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La editorial no aboga por el uso de ningún protocolo de salud en particular, pero cree que la información contenida en este libro debe estar a disposición del público. La editorial y el autor no se hacen responsables de cualquier reacción adversa o consecuencia producidas como resultado de la puesta en práctica de las sugerencias, fórmulas o procedimientos expuestos en este libro. En caso de que el lector tenga alguna pregunta relacionada con la idoneidad de alguno de los procedimientos o tratamientos mencionados, tanto el autor como la editorial recomiendan encarecidamente consultar con un profesional de la salud.

Título original: Ketone Therapy. The Ketogenic Cleanse and Ati-Aging Diet

Traducido del inglés por Elsa Gómez Belastegui

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Maquetación y diseño de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

2017, Bruce Fife

© de la presente edición

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SOBRE EL AUTOR

El doctor Bruce Fife es médico naturópata y nutricionista.

Ha escrito más de veinte libros sobre estos temas y es el presidente del Coconut Research Center, organización sin ánimo de lucro cuya finalidad es educar al público y a la comunicada médica sobre los aspectos nutritivos del coco y otros alimentos relacionados. Es también editor del Healthy Ways Newsletter y está considerado uno de los mayores expertos del mundo en el tema de las grasas y aceites dietéticos.

Otras obras suyas son: El milagro del aceite de coco, Cómo curar la artritis, Oil Pulling, La dieta cetogénica del coco, Vencer al autismo y Alto al Alzhemimer.

El doctor Bruce Fife, aunque reside en Colorado Springs, viaja continuamente por el mundo dando conferencias.

Para más información puedes visitar la página del Coconut Research Center

autor

UNA DIETA MILAGROSA

Para mucha gente, el doctor Fred Hatfield es un modelo de salud y bienestar. Ha sido tres veces campeón mundial de levantamiento de peso y es cofundador y presidente de la Asociación Internacional de Ciencias del Deporte, así como fundador de la revista Men’s Fitness y autor de sesenta libros sobre entrenamiento deportivo, acondicionamiento físico y salud. Sirvió en la Marina estadounidense y es doctor en ciencias del deporte. Y, además, es un superviviente del cáncer: «Los médicos me dieron tres meses de vida, por un cáncer con metástasis que se había extendido a todo el sistema óseo –dice–. ¡Tres meses! Tres médicos diferentes me dijeron lo mismo».

Fred sufría un tipo de osteosarcoma –cáncer de huesos– de crecimiento rápido. Se planteaban como posibles tratamientos la cirugía o la quimioterapia, pero aun así las probabilidades de supervivencia a largo plazo eran prácticamente nulas. Fred tenía entonces sesenta y nueve años.

Su esposa, Gloria, rememora la experiencia: «Es espantoso, tremendamente espantoso oír que al hombre al que quieres le quedan solo tres meses de vida y que no vas a volver a verlo».

Pero él no estaba dispuesto a que el cáncer tomara las riendas de su vida. Empezó a indagar sobre terapias alternativas y se topó con la dieta cetogénica. Dejó de tomar azúcar, dulces y féculas y empezó a consumir más –muchas más– grasas saludables, como aceite de coco, mantequilla orgánica, aceite de oliva, aguacates, frutos secos e incluso beicon. Las verduras con bajo contenido en hidratos de carbono, como el brócoli, las espinacas y los espárragos, sustituyeron a los alimentos ricos en carbohidratos –pan, arroz y pasta– que solía comer. No solo no pasaba hambre, sino que comía en abundancia, hasta quedar satisfecho. La dieta constaba principalmente de alimentos básicos, naturales e integrales: «Los productos de la dieta cetogénica se venden en cualquier supermercado y son muy fáciles de preparar –dice Gloria–. La dieta consiste en comer alimentos sin azúcar y evitar la comida basura».

Para asombro de todos, surtió efecto: «¡El cáncer había desaparecido! –exclama–. Del todo. Hasta el día de hoy, no ha vuelto a haber ni rastro de él». Han transcurrido ya cinco años, y Fred sigue llevando una vida sana y muy activa.

La admirable recuperación de Fred no fue sin embargo una sorpresa para el doctor Dominic D’Agostino, profesor adjunto del Departamento de Farmacología y Fisiología Moleculares de la Facultad de Medicina de la Universidad del Sur de Florida, que trabaja en la elaboración y comprobación de terapias nutricionales metabólicas, entre las cuales se encuentra la dieta cetogénica, que según ha descubierto D’Agostino tiene unos efectos de lo más impresionantes. Ha observado, por ejemplo, que al eliminarse los hidratos de carbono de la dieta de los ratones de laboratorio, superaban una metástasis altamente agresiva mejor aún que si se los trataba con quimioterapia. Y esta dieta no solo es eficaz para el cáncer; está demostrando su eficacia en el tratamiento de una diversidad de trastornos metabólicos, incluidos la diabetes y la demencia senil. Tan convencido está D’Agostino de los beneficios de la dieta cetogénica que así es como se alimenta el 95 % del tiempo.

«El médico se quedó estupefacto al ver los resultados –señala el paciente Kevin Benjamin–. Me dijo: “Lo que sea que estés haciendo, sigue haciéndolo”». Kevin es un hombre esbelto de 85 kilos, con una tensión arterial y un nivel de glucosa en sangre normales; un hombre notablemente distinto del Kevin de hace solo unos años: obeso –de 126 kilos– y diabético. El resultado de la prueba de hemoglobina glucosilada (HbA1c) –análisis de sangre que muestra el nivel de glucosa en sangre a lo largo de un periodo de tres meses– era alarmantemente alto. Un resultado de 5,7 o inferior se considera normal, y uno de 6,5 o superior indica diabetes. El de Kevin era ni más ni menos que de 12,7, lo que equivale a una glucemia en ayunas de 318 mg/dl (17,7 mmol/l); y esto, con ayuda de medicación para reducir los niveles de glucosa. Un valor tan elevado indica que la diabetes no se está tratando como es debido, y aumenta enormemente el riesgo de complicaciones tan serias como la pérdida permanente de visión, insuficiencia renal, cardiopatías o una neuropatía periférica, que podría terminar en gangrena y en la amputación de los pies.

