? —le preguntó riendo—. Había pensado que podríamos quedar un día para tomar algo, ver una peli o lo que te guste hacer…

Valeria observó de reojo a algunos de sus amigos. Roberto disimulaba su risita burlona y Javi hacía un gesto obsceno con su mano. Solo Daniel parecía ignorar la escena.

—Mira, no tengo tiempo de bromitas —le dijo apartando aquel brazo musculado que le obstaculizaba la salida—. Tengo que ir a recoger a mi hermana.

Aceleró el paso y no quiso mirar hacia atrás. Oyó las carcajadas de los amigos de Pablo. No supo distinguir si se reían de ella o le vacilaban a él. La chica miró el reloj y deseó que su hermana no hubiera salido de clase. Dobló la esquina con tanta rapidez que no pudo esquivar al chico que se le venía encima. Todos sus apuntes cayeron y se desparramaron por el suelo. Ella se apresuró a recogerlos.

—Lo siento, iba despistado.

El chico se puso de cuclillas y la ayudó con sus folios. Valeria alzó ligeramente la cabeza para descubrir al causante de aquel desastre. Se sorprendió al ver a un muchacho algo enclenque y con granos en la cara. Debía de tener unos catorce años. Llevaba una camiseta roja y una chaqueta vaquera algo desgastada. Sus facciones cumplidas, su frente estrecha y su nariz aguileña no favorecían en nada su simpático rostro. Sin embargo, sus grandes ojos almendrados dotaban a su mirada de intensidad.

—Soy Nico —se presentó mientras se levantaba y le entregaba los últimos papeles—. ¿Podrás ponerlos en orden?

—Sí. Lo haré más tarde, ahora tengo prisa.

Valeria llegó asfixiada al recinto donde impartían clase a los más pequeños. Subió las escaleras y torció a la izquierda sin apenas observar aquellas paredes amarillas y frías donde pasaba gran parte del día. Suspiró aliviada al ver a su hermana cabizbaja sentada en uno de los pocos bancos del pasillo. Apenas podía apreciar su rostro. La capa cubría parte de su cara, pero supo enseguida que Érika no se encontraba bien. Se sentó a su lado y le dio un beso en la frente.

—Siento haber llegado tarde, Érika. Me han entretenido saliendo de clase.

—Clarisa me ha dicho que soy una niñata y que no debería seguir jugando con muñecas.

—Esa Clarisa es estúpida —le dijo sin saber de lo que hablaba su hermana.

—Y Arturo me ha llamado idiota. Dice que la magia no existe y que no voy a volverme invisible nunca en la vida. Yo les dije que el dueño de la tienda había dicho que la magia sí que existe. Y se han reído de mí. —La niña empezó a sollozar.

Valeria la abrazó. Así que la causa de las lágrimas de su hermana era aquella absurda capa. Érika alzó la mirada, y su hermana vio la tristeza en los ojos verdes de la pequeña.

—Creer no es de idiotas, es de valientes. Y Clarisa no sabe lo que se está perdiendo. Lo que daría yo por jugar con muñecas en vez de hacer ecuaciones matemáticas —manifestó mientras le hacía cosquillas—. Érika, te aseguro que ya tendrás tiempo de hacerte mayor. De momento, disfruta jugando y creyendo en la magia. Los mayores solo tienen tiempo para el trabajo y para preocuparse.

Las tres hermanas entraron por fin en casa. Sus rostros desolados delataban el día tan duro que habían pasado en clase. Parecía que regresaban de una guerra. Rosa pensó en cuánto necesitaban a su madre en ese momento.

—Valeria, tengo que irme ya. Tu padre ha llamado para decir que no lo esperarais para la cena.