Las dietas bajas en hidratos de carbono que había probado en el pasado no habían surtido ningún efecto, y los medicamentos que tomaba no le servían de mucho, pero estaba tan desesperado que decidió tomar medidas drásticas: una dieta cetogénica alta en grasas. Los resultados fueron asombrosos. Adelgazó 42 kilos, los valores de la HbA1c descendieron a un nivel normal y pudo dejar todos los medicamentos que tomaba. En la actualidad, ni es obeso ni se le considera diabético. Lleva alimentándose así desde hace cinco años y tiene la intención de mantener esta dieta indefinidamente: «Estoy totalmente dispuesto a comer así el resto de mi vida –afirma Kevin–. Si algo se puede decir, es que disfruto con la comida más de lo que he disfrutado nunca».

Aunque se ha culpado a las grasas de ser una de las causas principales de la obesidad y la diabetes, muchos expertos aseguran actualmente que una dieta cetogénica alta en grasas y baja en ­hidratos de carbono puede de hecho revertir estos trastornos: «Las dietas cetogénicas estimulan la pérdida de peso –sostiene el doctor Eric Westman, experto en obesidad y director de la Duke Lifestyle Medicine Clinic–. A mis pacientes les digo: “No tengas miedo a las grasas. Come grasas en abundancia, puesto que te harán sentir lleno”». El doctor Westman hace que todos sus pacientes diabéticos o con sobrepeso sigan la dieta cetogénica, baja en hidratos de carbono, y, en solo unas semanas, muestran una pérdida sustancial de peso o pueden abandonar por completo los tratamientos para la diabetes gracias a la mejoría que han experimentado sus niveles de glucosa en sangre.

Los diabéticos que dependían de la insulina no necesitan seguir inyectándosela al cabo de entre una y cuatro semanas. Los pacientes ven resultados que no habían conseguido jamás con ninguna otra dieta o programa de adelgazamiento. «No hay paciente más feliz que el que deja de necesitar insulina cuando se le había dicho que tendría diabetes para siempre», señala Westman. John es un ejemplo de lo que puede lograrse con la dieta cetogénica. Llevaba inyectándose insulina desde hacía veinticinco años. Cuando llegó por primera vez a la consulta del doctor Westman, se inyectaba 180 unidades de insulina al día, pesaba 123 kilos y la HbA1c reflejaba un valor de 10,8. Al cabo de una semana de seguir la dieta cetogénica, pudo reducir la dosis diaria de insulina a 80 unidades, y al cabo de cuatro semanas suspendió por completo las inyecciones. En doce semanas adelgazó casi 10 kilos y los valores de hemoglobina glucosilada descendieron a un razonable 7,3. A diferencia de lo que había experimentado con la típica dieta de adelgazamiento baja en grasas, no tenía constantes retortijones de hambre ni ansia por determinados alimentos, sino que disfrutaba saboreando alimentos ricos en grasas, como beicon, huevos, filetes, chuletas y sabrosos estofados y guisos, además de hortalizas y frutas bajas en hidratos de carbono, y nunca pasaba hambre. Las comidas lo dejaban lleno y satisfecho. No tenía en absoluto la sensación de estar a dieta, perdía peso sin esfuerzo y la glucemia descendió a niveles que no había tenido desde hacía años. John no es un caso aislado, sino un típico ejemplo de los magníficos resultados que se consiguen con una dieta cetogénica. «Es tan sensacional –dice el doctor Westman– que la gente no se lo cree», al menos hasta que ellos mismos hacen la prueba.

Los efectos de la dieta cetogénica son particularmente impresionantes en lo que se refiere a la salud cerebral. Tengas la edad que tengas, la dieta puede hacerte estar más alerta e impedir la pérdida de memoria y el deterioro de la capacidad cognitiva asociados con el envejecimiento; tanto es así que esta dieta ha demostrado su eficacia incluso para revertir los efectos de dolencias cerebrales degenerativas tan serias como el alzhéimer o el párkinson o de una embolia cerebral. En realidad no es de extrañar que la dieta cetogénica haya resultado de utilidad para tratar casos de este tipo, ya que en su origen se elaboró expresamente para tratar otro trastorno cerebral: la epilepsia. Desde su puesta en práctica a principios del siglo xx, la dieta cetogénica ha demostrado ser notablemente eficaz en todas las formas de epilepsia, incluso en los casos de resistencia más patente a los medicamentos. Los pacientes que siguen la dieta cetogénica entre seis y veinticuatro meses ven reducirse de modo drástico las crisis, y estos resultados son perdurables. Muchos se curan por completo y no vuelven a sufrir otro episodio convulsivo nunca más.

La dieta cetogénica ha demostrado su utilidad para tratar toda una diversidad de dolencias, entre ellas:

Pese a ser una lista más que notable, en realidad supone solo una relación parcial de los beneficios potenciales que acompañan a la dieta cetogénica; se sigue investigando y se le siguen encontrando aún más aplicaciones. Mucha gente está empezando a descubrir su eficacia en el tratamiento de dolencias de las que todavía no se ha hecho una investigación formal en un entorno clínico o de laboratorio.

La dieta cetogénica es un plan de alimentación rico en grasas, bajo en hidratos de carbono y moderado en proteínas que provoca una transformación, ya que hace que el cuerpo, en lugar de ­quemar azúcares, empiece a quemar grasas como principal fuente de combustible. Este cambio metabólico tiene un efecto drástico para la salud: los factores de riesgo asociados con las enfermedades crónicas desaparecen; como consecuencia de ello, los medicamentos utilizados para tratar las dolencias dejan de ser necesarios y puede interrumpirse el tratamiento. Es como pulsar el botón de reinicio en el ordenador y eliminar de golpe la mayoría de los problemas de salud, y empezar de nuevo con la salud intacta y una renovada pasión por la vida.

La ingesta de hidratos de carbono se mantiene al mínimo a fin de que el cuerpo se movilice y utilice las grasas almacenadas para obtener energía, proceso en el cual el hígado convierte parte de esas grasas en un tipo especial de combustible denominado cuerpos cetónicos o cetonas. En circunstancias normales, tenemos muy pocas cetonas circulando por la sangre, pero al comenzar la dieta cetogénica, su número puede aumentar hasta alcanzar un nivel terapéutico. Se ha dicho que las cetonas son un «supercombustible» para el cuerpo, pues le proporcionan una fuente de energía más potente y eficiente que la glucosa. Cuando el organismo utiliza cetonas y grasas para su funcionamiento, se producen cambios: se normaliza la tensión arterial, mejoran los niveles de colesterol y triglicéridos, descienden los niveles de glucosa e insulina, se equilibran las hormonas y las afecciones crónicas se desvanecen. La terapia de cetonas emplea la fuerza de este combustible para revitalizar el cuerpo, y, gracias a ello, se consigue que muchas enfermedades crónicas den marcha atrás. Los resultados han demostrado ser tan asombrosos que a menudo se la llama la «dieta milagrosa».

A causa de su enorme éxito, se ha hecho mucha publicidad de ella en los últimos años. Pero no se trata de una dieta en boga, de una moda pasajera. Esta dieta tiene más de noventa años, y, a lo largo de ese tiempo, miles de personas han conseguido tratar con éxito todo tipo de problemas de salud. Los resultados se han documentado meticulosamente en numerosos estudios durante todos estos años, y ha demostrado ser muy efectiva y carecer de efectos contraproducentes. Sin embargo, en los últimos tiempos ha despertado un renovado interés, y ese interés se debe a que hoy es más fácil de poner en práctica y mucho más apetitosa que en el pasado.

La dieta cetogénica clásica que se creó inicialmente para tratar la epilepsia era muy complicada. Los pacientes tenían que ingerir hasta un 90 % de las calorías en forma de grasas y limitar la ingesta de carbohidratos a un 2 % de las calorías. Era necesario pesar y calcular la cantidad exacta de cada gramo de grasa, carbohidrato y proteína de cada comida, y el total de calorías estaba estrictamente delimitado. Era una dieta difícil de organizar y más difícil aún de comer. Requería de la supervisión de médicos y dietistas especializados, así como de clases de cocina en las que los pacientes y sus familiares aprendían a preparar las comidas de acuerdo con especificaciones muy precisas. A menos que no quedara otro remedio, no era mucha la gente que se atenía a la dieta durante demasiado tiempo.

Sin embargo, gracias al descubrimiento de que el aceite de coco contiene un particular grupo de ácidos grasos (triglicéridos de cadena media) de naturaleza cetogénica, la dieta se ha vuelto mucho más fácil de seguir y muchísimo más apetitosa. Al añadir aceite de coco a la dieta cetogénica, puede reducirse significativamente la ingesta total de grasas y aumentarse la cantidad de hidratos de carbono y proteínas. Esta nueva dieta cetogénica de triglicéridos de cadena media puede elevar las cetonas en sangre hasta niveles terapéuticos generando muchas menos incomodidades que la dieta clásica pero ofreciendo los mismos resultados. No nos obliga a pesar y medir cada partícula de comida ni a limitar estrictamente la ingesta total de calorías; lo importante es limitar la ingesta total de hidratos de carbono y asegurarnos de que ingerimos una abundante cantidad de grasas saludables. Es tan fácil que cualquiera puede hacerlo sin necesidad de formación especializada ni de supervisión médica, aunque si se tiene un problema médico de gravedad es conveniente consultar a un profesional de la salud.

Hay mucha confusión e información tergiversada sobre la dieta cetogénica, especialmente en Internet. Buena parte de la información es engañosa o está equivocada de principio a fin. Aunque se trate de una dieta baja en hidratos de carbono, no todas las dietas bajas en hidratos de carbono son cetogénicas. No es una dieta sustancialmente carnívora. La ingesta de proteínas es modesta, no mayor que la correspondiente a la forma de comer habitual, y a menudo bastante menor. No es una dieta paleolítica, aunque puede serlo. Puede ser incluso vegetariana, si así se desea. Las grasas proporcionan la fuente principal de calorías en esta dieta, grasas que provienen de una diversidad de alimentos: aliños para ensaladas, mantequilla, nata, mahonesa, queso, carnes grasas, beicon, huevos, frutos secos, coco y aguacates. No obstante, ciertos aceites vegetales, como veremos en los capítulos siguientes, no deben usarse jamás. Los dulces y los alimentos feculentos están descartados o reducidos al mínimo. Las comidas no giran en torno a la carne, sino a hortalizas bajas en carbohidratos, como brócoli, calabacín, espárragos, coliflor, lechuga y pepino, que generalmente constituyen el grueso de las comidas. Una dieta cetogénica es en realidad una dieta de base vegetal, suplementada con ácidos grasos saludables y fuentes de proteína apropiadas, de la que quedan excluidos todos los tipos de comida basura, que contribuyen a deteriorar la salud. Te sorprenderá ver que es más nutritiva y mucho más saludable que ninguna dieta que hayas probado nunca.

Algunos utilizan la dieta cetogénica como medida temporal para conseguir una meta, como bajar de peso, mejorar la calidad química de la sangre, eliminar las toxinas acumuladas o reducir el riesgo de enfermedad crónica. Otros la adoptan como medio para superar a largo plazo enfermedades graves y conservar la salud. La dieta cetogénica que se describe en este libro es un plan de alimentación carente de riesgos y altamente nutritivo que puede mantenerse toda la vida.