La joven asintió y, en cuanto Rosa se fue, ordenó a Érika que se fuera desvistiendo para darle una ducha. Lidia se lanzó en el sofá y encendió la televisión. La claridad que entraba por los grandes ventanales hacía que la estancia fuera más luminosa. Solo un viejo sauce a la izquierda del patio interrumpía el baño de luz constante. Lidia pensó en su madre. Había transformado ese destartalado patio urbano en un pequeño jardín. Los fines de semana, le encantaba pasarse horas cultivando sus preciados geranios de colores y regando sus rosas rojas. Ahora, era ella la que se encargaba del cuidado de las flores. Pero tenía que admitir que la pequeña joya de su madre se había marchitado. Se acercó al ventanal y admiró aquel sauce. Observó el nido que habían hecho unos mirlos semanas atrás. Su madre estaría orgullosa de su árbol. Sus ramas caían en cascada hasta casi tocar el suelo. No era muy grande, pero a Lidia le parecía imponente. Casi embriagador. Tanto, que deseó alejarse de una vez de aquella maldita ciudad. Viviría en un pueblo rodeado de altos robles y flores silvestres, habría un gran lago cristalino donde, todos los veranos, las personas del pueblo irían bañarse. Allí, el tiempo no tendría importancia. No habría que preocuparse de los coches ruidosos ni de conductores que se saltaban los semáforos en rojo. Odiaba esa ciudad, su tráfico y al conductor imprudente que le había arrebatado a su madre. Había arruinado su vida. Lidia apretó sus puños con fuerza. Sentía rabia e impotencia. Y allí dentro, ¡se asfixiaba! Necesitaba coger aire. Abrió la puerta del patio y se derrumbó. Y, bajo el cobijo del sauce, lloró sin desaprovechar ni una lágrima.

Érika hacía sus deberes en la barra americana de la cocina, mientras Valeria pelaba las patatas. Vio cómo su hermana sujetaba su cabello rubio en una coleta. Observándola de espaldas, se imaginaba que era su madre la que la supervisaba mientras preparaba de cenar. Ella la había enseñado a sumar y a restar, y ahora Valeria la enseñaba a multiplicar. Pero no era su madre. Y tenía tantas ganas de tenerla a su lado y contarle que no se divertía en el nuevo colegio, que los niños eran raros y que Clarisa Montes era un demonio. Seguro que la habría abrazado y le habría dicho que ella era un ángel, como solía llamarla. «Un ángel que se había escapado del cielo para estar con ella». Mordisqueaba su lápiz mientras intentaba concentrarse en aquella multiplicación tan complicada.

—Dime, ¿qué te parece?

Lidia apareció en el umbral vestida con un traje verde a medio muslo y un escote provocador, llevaba los zapatos que había comprado dos días atrás en la tienda y se había soltado su larga melena castaña para cubrir parte del pecho que el vestido obviaba.

—Ruth me lo ha prestado. Dice que es muy sugerente.

—Lidia, eres una chica muy atractiva e inteligente, no tienes que fingir ser otra persona para agradar a la gente —le informó Valeria midiendo sus palabras.

—Parezco una buscona, ¿no? —preguntó resignada—. ¡Vale, pero me prestas algo tuyo para la fiesta!

Después de la cena, Valeria llevó a Érika a su cuarto, le leyó uno de los miles de cuentos que tenía en su mesita de noche y esperó a que la niña se durmiera. Volvió a su habitación. Lidia estaba echada en su cama y leía uno de esos cómics japoneses que tanto le gustaban. Tenía su parte de la habitación decorada con pósteres de dibujos mangas. Valeria hubiera preferido que hubiera adornado su pared con cualquier grupo de quinceañeras. En cambio, había elegido aquellos monigotes con cabellos de colores y unos ojos extremadamente enormes. Cogió sus apuntes de historia y suspiró.

—Deberías estudiar algo.

—Lo que está suspendido, suspendido queda. —Y le enseñó la lengua de una manera infantil—. Papá se está retrasando mucho, ¿verdad?

—Sí, se está retrasando.