HECHOS PROBADOS
SOBRE LAS GRASAS

LAS GRASAS SON BUENAS PARA LA SALUD

Uno de los rasgos distintivos de la dieta cetogénica es el consumo de un alto porcentaje de grasas. Y teniendo en cuenta que las grasas constituyen entre un 60 y un 90 % del total de calorías que se consumen, es importante el tipo de grasas que elijamos. No todas las grasas son iguales. Algunas favorecen la buena salud y otras pueden perjudicarla. Las grasas inadecuadas pueden contrarrestar muchos de los beneficios de la dieta cetogénica y hacerla menos útil y ventajosa, e incluso provocar algunos problemas de salud. De hecho, algunos de los efectos secundarios adversos que a veces la gente dice experimentar cuando adopta la dieta cetogénica se derivan indudablemente de ingerir grasas de tipo inadecuado.

La publicidad y la propaganda destinadas a salvaguardar los intereses del mercado han influenciado y distorsionado peligrosamente la concepción que tenemos de las grasas dietéticas. Se nos aconseja que reduzcamos al mínimo la ingesta de grasas para perder peso o estar sanos, y además se nos cuenta que algunas grasas son beneficiosas y otras son perjudiciales. Las grasas saturadas se llevan la palma de las críticas y se las culpa de contribuir prácticamente a todos los problemas de salud que sufre la humanidad, mientras que se alaba la bondad de los aceites vegetales poliinsaturados, la margarina y las mantecas vegetales. La verdad es que la mayoría de las grasas saturadas, y en particular el aceite de coco, están entre las grasas más saludables que podemos consumir, y en cambio muchos aceites poliinsaturados pueden representar un alto riesgo para la salud.

Las grasas son un nutriente esencial. Son necesarias para tener buena salud y conservarla. Necesitamos ingerirlas para obtener los máximos beneficios nutricionales de otros alimentos. Las grasas aumentan la biodisponibilidad y la absorción de los nutrientes contenidos en los alimentos que ingerimos. Al ralentizar el paso de los alimentos por el estómago y el aparato digestivo, les permiten empaparse de los jugos gástricos y las enzimas digestivas, y como consecuencia los alimentos liberan más nutrientes, sobre todo minerales que normalmente están fuertemente fijados a otros compuestos, y el cuerpo los absorbe.

Las dietas bajas en grasas son de hecho perjudiciales, porque impiden una digestión completa de los alimentos y restringen la absorción de nutrientes, lo cual provoca deficiencias de vitaminas y minerales. El calcio, por ejemplo, necesita de las grasas para ser debidamente absorbido, y esta es la razón por la que las dietas bajas en grasas contribuyen a la osteoporosis. Es curioso que tendamos a evitar las grasas todo lo posible y a comer alimentos bajos en ellas, como la leche desnatada o semidesnatada, a fin de obtener calcio, cuando en realidad el consumo de lácteos con un bajo contenido en grasas impide una correcta absorción de este mineral. Esta podría ser una de las razones por las que la gente bebe grandes cantidades de leche y toma suplementos de calcio a puñados y sin embargo sigue sufriendo de osteoporosis. Muchas hortalizas son buenas fuentes de calcio, pero para aprovecharlo debemos consumirlas acompañadas de mantequilla y nata u otros alimentos ricos en grasas.

Las grasas hacen más asequibles y fáciles de absorber prácticamente todas las vitaminas y minerales, y son esenciales para absorber debidamente los nutrientes liposolubles. Entre ellos se encuentran las vitaminas A, D, E y K y nutrientes como el alfacaroteno, el betacaroteno y otros carotenoides, así como la coenzima Q10, tan importante para la buena salud cardíaca.

Muchas de las vitaminas liposolubles tienen una función antioxidante y nos protegen así de los daños que causan los radicales libres, de modo que al reducir la cantidad de grasas que ingerimos, limitamos la cantidad de antioxidantes que pueden protegernos de las destructivas reacciones de dichos radicales libres. Las dietas bajas en grasas aceleran la degeneración y el envejecimiento corporales, y tal vez este sea uno de los motivos que explican el aspecto pálido y enfermizo que suelen tener quienes siguen una dieta muy baja en grasas más de unos pocos días seguidos.

Los carotenoides son nutrientes liposolubles que se encuentran en las frutas y hortalizas; el más conocido es el betacaroteno. Todos ellos tienen propiedades antioxidantes, y numerosos estudios han demostrado que estos y otros antioxidantes liposolubles, como las vitaminas A y E, protegen de las enfermedades degenerativas y mejoran la función del sistema inmunitario.

El brócoli y las zanahorias, por ejemplo, contienen betacaroteno, pero si no se ingieren junto con aceite, no se obtienen todos los beneficios de las vitaminas liposolubles presentes en ellos. Por mucho que comamos frutas y hortalizas repletas de antioxidantes y otros nutrientes, si no las acompañamos de grasas, absorberemos solo una porción mínima de esos nutrientes tan esenciales. Y tomar un suplemento vitamínico no nos servirá de mucho, ya que también este necesita grasas para facilitar una absorción óptima. Por tanto, una dieta baja en grasas puede ser de hecho perjudicial para la salud.

¿Tan importante es el efecto de las grasas para la absorción de los nutrientes liposolubles? Te sorprenderías. En un estudio ­realizado en la Universidad Estatal de Ohio, se investigó la absorción de tres carotenoides (betacaroteno, licopeno y luteína) en comidas que contenían grasas añadidas. Se utilizó el aguacate como fuente de grasa, por ser relativamente alto en ácidos grasos monoinsaturados, y se midieron los niveles de estos tres nutrientes antes y después de ingerir las comidas.

En la primera parte del estudio, a los once participantes se les dio una comida que consistía en pan y salsa mexicana sin grasas. Al día siguiente, se les dio la misma comida, pero en esta ocasión se había añadido aguacate a la salsa para incrementar el contenido graso del plato y que representara alrededor del 37 % de las calorías. Añadir una fuente de grasas a la comida elevó los niveles de betacaroteno en sangre 2,6 veces y los de licopeno 4,4 veces, lo cual demuestra que añadir un poco de grasa a los alimentos que ingerimos puede duplicar, triplicar o cuadruplicar la absorción de nutrientes.

En la segunda parte del estudio, los sujetos comieron una ensalada. La primera contenía lechuga romana, espinacas tiernas, zanahoria rallada y un aliño sin grasa, con un contenido total en grasas de alrededor del 2 %. Tras añadirse aguacate, el contenido en grasas saltó al 42 %. La ensalada con mayor proporción de grasas elevó 7 veces los niveles de luteína en sangre y, por increíble que parezca, ¡18 veces los niveles de betacaroteno! Es asombroso poder incrementar hasta este punto el contenido en nutrientes con solo añadir una fuente de grasas. Ten presente que no es la grasa la que aporta estos nutrientes; solo hace que el cuerpo pueda extraer una mayor cantidad de nutrientes de los ingredientes de la ensalada.

En un estudio similar que llevó a cabo otro grupo de investigadores, a los sujetos se les dio de comer ensalada con distintos aliños, cada uno con un contenido en grasas diferente. La ensalada con aliño sin grasas dio como resultado una absorción insignificante de carotenoides. El aliño bajo en grasas aumentó ligeramente la absorción de nutrientes, pero el alto en grasas mostró un aumento significativo. Los investigadores se sorprendieron no solo de que añadir grasas a las comidas aumentara tanto la absorción de nutrientes, sino también de lo poco que absorbemos de los alimentos si las grasas están ausentes.

Por tanto, si quieres obtener todos los nutrientes posibles de un tomate, unas judías verdes, unas espinacas o cualquier otra hortaliza o producto bajo en grasas, tienes que añadirle un poco de grasa. Comer verduras sin grasa añadida es, de hecho, igual que comer una comida pobre en nutrientes. Es importante añadir un poco de grasa a la dieta para obtener la máxima nutrición de los alimentos que ingerimos. Incorporar grasa a nuestras comidas es como añadirles un potente suplemento multivitamínico y mineral; por eso no es necesario utilizar suplementos básicos de vitaminas y minerales con una dieta cetogénica.

La cantidad de grasas que se consume habitualmente varía de unas partes del mundo a otras. Hay gente que las toma en abundancia y gente que ingiere un porcentaje de grasas relativamente pequeño. En muchas dietas tradicionales, históricamente las grasas han sido las encargadas de proporcionar entre el 60 y el 90 % de la ingesta total de calorías (y en su gran mayoría eran grasas saturadas). Las comunidades de algunas islas del océano Pacífico obtenían de las grasas hasta un 60 % de las calorías totales, de las cuales un 50 % eran grasas saturadas, principalmente procedentes del coco. 1 Aunque estos pueblos consumían grandes cantidades de grasas, no se conocían en ellos las enfermedades coronarias, la diabetes o el alzhéimer. Hoy en día hay poblaciones relativamente aisladas que siguen consumiendo grasas naturales y no sufren ninguna de las patologías degenerativas comunes en nuestra sociedad moderna. 2 3

CURSO BREVE DE GRASAS Y ACEITES

Ácidos grasos y triglicéridos

Los términos grasa y aceite a menudo se usan indistintamente. Aunque no hay una auténtica diferencia entre ellos, por lo general se considera que las grasas adquieren estado sólido a temperatura ambiente mientras que los aceites conservan el estado líquido. Diríamos que la manteca de cerdo, por ejemplo, es una grasa mientras que el aceite de maíz se incluiría entre los aceites.

Las grasas y los aceites están compuestos de moléculas denominadas ácidos grasos, clasificados en tres categorías dependiendo de su grado de saturación: saturados, monoinsaturados y poliinsaturados. Son términos que se usan continuamente, pero ¿qué hace que una grasa sea insaturada? Y ¿de qué está saturada una grasa?

Los ácidos grasos están compuestos casi por entero de dos elementos: carbono (C) e hidrógeno (H). Los átomos de carbono están unidos entre sí como los eslabones de una larga cadena, y a cada átomo de carbono se agregan dos átomos de hidrógeno. En un ácido graso saturado, cada átomo de carbono está unido a dos átomos de hidrógeno (ver las ilustraciones más delante), es decir, está «saturado de» o «sujeto a» tantos átomos de hidrógeno como le es posible. Los átomos de hidrógeno siempre se anexionan al carbono por pares. Si falta un par de átomos de hidrógeno, tendremos un ácido graso monoinsaturado; el prefijo mono indica que falta un par de átomos de hidrógeno, mientras que insaturado indica que el ácido graso no está plenamente saturado de átomos de hidrógeno. Y si faltan dos, tres o más pares de átomos de hidrógeno, tendremos un ácido graso poliinsaturado (pues, como sabemos, poli significa ‘más de uno’).

Los ácidos grasos del aceite con el que aliñas la ensalada de la cena y cocinas la carne y las hortalizas que comes –de hecho, incluso tu grasa corporal– se presentan en forma de triglicéridos. Un triglicérido no es más que el conjunto de tres ácidos grasos unidos por una molécula de glicerina; por tanto, los triglicéridos pueden ser saturados, monoinsaturados o poliinsaturados.

Todos los aceites vegetales y las grasas animales contienen una mezcla de ácidos grasos saturados, monoinsaturados y poliinsaturados. Afirmar que una determinada grasa o aceite es saturado o monoinsaturado es simplificar en exceso: ninguno es exclusivamente saturado o poliinsaturado. Suele decirse que el aceite de oliva es «monoinsaturado» porque predominantemente lo es, pero contiene también algunos ácidos grasos poliinsaturados y saturados.