Lidia captó el desánimo de su hermana. Más que nunca quiso olvidar el día que había vivido. Y sobre todo, pensar que se repetiría al día siguiente, al otro y al otro. Así que se enfrascó en su lectura Las aventuras de Sasha; una estudiante normal en su instituto y una intrépida samurái en sus ratos libres. Se relajó pensando que algún día sería libre como Sasha.

 

3

 

Escondite

 

 

 

 

 

 

 

Cuando Valeria entró en la cocina para preparar algo de desayunar, sonrió al ver a su padre untando la mermelada en las tostadas. Lo había oído llegar por la noche. Había deslizado levemente la puerta para comprobar que sus hijas dormían. Ella había fingido dormir, no había podido conciliar el sueño, y hasta que él por fin cerró la puerta del dormitorio, no pudo entornar los párpados.

Su padre le dio los buenos días y la invitó a sentarse. Se disculpó por no haber llegado ayer a la hora de la cena. Era abogado a tiempo completo. Si el bufete lo requería, debía presentarse al instante. Sin excusas. La joven observó las crecientes canas que despuntaban por detrás de sus orejas. Su cabello espeso y moreno pronto quedaría cubierto de gris. En dos años había envejecido mucho. Sus ojeras delataban su cansancio, y las pequeñas arrugas que surgían de las comisuras de sus labios cada vez que sonreía le hablaban de las tensiones que soportaba.

Érika irrumpió en la cocina como un torbellino y se lanzó a los brazos de su padre. Parecía que había dormido con la capa roja. Lidia entró tras ella con su típico malhumor matutino.

—¿Es que no escarmientas? Ayer se rieron de ti por llevar esa cosa roja a clase, enana.

Érika llevaba un suéter de lana verde bajo la capa. Valeria le había hecho dos trenzas que había rematado con dos lazos rojos.

—Lidia, si quiere llevarla, que la lleve —le dijo su padre.

—Pero que después no venga llorando.

—La llevo porque soy una persona valiente. —La niña guiñó un ojo a Valeria.

Como todas las mañanas, Lidia se presentó en la cafetería para reunirse con su hermana. Soltó un bufido estrepitoso y se dejó caer en la silla situada frente a Valeria. Estaba exhausta. Sacó su bocadillo de salami y queso de su bolso y empezó a desenvolverlo. Su hermana apenas le había dedicado una sonrisa, escribía fórmulas sin sentido en un folio arrugado.

—¿No crees que deberías dejar eso para más tarde y preocuparte por integrarte un poco más con el resto de los alumnos?

—¿No te has comprado el refresco?

—He dejado a Ruth haciendo cola en la barra mientras yo buscaba sitio.

Lidia observó a Ruth que charlaba animadamente con un chico mientras pagaba los refrescos. Su amiga siempre cuidaba al detalle su look. Todo lo contrario a ella, que había ido a clase con unos vaqueros, un top rojo y unas zapatillas negras. En cambio, Ruth llevaba una falda estampada y una blusa amarilla a juego y se había cepillado con cuidado su melena morena, que había sujetado con una diadema también amarilla. Se preguntaba quién era ese chico con el que hablaba y, sobre todo, por qué lo estaba invitando a la mesa donde estaban ellas. No era muy alto y su complexión no era precisamente la de un atleta. Sus manos, en cambio, eran grandes, como sus extraños ojos almendrados.

—Hola, Valeria, ¿pudiste poner todos tus apuntes en orden?

—¡Oh, Nico! Sí, sí —le respondió sonriendo.

Los ojos de Lidia se salían de sus órbitas. ¿De qué conocería su hermana a ese palurdo? Le dio una pequeña patada bajo la mesa y, cuando obtuvo la atención de Valeria, arqueó las cejas esperando una explicación. Su hermana solo se encogió de hombros.

—He invitado a Nico a mi fiesta del sábado —soltó Ruth.

A Lidia le dio un vuelco el corazón. ¿Qué demonios estaba pasando allí? Ese chico estaba en un curso inferior al de ellas. Su amiga se limitó a guiñarle un ojo.