En general, las grasas animales son las que contienen una mayor cantidad de ácidos grasos saturados, y los aceites vegetales los que contienen la mayor cantidad de ácidos poliinsaturados. Los aceites de palma y de coco son una excepción, pues, pese a ser vegetales, contienen una gran cantidad de ácidos grasos saturados.

Los triglicéridos de cadena corta, media y larga

Los distintos tipos de ácidos grasos pueden clasificarse en tres categorías principales dependiendo de su tamaño o, más exactamente, de la longitud de sus cadenas de carbono: ácidos grasos de cadena larga (de catorce a veintidós átomos de carbono), de cadena media (seis a doce átomos de carbono) y de cadena corta (dos a cinco átomos de carbono). Cuando un triglicérido está compuesto por tres ácidos grasos de cadena media, se denomina triglicérido de cadena media (TCM), y otro tanto ocurre con los triglicéridos de cadena larga (TCL) y los triglicéridos de cadena corta (TCC).

Los TCL son con diferencia los que más abundan en nuestra dieta: llegan a constituir alrededor del 97 % de los triglicéridos que consumimos. Los TCM constituyen la mayor parte del 3 % restante, y los TCC son muy escasos. Los ácidos grasos con cadenas de un máximo de doce átomos de carbono se metabolizan de modo diferente a los que contienen cadenas de catorce átomos o más. Por consiguiente, muchos de los triglicéridos de cadena media o corta se convierten en cuerpos cetónicos independientemente de la cantidad de hidratos de carbono o de glucosa que contenga la dieta, mientras que los TCL solo se convierten en cuerpos cetónicos durante una restricción drástica de la glucosa, como cuando ayunamos o consumimos una dieta cetogénica.

La mayoría de las grasas y los aceites están compuestos en su totalidad de triglicéridos de cadena larga. Hay muy pocas fuentes saludables de triglicéridos de cadena media. La fuente natural más rica en estos es con diferencia el aceite de coco, compuesto en un 63 % de TCM, seguido inmediatamente del aceite de palmiste (la semilla de la palma africana), que contiene un 53 % de TCM. En tercera posición, pero mucho más distante, está la mantequilla, con solo un 12 % de ácidos grasos de cadena media y corta. La leche, de cualquier especie de mamífero, contiene triglicéridos de cadena media (la leche humana más que la de la vaca, la cabra y la de otros animales). Las cetonas producidas por los TCM son esenciales para el desarrollo cerebral infantil, y cubren el 25 % de las necesidades energéticas del cerebro. Dado que el cerebro humano es, con respecto al resto del cuerpo, proporcionalmente mayor que el de todos los demás animales, también es mucho mayor nuestra necesidad de triglicéridos de cadena media.

Todos los TCM importantes para la salud humana son grasas saturadas.

ÁCIDOS GRASOS POLIINSATURADOS

Los ácidos grasos esenciales

Los ácidos grasos poliinsaturados abundan particularmente en los alimentos de origen vegetal. Los aceites de soja, cártamo, girasol, algodón, maíz y linaza están compuestos predominantemente de ácidos grasos poliinsaturados y, por tanto, se denominan comúnmente aceites poliinsaturados.

Algunos ácidos grasos se consideran esenciales. Esto significa que nuestro cuerpo no puede fabricarlos a partir de otros ingredientes, por lo cual deben estar presentes en nuestra dieta si queremos conseguir y mantener una buena salud. Nuestro cuerpo puede fabricar ácidos grasos saturados y monoinsaturados a partir de otros alimentos, pero como no es capaz de fabricar ácidos grasos poliinsaturados, es esencial que incluyamos estos últimos en nuestra dieta.

Cuando hablamos de grasas saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas, no estamos refiriéndonos solo a tres tipos de ácidos grasos, sino a tres familias de ácidos grasos. Hay muchos tipos diferentes de ácidos grasos saturados, así como de ácidos grasos monoinsaturados y poliinsaturados. Dos familias de ácidos grasos poliinsaturados importantes para la salud humana son la de los omega-6 y la de los omega-3, y dentro de ellas hay dos ácidos grasos que se consideran esenciales –el ácido linoleico y el ácido alfa-linoleico– porque con ellos dos el cuerpo puede fabricar los demás. Estos son los ácidos grasos esenciales (AGE) de los que tanto hablan los nutricionistas. El ácido linoleico pertenece a la familia omega-6 y el alfalinoleico, a la familia omega-3. Entre los ácidos grasos omega-3 están el ácido alfalinoleico, que se encuentra en los productos de origen vegetal (por ejemplo, en las semillas de lino), y los ácidos eicosapentaenoico (EPA) y docosahexaenoico (DHA), presentes en los productos de origen animal.

Teóricamente, si consumimos un alimento rico en ácido linoleico, el cuerpo puede fabricar a partir de él todos los demás ácidos grasos omega-6 que necesita, y si tenemos una fuente adecuada de ácido alfalinoleico, puede fabricar todos los demás ácidos grasos omega-3.

Los estudios nutricionales indican que necesitamos que aproximadamente el 3 % del total de las calorías que ingerimos provengan de los AGE. En una dieta típica de 2.000 calorías, esto equivaldría a unos 7 g, que no es una cantidad excesiva. Si una cucharadita son 5 g, quiere decir que una cucharadita y media, o media cucharada, de ácidos grasos esenciales cubrirá nuestras necesidades diarias.

Por el hecho de que se los considere «esenciales», la gente suele pensar que estos ácidos grasos poseen propiedades particularmente beneficiosas para la salud y que cuanto más los consumamos, tanto mejor. Pero no es así necesariamente. Aunque debemos incluirlos en nuestra dieta, una cantidad excesiva puede ser contraproducente. Se ha visto que un consumo de ácido linoleico superior al 10 % del total calórico puede producir problemas circulatorios, cardiopatías, cáncer, afecciones hepáticas, trastornos cerebrales degenerativos y deficiencias vitamínicas. 4 5 6 Por esta razón, los aceites ricos en ácido linoleico deben estar restringidos en la dieta.

Peroxidación lipídica

Uno de los motivos por los que las grasas poliinsaturadas tienen el potencial de causar problemas de salud es su alta vulnerabilidad a la oxidación. Cuando las grasas poliinsaturadas se oxidan, se vuelven tóxicas. Las grasas oxidadas son grasas rancias; los radicales libres son producto de la oxidación.

Cuando el oxígeno reacciona normalmente con un compuesto, este se «oxida», y el proceso se llama oxidación. Los ácidos grasos poliinsaturados se oxidan rápidamente, y, en este caso, el proceso en términos bioquímicos se denomina peroxidación de los lípidos. Lípidos es el término con que se designa en bioquímica a las grasas o aceites, y peroxidación se refiere a un proceso de oxidación de las grasas insaturadas que produce peróxido (un óxido que contiene el nivel más alto de oxígeno) y radicales libres.

Cuando los aceites poliinsaturados se exponen al calor, la luz o el oxígeno, espontáneamente se oxidan y forman esos destructivos radicales libres que pueden atacar a los ácidos grasos insaturados y las proteínas, oxidarlos y hacer que generen a su vez más radicales libres. Es un interminable proceso de reacciones en cadena.

Los aceites vegetales líquidos pueden ser engañosos, porque presentan un aspecto y un sabor inofensivos incluso después de haberse puesto rancios. Es posible que el aceite no huela mal y tenga el mismo color que el día que lo compraste, y sin embargo esté repleto de esos radicales libres tan destructivos. En cuanto se extrae el aceite de las semillas, se pone en marcha el proceso de oxidación. Cuanto más expuesto esté al calor, la luz y el oxígeno, antes se oxida. Para cuando el aceite se ha procesado y embotellado, ya se ha oxidado en cierta medida, y mientras permanece en el almacén, en el remolque del camión, en el supermercado o en el armario de la cocina, sigue oxidándose. El aceite que compramos en la tienda está ya rancio hasta cierto punto. En un estudio, se analizaron varios aceites comprados en distintos establecimientos de una localidad para ver el grado de oxidación de sus ácidos grasos poliinsaturados.7 Se encontró oxidación en cada una de las muestras examinadas. Los que contenían conservantes químicos añadidos estaban menos oxidados que los conservados con vitamina E u otros conservantes naturales. Y cuando usamos estos aceites para cocinar, la oxidación se acelera notablemente. Por eso nunca se debería cocinar ningún alimento con un aceite poliinsaturado.

La oxidación se produce también dentro del cuerpo, y la única defensa que tenemos frente a los radicales libres son los antioxidantes, que detienen la reacción en cadena que generaría nuevos radicales libres. Si consumimos demasiado aceite vegetal procesado, los radicales libres que se crean reducen los nutrientes de los antioxidantes –como las vitaminas A, C y E, y también el zinc y el selenio– y pueden provocar deficiencias nutricionales.

Las grasas poliinsaturadas están presentes en todas nuestras células en uno u otro grado. Un ácido graso poliinsaturado que se encuentre en una membrana celular y reciba el ataque de un radical libre se oxidará y se convertirá en radical libre a su vez, tras lo cual atacará una molécula poliinsaturada vecina, posiblemente de la misma célula. Y esta destructiva reacción en cadena continúa hasta que la célula queda gravemente dañada o destruida por completo. Las reacciones que aleatoriamente provocan en el organismo los radicales libres, día tras día y año tras año, al final pasan factura.

Hay una estrecha correlación entre el tipo de grasas que ingerimos habitualmente y la generación de radicales libres. El estrés oxidativo que causan los radicales libres afecta a todas las partes del cuerpo, incluidos los órganos sexuales, por lo que puede acarrear desequilibrios hormonales y diversos grados de infertilidad. Los ácidos grasos poliinsaturados pueden perjudicar seriamente la producción de testosterona en los testículos;8 cuantas más grasas poliinsaturadas contenga la dieta, más bajos serán los niveles de testosterona. Por el contrario, las grasas saturadas aseguran una producción de testosterona normal. El consumo excesivo de aceites vegetales poliinsaturados interfiere asimismo en la producción de otras hormonas, como el estrógeno y las hormonas tiroideas, lo cual puede crear desequilibrios hormonales.

El sistema nervioso central es el más susceptible a experimentar cambios que provoquen una degeneración acumulativa y conduzcan a la demencia, a problemas de la vista y otros trastornos de este sistema. Diversos estudios han demostrado que existe una ­relación entre el consumo de aceite vegetal y los daños que provocan en el sistema central los radicales libres.

En uno de estos estudios, por ejemplo, se determinó el efecto que tienen los aceites de consumo habitual en las facultades mentales de las ratas poniendo a prueba su capacidad de aprendizaje tras situarlas en un laberinto. Se empezaron a incorporar distintos aceites a la dieta de las ratas casi recién destetadas, y el estudio se inició una vez que tuvieron una edad considerablemente avanzada, a fin de dar tiempo a que los efectos de los aceites fueran mensurables. Se evaluó el número de errores que cometían en el laberinto, y se vio que los animales que mejor lo habían hecho y que habían conservado en mejor estado sus facultades mentales eran los que se habían alimentado con grasas saturadas. Los que habían tomado aceites poliinsaturados en la dieta fueron los primeros en perder las facultades mentales.9

La degeneración macular vinculada al envejecimiento es la causa de ceguera más común en Estados Unidos, Canadá, Australia y la mayoría de los países industrializados. La incidencia de esta afección se ha disparado en los últimos treinta años, y varios estudios han demostrado que el principal culpable de este aumento alarmante es el alto consumo de aceites vegetales insaturados. 10 11 12

Las grasas saturadas son muy resistentes a la oxidación. No forman radicales libres. De hecho, actúan más como antioxidantes protectores, pues impiden la oxidación y la formación de radicales libres. Una dieta alta en grasas saturadas saludables puede contribuir a evitar la peroxidación lipídica que acelera el envejecimiento y promueve la enfermedad.