—Gracias, claro que iré —dijo orgulloso mientras mojaba un bollo en su café con leche.

Mientras su amiga le explicaba al chico cómo llegar a su casa, ella buscaba respuestas en su hermana que se esforzaba por aprenderse la tabla periódica.

—Cuando te sugerí que te relacionaras más, no incluía a memos más pequeños que tú —le dijo entre dientes para que solo ella pudiera oírla. Valeria le contestó con una mueca de burla y volvió a sumergir su cabeza en su pila de apuntes.

Más tarde, mientras estaba sentada de nuevo en su pupitre viejo y pintarrajeado por docenas de alumnos que habían estado allí antes que ella, Valeria deseó que llegara el fin de semana. Tenía tantas tareas que planificar. La voz grave y monótona del profesor León la estaba atontando. Las mañanas se le hacían largas y las tardes demasiado cortas. Volvió a mirar el reloj, quedaban dos minutos para que sonara el timbre. Tan solo era martes, y ya estaba derrotada. El sonido la hizo volver a la Tierra y recoger rápido sus apuntes. Esa vez, voló. No quería que nada ni nadie la retrasara, no podía volver a llegar tarde a recoger a Érika. Avanzó por el pasillo a zancadas, dobló la esquina, bajó las escaleras y salió al patio. Allí, muchos alumnos se encontraban a la salida de clase. Ella no miró a nadie. Cruzó el patio abarrotado y entró en el edificio de los pequeños. Subió al segundo piso y, al doblar la esquina, vio que los niños todavía estaban saliendo del aula. Esperó apoyada en la pared a que su hermana apareciera. Algunos salían corriendo y dando empujones. La profesora desde la puerta intentaba poner orden. Era una mujer joven, pero nada atractiva, apenas tendría treinta años y vestía como una mujer de cincuenta. Su cabello era corto y muy rizado. Intentaba dominar algunos rizos con unas trabas ridículas sobre las orejas. A pesar del aspecto que tenía, no era una mujer desagradable. Su hermana siempre resaltaba lo paciente y simpática que era.

El flujo de niños empezó a disminuir. Érika se estaba retrasando y ella se estaba impacientando. Al ver que ya no salía nadie más, la joven se acercó a la profesora.

—Érika ha sido de las primeras en salir. Probablemente haya ido al baño.

Valeria corrió hacia los baños y llamó a su hermana, pero no obtuvo respuesta. Revisó uno por uno los retretes. Solo uno permanecía cerrado. Dio suaves golpecitos en la puerta, nadie le contestó. Decidió esperar a que la chica saliera. Podía que fuera su hermana que le estaba gastando una broma. A través del espejo, vio a una niña morena que salía del baño ocupado y la miraba enfadada. A Valeria le dio un vuelco el corazón. ¿Dónde demonios se había metido? Si llegaba tarde, siempre la esperaba sentada en uno de los bancos del pasillo. Sacó el móvil del bolso y llamó a Lidia.

—Érika no está en clase y no la encuentro por ninguna parte.

—Ella nunca se mueve sola. ¿Seguro que no se ha quedado rezagada en clase?

—No, no, he mirado también en los baños. Vete al patio, por si se le hubiera ocurrido salir sola. Yo voy a inspeccionar este edificio de arriba a abajo. Si la encuentras, llámame.

Lidia salió al patio y vio que muchos niños se encontraban ya en la verja con sus padres. Ya no quedaban muchas personas allí, solo los más mayores que charlaban con sus amigos. Aun así, subió las gradas. Desde lo alto podría divisarla mejor. Era imposible que una niña de siete años con una capa roja tan cantosa se hubiera esfumado de repente. No debía de ser un problema localizarla, sin embargo, no la veía. Crujía sus dedos mientras observaba cada uno de los rincones del patio. Nada. Bajó saltando las gradas y comenzó a preguntar por Érika, pero muchos no sabían ni quién era.

—¿A qué hermana estás buscando?

Lidia giró sobre sus talones. Un chico moreno y desgarbado le sonreía de oreja a oreja. Era Nico. Se lo pensó dos veces antes de contestarle. Estaba visto que no iba a deshacerse tan fácilmente de ese memo.

—A Érika, ¿la conoces? —Lidia no tenía nada que perder.

—¿Se ha perdido?

Desde luego, el chico la conocía. Pero ¿de qué? Ni idea. Lidia no quería entrar en la mente retorcida de aquel mocoso. Era la única persona que se había molestado en ayudar.

—No la encontramos. Valeria está buscando en su escuela, y yo me he recorrido todo el patio, pero nada.

—Bueno, puede que si no ha visto a Valeria cuando ha salido de clase, decidiera ella ir al encuentro de tu hermana. ¿Érika sabe dónde está el aula de Valeria?

—Sí —le respondió algo confusa—. Pero Érika nunca sale sola…

—Mejor echamos un vistazo, ¿no te parece?

Quizá Lidia se hubiera precipitado a juzgar al chico. Su rostro sereno inspiraba confianza, y sus ojos almendrados hablaban con sinceridad. Observó sus labios finos. Al sonreír, dos hoyuelos aparecían en la frontera que separaban sus mejillas de su boca. Sin embargo, su nariz afilada y ese ligero acné empañaban por completo su potencial atractivo.

Lidia volvió al recinto, seguida muy de cerca por Nico. Ambos subieron velozmente las escaleras. La coleta castaña de la chica volaba por los pasillos. Nico apenas podía seguir su ritmo. Nunca había sido rápido, sino más bien torpe, pero no podía ponerse en evidencia delante de ella. Así que, aunque le faltaba la respiración, mantuvo la carrera hasta llegar a la clase de Valeria. La chica casi derriba la puerta del empujón, pero su rostro decepcionado al volver a salir, le decía que allí tampoco estaba su hermana. Nico intentó animarla.

—Piensa, ¿hay algún sitio donde le guste refugiarse si se siente triste o sola?

—¿Qué está pasando aquí?

La voz grave de Daniel sonó en los pasillos vacíos como si de un policía se tratara. El chico se acercó con paso firme. Nico se apresuró a responder.

—La hermana pequeña de Lidia ha desaparecido. La estamos buscando.

—¿Has hablado con el director o con algún profesor?

—Valeria ha hablado con la profesora de Érika, pero… —la chica balbuceaba. Los enormes ojos grises de Daniel la intimidaban.

—¿Valeria?

—Su otra hermana está en tu curso —le aclaró Nico.

Mientras Nico relataba toda la historia a Daniel, cómo habían buscado por el patio y por los alrededores, Lidia sacó su móvil del bolsillo y llamó a su hermana.

—¿La has encontrado? —contestó al otro lado la voz preocupada de Valeria.

—No, a lo mejor deberíamos llamar a papá o ir al director.

—¿Dónde estás?

—En tu clase. He pensado que Érika vendría directamente aquí si no te encontraba.

—Bien, ve a mirar también a la tuya, y luego recorre mis pasos hasta llegar hasta aquí, por si se ha perdido por el camino.

—¿Tú qué vas a hacer?

—Voy a los columpios. Si no aparece en un cuarto de hora, llamamos a papá, al director o a la policía si es necesario.

Valeria colgó la llamada y sintió un gran vacío en su estómago. Había registrado una por una todas las aulas del edificio de los pequeños. Y allí no había nadie. Ahora sí empezaba a impacientarse. ¿Y si había salido sola a la calle? ¿Y si alguien la había cogido? Corrió hacia los columpios con la esperanza de que se estuviera divirtiendo sin imaginarse la que había armado. Tenía tantas ganas de abrazarla y al mismo tiempo de gritarle. Al llegar, encontró que no era la única que la buscaba.

—Lidia me ha dicho que venías hacia aquí.