Sustituir los ácidos grasos poliinsaturados por ácidos grasos saturados y monoinsaturados puede reducir los riesgos asociados con los radicales libres. Además, una dieta rica en nutrientes antioxidantes, como la vitamina E y el betacaroteno, protegerá de la oxidación a los ácidos grasos poliinsaturados que haya en el cuerpo.

Aceites vegetales corrompidos por las altas temperaturas

Muchos cocineros recomiendan utilizar aceites vegetales poliinsaturados para cocinar y preparar los alimentos por ser una alternativa «saludable» a las grasas saturadas. La ironía es que los aceites vegetales insaturados son los que, cuando se utilizan para cocinar, forman una diversidad de compuestos tóxicos mucho más perjudiciales para la salud de lo que podría ser ninguna grasa saturada. Los aceites vegetales poliinsaturados son los menos apropiados para cocinar.13

Cuando los aceites vegetales se calientan, debido a su inestabilidad los ácidos grasos poliinsaturados se transforman fácilmente en compuestos nocivos, entre ellos uno particularmente maligno denominado 4-hidroxi-2-nonenal (4-HNE). Cuando cocinamos con aceites poliinsaturados, la comida está plagada de estas sustancias dañinas.

Incluso calentarlos a bajas temperaturas daña la delicada estructura química de los ácidos grasos poliinsaturados. Cocinar los alimentos a altas temperaturas acelera la oxidación y las reacciones químicas perjudiciales. Numerosos estudios, algunos de ellos publicados ya en 1930, han demostrado los efectos nocivos de consumir aceites vegetales calentados al fuego.

En los últimos veinte años, incontables estudios han encontrado una relación entre el 4-HNE y un elevado riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, párkinson, alzhéimer, la enfermedad de Huntington, problemas hepáticos, osteoporosis, artritis y cáncer. Cada vez que usas aceites vegetales insaturados para cocinar u hornear estás creando 4-HNE.

Una de las afecciones vinculadas con los 4-HNE de los aceites vegetales calentados son las enfermedades cardiovasculares. Puede que esta afirmación te sorprenda, ya que los aceites vegetales insaturados son supuestamente beneficiosos para el corazón, pero varios estudios recientes han demostrado con claridad la relación entre los 4-HNE y las enfermedades coronarias.14 15 16 Otros estudios han revelado asimismo la presencia de altos niveles de estos compuestos nocivos en las regiones del cerebro dañadas en pacientes de alzhéimer. 17 18

Se ha observado que las dietas en las que se utilizan aceites vegetales líquidos sometidos a altas temperaturas producen más aterosclerosis (endurecimiento de las arterias) que aquellas en las que se usa aceite vegetal sin calentar.19 Cualquier aceite vegetal insaturado puede ser perjudicial cuando se calienta, e incluso una pequeña cantidad, sobre todo si se toma con frecuencia durante cierto tiempo, afectará a la salud. Se ha visto que los aceites oxidados dañan las paredes de los vasos sanguíneos y causan numerosas lesiones orgánicas en animales.

Los aceites más susceptibles de sufrir los daños provocados por el calentamiento son aquellos que contienen una mayor cantidad de ácidos grasos poliinsaturados. Por su composición química, los ácidos grasos monoinsaturados son más estables y soportan temperaturas más altas; sin embargo, también se oxidan y forman compuestos tóxicos si se someten a altas temperaturas. Por el contrario, los ácidos grasos saturados son termoestables y soportan temperaturas relativamente altas sin oxidarse, por lo cual son los más aconsejables para utilizar a diario en la cocina.

Los estudios muestran que nuestra dieta debe contener cierta cantidad de ácidos grasos poliinsaturados, pero si todos los aceites vegetales poliinsaturados que se comercializan están rancios en uno u otro grado incluso antes de que los compremos, y se vuelven aún más perjudiciales para la salud cuando los usamos para cocinar los alimentos, ¿de dónde obtendremos la dosis diaria de ácidos grasos esenciales que necesitamos? La respuesta es muy simple: podemos obtenerlos, como hacían nuestros antepasados, ¡de la comida! No necesitas consumir aceites vegetales procesados para satisfacer la necesidad diaria de ácidos grasos esenciales; puedes obtenerlos todos de los alimentos, que es la mejor forma de obtenerlos, ­porque mientras continúan en sus contenedores celulares originales, están a salvo de los efectos dañinos del oxígeno y protegidos por antioxidantes naturales que los mantienen en buen estado.

El ácido linoleico se encuentra en casi todos los productos vegetales y animales –carnes, huevos, frutos secos, cereales, legumbres y hortalizas–. En realidad, abunda hasta tal punto en la dieta que no es fácil que suframos una deficiencia de ácido linoleico. Menos comunes son los ácidos grasos poliinsaturados omega-3 (ácido alfalinoleico, EPA, DHA), presentes en las semillas, las hortalizas de hoja verde, las algas, los huevos, el pescado y el marisco. Puedes obtener los ácidos grasos omega-3 que necesitas asegurándote de incluir un poco de pescado, huevos y verduras en el menú semanal. La ternera alimentada con pasto y la carne de caza aportan también omega-3. El ganado que pasta en el campo incorpora los ácidos grasos de la hierba, rica en estos ácidos grasos, a sus tejidos. Por el contrario, las vacas alimentadas con cereales o piensos compuestos son una fuente pobre en omega-3.

Aceites vegetales hidrogenados

Muchos alimentos precocinados y envasados están elaborados con